El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XXVIII

Tantos años de pesares y de tormentos habían ido destruyendo la salud deDoña Blanca. Su tristeza sin tregua; su oculta vergüenza, con la que decontinuo tenía que verse cara á cara, sin poder hallar aliviocomunicándola y confiándose á una persona amiga; sus luchas de compasióny de desprecio por su marido y de amor y de odio por el Comendador; suhorror del pecado que creía sentir sobre ella y que le pesaba como lepraasquerosa é incurable; su orgullo ofendido; su temor del infierno, alque á veces se creía predestinada, y su preocupación incesante de lasuerte de Clara, á quien amaba con fervor y á quien en ocasionesaborrecía, como vivo testimonio de su más grave falta y de su másimperdonable humillación, habían influido lastimosamente sobre todos losórganos de aquella vida corporal.

Doña Blanca hacía mucho tiempo estaba sujeta á frecuentes paroxismoshistéricos. Había momentos en que le parecía que se ahogaba: unobstáculo se le atravesaba en la garganta y le quitaba la respiración.Entonces le daban convulsiones que terminaban en sollozos y lágrimas.Después solía calmarse y quedar por algunos días tranquila, aunquepálida y débil.

El carácter violentísimo de aquella mujer, exacerbado por la continuacontemplación de una desgracia, que hacía mayor su melancólica fantasía,la impulsaba á tratar á su marido, á su hija y á muchos de los que larodeaban, con un despego, con una dureza cruel, de la que en el fondodel corazón, que era bueno, se arrepentía ella al cabo, no siendofecundo este arrepentimiento sino en nuevos motivos de disgustos y deamarguras.

La energía de las pasiones había así, poco á poco, fatigadomaterialmente el corazón de Doña Blanca, excitándole á moverse conimpulso superior á sus fuerzas. No padecía sólo de las palpitacionesnerviosas de que daba muestras en aquel instante. Tal vez (los médicosal menos lo habían afirmado) Doña Blanca tenía una enfermedad crónica enaquel órgano tan importante.

Á pesar de su cansancio, tal vez el excesivo ejercicio había agrandado yrobustecido de una manera peligrosa aquel activo corazón.

Como quiera que fuese, Doña Blanca hacía tiempo que estaba harta devivir.

La única idea, el único propósito, el solo fin que en su vivir estimabaera el de cumplir un deber terrible: el evitar que su hija heredase áD. Valentín.

Cuando su hija le prometió con solemne promesa entrar en el claustro, ycuando después supo, de boca del P. Jacinto, y más tarde de los labiosdel mismo D. Fadrique, el rescate de Clara, si bien le rechazó y lejuzgó inútil ya, se tranquilizó, creyendo su propósito cumplido encualquier evento, y considerándose desligada del mundo; sin nada quehacer en él sino atormentarse, y sin razón alguna para desear, estimar yconservar la vida.

El reposo relativo del espíritu de Doña Blanca cuando pensó haberhallado la solución de su difícil problema, la hizo caer en unapostración, en una atonía peligrosa. Por otro lado, no obstante, suimaginación, fecunda en atormentarla, le ofrecía mil motivos deaflicción y de ira. La generosidad del Comendador humillaba su orgullo,y por más que trataba de empequeñecerla ó de afear y envilecer suscausas fingiéndoselas vulgares, absurdas ó caprichosas, dichagenerosidad resplandecía siempre y la ofendía.

La voluntad de Doña Blanca era de hierro: pocas personas más pertinacesy firmes que ella; pero su espíritu vacilaba y no se aquietaba jamás. Lafuerza de cualquier encontrado pensamiento bastaba á descontentarla delo que había hecho, y no bastaba á hacerle cambiar y á moverla á hacerotra cosa. No producía sino nueva mortificación estéril.

Así es que Doña Blanca percibía vivamente la presión que había ejercidosobre el alma de su hija, que, sin querer, acaso la había hecho infeliz,y que su hija iba á encerrarse en un convento, no devota, sinodesesperada. Las rudas acusaciones del Comendador durante la fatalentrevista, acusaciones contra las cuales se había ella defendido convalor y tino, terminada aquella lucha de palabras, acudían á su mentecon mayor fuerza, sin que las dijera el Comendador, sin que se pudieranrechazar merced al calor de la disputa, y labrando en su ánimo como unahonda llaga.

El ardiente amor que el Comendador le había infundido, siendo causa deque ella se humillase, se había convertido en espantoso aborrecimiento ysin perder este carácter, sin volver á su ser primero, porque ya no eraposible, porque su alma tenía mucha hiel para poder amar, habíaserecrudecido en su seno durante la entrevista con el hombre que leinspiraba.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales no es demaravillar que produjesen en Doña Blanca una enfermedad aguda,sobrexcitando sus males crónicos.

Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos dedar cuenta, visitaron á la enferma los dos médicos mejores de laciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado.

Ambosreconocieron cierta alarmante alteración en la circulación de la sangre,que por la fiebre sola no se explicaba. El corazón tenía una actividad,enfermiza y un excesivo desarrollo. El pulso era vibrante y duro.

Ellado izquierdo del pecho de la enferma se estremecía con laspalpitaciones. Un vivo carmín teñía las mejillas de Doña Blanca, deordinario pálidas.

Los médicos auguraron mal de éstos y otros síntomas: la principaldolencia estaba complicada con otras muchas. No hallando, pues, remedioeficaz por lo pronto, recetaron algunos paliativos, y entre ellos ladigital en pequeñas dosis.

Aunque disimularon bastante la gravedad y el carácter poco lisonjero desus observaciones y pronósticos, dejaron á las dos amigas en extremoafectadas.

Todo aquel día permaneció Lucía al lado de Clara, auxiliándola en susfaenas y cuidados; pero ya no era ocasión propicia para volver á lasconfidencias.

Si bien Clara no volvió á hablar del estado de su alma, sin duda pensabaen él, según lo preocupada que estaba. Lo que antes de confiarse á Lucíahabía ella percibido en imágenes vagas y como borrosas, había adquirido,en su propia mente, mayor ser, consistencia y determinada figura alformularse en palabras. Así es que, en medio del afán y del dolor quepor su madre sentía, Clara se atormentaba con la idea de aquellainclinación hacia un sujeto, á favor del cual, por extraordinariohechizo, se trocaban en causas y motivos de simpatía y afecto todas lasrazones que para aborrecerle le daban.

Lucía, por su parte, también estaba meditabunda y triste en extremo. Sutaciturna tristeza, dado su carácter regocijado, parecía superior á lapena que pudiera sentir por el mal de Doña Blanca, y aun al mismodisgusto que los devaneos mentales y los dolores fantásticos de su amigadebieran causarle.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión ydel terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia áinformarse del estado de la paciente; pero, en vez de entrar en elcuarto y asomar la nariz á la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo alcuarto la nariz, preguntando á su hija:

—¿Cómo está tu mamá?

Clara respondía: —Lo mismo;— y D. Valentín se iba.

Fuera de la criada de más confianza, que ya venía á traer un recado, yaá dar algún auxilio indispensable, nadie más que el P. Jacinto entrabaen la habitación donde se hallaban Clara y Lucía.

Al anochecer subió de punto, llegó á su colmo la agitación febril deDoña Blanca. El P. Jacinto estaba acompañando á las dos amigas yasistiendo con ellas á la enferma.

Ésta, que había estado por la tarde soñolienta y postrada, empezó á darseñales de vivísima exaltación: se quejó de que le dolía la cabeza;mostró en el semblante cierta movilidad convulsa; pronunció frases sinorden ni concierto. Lo que más repetía era:

—Vete, Valentín. Déjame, no me atormentes. —Sin duda la enferma teníala alucinación de ver á D.

Valentín, que allí no estaba.

Así permaneció Doña Blanca hasta cerca de las diez. Entonces se agravóel mal: el delirio se declaró; estalló con ímpetu.

El cerebro sintió por completo la reacción del mal que la infeliz teníaen las entrañas. Los pensamientos todos, que durante años laatormentaban, y que hacía más de treinta horas habían cobrado mayorbrío, se barajaron en tumulto; se rebelaron contra la voluntad, sehicieron independientes de ella, rompieron todo freno; y, buscando yhallando maquinal é instintivamente palabras adecuadas en queformularse, salieron del pecho en descompuestas voces.

Doña Blanca se incorporó en la cama; miró con ojos extraviados á Lucía y á Clara y al fraile, y habló de esta manera:

—¡Vete, Valentín! ¿Por qué quieres matarme con tu presencia? Mátamecon un puñal… con una pistola.

Échame una soga al cuello y ahórcame.No seas cobarde. Toma la debida venganza.

—Sosiégate, Doña Blanca —interrumpió el fraile, á quien ella sedirigía como si fuera D. Valentín.—

Sosiégate; tu marido está fuera…Idos, muchachas —añadió, dirigiéndose á las dos amigas.—Dejadme solocon la enferma, á ver si logro que se sosiegue.

Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña Blanca prosiguió:

—Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates tambiénal Comendador. Está condenado.

Se irá al infierno y me llevará consigo.

—¡Madre, madre, V. delira! —exclamó Clara.

—No, no deliro —respondió Doña Blanca.— Y tú, necio —añadiódirigiéndose al fraile,— ¿eres ciego? ¿no la ves? —y señalaba con eldedo á su hija.— ¡Cómo se le parece! ¡Dios mío! ¡Cómo se le parece! Esun retrato suyo. ¡Apártate de mi vista, vivo testimonio de mi vergüenza!

Clara, llena de horror y de ansiosa curiosidad á la vez, oía á su madre ypugnaba por comprender todo él arcano tremendo. Al sonar las últimaspalabras, que iban dirigidas á ella, se cubrió Clara el rostro con ambasmanos.

—Bien puedes estar satisfecha —continuó Doña Blanca.— Te teníaolvidada; pero al cabo se acordó de tí é hizo un gran sacrificio. Yapagó de antemano lo que has de heredar de mi marido. Te rescató de Diospara entregarte al mundo. Quédate en el mundo. Tú no puedes ser monja.La mala sangre del Comendador hierve en tus venas. ¿Cómo dudar que eresla hija maldita de aquel impío?

Clara, al oir estas últimas palabras, dió un grito inarticulado y cayódesmayada entre los brazos de Lucía.

Lucía sacó á Clara fuera de la alcoba, sosteniéndola por debajo de losbrazos y tirando de ella.

Doña Blanca, entre tanto, no pudiendo resistir más á la honda emoción,extenuada, rendida, cayó de nuevo en la cama, con temblor convulso yrigidez de los tendones, lo cual fué cediendo con lentitud y dando lugará un desfallecimiento profundo.

El P. Jacinto acudió entonces á donde estaba Clara, que Lucía habíarecostado en un sofá.

Clara volvió en sí del desmayo, exhaló un suspiro y rompió á llorar condesatado y copioso llanto.

—¡Clara, amiga querida! dijo Lucía.

—Cálmate, niña, cálmate, —exclamó el P. Jacinto.

—¡Dios santo y misericordioso! —dijo Clara.—Tu mano omnipotente mehiere y me sana al propio tiempo.

¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuáninfeliz has sido! Y él… ¡ay! él… no puede ser impío y perverso comotú supones… ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba!