El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XVI

Cuando ocurrían los sucesos que vamos refiriendo, no había tantascarreteras como ahora. Desde Villabermeja á la ciudad puede hoy irse encoche. Entonces sólo se iba á pie ó á caballo. El camino no era camino,sino vereda, abierta por las pisadas de los transeuntes racionales éirracionales. Cuando había grandes lluvias, la vereda se hacíaintransitable: era lo que llaman en Andalucía un camino real deperdices.

Poseía el padre Jacinto una borrica modelo por lo grande, mansa ysegura. En esta borrica iba y venía siempre, como un patriarca, desdeVillabermeja á la ciudad y desde la ciudad á Villabermeja. Un robustolego le acompañaba á pie. En el viaje que hizo á la ciudad, al díasiguiente de su largo coloquio con el Comendador, le acompañó, á más dellego, un rústico seglar ó profano, para que cuidase la corza.

Seguido, pues, de su lego, de la corza y del rústico, y caballero en sujigantesca borrica, el padre Jacinto entró sano y salvo en la ciudad álas diez de la mañana. Como el convento de Santo Domingo está casi á laentrada, no tuvo el padre que atravesar calles con aquel séquito. En elconvento se apeó, y apenas se reposó un poco, se dirigió á casa de D.Valentín Solís, ó más bien á casa de Doña Blanca. El cuitado de D.Valentín se había anulado de tal suerte, que nadie en el lugar llamaba ásu casa la casa de D. Valentín.

Sus viñas, sus olivares, sus huertas ysus cortijos eran conocidos por de Doña Blanca, y no por suyos.

Aquellaanulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la dealgunos maridos de Madrid, á quienes apenas los conoce nadie sino porsus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y loshacen conspicuos.

Pero dejemos á un lado ejemplos y comparaciones, que pueden tomarciertos visos y vislumbres de murmuración, y sigamos al P. Jacinto, ypenetremos con él en casa de Doña Blanca, donde tan difícil era entrarpara el vulgo de los mortales.

Merced á la autoridad del reverendo, y siguiéndole invisibles, todas laspuertas se nos franquean.

Ya estamos en el salón de Doña Blanca. Clara borda á su lado. D.Valentín, á respetable distancia y sentado junto á una mesa, hacepaciencias con una baraja. D. Casimiro habla con la señora de la casa ycon su hija.

Los lectores conocen ya á D. Casimiro, como si dijéramos de fama, denombre y hasta de apodo, pues no ignoran que para D. Carlos, Lucía,Clara y el Comendador, era el viejo rabadán

. Veamos ahora si logramoshacer su corporal retrato.

Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; decolor trigueño, poca barba, que se afeitaba una vez á la semana, y losojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en lacara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidezde los carrillos. En su propia persona se notaba poco esmero y aseo;pero en el traje sí se descubrían el cuidado y la pulcritud que en lapersona faltaban, lo cual denotaba desde luego que D. Casimiro más secuidaba la ropa por ser ordenado, económico y aficionado á que lasprendas durasen, que por amor á la limpieza. Iba vestido muy de hidalgoprincipal, si bien á la moda de hacía quince ó veinte años. Su casaca,su chupa, sus calzones y medias de seda no tenían una mancha, y sitenían alguna rotura, ésta se hallaba diestra y primorosamente zurcida.Gastaba peluca con polvos y coleta, y lucía muchos dijes en las cadenasde sendos relojes que llevaba en ambos bolsillos de la chupa. Su caja detabaco, que él mostraba de continuo, pues no cesaba de tomar rapé, eraun primor artístico, por los esmaltes y las piedras preciosas que leservían de adorno. Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad ypausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándoseprovenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y másaún de que en su casa y despojado de las galas de novio ó depretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.

La expresión de su semblante, sus modales y gestos no eran antipáticos:eran insignificantes; salvo que no podía menos de reconocerse por ellosen D. Casimiro á una persona de clase, aunque criada en un lugar.

Se advertía, por último, en todo su aspecto, que D. Casimiro debía depadecer no pocos achaques. Su mala salud le hacía parecer más viejo.

Dado á conocer así somera, y no favorablemente, por desgracia, podemosya lisonjearnos de conocer á cuantas personas ocupaban la sala cuandoentró en ella el padre Jacinto.

Doña Blanca, Clarita, D. Valentín y D. Casimiro se levantaron pararecibirle, y todos le besaron humildemente la mano. El padre estuvosonriente y amabilísimo con ellos, y á Clarita le dió, como si no fueseya una mujer, como si fuese una niña de ocho años, y con larespetabilidad que setenta bien cumplidos le prestaban, dos palmaditassuaves en la fresca mejilla, diciéndole:

—¡Bendito sea Dios, muchacha, que te ha hecho tan buena y tan hermosa!

—Su merced me favorece y me honra —contestó Clarita.

Doña Blanca se lamentó del mucho tiempo que el padre había estado sinvenir de Villabermeja, y todos le hicieron coro. Se trató de que elpadre tomase algo hasta la hora de comer, y el padre no quiso tomarnada, salvo asiento cómodo. Desde su asiento habló de mil cosas conanimada y alegre conversación, resuelto á aguardar allí á que DonCasimiro se fuese y á que D. Valentín y Doña Clara despejasen, parahablar á solas con Doña Blanca.

Doña Blanca adivinó la intención del fraile, entró en curiosidad, ypronto halló modo de despedir á D.

Casimiro y de echar de la sala á D.Valentín y á Clarita.

Verificado ya el despejo, dijo Doña Blanca:

—Supongo y espero que, después de tan larga ausencia, honrará V.nuestra mesa comiendo hoy con nosotros.

El P. Jacinto aceptó el convite, y Doña Blanca prosiguió:

—He creído advertir que estaba V. impaciente por hablarme á solas. Estoha picado mi curiosidad. Todo lo que V. me dice ó puede decirme meinspira el mayor interés. Hable V., padre.

—No eres lerda, hija mía —contestó éste.— Nada se te escapa. Enefecto, deseaba hablarte á solas. Y lo deseaba tanto, que dejo paradespués de tu comida, que acepto gustoso, dejo para sobremesa laaparición de un objeto que traigo de presente á nuestra Clarita, y quele va á encantar. Figúrate que es una lindísima corza, tan mansa ydoméstica, que come en la mano y sigue como un perro. Pero vamos alcaso: vamos á lo que tengo que decirte. Por Dios, que no te incomodes.Tú tienes el genio muy vivo: eres una pólvora.

—Es verdad; yo soy muy desgraciada, y los desgraciados no es fácil queestén de buen humor. V., sin embargo, no tiene derecho á quejarse delmío. ¿Cuándo estuve yo, desde que nos tratamos, desabrida y áspera conV.?

—Eso es muy verdad. Convendrás, con todo, en que yo no he dado motivo.Yo no soy como otros frailes, que se meten á dar consejos que no lespiden, y quieren gobernar lo temporal y lo eterno, y dirigirlo todo encada casa donde entran. ¿No es así?

—Así es. Más bien tengo yo que lamentarme de que V. me aconseja poco.

—Pues hoy no te quejarás por ese lado. Tal vez te quejes de que teaconsejo mucho y de que me meto en camisón de once varas.

—Eso nunca.

—Allá veremos. De todos modos, tengo disculpa. Tú sabes que Clarita esmi encanto. Me tiene hecho un bobo. ¿Quién ignora mi predilección hacialas mujeres? Menester ha sido de toda mi severidad para que allá cuandomozo no me quitaran el pellejo los maldicientes. Hoy, hija mía (algunaventaja ha de traer el ser viejo), con treinta y cinco años en cadapata, puedo, sin temor de censura, quereros á mi modo y trataros con laíntima familiaridad que me deleita. Te confieso que para querer á loshombres tengo que acordarme á menudo de que son prójimos y quererlos poramor de Dios. Á las mujeres, por el contrario, las quiero, no ya sinesfuerzo, sino por inclinación decidida. Sois dulces, benignas,compasivas y muchísimo más religiosas que los hombres. Si no hubierasido por vosotras, lo doy por cierto, hubiérase perdido hasta la huellade la primitiva cultura y revelación del Paraíso, y los hombres jamáshubieran salido del estado salvaje. Si yo fuera un sabio, había decomponer un libro demostrando que todo este ser de la Europa del día,que todos estos adelantamientos sociales de que el mundo se jacta, sedeben, en lo humano, principalmente á las mujeres. Calcula, pues, cuánalto y lisonjero es el concepto que tengo de vosotras. Pues bien; en losúltimos años de mi vida, tu hija Clara ha venido á sublimar mucho másaún este concepto de mi mente. En mi mente tenía yo como un tipo soñadode perfección, al cual ninguna de las mujeres que he conocido seacercaba ni en diez leguas. Clarita ha ido más allá. ¡Qué inocencia lasuya, tan rara por su enlace con la discreción y el despejo! ¡Qué fereligiosa tan sana y atinada! ¡Qué amor á su madre y qué sumisión á susmandatos! Clara es una santita en este mundo, y al verla hay que alabará Dios, que la ha criado á fin de dejarnos rastrear y columbrar por ellalo que serán en el cielo los angelitos y las bienaventuradas vírgenes.

—Mucho lisonjean mi orgullo de madre —interpuso Doña Blanca,— esosencomios de Clarita que oigo en boca de V.; pero mi amor á la justiciame induce á creerlos exagerados. Yo me los explico de cierto modo, quevoy á tener la sinceridad de declarar á V. En el puro amor que engeneral profesa V. á las mujeres, hay algo del antiguo caballeroandante, algo del hechizo que tiene para todo ser fuerte dar proteccióná los débiles y desvalidos. En el concepto superior á la realidad que delas mujeres V. forma, hay gran bondad é instintiva poesía. Todos estosnobles sentimientos de V. se han empleado, durante una larga y santavida, en lugareñas, jornaleras unas, é hidalgas ó ricachas otras, perotoscas las más, en comparación con Clara, criada en grandes ciudades,con otro barniz, con otra más elevada cultura, con mayor delicadeza yrefinamiento. Ventajas tales, meramente exteriores y debidas á lacasualidad, han sorprendido y alucinado á V., y le han hecho pensar quelo que está en la superficie está en el fondo; que modales másdistinguidos, mayor tino y mesura en el hablar, y ciertas atenciones ymiramientos que nacen de más esmerada educación, y que llegan á tenersemaquinalmente, gracias á la costumbre, son virtudes y excelencias quebrotan del centro mismo de un alma que se eleva sobre las otras.

—No, hija mía; nada de eso basta á explicar mi predilección por Clarita.

—¿Cómo que no basta? Sea V. franco. ¿No quiere V. y estima casi tanto á Lucía?

—Las comparaciones son odiosas, y las del cariño más. Supongamos, ápesar de todo, que estimo y quiero á Lucía casi tanto. Eso probaría sóloque Lucía vale casi tanto como Clara.

—Y que ambas están educadas con más esmero.

—Bueno… ¿Y qué?… Concedo que así sea. ¿Quién te ha negado el poderde la educación? Lo que niego es que la educación valga hasta ese puntosobre un espíritu estéril é ingrato; y lo que niego también es que suinflujo no pase de la superficie y no penetre en el fondo, y no mejoreel ser de las personas. Es, pues, evidente que Clara debe mucho á Dios,y luego á tí, que la has educado bien; pero esto que debe á tí no essuperficial y externo: los modales, las palabras, las atenciones y losmiramientos no son signos vanos.

Cuando no hay en ellos afectación, esporque brotan del alma misma, mejor criada por Dios ó por los hombresque otras almas sus hermanas. Cierto que yo no he visto ni conocido másgente en mi vida que la de esta ciudad y la de Villabermeja; peroadivino y veo claramente que ha de haber duquesas y hasta princesas cuyobarniz no me engañaría ni me alucinaría. Yo conocería al momento que erafalso y de relumbrón, y que en el fondo eran aquellas damas más vulgaresque tu cocinera. Conste, por consiguiente, que no me alucino al encomiará Clarita.

—¿Y no provendrá la alucinación, —dijo Doña Blanca,— de la cándida yespontánea propensión de Clarita á hacerse agradable?

—Sin duda que provendrá; pero esa misma propensión, siendo espontánea ycándida, prueba la bondad de alma de quien la tiene.

—¿V. no sabe, padre, que eso se califica con un vocablo novísimo encastellano, y que suena mal y como censura?

—¿Qué vocablo es ese?

—Coquetería.

—Pues bien; si la coquetería es sin malicia, si el afán de agradar y elesfuerzo hecho para conseguirlo no traspasan ciertos límites, y si elfin que se propone una mujer agradando no va más allá del puro deleitede infundir cordial afecto y gratitud, digo que apruebo la coquetería.

Doña Blanca y el P. Jacinto se tenían mutuamente miedo. Ella temía ladesvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. Deeste miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremadafinura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, á fin de noterminar cualquier coloquio en pelea ó disputa.

Llevada de esta consideración, Doña Blanca no impugnó la defensa de lacoquetería; dió por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptarcomo justos y merecidos los encomios de su hija Clara.

Luego añadió:

—En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma partesino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre?Imagino, con todo, que tan lisongero panegírico bien se podía haberpronunciado en presencia de testigos. Lo que sigilosamente tenía V. quedecirme no ha salido aún de sus labios.

El P. Jacinto se paró á reflexionar entonces, al verse tan directamenteinterrogado, y casi se arrepintió de haber venido á tratar del asunto dela boda de Clarita, dejándose llevar de un celo impaciente, sin ponerseantes de acuerdo con el Comendador, según habían concertado; pero elpadre Jacinto no era hombre que cejaba una vez dado el primer paso, ydespués de un instante de vacilación, que no dejó percibir á ojos tanlinces como los de su interlocutora, dijo de esta manera:

—Allá voy, hija; ten calma que todo se andará. Mi encomio de Claritaestaba muy en su lugar, porque de Clarita voy á hablarte. Me consta,como su director espiritual que soy, que te obedecerá en todo; perodime,

¿no consideras tú que para algunas cosas, de la mayor importancia,convendría consultar su voluntad?

—¿Y quién ha informado á V. de que yo no la consulto cuando conviene?

—¿Has preguntado, pues, á Clara si quiere casarse tan niña?

—Sí, padre, y ha dicho que sí.

—¿Le has preguntado si aceptará por marido á D. Casimiro?

—Sí, padre, y también ha dicho que sí.

—¿Y no serán parte el temor y el respeto que inspiras á tu hija en esasrespuestas?

—Creo que no merezco sólo inspirar á mi hija respeto y temor, sinotambién cariño y confianza.

Prevaliéndose, pues, mi hija del cariño y dela confianza que debo inspirarle, hubiera podido contestar que no queríacasarse con D. Casimiro. Nadie la ha violentado para que diga quequiere. Querrá cuando lo dice.

—Es cierto; querrá, cuando lo dice. No obstante, para que una decisiónde la voluntad sea válida, importa que la voluntad esté previamenteilustrada por el entendimiento acerca de aquello sobre lo cual decide.¿Crees tú que Clarita sabe lo que quiere y por qué lo quiere?

—Acaba V. de hacer el encomio más extremado de mi hija, y ahora meinduce á pensar que la tiene por tonta, por incapaz de sacramento. ¿Cómoquiere V. que una mujer de diez y seis años ignore los deberes que elsanto matrimonio trae consigo?

—No los ignora… pero no me vengas con sofismas… una niña de diez yseis años no sabe toda la transcendencia del sí que va á dar en losaltares.

—Por eso tiene á su madre, para iluminarla, aconsejarla y dirigirla.

—¿Y tú la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia?

—La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensaterrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, quehabía yo de aconsejar á mi hija en contra de lo que mi conciencia medictase? Tan mala me cree V.?

—Perdona; me expliqué con torpeza. Yo no creo, ni puedo creer que hayasaconsejado á tu hija contra tu conciencia; pero sí puedo creer que entu entendimiento cabe error, y que, llevada tú de algún error, induces átu hija á dar un paso deplorable.

—Extraño muchísimo los razonamientos de usted en el día de hoy. ¡Quédiferentes de lo que eran antes!

¿Qué cambio ha habido en V.? Seré yovíctima de un error, y en virtud de ese error daré malos consejos ytomaré funestas resoluciones; pero usted lo sabía tiempo há, y nadahabía dicho en contra cuando no había aún compromiso alguno contraído.¿Cómo ha venido de pronto á hacerse patente á los ojos de V. ese error,que antes no percibía? ¿Qué luz del cielo le ha ilustrado á V. el alma?¿Qué santo ó qué ángel bendito ha bajado á la tierra á descubrir á V. lobueno y á distinguirlo de lo malo?

Doña Blanca, según se ve, iba ya perdiendo su aplomo y su dificultosadulzura. El P. Jacinto empezaba también á amostazarse; pero hizo unesfuerzo heroico, y en vez de seguir adelante y de excitar la tempestad,procuró calmarla por cuantos medios se le ocurrieron.

—Tienes razón que te sobra —contestó con mucha humildad.— Yo debídisuadirte á tiempo de que concertaras esa boda. Del error que noto entí, confieso que he participado. Por lo menos, ha sido en mí un descuidoatroz, una ligereza imperdonable, el no hablarte antes como te estoyhablando hoy. Pero si yo erré, con reconocerlo ya y con apartarme delerror, te induzco á que me imites, aunque te dé armas en contra mía.

Loque afirmas, probará mi inconsecuencia, mas no prueba nada contra miconsejo.

—¿Cómo que no prueba nada? Quita á su consejo de V. toda la autoridadque de otra suerte hubiera tenido.

Consejo dado tan de repente… hastapudiera sospecharse… que no se funda en pensamiento propio delconsejero.

Doña Blanca, al pronunciar esta última frase, lanzó al padre unapenetrante y escrutadora mirada. El padre, que no era tímido, se cortóun poco y bajó los ojos. Serenándose al instante, repuso:

—No se trata aquí de más autoridad que de la autoridad de la razón.Para darte el consejo, válganme la amistad y el cariño que tengo á tupersona y á los de tu familia: para que le aceptes ó le deseches, nopretendo que valga sino el ingenio, que pido á Dios me conceda, parallevar el convencimiento á tu alma.

—Está bien. ¿Quiere V. decirme qué razones hay para que Clara no secase con D. Casimiro? V. es el confesor de Clara. ¿Ama Clara á otrohombre?

—Por lo mismo que soy su confesor, si Clara amase á otro hombre y ellame lo hubiera confiado, no te lo diría sin que ella me diese su venia,que yo sabría pedir y exigir en caso necesario. Por dicha, para nadatiene que entrar aquí la cuestión de si Clara ama ó no á otro hombre.

—No me venga V. con rodeos y sutilezas. Yo he educado á mi hija con talrigidez y con tal recogimiento, que no tengo la menor duda de que no hatenido amoríos. Clara no ha mirado jamás con malicia á hombre alguno.

—Así será. Pero ¿no podrá mirarle el día de mañana? ¿No podrá amar, sino ama aún?

—Amará á su marido. ¿Por qué no ha de amarle?

—Vamos, señora —dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida:— noamará á su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo yfastidioso.

—Quiero suponer —contestó Doña Blanca con el reposado entono quetomaba cuando más tremenda se ponía,— quiero suponer que lascaritativas calificaciones de V. cuadran perfectamente al sujeto, á lapersona de mi familia, á quien V. honra con ellas. Su exquisito gusto deV. en las artes del dibujo halla feo á D.

Casimiro; sus conocimientos deV. en la medicina le han hecho comprender que está el pobre mal desalud, y la amenidad y discreción que en V. campean, es natural que leinduzcan á fastidiarse de todo ser humano que no sea tan ameno y taningenioso como V., cosa, por desgracia, rarísima; pero V. no me negaráque mi hija, menos instruida en las proporciones y bellezas de lafigura del hombre, puede no hallar feo á D.

Casimiro, como no le halla;menos docta en ciencias médicas, puede creerle más sano, y menoschistosa que V., puede muy bien hallar en D. Casimiro algún chiste y noaburrirse de su conversación. Y por otra parte, aunque mi hija viese enD. Casimiro los defectos que V. señala, ¿por qué no había de amarle?Pues qué,

¿una mujer de honor, una buena cristiana, ha de amar sólo lahermosura física y el desenfado en el hablar?

¿Será menester buscarlepara marido, no á un caballero de su clase, honrado, temeroso de Dios,virtuoso lleno de atenciones y buenos deseos de hacerla dichosa, sino áalgún saltimbanquis robusto, á algún truhán divertido, que provoque enella con sus chocarrerías una risa indecorosa y un regocijo pocohonesto?

—Mira, Doña Blanca —dijo el fraile, que jamás abandonaba el tuteo,aunque se incomodara,— no creas que se necesite ser un Apeles ó unFidias para conocer que es feo D. Casimiro. Su fealdad es tan patente ysomera, que no hay que ahondar mucho para descubrirla. Y en cuanto á suruin salud y escasa amenidad, te aseguro lo mismo. Sin haber cursadomedicina, sin ser un Hipócrates, ve cualquiera que D. Casimiro está pordemás estropeado. Y sin haber estudiado el Examen de ingenios

, deHuarte, se descubre en seguida que el de don Casimiro es romo y huero.Yo no pretendo que busques para Clarita á Pitágoras y á Milón de Crotonaen una pieza; pero ¿qué diablura te lleva á darle por marido á Tersites?

El P. Jacinto se abstenía de echar latines cuando hablaba á las mujeres;pero no podía menos de citar en romance, siempre que se dirigía á damasde distinción, hechos, personajes y sentencias de la antigüedad clásicay de las Sagradas Escrituras. Por lo demás, era tan claro el sentido delo que decía, que Doña Blanca, aunque no hubiera sabido más ó menosconfusamente la condición de los personajes citados, no hubiera tenidola menor duda sobre lo que el fraile quería significar. Así es que lerespondió:

—Reverendo padre, esos son insultos y no consejos; pero jamás meenojaré con V. Lo único que afirmo es que todos los defectos que pone V.á mi futuro yerno han de estar menos al descubierto de lo que V.

suponeahora, cuando antes de ahora no los ha conocido V. Y si los conocía,¿por qué antes no me los dijo?

Repito que alguien ha venido á ilustrarsu claro entendimiento de V. Alguien le induce á dar este paso. No hayque disimular. Sea V. leal y franco conmigo. V. ha hablado con alguienacerca de la proyectada boda de Clarita. Sus consejos de V. no sonconsejos, sino un mensaje solapado.

El P. Jacinto era fresco de veras; pero con Doña Blanca no habíafrescura que valiese. El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta lasorejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denotaque á alguien le han dado una buena descompostura:

tenía encarnadas lasorejas como fraile en visita

.

Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabadoun poco y no atinaba á contestar.

Doña Blanca, notando aquel silencio, le excitaba á que se explicase yañadía:

—No me cabe duda. Está V. convicto y casi confeso. V. desaprueba hoy loque ayer aprobaba, porque un enemigo mío le ha llenado la cabeza deideas absurdas. Atrévase V. á negar la verdad.

Interpelado, acusado con tan desmedida audacia y con tan ruda serenidad,el P. Jacinto sacó fuerzas de flaqueza; puso á un lado la causa de suinusitada timidez, que era sólo el recelo de perjudicar los intereses deClara y de su amigo y antiguo discípulo, y, ya libre de estorbos,contestó tan enérgica y sabiamente, que su contestación, la réplica áque dió lugar y todo el resto del diálogo tomaron un carácter distinto ysolemne, por donde merecen capítulo aparte, el cual será de los másimportantes de esta historia.