El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Don Melchor de las Cuevas vivía solo con un criado y una criada. Lanoche del baile se había retirado a su casa, pasando antes por la deBelinchón. Allí le dijeron que el señorito Gonzalo se había ido aTejada. El anciano sospechó que no sintiéndose bien, se iría a meter enla cama. Al día siguiente, él mismo se sintió un poco indispuesto,porque no estaba acostumbrado a trasnochar, y se quedó en casa. Mandó,sin embargo, al criado a la de Belinchón, a preguntar qué sabían de susobrino. Enteróse el criado inmediatamente de lo acaecido, pero no seatrevió a decírselo a su señor. Le trajo el recado de que Gonzalo sehallaba en Tejada bueno. Pasó aquel día así. Pero al siguiente, martes,oyó el criado la especie de que el señorito se estaba batiendo con elDuque, y entonces, por temor de incurrir en responsabilidad o porquecreyese que su señor podía evitar una desgracia, le dió cuenta de todo,aunque con algunas precauciones. Don Melchor, herido en lo más hondo desu corazón, se levantó convulso de la butaca y pidió que inmediatamentefuesen a buscar un coche que le trasladase a Tejada. En cuanto estuvo ala puerta, se metió en él, ordenando al cochero que fuese a todo escapea la quinta de Belinchón.

Con quien primero tropezó fué con éste, quien le recibió con algunaconfusión y vergüenza, como si el pobre tuviese alguna parte en ladesgracia que pesaba sobre Gonzalo. Don Melchor estuvo un poco frío conél, no intencionalmente, sino por el anhelo que tenía de ver a susobrino. Don Rosendo le condujo hasta la puerta de su cuarto, y allí ledejó. El señor de las Cuevas llamó con los nudillos.

—¿Quién va?—preguntaron de adentro ásperamente.

Levantó el pestillo sin contestar, y entró. Gonzalo, que estaba en pieen medio de la estancia, se puso rojo como una brasa al ver a su tío.Este le oprimió fuertemente contra su pecho. Las lágrimas corrieronabundantes por las mejillas del joven. Nadie le había visto llorar enaquellas críticas circunstancias. Pero aquel anciano era el padre de suinfancia, y a él podía mostrar sin vergüenza las llagas más recónditasde su corazón. Estuvieron largo rato así abrazados. Don Melchor seseparó al cabo, y dijo empujándole hacia una butaca:

—Siéntate.

Se dejó caer en ella, y ocultó los ojos con la mano.

—El golpe es rudo—dijo el marino con voz ronca después de silencioprolongado.—Una racha traidora que te ha metido la borda debajo delagua... Pero eres barco de mucha manga—

añadió poniéndole las manossobre los hercúleos hombros.—

Tienes las cuadernas sólidas... Yaachicaremos el agua.

Gonzalo no contestó.

—¿Por qué no te has venido inmediatamente a casa?

—Porque hubiera sido un desaire cruel para esta pobre familia, que estáprofundamente afligida. ¡Se han portado conmigo tan cariñosamente!

—Si es así, has hecho bien... Pero debiste darme aviso... Eso no te loperdono.

—¿Para qué? Cuanto más tarde recibiese usted el disgusto, mejor.

—¡No; eso no! Yo soy tu padre, Gonzalo, y debo padecer contigo...Además, mi presencia hacía falta... Me han dicho que vas a batirte conese... ¡con ese pirata! ¿Es verdad?

—No... por ahora no hay nada—respondió el joven con alguna vacilación.

—¡No me engañes, Gonzalo! Ese desafío no puede realizarse.

Vengoresuelto a impedirlo.

—No hay nada, tío. Sosiéguese usted.

—Es inútil que me engañes. Yo no me separaré de ti un momento. Aquí mequedo. Dormiré a tu lado para que no te me escapes, y te daré guardia de prima, de media y de alba.

Gonzalo quedó estupefacto. Comprendió que era necesario confesarlo todo,y abordar la cuestión de frente.

—¿Y si fuese verdad, qué, tío? ¿Se atrevería usted a impedir que susobrino fuese a cumplir con lo que el honor exige?

—Sí, señor... ¡Pues no me había de atrever!... Sí, señor, que meatrevo—replicó el viejo, ya enfurecido.—¿Quieres que yo consienta queexpongas tu vida por un pillo, por un ladrón, que se ha introducido entu casa para robarte villanamente la honra?

A los ladrones se les matade un tiro, o se les ahorca; no se mide las armas con ellos... Tú estásobcecado, Gonzalo... Párate un momento, hombre. Da fondo al escandallo,y verás que no hay agua para marear...

—¿Qué quiere usted que haga entonces? ¿Quiere usted que le deje marchartranquilamente para Madrid? ¿Quiere usted que le vaya a despedir, y adesearle feliz viaje, dándole las gracias además por el favor que me hahecho?

—¡No, mala centella que lo parta, no!... Mátalo, si quieres, pero noexpongas tu vida.

—Eso es muy fácil de decir, tío—replicó Gonzalo conamargura.—Figúrese usted que voy a Nieva, le busco y le pego un tiro ouna puñalada y le dejo muerto... Pues desde allí voy a la cárcel, y, porbien que me vaya, no me escapo sin unos años de presidio... Aparte deque la mayoría de los hombres, aunque disculpasen la acción, no lahallarían muy valerosa.

Don Melchor se quedó unos momentos confundido, sin saber qué replicar.Aquello no tenía vuelta de hoja. Al cabo, levantó la cabeza con brío,los ojos brillantes de alegría:

—¡Ya encontré la solución!

—¿Cuál?

—Tú te estás quieto en casa. Yo me voy ahora mismo a Nieva, le desafíoy le mato.

—¡Oh, tío, muchas gracias! Eso no puede ser—replicó Gonzalo, sin poderreprimir una sonrisa.

—¿De qué te ríes, ciruelo?—exclamó el buen anciano, echando fuego porlos ojos.—¿Te figuras, por ventura, que tu tío es un trasto arrinconadoque no puede empuñar un sable o una pistola?... ¡Oh, demonio! ¡Oh,diablo!—añadió cada vez más irritado, gesticulando como un loco por lahabitación.—Yo estoy lo mismo que si tuviera veinte años... Yo subo decuatro en cuatro las escaleras, y no me fatigo... Yo bebo cinco botellasde pale-ale, y no me tambaleo... Yo derribo un toro de un puñetazo, ytrinco al marinero más forzudo y le echo al agua... ¿A que no rompes túcinco nueces con los cinco dedos de la mano, y eso que te las echas detan bruto?...

—Si no me reía por eso, tío... Ya sé, ya sé...

—Vamos a ver; trae esa mano... A ver si sé apretar o no sé apretar...

Gonzalo se la alargó, y el viejo marino se la apretó con todas susfuerzas, el semblante rojo y contraído. Aunque no le lastimó gran cosa,fingió sentir un dolor agudísimo:

—¡Uy, uy!

—¿Eh, qué tal?—exclamó su tío con aire triunfal.—¿Puedo o no puedotodavía librar al mundo de un pillo?

—¡Ya lo creo que puede usted! Tiene usted más fuerza que yo... Pero nose trata de eso. Lo que hay que ver es si debe usted hacerlo; si esoseria decoroso para mí... ¿No comprende usted, tío, que el ridículo queya por el hecho mismo de ser marido engañado, pesa sobre mí, seaumentaría de un modo inconcebible si fuese usted el que se batiese y noyo?... Este ridículo ya sé que se borra con sangre; pero ha de sersangre vertida por mi mano.

Don Melchor no quiso convenir en ello: discutió, gritó, se enfureció. Seconocía, no obstante, que deseaba aturdirse. Las razones de Gonzalo letrabajaban en el alma y se la llenaban de amargura. Últimamente, ya sebatía en retirada. Pedía tan sólo que se aplazase el lance; que se fuesea viajar una temporada, y si a la vuelta persistía en batirse, lohiciese. Duraba aún la disputa, cuando don Rosendo llamó a la puertapara preguntarles si deseaban que se les sirviese el almuerzo allí oquerían venir al comedor. Gonzalo optó por esto último, porque de ningúnmodo quería mostrarse frío con su suegro y cuñada.

El almuerzo fué triste. Por más esfuerzos que todos, hasta el mismoGonzalo, hacían por mostrarse despreocupados, cerníase sobre la mesa unanube negra que obscurecía los semblantes.

Después que tomaron el café ydescansaron un rato, Gonzalo dijo:.

—Tío, usted ha salido de la cama para venir aquí. No debe ustedsentirse bien... ¿Quiere que se le arregle un cuarto? Creo que leconvendría acostarse.

Don Melchor comprendió que su sobrino deseaba quedarse solo.

—No; me vuelvo a Sarrió. Avisa que enganchen.

Despidióse de Belinchón y Cecilia en casa. Gonzalo lo fué acompañando apie hasta la salida del parque. Ambos iban silenciosos y sombríos. Elanciano, además, sumamente pálido.

Antes de meterse en el coche abrazóestrechísima y largamente a su sobrino, y le dijo al oído con vozconmovida:

—¡Dale un buen barreno en los fondos, hijo mío!

Cuando se separaron, tenía el rostro bañado de lágrimas.

Metióserápidamente en la carretela, y se ocultó en un rincón sin decir adiós.Gonzalo miró alejarse el coche, y permaneció largo rato inmóvil,agarrando con la mano una reja de hierro de la puerta.

Poco después de anochecer, llegó Pablito de la villa. Después de comer,aprovechó un momento para decir a su cuñado rápidamente:

—Mañana a las ocho en la quinta de Soldevilla... a pistola. A las seispasarán por aquí Peña y don Rudesindo. Estáte preparado.

Gonzalo durmió aquella noche mejor que la anterior. La satisfacciónferoz que le daba la seguridad de encontrarse al día siguiente con elDuque, tranquilizaba sus nervios. A las cinco de la mañana se despertóágil y fresco sin acordarse de haber soñado. Se vistió y aliñó con elmenor ruido posible, y salió de puntillas cuándo aun estaba amaneciendo.

—¿Va de caza, señorito?—le preguntó una criada con quien tropezó.

—No; voy a avisar al molinero para que deje en seco la acequia. Quieropescar esta tarde.

Salió a la carretera y siguió la dirección de Nieva esperando que elcoche de sus padrinos le alcanzaría, como así sucedió a la media horapoco más o menos. Peña y don Rudesindo estaban fuertemente alterados.Cuando subió al carruaje le apretaron la mano con gran afecto y leenteraron de las condiciones del duelo; a veinticinco pasos avanzando ydisparando cuando quisieran.

Aquel negocio era bastante más grave quetodos los demás en que habían intervenido. Gonzalo los escuchótranquilamente.

Sólo indicó que hubiera deseado que fuese a sable:tendría gusto en hallarse más cerca de su adversario. No parecía sufrir.Y es que, comparada con el tormento de los dos días anteriores, cuandola imagen de su esposa en camisa, acurrucada en un rincón, no seapartaba un instante de sus ojos, la emoción de ir a verse frente a suenemigo, era una felicidad relativa. Por otra parte, Gonzalo, como todoslos temperamentos excesivamente vigorosos, había nacido para lospeligros; gozaba con ellos como si tuviera la seguridad de que la vidaque corría exuberante por sus venas no podía secarse.

No llegaron a la quinta de Soldevilla hasta las ocho y media.

El Duque ysus padrinos los esperaban hacía rato. El primero no se presentó. Estabadentro de la casa. El Marqués y Galarza llevaron a Peña y don Rudesindoadentro también, mientras Gonzalo daba una vuelta por la huerta. Laposesión de Soldevilla se componía de un caserón medio arruinado conpocos y antiquísimos muebles cubiertos de polvo, una huerta bastantegrande, más cuidada que la casa, y detrás de la huerta una vastapomarada ya vieja. Esta posesión estaba rodeada de prados y tierras quetambién pertenecían al Marqués.

Los padrinos, dentro de casa, echaron a suerte sobre cuáles pistolashabían de usarse, las que había traído Peña, o las del Duque. Fueronéstas las elegidas. Después redactaron el acta de condiciones. Porcierto que hubieron de escribirla con una pluma perversa del mayordomo,porque el Marqués escribía una carta cada año. Cargaron las pistolas yse salieron a buscar sitio.

—Manuel—dijo el Marqués viendo a un criado que estaba plantandocebollín en uno de los cuadros de la huerta.—Retírate.

El criado le miró sorprendido.

—Que te retires, hombre—repitió con más severidad.—Vete a otra parte.

El criado se salió de la huerta, lanzándole miradas de asombro ycuriosidad.

Eligióse el sitio en uno de los caminos más anchos del medio.

Soldevillafué a buscar al Duque.

El día había amanecido despejado. Pero después de salir el sol, negros yespesos nubarrones que surgieron del horizonte de tierra, se habíanacumulado sobre aquel paraje de la costa, amenazando descargar muypronto su pesado fardo de agua. La luz se había mermadoextraordinariamente. Parecía que estaba amaneciendo entonces.

El Duque se presentó con levita negra y sombrero de copa, un tanto máspálido que de ordinario, pero afectando una calma desdeñosa, sin faltara la cortesía. Traía en la boca un cigarro puro, y se envolvía enligeras nubes de humo, mientras caminaba a la par de Soldevilla. Cuandollegó al sitio designado, dirigió un frío saludo ceremonioso al grupo deGonzalo y sus padrinos, y no volvió a mirarles. Después de conferenciarunos instantes, Peña colocó en su sitio a Gonzalo y le entregó unapistola cargada. Soldevilla hizo lo mismo con el Duque. Ambos se habíanquitado el sombrero. El prócer conservaba el cigarro puro en la manoizquierda, al cual seguía dando con impasibilidad un poco teatral,largos chupetones. Empezaban a caer del cielo gruesas gotas, anunciandoun fuerte chaparrón. Peña gritó al fin:

—Señores, preparados... Una, dos, tres...

El Duque inclinó la pistola y apuntó. Gonzalo, apuntando también, avanzópálido, con los ojos inyectados. Su enemigo, le esperó serenamente hastauna distancia de quince pasos. Y ya con la seguridad de volcarle, porqueera un tirador consumado, disparó. La bala rozó la mejilla del joven,levantándole la piel y haciéndole sangre. Detúvose un instante, y siguióavanzando.

Los padrinos empalidecieron terriblemente. El Duque dejó caerla pistola y se cruzó de brazos, esperando la muerte, con una bravurallena de afectación y soberbia. Gonzalo avanzó precipitadamente, hastaponerse a dos pasos de su adversario. En aquel momento una ola de sangrele cegó. Su temperamento de atleta venció repentinamente a lassugestiones de la razón.

Brillaron sus ojos con los reflejos siniestrosde una bestia salvaje, temblaron sus labios, contrajese espantosamentesu rostro, y arrojando lejos de sí la pistola, saltó como un tigre sobreel traidor. El Duque no resistió el choque de aquel coloso y cayórodando. Gonzalo se puso a brumarle las costillas con los pies, lanzandorugidos. Los padrinos acudieron corriendo a sujetarle. Al biliosoGalarza se le ocurrió, para realizarlo, darle un bastonazo en la cabeza.Gonzalo no hizo señal de sentirlo.

Peña, indignado, alza su bastón y¡zas! le arrima otro garrotazo a Galarza. El marqués de Soldevilla,¡zas! le da otro a Peña. Y

arrebatados de furor unos y otros, comenzaronuna lucha tan brava

como

indigna

a

bastonazos,

mientras

Gonzalo,satisfaciendo ferozmente su cólera acumulada, pateaba con saña elcuerpo, inerte ya, del Duque.

El cielo dejaba caer en aquel instante una cantidad fabulosa de agua.Tan grande llegó a ser, que el marqués de Soldevilla, abandonando elcampo, emprendió la carrera hacia su casa para guarecerse. Siguióleinmediatamente don Rudesindo, luego Peña y Galarza. La batalla sedeshizo como por ensalmo. Mas antes de atecharse, a todos se les ocurrióvolver la cabeza para ver qué había sido de sus apadrinados. Y por unsimultáneo impulso de compasión, volviéronse presurosos y sujetaron aGonzalo, cuya rabia cruel aun no se había apagado. El contacto de lasmanos de aquellos señores le volvió a la razón. Les echó una largamirada siniestra y extraviada, y sin decir palabra, recogió el sombreroy se dirigió a la puerta de la quinta, mientras los padrinos conducíanal Duque moribundo a casa. El médico que Soldevilla había traído,encerrado durante el lance en una sala por no presenciarlo,

reconocióminuciosamente

las

fracturas

y

contusiones del herido. Declaró, desdeluego, su estado muy grave.

Peña y don Rudesindo, encontraron a Gonzalo dentro del coche llorandodesesperado.

—¡Soy un bruto!—les dijo.—¡Un bárbaro! ¡Qué pensarán ustedes de mí!He cometido una acción bochornosa. Perdónenme ustedes.

Hicieron lo posible por calmarlo. En el fondo, ni a uno ni a otro lesparecía tan mal aquello. Después de todo, la acción del Duque había sidotan villana, que bien estaba que se castigase villanamente. Peña,durante el camino, llegó a decir cuchufletas acerca de la soberanapaliza que el magnate acababa de recibir.

—Chico, no cabe duda que los grandes de la naturaleza pueden más quelos grandes de España—decía con su voz campanuda que no dejaba perderseuna sola letra. Gonzalo, pronto, como un gran niño que era, a pasar delllanto a la risa, sonrió primero y dejó escapar al fin sonoras yformidables carcajadas con los chistes de su amigo.

Pero la vista de la casa de su suegro le sumió nuevamente en latristeza. Había satisfecho su justa venganza. Pero quedaba una heridahonda, cuyo agudo dolor aun no había podido sentir bien, porque laexaltación colérica en que había vivido aquellos dos días, lo sofocaba.¡Oh! aquellas grotescas torrecillas y almenares, testigos de su luna demiel, le produjeron horrible impresión de melancolía. Parecía que unamano cruel le estrujaba el corazón dentro del pecho. Sus amigos,comprendiendo que deseaba quedarse solo, siguieron a Sarrió. Pablito leesperaba a la puerta de la quinta, y le abrazó con efusión y entusiasmo.

—¿Le has matado?—preguntóle por lo, bajo.

—No sé... Creo que sí—respondió el joven más bajo aún.—¿Y

tu padre?

—Mi padre... Estaba aquí hace un instante... En cuanto te vió bajarsano del coche, ha montado en la berlina que estaba enganchada ahíabajo, y se ha ido a Sarrió.

Gonzalo adivinó lo que iba a hacer y se puso más sombrío.

Los doscuñados se dirigieron silenciosos a la casa, y fueron derechos al cuartode Gonzalo. Al cabo de unos momentos, éste, que se había dejado caer enun sofá y permanecía inmóvil, con la cabeza abatida sobre el pecho, dijoa su cuñado:

—Perdóname, Pablo... Deseo quedarme solo... No estoy en este momentopara hablar.

Pablito se apresuró a retirarse.

Pasó un largo rato. La puerta se abrió de nuevo sin que el joven losintiese. Una sombra se deslizó hasta él y puso sobre la silla máscercana una bandeja con una taza y algunos platos.

—¡Oh! ¿Eres tú, Cecilia?

—Quieras o no, vas a tomar algo... Ya son las dos de la tarde, y estoysegura de que no te has desayunado—dijo la joven, arrimando una mesillay poniendo sobre ella el caldo humeante.

—¡Qué buena eres, Cecilia!—exclamó él apoderándose de una de susmanos. Aquella exclamación era un grito de afecto, de entusiasmo, y a lavez de un vago remordimiento que jamás había podido desechar desí.—¡Qué buena eres! ¡qué buena eres!—repitió con lágrimas en losojos.—Lo que has hecho aquella noche... ¡Oh! eso no lo hace nadie...¡Nadie!... Una santa que bajase del cielo no lo haría... Ninguno de losque vivimos a tu lado merecemos besar el polvo que pisas...

Y el joven, conmovido con sus propias palabras, sollozando perdidamente,cubrió de besos y lágrimas la mano que tenía cogida.

Cecilia se puso fuertemente encarnada primero; después pálida, y dijo entono que resultó un poco seco:

—Deja, deja.

Retirando al mismo tiempo la mano con presteza. Al ver que su cuñadoquedaba acortado, se apresuró a decir:

—Mira, cuanto menos hablemos de esas cosas, y, si posible fuera, cuantomenos pensásemos, sería mejor... Ahora lo que importa es que tomes estecaldo. Después te traeré unas croquetas y un lenguado... ¿quieres?

—No tengo apetito, Cecilia—respondió haciendo esfuerzos por reprimirsu emoción.

—Todo es empezar... Verás...

—No, no; de veras, no puedo pasar nada en este momento.

—¿Y si te lo mando yo?—dijo la joven. Después que lo dijo se pusocolorada.

—Entonces, desde luego lo tomo... A ti no puedo negarte nada—replicóél acercando el plato.

Aquella tan galante réplica, produjo una penosa impresión de frío enCecilia. Para no dejarla ver, salió precipitadamente de la estancia.

Tres o cuatro días estuvo el duque de Tornos entre la vida y la muerte.Al cabo cedió la calentura, y desapareció la gravedad.

Sin embargo, lacuración debía ser larguísima. Había dos costillas fracturadas, lamandíbula inferior también, y sobre esto, terribles magullamientos enotros varios parajes del cuerpo. Al cabo de un mes pudo trasladarse aMadrid.

Gonzalo no dejó la casa de su suegro, quien al cabo de cinco o seis díasdel desafío, tomó de llevar a Ventura al convento de Ocaña. Pero su vidafué triste, sombría por demás. Negábase, a pesar de las instancias dePablo, a salir de caza o paseo. En vano éste y don Rosendo y los amigosque solían venir a Tejada, inventaban mil pretextos para hacerle salirde excursión. Aunque no se negaba de frente a acompañares también élacudió a los engaños para quedarse siempre en casa, donde descaecía aojos vistas. Su tío don Melchor venía a menudo a verle, y le aconsejabaque se fuese a viajar durante una temporada. No se negaba a ello; perolo aplazaba siempre, pretextando no encontrarse bien de salud. DonRosendo, asesorándose del señor de las Cuevas y de otros varios amigos,decidió trasladarse a Sarrió, por ver si con la sociedad de sus amigosel joven se animaba un poco. Salieron fallidos todos los cálculos.Gonzalo se dejó llevar a la villa sin hacer observaciones. Pero puso aúnmás empeño en aislarse, en vivir retirado del trato social.

Salía tansólo al amanecer, y daba algunos paseos por la punta del Peón,contemplando el mar con ojos extáticos, que alguna vez tomaban unaexpresión de angustia que apenaría seguramente a quien los mirase. Encuanto el muelle comenzaba a animarse, y la villa despertaba de susueño, retirábase a toda prisa a casa.

¿Por qué no dejaba a Sarrió, teatro de su desdicha, y se iba a pasar almenos una temporada en Madrid, en París o en Londres?

Esta era lapregunta que se hacían todos los vecinos de la villa.

Nadie acertaba acontestarla satisfactoriamente. Ni era fácil que eso sucediera. Son muypocos los que saben explicarse el origen secreto, la última raíz de lasacciones humanas. Unos porque no se paran en psicologías, que juzganinútiles, otros dotados de entendimiento sutil y perspicaz, porque loaprovechan para escudriñar solamente el móvil interesado, casi nadiedestapa esa mágica caja de sentimientos, y deseos, y esperanzas, ycontradicciones, que se llama corazón humano. ¡Qué vergüenza sentiríaGonzalo si le dijesen que no se iba de Sarrió por no alejarse de laatmósfera que envolvía a su esposa, a quien cubría de dicterios ensecreto, y afectaba despreciar ante el mundo! Y, sin embargo, nada máscierto. Quedándose en aquella casa, le parecía que aun no se habían rotodel todo los lazos que le ligaban a ella. Los seres que le rodeaban eransu carne y su sangre: la amaban todavía, aunque culpable: no se podíainjuriarla en su presencia. Ventura había dejado en las habitaciones, enlos muebles, una parte de su ser. En el tocador yacían los frascos depomada y esencias que ella usaba, a medio consumir; en las perchascolgaban algunos de sus abrigos y sombreros.

Su

imagen

graciosa,

sublonda

cabeza

deslumbradora, parecía que iba a parecer detrás de lascortinas.

El ambiente estaba embalsamado aún con su perfume habitual.Aquel marido, tan vilmente ultrajado, sin querer darse cuenta de ello,respiraba con delicia el aliento de su esposa, y vivía de la sombra desu vida. Todavía más; vivía de la esperanza de perdonarla.

Esto no lo sabía nadie... ni él mismo quizá de un modo cabal...

Nadiemás que Cecilia, cuyos ojos de zahorí enamorada, leían claramente lospensamientos más vagos que cruzaban por la mente de su cuñado. Estemanifestaba por ella una predilección tan afectuosa, tal entusiasmo yveneración, que era muy fácil confundir con el amor. Todas lascompañías, hasta la de su tío, le molestaban menos la de ella. Aunqueestuviese entregado a una meditación dolorosa, y las lágrimas corriesenpor sus mejillas escaldándolas, la aparición de Cecilia en su cuarto,obraba como un calmante, suavizando su dolor. Cedía a sus consejos conrespeto, y se dejaba guiar y mimar por ella como un niño enfermo. Cuandotardaba en ir por su cuarto, se impacientaba y le daba quejas cariñosaslo mismo que un amante rendido y llagado de amor. Cuando entraba, susojos no la abandonaban ni un instante, cual si estuviesen bajo lainfluencia de un encanto o fascinación. Aquellos ojos expresaban cariñoprofundo, gratitud, admiración, respeto, entusiasmo, lo expresabantodo... menos amor. Cecilia bien lo leía. No podía mirarlos sin sentirel mismo doloroso pinchazo en el corazón, la misma gota amarga de hielen los labios. Su espíritu, sereno siempre, turbábase por un instante, yaparecía fría unas veces, otras irritable y enigmática, con gransorpresa y dolor de Gonzalo que se esforzaba en alegrarla. Pronto loconseguía. El pensamiento aquel, caía en su cerebro como la piedra en unlago, revolviendo las aguas. Pocos momentos después, la calma volvía asu espíritu. Quedaba puro y tranquilo como el lago.

Un día, al entrar repentinamente en la habitación de su cuñado, leencontró examinando un revólver.

Al verla trató de ocultarlo en el cajón de la mesa que tenía abierto yse puso colorado.

—¿Qué hacías?

—Nada, al buscar en este cajón unos papeles, me hallé con un revólverque ya no me acordaba que tenía, y lo estaba mirando.

Cecilia no creyó palabra. Experimentó desde entonces cierta inquietudque la obligaba a vigilarlo más que antes.

Transcurrieron dos meses. El desdichado joven, aunque persistía en lamisma vida apartada y sombría, mostraba algunas vagas señales dereverdecimiento. Una que otra vez salía a caballo. Había hablado a susuegro de hacer un viaje por Italia, país que aun no conocía. La fuerzaque hacía subir la savia de nuevo a su ser marchito, era un pensamientodulce, tan dulce como vergonzoso, que ocultaba con cuidado a todo elmundo.

Sin embargo, una tarde en que departía cariñosamente con sucuñada, después de muchos rodeos, y poniéndose colorado hasta lasorejas, le preguntó por Ventura. ¿Qué noticias tenía de ella? Cecilia lerespondió fríamente con las menos palabras posibles. ¡Pobre Gonzalo! ¡Sisupiese que aquella mujer traidora por quien preguntaba, lejos de estararrepentida, se revolvía con furia contra su familia, cubriéndolos atodos de dicterios, amenazándoles con entregarse al primer hombre encuanto saliese de la prisión, escandalizando con su soberbia y lenguajeprocaz a la superiora del convento!

Desde aquel día, perdida ya la cortedad, preguntaba a menudo por ella;gustaba de mentarla en la conversación, sin que le hiciese desistir deello el tono seco con que Cecilia le respondía, y la prisa con quecambiaba de tema.

Lo que don Rosendo temía, por las cartas que de Ocaña le enviaban, llegóal fin. Un día, la superiora del convento le comunicó que Ventura sehabía