El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XXVII

La sobrina del Comendador tenía tan alegre carácter como su tío. Era,por naturaleza, tan optimista como él.

Casi todo lo veía de color derosa; pero, compasiva y buena, tomaba pesar por los males y disgustos delos otros, si bien procurando más consolarlos ó remediarlos quecompartirlos.

Con esta disposición de ánimo entró Lucía á ver á Clara. Apenas sevieron, se abrazaron estrechamente.

Clara, al contrario de Lucía, era melancólica, vehemente y apasionada,como su madre. Sobre esta condición del carácter, que era ingénita enella, la educación severísima de Doña Blanca, su continuo hablar denuestra perversidad nativa, su concepto del mundo y del vivir como vallede lágrimas y tiempo de prueba, y su terror de la eterna condenación yde lo fácil que es caer en el pecado, habían difundido por toda el almade Clara una sombra de amarga tristeza y de medrosa desconfianza. Pordicha, Clara carecía de aquel orgullo, de aquel imperio de su madre, yel lado obscuro y tenebroso de su espíritu estaba suavemente iluminadopor un rayo celeste de humildad, resignación y mansedumbre.

Clara era mil veces más amante que su madre, y se abandonaba á ladulzura de amar, si bien con recelo siempre de pecar amando.

Ambas amigas se hallaban en un cuarto contiguo á la alcoba de Doña Blanca.

El cuitado de D. Valentín no sabía qué hacer: andaba inquieto; bullía deun lado á otro, sin atreverse á entrar en la alcoba de su mujer para queno le despidiese á gritos, porque venía á turbar su reposo, y sinatreverse tampoco á no estar allí cerca para que su mujer no le acusasede indiferente, egoísta y desalmado, que no miraba con interés susmales, y ni siquiera preguntaba por su salud. En esta perplejidad, D.Valentín entraba y salía; asomaba de vez en cuando la nariz á la alcoba,á ver si le veía Doña Blanca y le decía que entrase, y, sin decidirse áentrar, mientras no alcanzaba la venia, preguntaba á Clara por su madre,ni en voz muy alta para que Doña Blanca se incomodase, ni en voz muybaja para que fuera posible que Doña Blanca le oyese y comprendiese quesu marido cuidaba de ella y no era un hombre sin entrañas.

Este procedimiento prudentísimo no le valió, sin embargo. Ya una vez,como repitiese con harta frecuencia lo de asomar la nariz á la puertade la alcoba, Doña Blanca había dicho:

—¿Qué haces ahí? ¿Vienes á molestarme? Pareces un buho que me espantacon sus ojos. Déjame en paz, por Dios.

Poco después se descuidó algo D. Valentín, alzó la voz demasiado alpreguntar á Clara por su madre, y ésta exclamó desde la alcoba:

—¡Qué pesadilla de hombre! Se ha propuesto no dejarme descansar. ¡Siparece que está hueco! Valentín, habla bajo y no me mates.

D. Valentín salió entonces zapeado de la estancia en que se hallaban Clara y Lucía, y las dejó solas.

Aunque Doña Blanca era buena cristiana, estos raptos de mal humor contrasu marido se comprenden y explican como en cierto modo independientes desu voluntad. Doña Blanca no había encontrado en él ni un átomo de lapoesía, ni una chispa de las sublimidades que había soñado hallar, en suinexperiencia, en el hombre á quien dió su mano, siendo aún muy niña.Luego, hacía diez y siete años, no veía ella en D.

Valentín sino unhombre cuya serenidad era el perpetuo sarcasmo de las borrascas de sucorazón; cuya unión con ella había hecho que lo que pudo ser un bienlícito, una felicidad santificada, fuese un pecado abominable, y cuyasalud corporal parecía una burla de los achaques y padecimientos que áella la atormentaban. Hasta la paciencia con que D. Valentín la sufríaera odiosa á Doña Blanca, cual si implicase bajeza, gana de noincomodarse por no molestarse, desdén ó menosprecio.

En balde procuraba Doña Blanca formar mejor opinión de su marido, á finde respetarle, como reflexivamente conocía que era su deber: Doña Blancano lo lograba. Las mejores prendas de alma de D.

Valentín, conintervención quizás de algún demonio astuto, se trocaban, en el alma deDoña Blanca, en defectos ridículos. En balde pedía á Dios Doña Blancaque le concediese, ya que no amar, estimar á su marido. Dios no la oía.

Zapeado, pues, D. Valentín, Doña Blanca quedó sola en la alcoba,abismada, sin duda, en sus hondos y amargos pensamientos, y Clara yLucía, casi al oído la una de la otra, hablaron así:

—¿Qué ha dicho el médico, Clara? ¿Qué tiene tu madre? —preguntó Lucía.

—El médico hasta ahora —respondió Clara,—no ha dicho más que lo quecualquiera de nosotros ve y comprende: que mi madre tiene calentura;pero la calentura es sólo síntoma de un mal que el médico desconoce aún.Anoche la calentura fué muy fuerte y nos asustamos mucho. Hoy de mañanaha cedido.

—Vamos, Clarita, ya veo que exageraste en tu carta y me alarmaste sinmotivo. Tu madre se curará pronto.

Apuesto que la causa de toda suindisposición ha sido alguna rabieta que ha tenido con D. Valentín.

—Pues te equivocas. Mi madre no ha tenido la menor rabieta con nadie entodo el día de ayer. Papá estuvo en el campo.

—Entonces se concibe que no rabiase con él. ¿Y contigo no rabió?

—Hace días que mi madre está dulcísima conmigo. Te repito que ayer nose sofocó mamá con nadie; no riñó á ninguna criada; estuvo apacible ysilenciosa.

Clara, si bien era una criatura de singular despejo, se forjaba laextraña ilusión de que una buena madre de familia tenía forzosamente querabiar, y así no decía nada de lo dicho para censurar á su madre, sinocandorosamente.

Lucía no insistió en buscar el origen del mal de Doña Blanca: se inclinóá creer que este mal era pequeño, á fin de no tener que afligirse; yvolviendo la conversación hacia otros puntos, preguntó á su amiga:

—Clara, ¿sigues firme en tu resolución de tomar el velo?

—Estoy más resuelta que nunca. Una voz misteriosa me grita en el fondodel alma que debo huir del mundo; que el mundo está sembrado de peligrospara mí.

—Confieso que no te entiendo. ¿Qué peligros tendrá el mundo para tí,que para los demás no tenga?

—¡Ay, querida Lucía; el desorden de mi espíritu, los extraños impulsosde mi corazón, la violencia de mis afectos!

—Pero, muchacha, ¿qué violencia, ni qué desorden es ese? Yo no hallodesordenado ni violento el que ames á D. Carlos, que es muy guapo yjoven, y el que no gustes de D. Casimiro, que es viejo y feo. Esto meparece naturalísimo.

—Será natural, porque la naturaleza es el pecado.

—¿Dónde está el pecado?

—En desobedecer á mi madre, en engañarla, en haber atraído á D. Carloscon miradas amorosas y profanas, en complacerme en que guste de mí y enque me persiga, en desear que siga queriéndome hasta en este instante,cuando ya estoy decidida á no ser suya. En suma, Lucía, mi alma es untejido de marañas y de enredos, que el mismo diablo trama y revuelve.Además, yo he prometido á mi madre que seré monja, y para que lo sea, hadespedido ella á D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora á mi promesa, burlarmede mi madre y hasta de Cristo, á quien he dado palabra de esposa? ¿Quéinfamia me propones?

—Es verdad, hija mía: el caso es apurado; pero ¿quién te mandó quedijeses que querías ser monja y que lo prometieses? ¿Por qué nodeclaraste con valor á tu madre que no querías á D. Casimiro y que noquerías ser monja tampoco?

—Bien sabe Dios —respondió Clara,— que deseo desahogarme contigo,depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio,confiártelo todo; pero yo misma no me comprendo sino de un modoimperfecto, y lo que de mí misma comprendo está tan enmarañado, que noencuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todasmis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, noobstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta.Voy á ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún á D. Carlos de Atienza.Yo detesto á D. Casimiro. Esto es verdad; pero mi amor por D. Carlos ymi odio á D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía parahacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno yodiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estadoresignada á sofocar en mi alma el naciente amor á D. Carlos y á casarmecon D. Casimiro para ser una hija obediente.

Hubiera yo preferido á todoser esposa de Cristo; pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D.Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinacióná D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas: cuidar al achacosoD. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño.Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatidomi alma y han hecho que mi espíritu dude más de sí. Me he llenado deterror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D.Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de misinclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro.Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado enla infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias,y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir á Él yrefugiarme en su seno, segura de que no me rechazaría, de que meacogería amoroso, purificándome y santificándome con su gracia.

—Tú me hablas de nuevos y extraños sentimientos, pero sin decir cuálesson —dijo Lucía.— Aquí hay un misterio que no me dejas penetrar.

—¡Ay! —exclamó Clara,— apenas si yo le penetro. ¿Cómo declarártele?Mira, Lucía, yo conozco que amo siempre á D. Carlos. Si me finjo encompleta libertad de elegir mi vida, me parece que mi elección será sermujer de D. Carlos. Su talento, su bondad, su delicada ternura, me hacenpresentir que sería yo dichosa viviendo á su lado. Te lo confesaré. Ápesar del horror que mi madre ha sabido inspirarme á la complacencia delos sentidos, la imagen material de D. Carlos, su porte, la gallardíade su cuerpo, la elegancia y pulcritud de su vestido, el fuego de susojos y la viva animación de su semblante y la frescura de su boca meatormentan y me hieren, y me distraen de mis piadosas meditaciones.

—Te lo repito, Clarita: en nada de eso veo yo la obra del diablo; ennada descubro influencias sobrenaturales: todo es naturalísimo. Y si,como tú afirmas, la naturaleza es el pecado, bien es menester, ó queDios nos dé medios sobrenaturales para vencerla, ó que nos perdone conmuchísima generosidad cuando ella nos venza. ¿Dónde están esossentimientos singulares que te perturban?

—Lucía, tú hablas con suma ligereza. Tus razones tienen no sé qué fondode impiedad. Me da miedo. Mi madre no se engañaba. El trato, laconversación con tu tío debe de ser muy peligrosa.

—No disparates, Clara. Á mi tío no se le ha ocurrido jamás darmelecciones de impiedad. Si lo que yo sostengo es poco piadoso, la culpaes completamente mía. Seré yo la que está endiablada. Pero dejemos á unlado esas cuestiones: vamos á lo que importa. Dime qué rarossentimientos te asaltan el alma, inspirándote esa humildad, esadesconfianza profunda, que te induce á tomar el velo.

—No acierto á decírtelo. Me falta valor.

—Ea… ánimo… dí lo que es.

—Mi madre no ha hecho más que hablarme de tu tío desde que apareció enesta ciudad… desde que yo le vi y paseé con él una tarde. Me le hapintado como pudiera haberme pintado á Luzbel, rodeado aún de hermososfulgores de su primitiva naturaleza angélica, valeroso, audaz,inteligente como pocos seres humanos. Me ha hecho creer que ejerce talimperio sobre las almas, que las atrae y las cautiva, y las pierde sigusta. En su mirada hay una luz siniestra que ciega ó extravía. En supalabra, una música seductora que embelesa los entendimientos yensordece la voz del deber en la conciencia. Según mi madre, tu tío esla maldad personificada, el dechado de la irreligión, un rebelde contraDios, de quien conviene apartarse para no contaminarse. En resolución,cuanto mi madre ha dicho de tu tío debiera infundirme hacia él un odio,una aversión grandísima. Sé por mi madre que el Comendador es unréprobo. No hay esperanza de que se salve.

Está condenado. Es comoLuzbel. Y, sin embargo, lejos de producir en mí los discursos de mimadre el horror hacia el Comendador que ella deseaba, tal es miperversidad, tan pecaminoso es mi espíritu de contradicción, que hanavivado mis simpatías hacia tu tío. Yo no debiera decírtelo, yo no sécómo tengo la desvergüenza de decírtelo. Apenas si á mi confesor le hedejado entrever algo de lo que siento en el negro abismo de mi corazón.Pero, si no te lo digo… ¿con quién me desahogo?… Lucía, tú eres mimejor amiga…

Yo quiero al Comendador de un modo inexplicable. Mesiento arrastrada hacia él. Creo en todas sus maldades porque mi madreme las ha dicho; y creo que Dios, á quien el Comendador es simpático, selas va á perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, noes una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo mecondenaba antes por mi inclinación á D. Carlos, á despecho, á escondidasde mi madre. Ahora me sucede casi lo mismo que á tí: mi inclinación á D.Carlos me parece natural. Lo diabólico, lo abominable es mi inclinacióná tu tío. Es un sentimiento tan distinto, que no destruye ni aminora miafecto á D. Carlos. Esto prueba mi desordenada índole, mi pecadora yperturbada manera de ser. No sé con qué pretexto, bajo qué título, conqué nombre cariñoso he de acercarme á él, hablarle, llegar á suintimidad, y lo deseo. Cuantas cualidades detestables mi madre leatribuye, se me antoja que no lo son en él, porque es un ser de superiornatural jerarquía y está exento de la ley común para los demás mortales.

Con la mirada fija, con el semblante no risueño, como le tenía decostumbre, sino triste y grave, y sin acertar á contestar palabra, oyóLucía la inesperada confesión de Clara.

Después de unos instantes de silencio Clara prosiguió:

—Nada me respondes; nada observas; te callas; reconoces que soy unmonstruo. Será amor de otro género, será un sentimiento indefinido, quecarece de nombre en la clase é historia de las pasiones; pero yo quieroá tu tío y le quiero por esa misma pintura con que mi madre ha procuradoque yo le aborrezca.

Á este punto llegaba Clara, cuando vino á interrumpirla la voz de DoñaBlanca, que decía:

—¡Hija, hija!

Lucía y Clara se estremecieron. Aunque era imposible que Doña Blanca lashubiese oído, imaginaron por un instante que milagrosamente las habíaoído y que iba á terciar en la conversación por estilo terrible.

—¿Qué manda V., mamá? —dijo Clara temblando.

—Agua. Dame un poco de agua. ¡Me ahogo!

Las dos amigas acudieron á la alcoba á dar agua á la enferma. Entoncesnotaron con pena y sobresalto que la fiebre había crecido. Laspalpitaciones del corazón de Doña Blanca eran tan violentas, que sehacían perceptibles al oído.

—¿Qué siente V., señora? —preguntó Lucía…

—Una ansiedad… una fatiga… —respondió Doña Blanca,— el corazón melate con tanta fuerza.

Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de Doña Blanca. Entoncesnotó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmonatural: eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustará la paciente y á su hija.

El cuidado que requería Doña Blanca no consintió que prosiguiese eldiálogo entre Clara y Lucía.