Gonzalo se apoderó de él, y lo besó con frenesí repetidas veces.
Al lector que en su fuero interno haya diputado ya a Gonzalo por hombredesleal y pérfido, o por lo menos débil, declarándole quizá «un carácterrepugnante», como dicen los críticos cuando los personajes de lasnovelas no son todo lo heroicos y talentudos que ellos quisieran,pusiérale yo en aquel nido pequeño y perfumado como el cáliz de unamagnolia, frente a la niña menor de los señores de Belinchón, vestidacon peinador de cintas azules que dejaban ver una buena parte de sugarganta amasada con rosas y leche, recibiendo en el rostro losrelámpagos azulados de sus ojos, y escuchando una voz grave y pastosaque removía todas las fibras del alma. Y si la niña le tirase un guantediciéndole:
—Bésalo,—quisiera ver en qué forma se negaba a besarlo.
—¿Te vas calmando, Gonzalo?—dijo disparándole una sonrisa capaz devolver loco a San Antonio.
—Así, así.
—Bueno, pues ahora hablemos en serio... hablemos de nuestrasituación...
Gonzalo se puso serio.
—A pesar de lo que me has dicho hace ya tres días, no he sabido, hastaahora, que hayas hablado con mamá o con papá, ni que les hayasescrito... Por el contrario, no sólo dejas el tiempo correr, con locual cada vez empeoran las cosas, sino que te veo más atento y cariñosoque nunca con Cecilia...
Gonzalo hizo un gesto negativo.
—¡Si te he visto hace un momento desde el cuarto de Pablo por elagujero de la llave!... A mí no se me escapa nada... Eso está muy malhecho si es que no la quieres... Y si la quieres está muy mal hecho loque haces conmigo...
—¿No estás bien segura aún de que tú sola posees mi corazón?—dijo eljoven levantando sus ojos apasionados hacia ella.
—No.
—¡Pues sí, sí; mil veces sí!... Pero yo no puedo estar al lado deCecilia desabrido o indiferente... Eso es muy feo... Prefiero decírseloclaramente y concluir de una vez.
—Pues díselo.
—... No me atrevo.
—Pues no se lo digas, y concluyamos tú y yo... Mejor será—
replicó laniña con impaciencia.
—¡No hables, por Dios, así, Ventura! Se me figura que no me quieres.Debes comprender que mi posición es extraña, comprometida, terrible.Estar en vísperas de casarse con una joven excelente, y sin mediardisgusto alguno, sin antecedentes de ningún género que puedan tenerlaprevenida, decirle de pronto: «Todo se acabó, ya no me caso contigoporque no te quiero ni nunca te he querido», es lo más brutal y másodioso que se haya visto jamás... Por otra parte, yo no sé cómo tomaríanmi conducta tus papas. Lo más probable es que, indignados justamente porella, me recriminasen duramente y me prohibiesen la entrada en estacasa...
—Bien, cásate con ella... ¡y en paz!—dijo Venturita poniéndose en pieun poco pálida.
—¡Eso nunca! O me caso contigo, o con nadie.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—No sé—replicó el joven bajando la cabeza con tristeza.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
Al cabo Venturita dijo, dándose con la palma de la mano en la cabeza:
—¡Discurre, hombre, discurre!
—Ya lo hago, pero no sale...
—¡No sirves para nada!... Vamos, vete, y déjalo a mi cargo.
Yo hablaréa mamá... Pero es necesario que escribas una carta a Cecilia...
—¡Oh, por Dios, Ventura!—exclamó angustiado.
—Entonces,
¿qué
quieres,
di?—preguntó
la
niña
encolerizada.—¿Creesque voy a servir de juguete?
—¡Si pudiéramos pasar sin esa carta!—manifestó Gonzalo conhumildad.—Tú no puedes figurarte lo violento que es para mí... ¿Nobastaría que dejase de venir unos cuantos días a esta casa?
—Sí, sí; vete... ¡y no vuelvas!—respondió, dando un paso hacia lapuerta.
Pero el joven la retuvo por una de las trenzas de sus cabellos.
—Vamos, no te enfades, hermosa. Bien sabes que me tienes dominado,fascinado, y que a la postre haré cuanto tú me mandes, incluso arrojarmeal mar. No hacía más que expresarte una opinión... Si tú no quieres,nada de lo dicho... Trataba solamente de evitar a Cecilia un disgusto.
—¡Presuntuoso!—exclamó la niña sin volverse.—¿A que te figuras queCecilia se va morir de pena?
—Si no se disgusta, mejor que mejor; así me evitaré un remordimiento.
—Cecilia es fría; ni quiere mucho, ni odia mucho tampoco. Es muy buena;no conoce el egoísmo. Pero siempre la encontrarás igual, ni alegre nitriste; incapaz de tomarse un disgusto por nada ni por nadie... Almenos, si se los toma, nadie lo conoce... ¿Qué haces?—añadióvolviéndose rápidamente.
—Estaba desatando los lazos de las trenzas... Quería ver otra vez tuscabellos sueltos. No hay espectáculo que me cause más placer.
—¡Si es capricho, yo las desataré!... Aguarda—dijo la niña, queestaba orgullosa, y con razón, de su pelo.
—¡Oh, qué hermosura! ¡Esto es un prodigio de la naturaleza!—exclamóGonzalo, introduciendo en él sus dedos.—
Déjame, déjame meter la cabezadentro, déjame bañarme en este río de oro.
Y ocultó, al decir esto, su rostro en la cabellera blonda de la niña.
Mas sucedió que, pocos momentos antes, como sonasen en el reloj lassiete de la tarde, las costureras y bordadoras dejaron su obra, y sedispusieron a retirarse. Antes de hacerlo, Valentina fué comisionada pordoña Paula para ir al cuarto de Venturita, y traer de allá unos patronesque debían de estar sobre el armario-escritorio. Llegó, y empujó lapuerta en el instante crítico en que Gonzalo se estaba bañando deaquella original manera. Al sentir el ruido, éste se levantó de unbrinco y quedó, más pálido que la cera. Valentina se puso encarnadahasta las orejas, y dijo balbuceando:
—Mamá quiere los patrones... los del otro día... Deben de estar sobreel armario.
—No están sobre el armario, sino dentro—respondió Venturita, sininmutarse poco ni mucho.
Y dirigiéndose a él, y abriendo un tirador, sacó un lío de papeles y selo entregó.
—Aguarda un poco, Valentina—dijo antes que saliese.—
Hazme el favor deatarme el pelo, que yo no puedo por este dedo malo...
Y enseñó uno, por donde manaba sangre. Al ir por los patrones se lohabía pinchado.
Valentina, muy turbada todavía, comenzó a atárselo.
—Me tiraba mucho, y, al desatarlo, me pinché con el alfiler que sujetala cinta de arriba... El pobre Gonzalo no se arreglaba muy bien paraatármelo, ¿verdad?—añadió riendo.
—¡Oh, no!—replicó el joven con forzada sonrisa, pasmado de aquellasangre fría.
La disculpa, aunque bien urdida, no coló. Valentina estaba bien segurade lo que había visto.
—¿Crees que se habrá tragado lo del pinchazo?—preguntó Gonzalo conansiedad luego que hubo salido.
—Tal vez no; pero no hay cuidado con ella. Es la más reservada detodas.
Valentina fué a entregar los patrones a la señora y se despidió hasta eldía siguiente. Al cruzar por el pasillo oyó claramente el rumor de unbeso. Miró hacia el cuarto obscuro que allí había, y creyó percibir loscuadros blancos y negros del vestido de Nieves.
—¡Alza! ¡Esto está que arde!—murmuró con aquel ceño saladísimo quetanto la caracterizaba.
Bajó la escalera y salió a la calle, donde ya la esperaba su Cosme paraacompañarla hasta casa.
VIII
de la reunión que los proceres de sarrió celebraron en el teatro conasistencia del cuarto estado
El día 9 de junio de 1860, debe señalarse con caracteres de oro en losfastos de la villa de Sarrió.
Para ese día, socorrido de Alvaro Peña y de su hijo Pablo, don RosendoBelinchón había rogado por medio de atento B.L.M. a sus convecinos queconcurriesen por la tarde al local del teatro.
Se trataría un asunto de«vital (por nada en el mundo se le escaparía a don Rosendo el vital)interés para la villa de Sarrió y su concejo». Sólo cuatro o cincopersonas de las más obligadas al comerciante, conocían el noble ypatriótico pensamiento que motivaba la convocatoria. Así que,arrastrados de la curiosidad, tanto como de la cortesía, acudieron alas tres en punto todos los convocados y muchos más a quienes nadiehabía dado vela en aquel entierro. El teatro se llenó de bote en bote.La gente principal se apoderó de las butacas y los palcos. La plebesubió a la cazuela. En el escenario se había colocado una mesa deescribir vieja y sucia. A entrambos lados de ella hasta media docena desillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de«sala probremente amueblada».
El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto.Estaban casi en tinieblas. Sólo por un tragaluz de vidrios empolvadosabierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro,penetraba escasísima claridad. A fuerza de tiempo, acostumbrados losojos a la obscuridad, podían distinguirse los unos a los otros. El queentraba, iba despacio por el pasillo de las butacas para no tropezar,palpando los cráneos de los que las ocupaban, por ver si había algunavacante.
—Aquí no, don Rufo.
—¿No hay asiento?—preguntaba sonriendo al vacío como los ciegos.
—No; suba usted arriba, a los palcos.
—Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí—gritaba uno que estaba másadelante.
—¿Eres tú, Cipriano?
Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Algunomás práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de lacazuela:
—¡Eh! ¡eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las nochesa casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.
Don Juan se apresuraba a apagarla para librarse de aquellos insultos quehacían prorrumpir en carcajadas al ocioso público.
A medida que el tiempo transcurría, el zumbido de las conversaciones ibacreciendo hasta hacerse insoportable. Los salvajes de la cazuelaexpresaban su impaciencia con patadas, gritos y baladres. Cambiabanunos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más queobscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras.
Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don RosendoBelinchón, Alvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda,propietario y fabricante de sidra espumosa.
Los cuatro se despojaron delos sombreros al pisar el palco escénico. Prodújose repentinamente elsilencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrierontambién. La mayor parte, prevalidos de la obscuridad y cediendo alinstinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieroncubiertos.
Don
Rosendo
y
sus
compañeros
sonrieron
al
concurso,avergonzados. Para librarse del embarazo y temor que sentían, comenzarona hablar con los espectadores de las primeras filas, a quienes podíandivisar. Alvaro Peña, algo más atrevido, en razón quizá de su caráctermilitar y de su instrucción antirreligiosa, avanzó hasta la cáscara delapuntador, y dando a sus palabras una entonación excesivamente familiar,sonriendo sin gana como las bailarinas, dijo:
—Señores, tanto mis compañeros como yo desearíamos ¿eh?, que subiesen aeste sitio algunas pejsonas de jespeto ¿eh?, que habrá en el público, afin de que nos ayuden con su autoridad
¿eh?, y con su ilustración... afin de que nos ayuden ¿eh? (no encontraba el final) en la empresa quevamos a emprendej...
El ayudante de marina pronunciaba las erres con la garganta, produciendoun sonido muy semejante a la jota.
Hubo un murmullo en la asamblea de asentimiento y simpatía por lamodestia que resaltaba en aquella proposición.
—¿No está por ahí don Pedro Miranda?—preguntó Peña, sereno ya,volviendo a adquirir la resolución militar que le caracterizaba.
—Aquí está... Aquí—dijeron varias voces.
—Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj... Don Pedro se defendía delos que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo:
—Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto?... Hay otras personas...
No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca delescenario. Una vez allí, como no hubiese tabla ni escalera para subir,entre Peña y don Feliciano Gómez, lo auparon por las manos hasta ponerlosobre el tablado.
—A ver, don Rufo, suba usted.
Don Rufo (médico titular de la villa), después de haberse defendido unpoco, fué subido en vilo también. Y por el mismo sencillo mecanismopasaron al escenario otros cinco o seis señores. Cada ascensión erasaludada con una salva de aplausos y un murmullo de complacencia por elbenévolo concurso. El ayudante vió a Gabino Maza sentado en una butacacerca de la pared, y le gritó con alegría:
—¡Gabino, no te había visto!... Vamos, hombre, ven acá.
—Estoy bien aquí—respondió con sequedad el bilioso ex oficial de laArmada.
—¿Quieres que baje por ti?
Maza contestó en voz baja:
—No hace falta.
Los que estaban a su lado hicieron lo que con los demás.
—Vaya, don Gabino, arriba. No sea usted perezoso. Hombres como ustedson los que deben estar allí. ¡No faltaba más que usted no subiese!
Y trataban al mismo tiempo de levantarle. Mas fueron inútiles todas lasinstancias. Maza se empeñó en permanecer en la butaca con unainsistencia orgullosa que acobardó a los que le excitaban a subir.Alvaro Peña bajó entonces por él; pero después de una brega larga tuvoque retirarse desairado.
Ya que estuvo casi lleno el escenario, se trajeron más sillas recabadasde los chiribitiles de los cómicos. Se acomodaron en ellas los másselectos vecinos de Sarrió, y celebraron conciliábulo para resolverquién había de presidir la reunión. Por cierto que no acababan deentenderse, y el público daba señales claras de impaciencia. La mayorparte juzgaba que a don Rosendo correspondía la honra de sentarse detrásde la mesa de pino; pero éste la rehusaba con una modestia que lehonraba muchísimo más. Al fin se sentó al observar que el público se ibacansando. Este aplaudió reciamente.
Nueva y fastidiosa dilación antes de resolverse quién había de dirigirla palabra al concurso. Alvaro Peña, que era hombre despachado y dearranque, se decidió a dar unos pasos hacia la boca del telón, y dijo envoz alta:
—Señores.
—¡Chis, chis! ¡Silencio!—gritaron algunos.
Y reinó el silencio.
—Señores: El motivo de celebrajse este meeting (sorpresa yextraordinaria complacencia del concurso al escuchar la palabrejaexótica) no es otro ¿eh?, que el de unirnos todos para fomentaj losintereses morales y materiales de Sajió. Hace algunos días me indicabanuestro dignísimo presidente que estos intereses se hallabanabandonados, ¿eh?, y que era necesario a todo trance fomentajlos.Señores, en Sajió hay varios problemas que jesolvej en este momentohistórico; el problema del mejcado cubiejto, ¿eh?, el problema delcementerio, el problema de la cajetera a Rodillero, el problema delmatadero y otros. Yo le dije a mi querido amigo, el dignísimopresidente: El único medio
¿eh?, de jesolvej estos problemas es celebrajun meeting donde todos los sajienses puedan emitij libremente suopinión...
—¿Eh?—gritó un socarrón desde la cazuela.
Peña alzó los ojos furibundos hacia allá. Y como era hombre a quien sele suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, elsocarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar.
—Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, medijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?,tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público. Enconsecuencia de esto hemos convocado a los vecinos de Sajió para unajeunión pública, y aquí estamos... porque hemos venido. (Este desenfadoproduce excelente efecto en el auditorio, que ríe con benevolencia).
—Señores—siguió el ayudante animado por los rumores,—yo creo que loque le hace falta a este pueblo es despertaj del letajgo en que yace,¿eh?, vivij de la vida de la razón y del progreso,
¿eh?, ponerse a laaltura de los adelantos del siglo, ¿eh?, tenej conciencia de sí y de susfuejzas. Hasta ahora, Sajió ha sido un pueblo dominado por la teocracia;mucha novena, mucho sermón, mucho rosario, y no pensaj para nada en elfomento de sus intereses, ni en aprender nada útil. Es necesario salijcuanto más antes de esta situación, ¿eh? Es necesario sacudij el yugoteocrático. Un pueblo dominado por los curas, es siempre un puebloatrasado... y sucio. (Risas y aplausos, entre los cuales se oye talcual chicheo.)
El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto setrataba de denigrar al clero.
—Pido la palabra—gritó una voz atiplada desde un palco.
—¿Quién es? ¿Quién es?—se preguntaron unos a otros los espectadores ylos altos dignatarios del escenario.
—Es el hijo del Perinolo.—¿Quién?—El hijo del Perinolo.—
El hijo delPerinolo.
Esta frase se fué repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro.
El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastabalarga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era paraél gran fortuna. A ser entera, se verían perfectamente los lamparones desu levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dadoque los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modoalguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todolo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto amenudo en la calle y los cafés. Digamos que, a pesar de esto, era mozode gentil disposición y rostro.
Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero dela villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglogastaban chaqueta y sombrero de copa alta.
Carlista fanático, miembro detodas las cofradías religiosas.
Rezaba el rosario por las tardes altoque de oración en la iglesia de San Andrés, acompañado de unas cuantasmujerucas; salía en las procesiones de Semana Santa con hábito dedisciplinante y corona de espinas, y tenía a su cargo y cuidado lacapilla del Nazareno en la calle de Atrás. Este santo varón «que nuncahabía dado nada que decir» (suprema expresión de la honradez en lospueblos pequeños), educó a su hijo Sinforoso y a otros dos más, en elsanto temor de Dios y del tirapié. Azotes, penitencias de rodillas, díasa pan y agua, estirones de orejas y bofetadas. La infancia de Sinforosoestaba poblada de estos recuerdos poéticos.
Cuando llegó a la pubertad,como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolose persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando élfuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana.
Faltábanlemedios para mandarle al seminario de Lancia.
Vinieron en socorro suyodon Rosendo y don Melchor de las Cuevas, don Rudesindo y el párroco dela villa, que espontáneamente le asignaron tres pesetas diarias mientrasno cantase misa. Mas al cursar el segundo año de Teología, recibieronestos señores del seminarista una carta elegantemente escrita. En ellales manifestaba que no se sentía llamado por Dios a la carreraeclesiástica, y que antes de ser un mal sacerdote prefería aprender eloficio de su padre o embarcarse para América. Terminaba suplicándolescon palabras fervorosas que le permitiesen cambiar la Teología por elDerecho, hacia el cual se creía inclinado, y con esto no daría tan grandisgusto a su padre. Accedieron sus bienhechores a la demanda. YSinforoso se hizo al cabo columna del Estado en vez de la Iglesia, comodeseaba el Perinolo. Mientras siguió la carrera de leyes consobresalientes y premios al principio, notables después y aprobados alfin, emborronó algunos articulejos en los diarios de Lancia. Con esto secreyó en el caso de dejar crecer los pelos y ponerse lentes sobre lanariz. Así se presentó el nuevo licenciado en Sarrió con la aureola degloria además que rodea a quien ha hecho sus primeras armas, y aunreñido batallas en la prensa periódica. Se había afiliado en el partidoliberal más avanzado renegando así de su prosapia. Con esto, su padreestaba fuertemente desabrido. Si le dejó entrar en casa debióse a laintercesión de la madre. No le hablaba ni le daba un céntimo para susgastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese laración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y laropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con elempaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte. Pasaba lamañana leyendo en la cama: las tardes y las noches en el cafédiscutiendo a gritos lo que había leído por la mañana. Los vecinos no lequerían; pero respetaban mucho su ilustración y talento.
—¿Quién ha pedido la palabra?—preguntó don Rosendo.
—Suárez... Sinforoso Suárez—dijo el joven inclinando su busto sobre labarandilla.
—Usted la tiene, señor Suárez.
El joven tosió, metió los dedos de entrambas manos por el pelo,dejándolo más ahuecado y revuelto, se puso los lentes que traía colgadosde un cordoncillo y dijo:
—Señores.
La entonación firme y sosegada que dió a esta palabra, y la pausa largaque después hizo asegurando los lentes sobre la nariz y paseando unamirada de grande hombre por el concurso, impusieron silencio y respeto.
—Después de la brillante oración que acaba de pronunciarnos miqueridísimo amigo el ilustrado ayudante de este puerto, señor Peña (elayudante, aunque no ha hablado con Suárez más de tres veces en su vida,se inclina agradecido. Los respetables vecinos de Sarrió aprenden quehay más oraciones que el Padre Nuestro, la Salve y las demás rezadas porla Iglesia), quedará bien convencida la asamblea del fin generoso ypatriótico que ha inspirado a los promovedores de este meeting. Nadatan grande, nada tan hermoso, nada tan sublime como ver a un puebloreunido para deliberar acerca de los más altos y caros intereses de suvida. ¡Ah, señores! al escuchar hace un momento al señor Peña, meimaginaba estar en el Agora de Atenas decidiendo, como ciudadano libre,entre otros ciudadanos libres también como yo, de los destinos de mipatria. Me imaginaba oir la palabra vigorosa y ardiente de alguno deaquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno... Porque laelocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de laarrebatada pasión que caracterizaba a Démostenes, el príncipe de losoradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba enlos discursos de Pericles. (Pausa: mano a los lentes.) Es viva yanimada como la de Cleón; es mesurada y prudente como la de Arístides;tiene tonalidades graves y precisas como la de Esquines, y notasagradables al oído como la de Isócrates.
¡Ah, señores! Yo también, comoel elocuente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, deseabaque el pueblo donde he visto por primera vez la luz del día, despertasea la vida del progreso, a la vida de la libertad y la justicia...¡Sarrió! ¡Cuánto dulce recuerdo, cuánta inefable alegría despierta en mialma este solo nombre! Aquí corrieron los años felices de mi infancia...Aquí comenzó a formarse mi espíritu... Aquí hizo el amor palpitar porprimera vez mi corazón... En otra parte se ha enriquecido mi razón conel conocimiento de las ciencias, con las grandes ideas que engendra elestudio del Derecho... Aquí se ha nutrido mi alma con las santas ydulces emociones del hogar. En otra parte se ha adiestrado miinteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas... Aquí hecultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia... Señores,lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandesdestinos. Tiene derecho a ser una de las primeras poblaciones de lacosta cantábrica, un emporio de actividad y de riqueza, tanto por laexcelente situación en que la naturaleza lo ha colocado, como por lalaboriosidad, la honradez y las grandes dotes de inteligencia de sushabitantes. (¡Bravo! ¡Bravo! Unánimes y estrepitosos aplausos.)
Roto el hielo que la sorpresa, más que una prevención injusta, habíaformado, los bravos y los aplausos se sucedieron sin interrupción a cadapárrafo. Jamás los laboriosos, honrados e inteligentes habitantes deSarrió habían oído hablar tan fácil y pulidamente. Aquel discurso fué larevelación de la vida parlamentaria moderna, según decía Alvaro Peña aldisolverse la reunión.
Media hora llevaría en el uso de la palabra en medio del crecienteentusiasmo del auditorio, cuando a uno de los próceres del escenario sele ocurrió que podía tener seca la boca y sería oportuno servirle unvaso de agua con azucarillo. Comunicada en voz baja la observación alpresidente, éste interrumpió al orador, diciéndole:
—Si el señor Suárez está fatigado, puede descansar. Voy a dar orden deque le sirvan un vaso de agua.
Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación.
—No estoy fatigado, señor presidente—respondió suavemente el orador.
(Sí, sí, que descanse.—Dejarle descansar.—Que se le traiga un vaso deagua.—Puede hacerle daño: que le echen unas gotas de anís.)
Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, seconvertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.
Este, inflándose más de lo que estaba, sonrió al auditorio, y dijo:
—La fatiga es propia de los soldados bisoños. Los que como yo estánacostumbrados a las lides de la tribuna (había hablado varias veces enla Academia de jurisprudencia de Lancia) no se rinden tan fácilmente...
Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchosaños del señor José María el Perinolo, que había visto criarse aSinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con eltirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por elapodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadassobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos. En susojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía lachispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía elasombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oir las palabrasjactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritócon rabia:
—¡Fuera ese piojo, sollo!
Indescriptible indignación en el auditorio. Todos los rostros se vuelvenairados a la cazuela. Oyense las voces de:
—¿Quién es ese borrico?—¡A la cárcel!—¡Fuera ese cerdo!
El presidente pregunta con terrible severidad:
—¿Es