El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Gonzalo, enteramente seguro ya de ella, gozaba de esta seguridad condeleite. Entre los esposos había habido con tal motivo unarecrudescencia de cariño. Ventura le había exigido que nunca másvolvería a dormir fuera de casa. El lo prometió solemnemente. Pensandoen la falta de su cuñada, se repetía con frecuencia:

—«Del agua mansa me libre Dios, que de la corriente me libraré yo». Ydesde entonces no sólo perdonaba a su mujer aquella ligereza yfrivolidad, afición al lujo y carácter altanero que tanto le habíandisgustado, sino que llegó a ver en estos defectos una garantía de sufidelidad. No hay nadie sin defectos, se decía, y es preferible quetenga éstos al que yo había imaginado.

Cinco o seis días después del suceso relatado, El Joven Sarriense insertaba una gacetilla donde pérfidamente se insinuaba la misma ideaque le había obligado a hacer aquella memorable excursión nocturna aTejada. La leyó sin emoción, con la sonrisa en los labios, burlándose ensu interior del engaño que sus enemigos padecían. Sin embargo, como alfin y al cabo era una injuria la que venía allí escrita, resolviócastigar a los insolentes, aunque no de un modo trágico. Por la noche seintrodujo súbitamente de modo sigiloso en la redacción del JovenSarriense. No estaban allí a la sazón más que tres redactores. Uno deellos era el traidor Sinforoso Suárez. Sin decirles una palabra, cayósobre ellos a puñadas y puntapiés, con tal maña y coraje, que nopudieron hacer resistencia. Cuando alguno se levantaba del suelo, untremendo revés a mano vuelta le tumbaba de nuevo. No sólo los tumbaba aellos, sino también las mesas y los armarios, haciendo mayor destrozoque un terremoto. Cuando se cansó de sacudirles la badana, salió muytranquilo a la calle riendo. Acudía ya a las voces de socorro algunagente; pero él les dijo:

—Nada, señores, que se están pegando ahí arriba los redactores del Joven... A ver, guardia, suba usted y diga a esa gente que sicontinúan dando escándalo me voy a ver precisado a mandarles a lacárcel.

Cuando se supo la verdad del caso, se rió mucho esta salida.

Los delCamarote se pusieron frenéticos. Pero Gonzalo, no tanto por su cualidadde alcalde, como por sus puños terribles, inspiraba tal respeto, que alfin se resignaron a quedarse con la justísima paliza que a tres de suscolegas les habían administrado.

Pasó el Carnaval sin gran animación. Ya no se formaban en Sarrióaquellas celebradas comparsas y cabalgatas, que llamaban la atención detoda la provincia, y hacían de esta villa una Venecia en miniatura.

En otro tiempo, todos los vecinos tomaban parte en aquella inmensa,desenfrenada alegría. Los ricos no sólo proporcionaban sus coches ycaballos, sino también abrían suscripciones para encargar trajeslujosísimos a Madrid. Estas comparsas iban arrojando anises, almendras ycaramelos a los balcones, sin darse punto de reposo. Los bailes delLiceo, si no tan brillantes, eran tan animados y divertidos como los quese celebran en los palacios más opulentos de la corte. ¡Oh, el Carnavalde Sarrió!

¡Quién en la provincia septentrional, donde estos sucesos seefectúan, dejará de tener recuerdos vivos y gratos de él!

Pero con la lucha política entre güelfos y gibelinos, entre los delSaloncillo y los del Camarote, todo se había huído. Cada cual seencerraba en su casa. Sólo se veía por la calle tal cual empedernidomáscara haciendo las delicias de un enjambre de chiquillos que leseguían. Los esfuerzos titánicos de don Mateo no habían bastado tampocoa prestar animación a los bailes del Liceo. En vano iba conferenciandocon todas las niñas casaderas de la población, para arrancarles lapromesa de asistir, lo cual, en verdad, no le costaba gran trabajo. Masen cuanto el papá se enteraba, fruncía el entrecejo y decía gravemente:

—Ya veremos, don Mateo, ya veremos.

Este veremos significaba, las más de las veces, una prudente abstención.Podían estar allí Fulano o Mengano, con los cuales, el buen papá, noquería compartir ni la atmósfera.

El año anterior, don Mateo había tratado de resucitar el antiguo bailede Piñata, de imperecederos recuerdos para todo buen sarriense, que secelebraba en el primer domingo de cuaresma. El alcalde, que era a lasazón Maza, bajo el pretexto religioso, y tratando de halagar a losbeatos de la villa, negó el permiso para efectuarlo. Este año, elincansable viejo volvió a la carga con más ardor. Gonzalo no tuvoinconveniente alguno en permitirlo. Luego se dió tan buena maña paraalborotar a la población, anunciando extraordinarias sorpresas, quehabían de salir de un famoso globo encargado a Burdeos, que consiguióinspirar vivos deseos en todos de acudir aquella noche al Liceo. Porprimera vez en Sarrió, después de unos cuantos años, el salón de estasociedad prometía estar muy concurrido.

Los días que precedieron a aqueldomingo, las muchachas y muchachos, o como se decía entonces, las pollasy pollos, lograron sofocar con sus pláticas y preparativos eldesagradable zumbido de la política. Fué como un momento de respiro dela aburrida villa. Venturita, en cuanto tuvo noticia de que se preparabaun baile de verdad, se apresuró a encargar a la modista un lujosísimovestido, para disfrazarse de Isabel de Inglaterra y otro para Cecilia,de dama de Luis XV. Esta se había resistido bastante a ir al baile. Fuétanto, no obstante, el empeño que Gonzalo puso en ello, sin duda paradistraerla un poco de la melancolía en que había caído, que, al fin,cedió. Con ir a Sarrió a probarse los trajes y dar instrucciones a lamodista, se distrajeron algunas tardes.

Llegó el esperado domingo. Gonzalo, que estuviera ocupado toda lamañana, almorzó en Sarrió. Cerca ya del obscurecer se volvió a Tejadacon el objeto de comer con la familia y traer a su mujer y cuñada albaile. Cuando llegó, éstas se estaban vistiendo ya en sus respectivashabitaciones. Ambas se presentaron en el comedor

un

poco

después

de

lahora

acostumbrada,

primorosamente ataviadas. Cecilia, como sueleacontecer a todos los temperamentos serios cuando se animan súbitamente,estaba encendida y locuaz. Parecía haber sacudido las ideas negras quetanto obscurecían su rostro en los días anteriores. Gonzalo, antes deponerse a la mesa, bromeó graciosamente, tanto con ella como con sumujer. Mientras duró la comida no dejó de reirse a su costa con aquellaruidosa y cordial alegría que le caracterizaba.

—¿Vuestra majestad no quiere un poco de chorizo?—decía dirigiéndose asu esposa. Y luego, regocijado por su frase, soltaba una larga y sonoracarcajada, como las que debían lanzar los reyes bárbaros en susfestines, sacudiendo su enorme tórax con temerosas convulsiones. Sualegría de hombre sano y bien equilibrado era comunicativa. Nadie dejabade reirse cuando a él se le ocurría hacerlo. Aquella noche Venturaestaba muy amable y daba palmetazos en las espaldas a su maridopidiéndole que callase, que no podía comer en paz. Después queconcluyeron, cuando

estaban

tomando

el

café,

sea

por

haberse

reídodemasiado o por cualquier otra causa, la joven esposa se sintió mal delestómago. La comida le había hecho daño. Dijo que tenía ganas dedevolverla. Y en efecto, se fué a su cuarto y al poco rato volviódiciendo que había arrojado y le dolía la cabeza.

Se le hizo te. Estuvoreposando sobre un diván algún tiempo; mas el dolor y la incomodidad nodesaparecían.

—Mirad; idos vosotros al baile. Yo me voy a meter en la cama—dijolevantando la cabeza.

Cecilia, por cuya mente cruzó súbito una sospecha, respondió:

—No; yo me quedo también.

—¡Qué tontería!—exclamó la enferma.—¿Vais a privaros de la únicadiversión que hay en Sarrió hace tiempo, por una cosa tan ligera?

—Sí—replicó Cecilia con la misma gravedad.—Yo me quedo.

—Pero, mujer, ¡si sabes que esta incomodidad la padezco yo a menudo! Esun poco de bilis. En cuanto duerma cuatro o cinco horas estoy buena.

—Pues yo me quedo.

—Pues me obligarás a mí a ir enferma y todo—dijo con impaciencia,levantándose.

—Tiene razón Ventura, Huesitos—dijo Gonzalo cogiendo a su cuñada porlos hombros y sacudiéndola cariñosamente.—Esto no es nada; lo ha tenidocien veces. ¿Por qué te has de privar tú de ir al baile?... Ea, ea, atomar el abrigo. Ramón ya ha enganchado.

Son más de las nueve ymedia—añadió empujándola hacia la puerta.

Cecilia no pudo resistirse. Antes de salir dirigió una penetrante miradaa su hermana, que ésta se apresuró a evitar sentándose de nuevo.

Abajo les esperaba ya, en efecto, Ramón, con el familiar enganchado.Llevaban el carruaje mayor que tenían. Don Rosendo y Pablito, que sehabían quedado a comer en Sarrió, volverían probablemente con ellos a lamadrugada. Durante el trayecto, Gonzalo se mantuvo alegre y hablador,dando matraca a su cuñada, la cual estaba taciturna en demasía. El jovencreía que el recuerdo de la fatal escena que narramos la atormentaba, yhacía vivos esfuerzos por distraerla.

La sociedad del Liceo se hallaba establecida en la única ala sana de unviejo convento derruído. Primero había sido escuela; mas cuando elayuntamiento edificó el nuevo local, hacía ya algunos años, la sociedad,que tenía uno malísimo, se trasladó a éste, previo un arreglo orestauración que dirigió don Mateo y costó muy buenos cuartos. Lostrabajos, sin embargo, se limitaron casi exclusivamente al salón debaile y la escalera. La secretaría, el despacho del presidente, la salade ensayos de la orquesta, eran amplias y desnudas cuadras, con elpavimento de madera podrido y roto, y las paredes blanqueadas.

La escalera estaba bien iluminada y adornada con macetas de flores, queatestiguaban el celo y el gusto de don Mateo. Gonzalo y Cecilia lasubieron de bracero. Al llegar arriba atravesaron una vasta antesaladonde gran número de jóvenes se apresuraron a abrirles paso y saludarlescon la familiaridad que se usa en los pueblos pequeños. En el salónhabía ya bastantes damas, todas disfrazadas, aunque la mayor parte deellas, como Cecilia, sin máscara. Para los sarrienses era aquello unasorpresa. En los cinco últimos años, los bailes del Liceo parecíanvisitas de pésame. Media docena de señoritas más o menos jóvenes, conlos hombros y el pecho al aire, el rostro muy empolvado, departiendo envoz baja allá en un ángulo del vasto salón, mientras a su lado lasmamás sacaban tiras de pellejo a alguna amiga ausente. Otros tantospollos dando vueltas en la antesala, el aire triste, la mirada opaca,abrochándose mutuamente los guantes con las horquillas de sus hermanas.Generalmente eran los mismos. Cada pollo bailaba dos o tres polkas,rigodones o lanceros con las hermanas de sus amigos. A las doce o doce ymedia salían todos en pelotón, remangándose los pantalones y las faldasrespectivamente, y guareciéndose debajo de los paraguas, charlando envoz alta al través de las calles solitarias y húmedas. Los vecinos, aquienes el sueño no tenía presos, decían:—«Ahora salen del Liceo». Estoera todo. Don Mateo, firme, indomable, conservaba tenazmente, conamoroso esmero, este exiguo rescoldo del fuego del placer.

Gracias a su perseverancia, aquella noche se convirtió en viva y animadahoguera. La juventud de la villa tuvo fuerzas para arrollar las ruinespasiones que agitaban los pechos de sus papás, y entró en aquelsolitario salón como un torrente desbordado, haciéndolo resonar con susrisas y pláticas, con chillidos horrísonos:

—Alvaro, ¿me conoces? ¿me conoces? ¿Por qué no te casas?

Mira que yavas caminando para Villavieja.

—Periquito, ¿te gusto?... ¿Que alce la careta?... ¿Para qué lonecesitas? Tú no te enamoras de las caras y haces bien.

¡Teniendo deaquí... y de aquí! ¿Eh? Adiós, adiós, Periquito.

—Hola, Delaunay... Hola, monsieur. ¿Cómo va ese tranvía aéreo? ¡Quécosas se te ocurren! ¡Qué gran cabeza tienes!

¡Lástima que seas tandesgraciado! Dicen que no eres hombre práctico. Sin embargo, supistearreglar a la hija del Rato... Adiós, adiós...

—¿Qué tal, Sinforoso? ¿Cuándo te dan la mano de Cipriana?...

Bien tehacen penar, hombre. ¿Por qué no los amenazas con pasarte otra vez alSaloncillo?

Había muchas señoras con dominó negro, que eran las que daban estasbromas, demasiado vivas a veces. La mayor parte de ellas eran viejas. Alas jóvenes, les gustaba mostrar el palmito y la esbeltez de su talle,con algún traje histórico. Había damas venecianas, romanas, del bajoimperio, hebreas, de la época de Luis XV, del Directorio, de Felipe II,y hasta pasiegas de los tiempos más recientes. Había también, algunasgitanas, nigrománticas

y

cautivas.

Veíanse

trajes

caprichosos

yrománticos, que no admitían clasificación; uno de noche estrellada,otro de tulipán, otro de paloma viajera con una cartita al cuello. Loshombres en general no llevaban disfraz: vestían la larga y desairadalevita, que sólo salía a relucir en ocasiones como ésta. Sin embargo,veíanse algunos con dominó, que les servía para acercarse y hablar a susnovias, sin peligro de ser interrumpidos por las mamás. Un grupo dejóvenes afiliados al Camarote, que venían de este modo, habían tenido lafeliz ocurrencia de disfrazar a don Jaime Marín de maragato. Cuando letuvieron vestido de esta suerte, le dijeron que mejor que careta,convenía que se pintase; a lo cual él se prestó. Tomó un chico el pincely la caja de pinturas, y fingiendo que le embadurnaba con mil colores,le paseó el pincel largo rato por la cara, mojado en agua solamente.Pidió Marín un espejo para verse. Los maleantes jóvenes tuvieron buencuidado de no proporcionárselo. Todo se volvía gritar:—¡Pero qué bienestá usted, don Jaime! ¡qué horrorosamente pintado! Ni la madre que leparió puede conocerle. Bajo la fe de esta palabra, el buen Marín se dejóllevar al Liceo. Sus amiguitos le aconsejaron que no dejase de darbromas a ciertas señoritas; a lo que él contestaba, que serían comosinapismos. Y en efecto, así que entró en el salón, comenzó a dirigirsea las muchachas gritando con voz de falsete:

—Hola, Rosarito, ¿dónde has dejado a Anselmo? Ya sabemos que todas lasnoches a las diez le tiras una cartita por el balcón.

—¡Pero, don Jaime!—exclamaba la niña mirándole con sorpresa.—¿Ustedcómo viene así?

—¡Diablo! Ya me ha conocido—decía el buen Marín alejándose.

Dirigíase inmediatamente a otra, y pasaba lo mismo.

—Es particular—concluyó por decirse.—Todas me conocen al instante...Será por la voz, porque lo que es pintado, ¡lo estoy de órdago!

Cuando estaba haciéndose esta reflexión, una mano huesuda le agarró pordetrás.

—Gran burro, bobalicón, zoquete, ¿quién te ha metido aquí de este modo?

Era su amada compañera, la ingeniosa y severa doña Brígida.

—¡Anda, bestia, anda, que siempre has de servir de payaso en todaspartes!

Y a empujones lo fué sacando del salón. La buena señora, que veníadisfrazada con dominó y careta, luego que le dejó en la antesala conorden expresa y terminante de irse inmediatamente a casa, se volvió ameter en el centro del baile, donde tenía un asunto de importancia queresolver, como luego veremos.

Rodeado por un grupo de máscaras estaba el simpático don FelicianoGómez. Su gran pirámide de cabeza monda y reluciente, descollabasoberbia por encima. Eran mujeres las que formaban círculo en tornosuyo, armando algarabía insufrible.

Las bromas que le prodigaban tocabana menudo en la injuria.

—¡Feliciano, milagro que te han dejado venir al baile tus hermanas! ¿Aqué hora te han mandado retirarte? Dicen que doña Petra te castigacuando llegas tarde, ¿es verdad? ¡Pobre Feliciano! ¡Qué severas son tushermanas! Ya que no te han permitido casarte, debieran darte un poco másde libertad.

El bravo comerciante, sin ofenderse, contestaba con sonrisa bondadosa aaquellas arpías. Al fin, cansadas de su paciencia, le dejaron en paz.

El adorable Pablito, vestido correctamente de frac, con una flor blancaen el ojal, llevaba a cabo mientras tanto la conquista de cierta hermosahebrea, hija de un comandante de artillería que acababa de llegar. Lapobrecilla, al ver rendido a sus pies al joven más rico y más apuestode la villa, dejaba escapar por todos los poros de su lindo rostroruborizado, el gozo íntimo que le embargaba. ¡Qué sonrisas, qué gestostan expresivos! Las muchachas de la población la miraban con expresiónde burla.

Aquellas miradas decían:—«Goza, goza un poco, infeliz, quepronto vendrá el desengaño».

Pablito, inclinado, sumiso, la vertía al oído frases ardientes eingeniosas como éstas:

—Ayer cuando venía de Tejada, la he visto a usted con su papá, tanguapetona como siempre.

—¡Qué guasón! También yo le vi. Venía usted en coche abierto. Guíausted muy bien.

—Es favor, Carmencita. Guiar ahora esos caballos no tiene nada departicular, lo hace cualquiera. ¡Si los viera usted cuando los compré!El cochero de don Agapito los había echado a perder enteramente; sobretodo el Gallardo, el de la izquierda, ¿sabe usted? un poco más obscuroque el otro... Aquél era una cosa perdida. Si cae en otras manos, aestas horas no vale dos pesetas.

Hoy es mejor que el otro todavía...Cuestión de paciencia, ¿sabe usted?—añadió con fingida modestia.

La linda hebrea protestó:

—Vamos, no se haga usted el pequeño, que ya sabemos que lo hace ustedmuy bien.

—Paciencia y un poco de costumbre—repitió Pablito bañándose en agua derosas.

Después le explicó con toda latitud lo que en su concepto constituía unbuen cochero. La mano suave y firme al mismo tiempo, el ojo vivo,castigar fuerte cuando hace falta, pero sin irritarse; luego un granconocimiento de lo que son los caballos.

Sin el estudio atento yreflexivo del temperamento de estos animales,

imposible

guiarregularmente.

Carmencita

le

escuchaba embelesada.

A Cecilia se le había acercado, poco después de entrar en el salón, PacoFlores, aquel ingeniero que pidió su mano por mediación de Gonzalo.Desde que la joven le diera calabazas, él, que, como hemos visto, sólobuscaba una mujer modesta, hacendosa y con algún dinero, se habíaenamorado de ella y la perseguía a sol y sombra. En Sarrió, al ver lapersistencia del ingeniero en festejar a la primogénita de Belinchón, secreía que apetecía sólo con ansia la dote. Era un error. Flores se habíallegado a enamorar de veras. Si Cecilia se quedase pobre repentinamente,lo mismo la haría su mujer. La conducta de ésta, también era adecuadapara encender su ilusión. A todos sus obsequios y galanterías respondíasiempre con amabilidad y gratitud. No había peligro de que la joven seretirase del balcón cuando él pasaba, ni esquivase su conversacióncuando le encontraba en alguna casa conocida o le diese alguno de esosdesaires que tanto hacen gozar a la mayoría de las muchachas. Le tratabacomo un buen amigo, guardándole todas las atenciones que se deben a lapersona que se estima. Pero en cuanto el ingeniero quería pasaradelante, pedía un poco de amor, un rayo de esperanza, siquiera para eldía de mañana, encontraba la misma negativa, suave, firme y constante. Ylo peor era que Cecilia, al negar, no lo hacía con placer, sino conrepugnancia, como si le doliese causar disgusto a un amigo.

Estesentimiento hería aún más el amor propio del pretendiente.

Después que bailaron un vals, sentáronse fatigados en un ángulo delsalón. Flores le había cogido el abanico, y la abanicabarespetuosamente.

—Así quisiera pasarme la vida—dijo con acento sincero.

—¡Oh! Se cansaría pronto—respondió Cecilia sonriendo.

—¿Quiere usted probarlo?

La joven no contestó.

—No es usted, Cecilia, de las mujeres que hastían pronto.

Posee usteden su corazón y en su inteligencia recursos para tener siempre a suspies al hombre que la ame. Hace más de dos años que vivo enamorado deusted, y, en vez de cansarme, cada vez me siento más ligado a usted,cada vez la adoro más perdidamente... hasta el punto de ser la burla dela población.

—Eso no se puede decir de antemano—repuso ella, un poco conmovida porel fuego y la emoción que Flores había comunicado a sus palabras.—No eslo mismo ver a una mujer cortos instantes, y hablarla de Pascuas aRamos, que tenerla a su lado eternamente.

—¡Qué más quisiera yo, Cecilia! Tenerla junto a mí siempre,¡siempre!—replicó en voz baja y temblorosa el ingeniero, jugando con elabanico y mirando fijamente al suelo.—Consagrar mi vida a servirla, aadorarla de rodillas... Yo sé que haría usted feliz a cualquier hombre,pero a nadie tanto como a mí que conozco las grandes cualidades de sualma, que adivino además en su corazón sentimientos que acaso seanenteramente desconocidos para otros... ¡Es terrible! Eso de que usted nome haga concebir la más remota esperanza de que algún día, por lejanoque sea, mi cariño llegue a ablandarla, y me acepte siquiera poresclavo...

—Le acepto por amigo, por buen amigo—dijo la joven gravemente.

—Amigo, ¡oh!... Esa amistad, Cecilia, es una muralla de hielo que seinterpone entre usted y yo... Comprendo que no tengo mérito alguno paramerecer el amor de usted... que hay cien jóvenes en la villa quepudieran con más derecho solicitarlo...

Pero lo extraño, lo que me animay desanima a un mismo tiempo, es que usted no se ha fijado en ningunohasta ahora... Su corazón permanece ocioso, indiferente... Digo, a noser que tenga usted algún amor oculto.

Cecilia se estremeció levemente y levantó un poco los ojos hacia elsitio donde se escuchaba la voz de Gonzalo. Después respondióle con másseveridad que de ordinario:

—Deje usted de estudiar tanto mi interior, Flores; primero, porque lomás probable es que sea tan vulgar como el de la mayoría de las mujeres,y segundo, porque, si hubiera algo de particular en él, no sería fácilque usted lo descubriera.

—No se ofenda usted, Cecilia. Este estudio es una prueba nada más de lomucho que usted me interesa.

—No me ofendo—replicó la joven procurando sonreir.—Voy a saludar aRosario. ¿Quiere usted llevarme?

En la antesala, separada sólo por algunas columnas del salón, charlabanlos padres graves, echando ojeadas satisfechas a éste, donde veían a sushijas divertirse. Alguna vez, se destacaba un máscara del baile, y veníaa embromarles. Era alguna vieja contemporánea que les hacía reir y toserhasta reventar con historias antiguas. Don Rosendo charlaba en un rincóncon don Melchor de las Cuevas. Explicábale un vasto proyecto de puerto,grandioso como todos los suyos. Porque no es posible representarse bienlo que había crecido la ciencia, ya grande, de Belinchón en los últimosaños. Era una ciencia más intuitiva que adquirida a fuerza de estudio,como acontece a todos los grandes hombres. Al principio, cuando iba aescribir en El Faro sobre un tema que no conocía, mostrábase receloso,vacilante, tímido.

Mas en cuanto aprendió bien los tópicos delperiodismo, y tuvo a su disposición una buena cantidad de frases hechas,y sobre todo, en cuanto recibió un diccionario enciclopédico en quincetomos, que le costó no menos de dos mil reales, ¡aquello sí que fuécortar y rajar! No hubo asunto o problema científico, social, económicoy político en que don Rosendo dejase de meter la cucharada con granlucimiento. Se trataba de la peste que hacía estragos en el ganado: donRosendo buscaba en su diccionario las palabras ganado, caballo, toro,carnero, forrajes, industria pecuaria, etcétera, y así que leía lo quedecía sobre ellas, tomaba la pluma, y su genio periodístico se encargabade trazar uno o varios artículos, rebosando de filosofía y erudición.Venía, como ahora, la cuestión del puerto, y acudía al diccionario enbusca de las palabras puerto, dársena, mareas, dragas, vientos, etc.Siete artículos llevaba escritos y publicados a la sazón, para demostrarla necesidad de construir una gran dársena frente a Sarrió, en un puntodenominado Fonil. Parecía un marino consumado, harto de surcar losmares, encanecido en el estudio de los problemas hidráulicos. Sinembargo, el señor de las Cuevas, aunque pasmado de aquel modo de barajartérminos marítimos, alguno de los cuales ni él mismo conocía, torcía elgesto a las explicaciones verbales que don Rosendo le daba.

Concluyó pordecirle, poniéndole la mano en el hombro:

—Desengáñese usted, Belinchón: en la dársena de usted, con vientoentablado del Noroeste, no entran ni las sardinas.

El que más gozaba en esta fiesta, ¿quién lo diría? era un anciano, elbuen don Mateo, a quien se debía exclusivamente.

Para él, aquel bailesignificaba uno de los grandes triunfos de su vida. Más trabajo le habíacostado congregar allí a los enconados vecinos de la villa, que tomar unreducto a los carlistas en la acción de Guardamino. No cesaba en toda lanoche de andar, mejor dicho, de arrastrarse de un lado a otro,expidiendo órdenes a los criados, al conserje, a la orquesta.

—Gervasio, ahora las bandejas de dulces... ¡Coged uno de cada lado,mastuerzos!—¿Qué quiere usted, señor Anselmo?

¿Piden los muchachos queen vez de vals sea rigodón? Pues toque usted rigodón.—A ver, pollos,que hay una porción de señoras en el tocador que no tienen pareja parasalir.—

¡Marcelino! ¿dónde se ha metido Marcelino? Baja al portal, queun pillo ha tirado una pedrada al farol, y lo ha roto.—¡Pero, donManuel, si no son más que las dos! ¿Se quiere usted llevar ya a lasniñas, y aun no hemos roto la piñata?

Aquella noche estaba rejuvenecido el buen señor. Gozaba por todos losjóvenes, como los místicos gozan en una comunión general. De vez encuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globode madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con unasonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estabapintado con rayas azules y blancas. Por debajo de él pendía una multitudde cintas de varios colores, todas las cuales, menos una, quedarían enlas manos de las señoritas, al tirar por ellas. A la que diera con lacinta que abría la piñata se le adjudicaba el globo, cargado, sin duda,de confites, y, según se decía, de chucherías muy lindas.

Gonzalo, en el medio del salón, mostrábase también alegre, departiendocuándo con una, cuándo con otra dama. Había bailado con su cuñada unrigodón, y una polka y un vals con dos amigas de su esposa. Sudabacopiosamente. No cesaba de limpiarse la frente con el pañuelo. Su granfigura de coloso, descollaba como una torre por encima de todas lascabezas.

—¡Qué animado está el señor alcalde!—le decía una dama del bajoimperio.

—Hay que aprovecharse de la ausencia de Ventura—

respondía el jovenriendo.—¿Dónde está su marido, Magdalena?

—Por ahí anda.

—Baile usted conmigo esta polka. Vamos a engañar a nuestros cónyugesrespectivos.

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