El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

index-320_22.png

index-320_23.png

index-320_24.png

index-320_25.png

index-320_26.png

index-320_27.png

index-320_28.png

index-320_29.png

index-320_30.png

index-320_31.png

index-320_32.png

index-320_33.png

index-320_34.png

index-320_35.png

index-320_36.png

index-320_37.png

index-320_38.png

index-320_39.png

index-320_40.png

index-320_41.png

index-320_42.png

index-320_43.png

index-320_44.png

index-320_45.png

index-320_46.png

index-320_47.png

index-320_48.png

index-320_49.png

index-320_50.png

index-320_51.png

index-320_52.png

index-320_53.png

index-320_54.png

index-320_55.png

index-320_56.png

index-320_57.png

index-320_58.png

index-320_59.png

index-320_60.png

index-320_61.png

index-320_62.png

index-320_63.png

index-320_64.png

index-320_65.png

index-320_66.png

index-320_67.png

index-320_68.png

index-320_69.png

index-320_70.png

index-320_71.png

index-320_72.png

index-320_73.png

index-320_74.png

index-320_75.png

index-320_76.png

index-320_77.png

index-320_78.png

index-320_79.png

index-320_80.png

index-320_81.png

index-320_82.png

index-320_83.png

index-320_84.png

index-320_85.png

index-320_86.png

index-320_87.png

index-320_88.png

index-320_89.png

index-320_90.png

index-320_91.png

index-320_92.png

index-320_93.png

index-320_94.png

index-320_95.png

index-320_96.png

index-320_97.png

index-320_98.png

index-320_99.png

index-320_100.png

index-320_101.png

index-320_102.png

index-320_103.png

index-320_104.png

index-320_105.png

index-320_106.png

index-320_107.png

index-320_108.png

index-320_109.png

index-320_110.png

index-320_111.png

index-320_112.png

index-320_113.png

index-320_114.png

index-320_115.png

index-320_116.png

index-320_117.png

index-320_118.png

index-320_119.png

index-320_120.png

index-320_121.png

index-320_122.png

index-320_123.png

index-320_124.png

index-320_125.png

index-320_126.png

index-320_127.png

index-320_128.png

index-320_129.png

index-320_130.png

index-320_131.png

index-320_132.png

index-320_133.png

index-320_134.png

index-320_135.png

index-320_136.png

index-320_137.png

index-320_138.png

index-320_139.png

index-320_140.png

index-320_141.png

index-320_142.png

index-320_143.png

index-320_144.png

index-320_145.png

index-320_146.png

index-320_147.png

index-320_148.png

index-320_149.png

index-320_150.png

index-320_151.png

index-320_152.png

index-320_153.png

index-320_154.png

index-320_155.png

index-320_156.png

index-320_157.png

index-320_158.png

index-320_159.png

index-320_160.png

index-320_161.png

index-320_162.png

index-320_163.png

El que sea católico español ante todo, obedezca mis órdenes, si es queama a su patria y no desea sumergir en llanto y luto a su familia y alas de sus dependientes.—Lo que comunico a Vd.

para su conocimiento ydemás exacto cumplimiento. Dios guarde a Vd. muchos años. Campo delHonor 6 de Enero de 1873.—El Brigadier comandante general de laprovincia, Antonio Lizárraga y Esquirós[1].»

[Nota 1: Historia Contemporánea, de Antonio Pirala.—

Madrid, 1877.]

Al despuntar la mañana, en una de las casas del pueblo se abrió elportón del corral y, precedidos de una mujer, salieron al campo dossoldados de infantería con el uniforme despedazado y sucio: uno de ellosllevaba fusil, y el otro iba sin armamento.

Llegaron la víspera, medioaspeados y fugitivos del combate que se trabó en las cercanías, donde ala entrada de un valle fueron sorprendidas y desbaratadas tres compañíasdel ejército, y aquella mujer, movida de una conmiseración desusada enlas circunstancias por que atravesaba el país, les dio albergue durantela noche; pero sabedora de que en otro pueblo no muy distante habíaguarnición de tropa, les indicó de madrugada el camino que debían seguirhasta incorporarse a ella. Cuando llamaron a su puerta maltrechos,hambrientos y rendidos, les admitió a condición de que, para nocomprometerla, saldrían de su casa con el primer claror del día; asíque, al rayar el alba, ellos, sin esperar a que les llamase, selevantaron del montón de hojas de maíz que les sirvió de cama y con rudolenguaje dieron gracias a su compasivo huésped, que les despidiódiciendo:

—Sois guiris: ¡no importa! Yo también te tengo hijo, pues, congeneral Andéchaga, valiente. ¡Dios proteja todos!

Indicoles en seguida de nuevo la dirección que habían de tomar, y ellos,según el consejo recibido, anduvieron un buen trecho por la carretera, yluego, al llegar a una bifurcación, torciendo hacia la izquierda, seinternaron por un camino vecinal.

—Por aquí debe de ser, Pateta—decía el más joven.—Esta es la casaabandonada de que nos habló: adelante, todo derecho.

Tres horas defatiga y estamos en salvo... por ahora.

El que así habló era un muchacho alto, moreno, nervudo y fuerte, contipo de castellano viejo. Tenía los pies doloridos y andaba penosamente.Pateta estaba desconocido. El gatera madrileño, de aspecto endeble, sehabía robustecido con el aire del campo. Llevaba raído el uniforme,sujetas las alpargatas una con cinta y otra con tomiza, y puesta sobreel capote una manta de color indefinido, en cuyos pelos habían quedadoprendidas briznas del maíz seco sobre que pasó la noche.

—¡Trae el fusil, modrego, que no pués con tu alma!—dijo de pronto asu compañero, viéndole anhelante y fatigoso.

Habían llegado a un cerro desde donde se divisaba gran extensión detierra, cuando de pronto Pateta, extendiendo un brazo para señalar loque creía descubrir en una hondonada, a larga distancia, dijo, con elrostro demudado:

¡Mecachis! chico, ¿qué es aquello?

—¡Gente!—repuso lívido el castellano viejo. Son dos a caballo y muchosmás a pie.

—¿Qué hacemos?

—Volver pies atrás. Mira, el camino sigue sin un marrano árbol y aldescubierto. Si nos ven, nos revientan. Correr lo que podamos, y esamujer nos esconderá... si no, ¡sea lo que Dios quiera!

Por entre barrizales y breñas, a campo traviesa y buscando las enramadaspara mejor ocultarse, desandaron en quince minutos el camino que habíanrecorrido en media hora. Cuando jadeantes como perros llegaron al portóndel corral, la mujer que allí estaba partiendo leña, con solo mirarlesal rostro, adivinó lo que les había pasado. No salió fallida laesperanza de Pateta. Un instante después él y su compañero estabanocultos en el anchuroso pajar, lleno de liazas, aperos de labranza ymontoncillos de semillas, que ocupaba toda la parte alta de la casa.

—¡Estamos en salvo!

—Gracias a que hemos venido por ahí detrás, que por la carretera ya noshabían atisbao. ¿Cómo tienes las patas?

—Chico, ahora muy mal; pero mientras veníamos corriendo, casi no lassentía.

Como la casa estaba situada a la entrada del pueblo y era de las másaltas, desde los ventanillos de ambos lados del pajar se veían, haciauna parte la larga línea de la carretera, que iba a perderse en unacurva sombreada por robustos nogales, y en opuesta dirección la pequeñaesplanada que había ante las ruinas de la estación del ferrocarril.Pateta miraba por uno de estos ventanucos, ocultándose tras unas ristrasde mazorcas que colgaban de la techumbre, y por otro su compañero, queresguardaba el cuerpo con un haz de leña menuda.

—Venían hacia aquí, ¿verdad?

—¡Claro!

—Lo malo será si se detienen y se alojan.

Ninguno se atrevió a seguir haciendo conjeturas, seguros de que elalojamiento de aquella partida en el lugar podía ser su perdición.

Cerca de una hora llevaban de angustiosa impaciencia, y ya iban con latardanza esperanzándose de que el grupo de gente armada hubiera tomadootro camino, cuando Pateta lo vio aparecer en la curva de la carretera.Delante venían tres hombres a caballo: dos con boina en la cabeza, eltercero con gorra pellejera, y detrás de ellos, en confuso desorden,hasta doscientos hombres, equipados diversamente, pero con buenasarmas, y el mayor número con boina blanca.

—Traen

uno

cogido.

¡Pobrecito!—dijo.

Pateta,

oprimiendomaquinalmente el fusil.

—¡No seas bruto! ¡Si es inútil!—respondió su camarada, adivinándolelos pensamientos.

—No, si ya lo sé; pero me están saltando los dedos.

Detrás de los tres individuos que, montados en fuertes caballejos,parecían jefes de la partida, venía maniatado a la espalda un hombre,como de treinta años, de barba negra, muy moreno, con un pañuelo liado ala cabeza y mal arropado con un capote pardo de los que usa el personalsubalterno de ferrocarriles. Era un telegrafista de la estación cercana.

—Es uno del tren.

—¡No chistes!

—¡Calla!—dijeron al par los dos soldados; y como en aquel momento lagente de la partida pasaba ante la casa, Pateta cruzó de puntillas eldesván, yendo a colocarse junto al ventanuco del lado opuesto, que dabafrente a la vía férrea, atemorizado con el terror de lo que imaginaba.En el instante de tender Pateta la mirada hacia la valla de la estación,hacía allí alto la partida.

Pinchi, ¡mira qué facha más rara tién los cabeciyas!

Uno de los tres jefes les llamó en particular la atención. Era un hombrealto, de color cetrino, facciones angulosas y barba negra muy cerrada. Amenor distancia, con seguridad Pateta le hubiera conocido en seguida.Llevaba gorra pellejera, larga chaqueta azamarrada con grasientosalamares negros, pantalón de pana y botas blancas de montar, con reciasespuelas de hierro; pendiente del cinto un sable, y entre los plieguesde la faja morada y burda asomaba la culatilla de un revolver dereglamento. Ni en las mangas del chaquetón ni en parte alguna del trajeusaba el menor distintivo; pero, en cambio, su caballo era la mejor delas tres bestias. A juzgar por los ademanes que hacía y la respetuosaatención con que los otros le escuchaban, debía ser el que acuadrillabala partida.

Lo que pasó luego fue horrible crueldad. El prisionero entró en lacaseta, custodiado por cuatro números, y tras él entraron los treshombres que iban mandando a los insurrectos. Algunos campesinos ylabriegos del lugar, viejos en su mayor parte, que habían acudido porcuriosidad, fueron alejados con modales bruscos por la gente armada; ycomo volviesen en mayor número, se dio orden de despejar la plazoleta.Pasada media hora salieron los cabecillas, dejando al prisioneroencerrado y custodiado por los cuatro defensores del altar y el trono.Los tres caudillos,

alejándose

a

cierta

distancia

de

sus

subordinados,conversaron

breve

rato:

uno

discutía

acaloradamente, como quien defiendesu opinión con viveza; pero el de la zamarra y el otro, que debían estarde acuerdo, se mostraban inflexibles. Pateta y el castellano viejotemblaban, presintiendo que iban a presenciar algo espantoso. De prontoel hombre que parecía compartir la opinión del jefe se apartó unoscuantos pasos, dio orden de formar, mandó sacar el prisionero y dispusoque, rodeado de un piquete, fuese conducido hasta los ruinosos ycalcinados paredones de la estación, junto a la valla en que estabafijado el bando prohibiendo la circulación de trenes. Allí, sindesatarle las ligaduras de las manos, le hicieron arrimarse a la tapia:el infeliz dijo algunas palabras, pero Pateta y su camarada no pudieronoírle. Obedeciendo a las voces de mando que dio el oficial, avanzaroncinco números y, colocados a unos cuantos pasos del desdichado, leapuntaron dos a la cabeza y los tres restantes al pecho. Después, elmúltiple y desigual estampido de los disparos atronó el aire, y aldisiparse el humo de la descarga se vio el cuerpo inmóvil y tendido debruces en el suelo. La cal de la pared, ennegrecida por la humareda delincendio, quedó jaspeada de manchas rojas, y rodeando al cadáverapareció un charquillo de sangre, que la tierra empapó rápidamente, cualsi quisiera borrar el crimen de los hombres. En seguida el piquete sealejó, dejando allí dos individuos, en tanto que otra pareja iba alpueblo para ordenar que fuese sepultado el muerto. Lo que siguió ya nopudieron verlo los del pajar.

La partida se dirigió a la iglesia del lugar, entrando en ella conmuestras de piadoso recogimiento. El jefe penetró por otra puerta en lasacristía, habló con el cura, que se disponía a decir la misa que habíande escuchar las pocas y madrugadoras mujeres que iban llegando, y conpalabras corteses le rogó que le dejara

index-326_1.png

index-326_2.png

index-326_3.png

index-326_4.png

index-326_5.png

index-326_6.png

index-326_7.png

index-326_8.png

index-326_9.png

index-326_10.png

index-326_11.png

index-326_12.png

index-326_13.png

index-326_14.png

index-326_15.png

index-326_16.png

index-326_17.png

index-326_18.png

index-326_19.png

index-326_20.png

index-326_21.png

index-326_22.png

index-326_23.png

index-326_24.png

index-326_25.png

index-326_26.png

index-326_27.png

index-326_28.png

index-326_29.png