El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XVII

El P. Jacinto, sin alterarse, imitando el entonado reposo de su ilustreamiga, contestó lo que sigue:

—Ya he confesado con ingenuidad que debí aconsejarte antes. No lo hice,no porque aprobase tu plan, sino porque, llevado de ligereza vergonzosay de indiferencia villana y grosera, no advertí todo el horror de laboda que tienes concertada. ¿Debo el advertirlo ahora á mi propioespíritu, ó bien al de otra persona que me ha ilustrado? Punto es ésteque podrá interesarte sabe Dios por qué y que podrá afectar mireputación de hombre entendido; pero en nada altera el valor de misconsejos. No quiero ni puedo justificar mi inconsecuencia. Puedo y debo,con todo, mitigar un poco la rudeza de tu acusación, y lo haré alexponer las razones en que fundo mis consejos de ahora. Sentiréexpresarme con impropiedad, aunque espero de tu buena fe que no me armesdisputa sobre las palabras, si entiendes la idea y la sana intención conque la expreso. Tal vez está educada Clara con rigidez que raya enextremos peligrosos. Temiendo tú que un día pueda caer, le hasexagerado los tropiezos. Temiendo tú que la nave pueda zozobrar é irse ápique, has ponderado los escollos y bajíos que hay en el mar del mundo,el ímpetu y violencia de los vientos que combaten la nave y hasta sufragilidad y desgobierno. Esto tiene también sus peligros. Esto infundeuna desconfianza en las propias fuerzas que raya en cobardía. Esto noshace formar un concepto de la vida y del mundo mucho peor de lo que debeser. ¿Cómo ha de negar un creyente que de resultas de nuestros pecadosel mundo es un valle de lágrimas; que el demonio tiende su red decontinuo para perdernos; que nuestra flaca condición es propensa al mal,y que es necesario el favor del cielo para no caer en las tentaciones?Todo esto es innegable, pero conviene no exagerarlo. Una vez muyexagerado, ó hay que huir al desierto y hacer la vida ascética de losermitaños, y entonces todo va bien, porque la belleza y la bondad que nose ven en la tierra, se esperan, se presienten y casi se ven ya en elcielo, en éxtasis y arrobos, ó hay que dar, faltando el amor divino,faltando la caridad fervorosa, en un desesperado desprecio de uno mismoy en tal desdén y odio á todo lo creado y á nuestros semejantes, quehacen á quien así vive odioso y enojoso á sí y á los demás seres. Hija,no sé si me explico, pero tú eres perspicaz y me irás entendiendo. Otrograve peligro nace también de tu método de educar. La conciencia sehalla con él más apercibida y precabida para la lucha; pero al mancharlotodo, se mancha; al inficionarlo todo, se inficiona; al presentir entodo un delito, una impureza, provoca y hasta evoca las impurezas y losdelitos. Clarita tiene un entendimiento muy sano, un natural excelente:pero, no lo dudes, á fuerza de dar tormento á su alma para que confiesefaltas en que no ha incurrido, pudiera un día torcer y dislocar los másbellos sentimientos y convertirlos en sentimientos pecaminosos; pudieraconcebir del escrúpulo de su conciencia, inquisidora del pecado, elpecado mismo que antes no existía. No tengo que asegurarte que yo pormil motivos no he procurado relajar la rigidez de los principios que hasinculcado á Clarita, si bien mi modo de ser me lleva, por el contrario,á la indulgencia; á ver en todo el lado bueno, y á tardar muchísimo enver el lado malo, y á no descubrirle sino después de larga meditación.Así es que al principio, contrayéndonos al asunto de la boda, no vi sinoel lado bueno. Vi que D.

Casimiro es un caballero de tu clase, honrado,religioso, prendado de Clarita y deseando hacerla feliz. Vi que,casándose con ella, seguiría ella aquí y no se la llevarían lejos de sumadre y de nosotros, que la queremos tanto. Vi que con su mucha hacienday la de su marido haría un bien inmenso en estos lugares, empleándoseen obras de caridad. Y vi en la misma austeridad con que está educada lagarantía de que para Clarita no podía ser el matrimonio el medio desatisfacer y aun de santificar, merced á un lazo sagrado é indisoluble,una pasión violenta, profana y algo impía, ya que consagra al hombrecierta adoración y culto que á sólo Dios se debe, y una ilusión caduca,efímera, que se disipa tanto más pronto cuanto más vivo y ardiente es elresplandor con que la fantasía la finge y colora. Todo esto vi, y porhaberlo visto trato de cohonestar, ya que no disculpe, el no habermeopuesto antes á la boda. Imaginaba yo, además, que Clarita no larepugnaba. Clarita nada me ha dicho después; pero mis ojos se hanabierto, y ahora comprendo que la repugna con repugnancia invencible,allá en el fondo de su alma. Ahora comprendo que Clarita no ve sólo enel matrimonio un voto de devoción y sacrificio. Clarita quiere amar yque el matrimonio sancione y purifique su amor. El matrimonio, por lotanto, no puede ser para ella el mero cumplimiento de un deber social,un acto de abnegación, un padecimiento á que hay que resignarse, unapenitencia, una prueba, un castigo. El profundo respeto que te tiene, laciega obediencia con que se somete á tu voluntad, la creencia de quecasi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni á símisma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿esmerecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo?

¿Quéderecho tienes para imponérsele? Y si es prueba, ¿quién te da permisopara poner á prueba su bondad?

¿Por qué, si lo grave y áspero de undeber, como es el del matrimonio, puede mezclarse y combinarse conlícitos contentos que aligeren la cruz y con satisfacciones y gustos quesuavicen la aspereza del camino, quieres tú sólo para tu hija laaspereza del camino y la pesadumbre de la cruz, y no también lapermitida dulzura?

Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermóndel buen fraile. Al ver que no seguía, dijo, después de un instante desilencio:

—Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afectoy de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debierallevar y resignarse. La mujer no ha venido al mundo para su deleite ypara satisfacción de su voluntad y de su apetito, sino para servir áDios en esta vida temporal, á fin de gozarle en la eterna. Y V.convendrá conmigo, si en estos días no ha tratado con gentes que hanperturbado su razón y le han apartado del camino recto, que el modomejor de servir á Dios es, en una hija, el obedecer á sus padres. Ustedmismo reconoce que el santo sacramento del matrimonio no fué instituidopara santificar devaneos. Cierto que es mejor casarse que quemarse;pero aún es mejor casarse sin quemarse, á fin de ser la fiel compañerade un varón justo y fundar ó perpetuar con él una familia cristiana,ejemplar y piadosa. Este concepto puro, cristiano y honestísimo delmatrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tanseveramente á Clarita: para que con la gracia de Dios tenga la gloria derealizarle, en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito ytolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones.

Máspudiera decir en mi abono acerca de este asunto, pero no se trata aquíde una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad depalabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si elmatrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otrocualquiera que se toma para servir á Dios, y no un expediente mundanalpara disimular liviandades. Aquí debemos concretarnos al caso singularde Clarita, y para ello vuelvo á lo dicho: necesito, exijo que sea ustedleal y sincero. ¿Quién envía á V. á que me hable? ¿Quién le aconsejapara que me aconseje? ¿Quién le ha abierto los ojos, que tenía V. tancerrados, y le ha hecho ver que Clarita, si no ama, amará? Vamos,respóndame V. ¿Por qué disimularlo ó callarlo?

Hay un hombre que hahablado á V. de todo eso.

—No lo negaré, ya que te empeñas en que lo declare.

—Ese hombre es el Comendador Mendoza.

—Es el Comendador Mendoza—repitió el fraile.

Tal declaración, aunque harto prevista, dejó silenciosos y como en hondameditación á ambos interlocutores durante un largo minuto, que lespareció un siglo.

Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya, en lotrémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emociónmal reprimida, habló luego así:

—Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo mismala vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia.Sírvame de excusa que ya mi mayor delito había sido varias vecesconfesado, y la consideración de que cada vez que le confieso de nuevohago sabedora á una persona más del deshonor de quien me ha dado sunombre. Todo lo sabe V. sin que yo se lo haya dicho. Bendito sea Dios,que me humilla como merezco, sin que yo, tan culpada, cometa la nuevaculpa de infamar á mi pobre marido. Pues bien: sabiéndolo V. todo, ¿cómose atreve á aconsejarme lo que me aconseja? ¿Cómo quiere apartarme delcamino que llevo, único posible para una reparación, aunque incompleta?Si contra su parecer de V., si contra la ley del decoro, manchásemos laconciencia de Clara, descubriéndole su origen, ¿qué piensa V. que haríaella? ¿No la despreciaría V. si no buscase la reparación? Y para ello,sin hacer pública la infamia de su madre y de aquél á quien debe venerarcomo á padre, ¿qué otro recurso tiene Clara sino entrar en un convento ódar la mano á D. Casimiro? ¿Por qué, dirá V., ha de pagar Clara la faltaque no cometió?

Harto la pago yo, padre. Los remordimientos, lavergüenza, me asesinan. Pero Clara también debe pagarla.

Si esto pareceá V. inicuo, vuélvase usted impío y blasfemo contra la Providencia, y nocontra mí. La Providencia, en sus designios inescrutables, con ocasiónde mi culpa, ha puesto á mi hija en la alternativa ó de sacrificarse óde ser falsaria y poseedora indigna de riquezas que no le pertenecen.

—No he de ser yo, por cierto —interrumpió el fraile—, quien disimuleó atenúe lo difícil de la situación y la verdad que hay en lo que dices.Convengo contigo. Sé la nobleza de alma de Clara. Si ella supiera quiénes… pero no, mejor es que no lo sepa.

—¿Qué piensa V. que haría si lo supiese?

—Sin vacilar… Clara se retiraría á un convento. Tu plan de casarlacon D. Casimiro le parecería absurdo, malo, no ya siendo feo y viejo D.Casimiro, sino aunque fuese precioso y estuviese ella prendada de él.Con ese casamiento ni se remedia el mal nacido del embuste ó la falsía,ni se despoja tu hija de bienes que no son suyos.

—Es, sin embargo, la única reparación posible, aunque incompleta,ignorando Clara el motivo que hay para la reparación. Convengo en queentrando Clara en un claustro el mal se remediaría mejor, menosincompletamente. Pero ¿cómo la hija de un ateo ha de tener vocación paraesposa de Jesucristo?

Al pronunciar estas últimas palabras, el rostro de Doña Blanca tomó unaexpresión sublime de dolor; sus mejillas se tiñeron de carmín ominosocomo el de una fiebre aguda; dos gruesas lágrimas brotaron de repente desus ojos.

El P. Jacinto vió á Doña Blanca transfigurada; reconoció en ella uncorazón de mujer que antes no había sospechado siguiera bajo la asperezade su mal genio, y le tuvo lástima y la miró con ojos compasivos.

Ellaprosiguió:

—He meditado en largas noches de insomnio sobre la resolución de esteproblema, y no veo nada mejor que el casamiento de Clara con D.Casimiro. No piense V. que me falte valor para otra cosa. No me faltavalor; me sobra piedad. Mil veces, ansiosa de que me matase, he estado ápunto de revelar mi pecado al hombre á quien ofendí cometiéndole. Yomisma hubiera puesto gustosa el puñal en su mano; pero, le conozco,¡infeliz! hubiera llorado como un niño; yo le hubiera muerto de pena, envez de recibir el merecido castigo; él, con mansedumbre evangélica, mehubiera perdonado, y mi duro pecho y mi diabólico orgullo, lejos deagradecer el perdón, hubieran despreciado más aún al hombre que me leotorgaba. Manso, pacífico, benigno, Valentín hubiera apurado un cáliz dehiel y veneno al oir mi revelación; no hubiera sido mi juez inexorable,sino hubiera acabado de ser mi víctima, y yo, réproba, llena de satánicasoberbia, hubiera ahogado el manantial de la compasión y de la ternuracon desdén, hasta con asco, de una resignación santa, que el demoniomismo me hubiera pintado como enervada flaqueza. Mi deber era, pues,callar; hacer lo menos amarga posible la vida de este débil y dulcecompañero que el cielo me ha dado, disimular, ocultar, hasta dondecabe… mi falta de amor… mi injusta, impía, irracional, involuntariafalta de estimación. Así se explican el engaño y la persistencia en elengaño; pero la vileza del hurto no cabe en mí. Mi alma no la sufre.¿Pretende quizás ese ateo malvado que me envilezca yo con el hurto? ¿Quérazón, qué derecho, qué sentimiento paternal invoca quien tan olvidadotuvo durante años el fruto de su amor… y de la cólera divina? V. dicebien: lo mejor sería que Clara se sepultase en un claustro, seconsagrase á Dios. Yo he hecho lo posible por disgustarla del mundopintándosele horroroso; pero en ella han podido, más que mis palabras,la confianza juvenil, el brío maldito de la sangre, el deleite y laexuberancia de la vida. ¿Qué arbitrio me queda sino casarla con D.Casimiro? ¿Por qué la compadece V.? Pues qué, ¿no sale ganando? La hijadel pecado no debiera tener bienes, ni honra, ni nombre siquiera, y todoesto conservará y de todo podrá gozar sin remordimientos, sin sonrojo.

En la última parte de su discurso Doña Blanca estuvo hermosa, sublimecomo una pantera irritada y mortalmente herida. Se había puesto de pie.Al fraile se le figuraba que había crecido y que tocaba con la cabeza enel techo. Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía puntaacerada como una saeta.

El P. Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y ensu elocuencia. Se hizo un lío y no supo decir nada. Se encontró tanapurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima yle dió tregua para poder replicar en momentos más propicios y después demeditarlo.

Doña Blanca, no bien entró su hija, supo dominarse y recobrar su calmahabitual.

Un poco más tarde vino el benigno D. Valentín, y todos fueron á comercomo si tal cosa.

El P. Jacinto echó la bendición al empezar la comida, y rezó alsentarse y al levantarse.

Ya de sobremesa, tuvo efecto la grata sorpresa de la corza. Clarita lahalló encantadora. La corza se dejó besar por Clarita en un luceroblanco que tenía en la frente, y se comió cuatro bizcochos que ellamisma le dió con su mano.

Don Valentín se maravilló, simpatizó y hasta se enterneció con lamansedumbre de aquel lindo animalejo.

Cuando, terminado todo, salió el P. Jacinto de casa de Doña Blanca, seapresuró á ir á ver al Comendador, quien le aguardaba impaciente, nohabiéndole visto al llegar de Villabermeja, porque el fraile habíaadelantado más de una hora su venida á la ciudad. Excusándose de esto yde su precipitación en dar pasos sin consultar al Comendador, el P.Jacinto le relató cuanto había pasado.

Don Fadrique López de Mendoza no era de los que condenan todo lo que sehace cuando no se les consulta.

Halló bien lo hecho por su maestro, y loaplaudió. Hasta la turbación y mutismo final del fraile le parecieronconvenientes, porque no habían traído compromiso, porque no se habíasoltado prenda. Ya hemos dicho que el Comendador era optimista porfilosofía y alegre por naturaleza.