El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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El joven levantó la cabeza y sus miradas chocaron sonrientes.

Luego, conviveza y decisión, escribió debajo de la figura: Lo que más quiero enel mundo.

Venturita tomó el papel entre las manos y lo contempló unos instantescon deleite. Después, haciendo una mueca de fingido desdén, se lo alargóotra vez diciendo:

—Toma, toma, embustero.

Pero antes de llegar a manos de Gonzalo, Cecilia extendió la suya y selo arrebató riendo.

—¿Qué papelitos son ésos?

Venturita, como si la hubieran pinchado, brincó en el asiento y sujetófuertemente la muñeca de su hermana.

—¡Trae, trae, Cecilia! ¡Deja eso!—exclamó con el rostro echando fuego,contraído por forzada sonrisa.

—No; quiero verlo.

—Ya lo verás después; ¡suelta!

—Quiero verlo ahora.

—Vamos, niña, déjaselo ver. ¿Qué te importa?—dijo doña Paula.

—No quiero que me lo quite nadie por fuerza—gritó poniéndose seria.Después, comprendiendo la imprudencia de esto, tornó a ponerse risueña.

—Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala.

—¡Vaya un empeño! ¡Suelta tú, que me lastimas!

—¿Quién eres tú para quitarme el papel de la mano?—profirió con rabia,poniéndose esta vez seria de verdad.—¡Suelta, suelta, fea, narices decotorra, tonta!... ¡Suelta, o te araño!—añadió con los ojoscentelleantes y la faz descompuesta por la cólera.

Al verla de aquel modo, la risa que agitaba el pecho de Ceciliaparalizóse súbito, y abriendo sus grandes ojos donde se pintaba lasorpresa, exclamó:

—¡Jesús! Pareces loca, niña. Toma, toma, no vaya a darte algo.

Y soltó el papelito que arrugaba en el puño. Venturita, la faz alteradaaún, lo hizo mil trozos.

—¡En los días de mi vida he visto una criatura más loca!—

exclamó doñaPaulina santiguándose.—¡Ave María! ¡Ave María!

¿De quién has sacado esegenio, chiquilla?

—Sería de ti—respondió Venturita enfoscada, sin mirar a nadie.

—¡Desvergonzada!... ¡Si no fuera mirando a que hay gente delante!...¿Cómo contestas de ese modo a tu madre, picara? ¿No sabes losmandamientos de la ley de Dios? Mañana mismo te llevo a confesar con donAquilino.

—Bueno, dale memorias a don Aquilino.

—¡Espera, espera, grandísima picara!—gritó la señora haciendo ademánde levantarse para castigar a su hija.

Pero en aquel instante aparecía en la puerta la figura de don Rosendocon bata multicolor y gorro de terciopelo con borla de seda.

—¿Qué pasa?—preguntó sorprendido viendo la actitud airada de suesposa.

Esta le puso al corriente, sofocada por los sollozos, de la falta derespeto de su hija.

Don Rosendo se creyó en el caso de arrugar el entrecejo, y decir contono solemne:

—Eso está mal hecho, Ventura. Ve a pedir perdón a tu mamá.

Se le conocía que estaba distraído, absorto por algún pensamiento, y queaquel suceso doméstico no conseguía más que a medias arrancarle de supreocupación.

Sin embargo, al ver a la chica inmóvil, en actitud altiva y desdeñosa,dijo de nuevo, con más firmeza:

—Vamos, hija, ve a pedirla perdón, ya que la has ofendido.

La niña hizo su peculiar mohín de desprecio con los labios, y murmurómuy bajito:

—¡Sí, en eso estoy pensando!

—Vaya, Ventura, ¿qué murmuras ahí? Anda, antes que me enfade.

—Anda, anda, Venturita. Ve allá. No seas así—le dijeron por lo bajolas costureras.

—No me da la gana. ¿Queréis dejarme en paz?—les respondió ella en vozbaja también, mas con acento iracundo.

—¿No quieres ir?—preguntó don Rosendo con afectada severidad.—¿Noquieres ir?

La niña permaneció inmóvil y silenciosa.

—¡Pues sal de aquí ahora mismo! ¡Quítate de mi vista!

Venturita se levantó de la silla, pasó por el medio del concurso erguiday enfurruñada, y salió de la sala dando un gran portazo.

Don Rosendo, después de permanecer un momento inmóvil con los ojospuestos en la puerta por donde su hija había salido, volvióse diciendo:

—Siento mucho estar tan fuerte con mis hijas... pero algunas veces nohay más remedio.

VII

que trata de dos traidores

Borróse súbito de su noble faz pseudomarítima la temerosa expresión quela obscurecía, y apareció de nuevo aquella otra distraída, signo deconstantes meditaciones.

—Gonzalo, si no te molesta, te rogaría que pasases conmigo aldespacho—manifestó dirigiéndose a su futuro yerno.

Este, que durante la anterior escena había empalidecido y vuelto a suser varias veces, tornó a desconcertarse. Nada menos se le ocurrió quedon Rosendo se había percatado de la instabilidad de sus sentimientosamorosos, y le iba a pedir de ello estrecha cuenta. Fuese, pues, detrásde él cabizbajo y receloso, y penetró en el escritorio. Era una estanciaespaciosa, amueblada con lujo de comerciante rico: gran mesa de caobamaciza, armarios de caoba también, donde había más legajos de papelesque libros, alfombra de terciopelo, divanes forrados de brocatel, yescribanía de plata enorme como un monumento.

Cerca de la cuarta partede esta cámara ocupábalo un montón de paquetitos envueltos en papel devarios colores, que para cualquiera que por primera vez entrase en ella,sería un misterio.

No lo era para Gonzalo ni para ninguno de los íntimosde la casa.

Aquellos paquetes guardaban palillos de dientes.

¿Cómo?—preguntará el lector.—¿Don Rosendo Belinchón, un negociante detanto fuste, comerciaba también en palillos de dientes? No, don Rosendono comerciaba con ellos, los fabricaba. Y esto no con el fin deespecular, cosa indigna de su categoría, sino por pura y desinteresadainclinación de su espíritu. Desde muy joven se le había manifestado. Lasasiduas ocupaciones del comercio y las vicisitudes por que había pasadosu existencia, no le habían consentido satisfacer esta pasión sino deuna manera precaria en los ratos materialmente perdidos. Pero desde quepudo dejar el escritorio confiado a algunos fieles dependientes,entregóse de lleno con alma y vida a tan útil y honesta distracción. Porla mañana en la tienda de Graells, por la tarde en el Saloncillo, por lanoche en su casa o en la de don Pedro Miranda, siempre trabajando. Sucriado ocupaba una gran parte del día en cortarle unos tacos de avellanoseco perfectamente iguales, de donde su mano diestra había de sacar lagala de los palillos.

Y como no se daba punto de reposo, ni aun en los días festivos, laproducción era excesiva. No había bastantes consumidores en la villa, yse veía necesitado a remitir paquetes de ellos a los amigos de lacapital, cuando el montón del despacho llegaba al techo. Gracias a losesfuerzos nobilísimos de este claro representante de su comercio,podemos decir con orgullo que Sarrió, en tal ramo interesante delprogreso, se hallaba a la altura de las grandes capitales. Ninguna otravilla española o extranjera podría sufrir con ella competencia. En casadel rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecidopalillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sushabitantes.

Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado,dejóse caer en él hundiéndole profundamente. Acercó después elcomerciante una silla con ademán misterioso, y sentándose frente aljoven y mirándole entre risueño y avergonzado, dijo, dándole al propiotiempo una palmadita en el muslo:

—Vamos a ver, Gonzalito: ¿qué te parece de la cuestión del matadero?

—¿El matadero?—preguntó aquél abriendo unos ojos como puños.

—Sí, el nuevo matadero; ¿crees que debe emplazarse en la Escombrera, oen la playa de las Meanas detrás de las casas de don Rudesindo?

Gonzalo vió el cielo abierto, y, sonriendo de placer, respondió:

—Yo creo que en la playa de las Meanas estaría bien... Muy abiertoaquello... muy ventilado...

Pero notando que la frente de su suegro se fruncía, y en sus ojos seapagaba repentinamente la sonrisa, añadió balbuciendo:

—Tampoco me parece que estaría mal en la Escombrera...

—Mucho mejor, Gonzalo... ¡Infinitamente mejor!

—Puede, puede.

—Hombre, tan puede ser, que reservadamente te diré que el emplazarlo enla playa lo juzgo (hazme el favor de guardar reserva sobre estaopinión), lo juzgo... una verdadera insensatez... u-na ver-da-de-rain-sen-sa-tez—repitió señalando mejor todas las sílabas.

—Y esta opinión mía—añadió—no vayas a figurarte que es de ayermañana, sino de toda la vida. Desde que fuí capaz de entender ciertascosas, comprendí que el matadero no debía estar donde hoy está. En unapalabra, que debía trasladarse. ¿Dónde?

Una voz interior me decíasiempre que a la Escombrera. Antes de poder dar ninguna razóncientífica, estaba tan convencido como ahora de que allí debíaemplazarse, y no en otra parte. Hoy que la resolución del problema seaproxima, me creo obligado a sostener esta opinión, a comunicar alpueblo mi pensamiento y el resultado de mis meditaciones. Si no tienesque hacer voy a leerte la carta que dirijo con este motivo al Progresode Lancia.

Y en efecto, sin aguardar la contestación de Gonzalo, se dirigió a lamesa, tomó unos pliegos de papel que había sobre ella, se puso lasgafas, y acercándose al balcón dió comienzo, no sin cierta emoción quese le traslucía en la voz, a la lectura de la carta.

Estaba escrita en papel comercial, grande y rayado. Todas las que desdehacía años dirigía al Progreso de Lancia y a otros periódicos de lacapital de la provincia, iban escritas en el mismo papel por las doscaras. Aun no sabía que para la imprenta debía escribirse por unasolamente. Pero muy pronto adquirió este precioso conocimiento, comohemos de ver.

Casi al mismo tiempo que la de los palillos de dientes había nacido endon Rosendo Belinchón la afición a escribir comunicados a losperiódicos: es decir, que databa de una remota antigüedad. Ardientepartidario de los progresos humanos, de las reformas en todos losórdenes, de la discusión y de la luz, claro está que la prensa había deinfundirle respeto y entusiasmo. Los periódicos habían sido siempre unelemento indispensable de su existencia. Estaba suscripto a muchosnacionales y extranjeros; porque, como educado para el comercio, conocíabastante bien el francés y el inglés, y nunca le había faltado, ni aunen los días más ocupados, un par de horas que dedicar a su lectura.Estas horas se aumentaron considerablemente desde hacía algunos años, nosin que se resintiese por ello el bacalao. El goce que nuestro héroeexperimentaba por las mañanas después de tomar el chocolate tragándoselos artículos de fondo del Pabellón Nacional, los sueltos de LaPolítica y las Nouvelles à la main del Fígaro era tan vivo, que lequedaba impreso largo tiempo en el rostro, hasta que por la irradiaciónse iba perdiendo en la atmósfera.

Como todos los hombres de miras amplias y elevadas, no era exclusivistaen sus gustos periodísticos. Amaba el periódico por el periódico, porser una muestra gentil del progreso de la razón humana, o como él decíamejor, «una manifestación levantada de la conciencia pública». Lasopiniones que cada cual defendía, eran cosa secundaria. Estaba suscriptoa periódicos de todos colores, y los gozaba por igual. Si algunapredilección mostraba, era únicamente por los artículos y sueltos intencionados. Porque eso de decir una cosa aparentando expresar lacontraria y retorcer las frases de modo que una cláusula inocente en laapariencia llevase dentro «una saeta envenenada» llenaba de admiración adon Rosendo y le volvía loco de alegría. ¡Cuántas veces al leer en LaEspaña algún párrafo por el estilo:—«Ayer apareció por fin la circulardel señor Presidente del Supremo a sus subordinados. Felicitamos algeneral O'Donnell, presidente de esta situación liberal, al señorNegrete, que en algún rato lúcido ha dado cima a obra tan colosal, y alos demócratas protectores de este Gobierno»,—hubo exclamado agitandoel periódico en las manos:—¡Qué intención! ¡Caracoles! ¡¡Quéintención!!

Este afán, mejor dicho, esta pasión por la prensa, no era platónico comoya hemos advertido. Allá en sus mocedades había dirigido dos cartas a unperiódico semanal que se publicaba en Lancia, titulado El Otoño, conmotivo de las fiestas anuales que en Sarrió se celebran en el mes deseptiembre. Estas cartas leyéronse con fruición en la villa y levalieron no pocos plácemes. Esto le animó para escribir otras tres alaño siguiente, dando cuenta al público del número asombroso de cohetesque se dispararon

en

Sarrió

los

días

13,

14

y

15,

la

lindísimailuminación del 16, y el suntuoso baile celebrado en el Liceo la nochedel 17. Después de haber gustado las dulzuras de la publicidad, donRosendo no podía menos de paladearlas de vez en cuando. El menorpretexto le bastaba para dirigir, bien una carta, ora un comunicado alos periódicos. Unas veces firmaba con su nombre, otras con cualquiergracioso pseudónimo o anagrama. Celebraban los mareantes una fiesta enhonor de San Telmo: don Rosendo escribía inmediatamente su carta al Progreso de Lancia o a La Abeja, describiendo la verbena, los fuegosartificiales, la misa, la procesión, etc. Se daba un banquete en elnuevo edificio de las escuelas para inaugurarlo: a los tres o cuatrodías se recibía el periódico de Lancia con la consabida

carta

publicandolos

brindis y

los

sonetos

improvisados. Se caía un albañil de unandamio; comunicado de don Rosendo pidiendo más garantías para losalbañiles que se ponen en los andamios. Cantaba misa el hijo de donAquilino; carta de don Rosendo describiendo la conmovedora ceremonia, yelogiando la voz clara, y sonora y la serenidad del joven presbítero. Silas mareas eran altas y fuertes y arrancaban algunas piedras de la puntadel Peón; carta. Si los buques de Bilbao se negaban a recibir a bordolos prácticos de Sarrió; comunicado. Si se perdía la cosecha del maízpor la sequía; carta.

Si los vientos reinantes eran del Noroeste; carta.En fin, no acaecía suceso en el suelo o en la atmósfera de la villadigno de mención, que no la recibiese de la diestra y bien tallada plumade nuestro comerciante.

¡Cuánto trabajo se evitarán los futuros historiadores de Sarrió conesto, valiosísimos materiales acumulados por uno de sus más claroshijos!

Según iba avanzando en años don Rosendo Belinchón, daba a sus cartas uncarácter menos romántico, por no decir frívolo (sería tan inexacto comoirrespetuoso tal calificativo aplicado a los escritos de aquel estimablecaballero). Es decir, que los temas de ellas no eran tan a menudo losholgorios y recreos de los habitantes de la villa, como cualquier cosaque tendiera directa o indirectamente a fomentar los intereses morales ymateriales de ella. Los mercados, las escuelas, el salvamento denáufragos, la erección de un templo o de una cárcel, etc., etc., eranlos asuntos en que para gloria suya y bien del pueblo que le vió nacer,se ejercitaba con más frecuencia.

Uno de ellos, de «vital interés para Sarrió», como él afirmaba muy bien,era el matadero. Hasta entonces jamás había abordado esta cuestión,porque sabía que su parecer iba a discrepar algo del de una gran partedel vecindario. Mas había llegado, a su entender, la hora de «emitirlosin ambages ni rodeos». El comunicado que leyó era el primero que acercade este asunto dirigía al Progreso de Lancia. Comenzaba así:

«Señor Director de El Progeso de Lancia.

Muy señor mío: La preferencia con que se miran las cienciasfísico-naturales, y en particular la ciencia de la Higiene, como que deella depende la salud, tanto de los pueblos como de los individuos, envista de su gran utilidad práctica, ha ido poco a poco desterrando latimidez de los que, influídos por una educación casi errónea ydeficiente, condenaban el estudio de estos grandes problemas arrastradospor antiguas y torpes preocupaciones que felizmente se van disipando alsoplo poderoso del siglo XIX, llamado con razón el siglo de las luces.»

Los párrafos de don Rosendo eran siempre nutridos como el anterior.Seguía:

«Hoy que la civilización, rotas las cortapisas que detenían lasconciencias y supeditaban el espíritu, nos abre vasto campo a todos pormedio de la prensa para expresar nuestro libre pensamiento y emitirlo ala faz del mundo, confiado en la amistad con que usted me ha distinguidosiempre, y en la benevolencia con que el público ha acogido hasta ahoralos humildes partos de mi pluma, etc., etc.»

Después de otros tres o cuatro párrafos a modo de preámbulo (que eldirector de El Progreso acostumbraba a recortar) entraba don Rosendoen la cuestión, estudiando el matadero o macelo público, como él lonombraba, por todas sus fases, para venir a condenar, en términos que nodaban lugar a dudas, su emplazamiento en la playa de las Meanas. Lasrazones que tenía para oponerse a él, eran «obvias». Por una parte, losvientos del Sudoeste,

reinantes

la

mayor

parte

del

año,

que

arrastrabanconsigo fétidos miasmas, etc., etcétera. Por otra parte, la dificultadde hallar terreno firme para la cimentación, lo cual originaría un gastoexcesivo, etc., etc. Por otra, la necesidad de penetrar en la poblacióncon las reses, etc., etc. Por otra, la proximidad de las casas, etc. Porotra, el perjuicio que a los bañistas se les irrogaba, etc., etc. Enfin, eran más de veinte las razones que don Rosendo «apuntaba de un modoligero y sucinto», proponiéndose darle «más amplitud y desarrollo»

enotras cartas sucesivas con que pensaba «molestar la atención de loslectores de su ilustrado periódico».

Cuando

terminó

la

lectura,

Gonzalo

las

juzgó

incontrovertibles, y donRosendo (con las gafas en la punta de la nariz) declaró que no teníanvuelta de hoja. Habiendo llegado a un acuerdo tan perfecto, se separaronllenos de alegría, como es natural. Don Rosendo se quedó en el despachoponiendo en limpio su carta. Gonzalo se fué de nuevo a la sala decostura. No obstante, antes que franquease la puerta, llamóle su futurosuegro para decirle:

—De esto, ni una palabra a nadie, ¿eh?

—¡Don Rosendo, por Dios!—respondió el joven alzando la mano en señalde protesta.

El comerciante se sintió acometido por un vivo sentimiento de expansión.

—Pronto sabrás—dijo acercándose—otra cosa que te ha de sorprenderalegremente. Es una idea que se me ha ocurrido hace dos meses y queespero realizar, Dios mediante, muy pronto.

¡Oh, es una idea feliz! Lafaz de Sarrió cambiará radicalmente,

¿sabes?

El ademán misterioso, el tono grave y conmovido de la voz, la esperanzadel triunfo que fulguraba en sus ojos al decir esto, ya sorprendió másque medianamente a Gonzalo. No se atrevió, sin embargo, a pedirexplicaciones. Su futuro suegro le dejó marchar dirigiéndole una miradarisueña y abstraída.

La tertulia de la sala continuaba amenizada por la conversación dePablito, que la salpicaba a cada instante con donaires, no de concepto,sino de acción, como convenía a su naturaleza plástica. Venturita nohabía vuelto aún. Sentóse de nuevo el sobrino de don Melchor al lado desu novia, y comenzó a hablarla mostrando timidez y embarazo. Porque noestaba acostumbrado a disimular sus sentimientos y la traición le pesabaen el alma. A veces Cecilia levantaba la cabeza para contestarle. Sumirada clara, serena, inocente, le encendía las mejillas. Para librarlede aquel malestar, creyó lo mejor expresarle, en términos más vivos queotras veces, su amor y rendimiento. Como todos los seres flacos deespíritu en los casos de apuro, acudía al recurso peor, con tal que ledejase respirar por el momento. Cecilia recibió aquellos homenajes consosiego, sin manifestar el gozo que las mujeres suelen sentir al oirserequebrar de quien aman.

—Vienes muy adulador hoy, Gonzalo. No me gustan los mimos—le dijo alfin sonriendo.

—Es que tengo gusto en expresarte lo que siento—respondió él sofocado.

—Pues es un gusto que no comprendo—replicó ella con dulzura.—Yocuanto más quiero a una persona, menos ganas tengo de decírselo.

—Eso consiste en que no quieres de veras.

—¡Oh!—exclamó ella con entonación tan verdadera y expresiva, quenuestro joven se inmutó.

—Sí, sí, consiste en que eres fría por naturaleza. El calor delsentimiento, como el calor físico, no puede ocultarse largo tiempo:llega siempre un momento en que sale a la superficie como la lava de losvolcanes... Y el amor es de todos los Sentimientos el que mejor saberomper las trabas de la lengua.

Sólo se goza realmente de él cuando sele dice al ser amado en todos los tonos y de todas las maneras posiblesque se le ama...

Lo que acabas de decir me parece un absurdo. Al mismotiempo que nace en nuestra alma un sentimiento de simpatía haciacualquier persona, nace el deseo de expresársela; y este deseosatisfecho, es el mayor de los placeres...

—¡Sí será! ¡sí será!—respondió ella con acento de profundaconvicción.—Aunque no lo he experimentado, lo adivino muy bien... loadivino por lo que padezco... Mira, Gonzalo—añadió con voztemblorosa,—por Dios te pido que no midas nunca mi cariño por mispalabras... Yo no sé... yo no puedo decir nunca lo que pasa dentro demí... Siento como un nudo en la garganta que no deja salir más quetonterías, cosas insignificantes, cuando yo quisiera que saliesenpalabras cariñosas... ¡Oh, es un tormento!... Soy lo mismo que un perrosin rabo.

Gonzalo se echó a reir. Ella, que había hablado con más viveza que decostumbre, se puso colorada y bajó la cabeza.

—Pero a ti nadie te ha cortado la lengua.

—Para este caso haz cuenta que me la han cortado.

—Bien, entonces me lo dirás por escrito—dijo él riendo. Al mismotiempo levantó vivamente la cabeza hacia la puerta que se había abierto.

Era Piscis. Después de mascullar las buenas tardes se fué a sentar en elrincón de costumbre, perseguido por las miradas burlonas de lascostureras, a quienes por ésta y otras razones, tenía declarado odioeterno.

Después de pagarles aquella risueña acogida con otra mirada oblicua yferoz, guardó silencio por algunos minutos. Sin embargo, como teníahenchida el alma de graves y profundos secretos y Pablito no sedespegaba de Nieves aunque le echasen agua caliente, después de haberlesilbado para llamarle la atención, se aventuró a descargar el fardo enpúblico, a riesgo de que sus confidencias no fueran bien entendidas yapreciadas por el elemento femenino de la tertulia.

—¿Qué hay, Piscis?—preguntó Pablito al oir el silbido.

—¿A que no sabes por dónde da las coces ahora el Romero?

En efecto, las costureras levantaron la cabeza sorprendidas.

Valentinale dijo a Teresa pugnando por no reir:

—Chica, ¿qué dice ése?

—¿Que por dónde tira las coces un caballo?

—Será por el c...

Aunque hablaba en voz baja, Piscis lo oyó perfectamente. Sin atender aPablo que había tomado muy en serio la pregunta, y quería saber laespecialidad del Romero, exclamó, dirigiéndose a Valentina:

—¿Quieres callarte... zapalastrona?

Estas palabras enérgicas fueron recibidas con una explosión de alegríapor las costureras.

—No te enfades, Piscis, déjalas... ¿Has sacado a paseo el Romero?... Mealegro.

—Lo enganché en la charrette con la Linda—respondió el centauro,haciendo una mueca horrible de disgusto dirigida a la simpáticaValentina.—¡Si vieras, mal rayo, qué modo de alzarse!

Yo ¡zis, zis! conla fusta, y él ¡pan, pan! sobre el tablero del pescante. Me volví a lacuadra, y le puse al tablero por debajo unos clavillos. Salí otra vez...En cuanto se pinchó se estuvo quieto. Pero, ¿qué hizo el gran pillo?...¿Ves entre el tirante y la rueda? Por allí comenzó a dar las coces. ¡Malrayo! Por poco me deshace un farol...

—Pues es necesario quitarle esa zuna—manifestó Pablito hondamenteafectado, levantándose del asiento, y dejando a Nieves para acercarse aPiscis.

—Déjame discurrir esta noche—respondió el centauro poniéndose muysombrío.—Ya veremos si mañana hallamos algún medio.

Los dos amigos bajaron la voz, y se enfrascaron en una conversación vivay reservada.

Gonzalo estaba inquieto. No hacía más que echar miradas a la puerta,esperando a cada instante ver entrar a Venturita.

Transcurría, noobstante, el tiempo, y nada; la niña no parecía.

La distracciónaumentaba de tal modo, que Cecilia tuvo que repetirle tres veces lamisma pregunta:

—¿Que tienes? Parece que estás con el pensamiento en otra parte.

—En efecto—dijo él un poco colorado;—me acuerdo de que hoy tengo queescribir a Londres para un negocio urgente...

Además, ya son cerca delas seis.

Despidióse de ella, después de doña Paulina y la tertulia, y se fué.

Una vez en los pasillos, acortó el paso, y comenzó a mirar a todoslados, sin lograr ver lo que deseaba. Triste y cabizbajo descendiólentamente por las escaleras. Ya se disponía a levantar el pestillo dela puerta, cuando creyó advertir que la cuerda con que la abrían desdearriba se agitaba. Quedóse un momento inmóvil. Tornó a llevar la mano alpestillo, y otra vez percibió la sacudida. Entonces volvió sobre suspasos, y asomó la cabeza a la caja de la escalera. Allá arriba, unacabecita hermosa le sonreía.

—¿Eres tú?—preguntó con voz de falsete, rebosando de gozo elsemblante.

—Sí, soy yo—contestó Venturita en el mismo tono.

—¿Quieres que suba?

—No—respondió la niña de un modo que significaba:—¡Eso no sepregunta, hombre!

Gonzalo subió la escalera sobre la punta de los pies.

—Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo—dijo Venturitatomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta elcomedor.

Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano.

—Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica!—ledijo sonriendo.

El semblante de Venturita se obscureció.

—Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.

—Pero hazte cargo que es tu mamá la que te ha reprendido—