—¿Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo?—preguntó Millán alenfermo.—Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.
Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueronempujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormíadon José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Unmomento después, don José se despedía desde dentro diciendo a Millán,que había vuelto a salir al comedor:
—Si hay noticias, ven mañana, ¿eh? y tráeme algún periódico, que es laúnica distracción que tengo.
—Descuide Vd., no faltaré. Adiós, doña Manuela; que pasen ustedesbuenas noches, y de hoy en un año. Adiós, Leo. ¿Quién hace el favor debajar a abrirme?
La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompañó a Millán.
Cuando subióde abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados enel comedor junto a doña Manuela.
—Esperemos a que papá se duerma—decía Leocadia—no sea que nos oiga.
Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenzó mientras tanto el escaso peloa su madre, recogiéndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lomismo con sus largos rizos castaños. Pepe encendió un pitillo y examinóla lámpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego nofaltara petróleo.
—Mucho escribes, hermano.
—Yo, cuando quiero a alguien, no soy como tú, que apenas haces caso deMillán. Pues mira: sus intenciones no pueden ser más claras. Esta nochehe dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que élvenía; pero, en fin, allá tú. A mí me parece que no estás muy expresivacon él.
—¡Tiene gracia! ¿Quieres que me le coma con la vista? ¡Ni que fuera unaestampa!
—No vayas a pensar que quiero meterte el novio por los ojos.
Lo que tedigo es que, aunque vivieras cien años, no encontrarías uno mejor.
—¿Es príncipe?
—Sí; como tú princesa.
—Pues hijo, tú bien haces el amor a una señorita de coche.
En esto se asomó al gabinete doña Manuela.
—Hijos, ya está medio dormido: vamos a hablar pronto cuatro palabras,que estoy rendida y quiero también acostarme.
—Pues mira, mamá, lo que hay que hablar es poco; pero no queda másmedio que decidir algo. La botica se lleva un dineral; es necesariogastar menos en todo lo demás. Yo voy a hacer un trabajo para don Luis,que de fijo me pagará bien; pero con lo que esto produzca no hay quecontar hasta el mes que viene.
—Bueno; lo primero es despedir a la chica: aunque no son más quetreinta reales, algo es algo. Mañana llevará ésta a empeñar la colcha deFilipinas y los candeleritos de plata.
—Lo que debíamos hacer es suprimir parte del gasto diario—
dijoLeo.—Que no traigan carne más que para papá, y con decirle que coma ensu cuarto para moverse menos, luego nosotros nos venimos al comedor, yasí no se entera.
—Yo, con tres cajetillas a la semana tengo bastante. Además, don Luisme da algunos puros y los guardaré para picarlos. ¿Os han dicho algo dela tienda?
—Si—repuso Leocadia—por cada docena de pañuelos pagan, según eldibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner loque haga falta.
—En resumen—dijo Pepe haciendo números con un lápiz al margen de LaCorrespondencia, y murmurando entre dientes las cifras delcálculo—tenemos veintisiete duros de la paga de papá, con diez y ochode mi sueldo, son cuarenta y cinco, y unos ocho o diez que le den a éstapor los bordados... de cincuenta y tres a cincuenta y cuatro duros almes: quitando los veinte, lo menos, que hay que dar a la lonja por losplazos, y el pico que falta del sastre, quedarán unos treinta y cuatroduros... pongamos a duro diario para el gasto de la casa... la botica esla que nos pierde.
—Pues hijo, de algún lado hay que sacarlo; ni un cuarto se malgasta...¿Qué haríamos?
—Ahora, acostarnos; cada cual a su cama. Dejadme a mí: creo que donLuis nos ha de sacar de apuros. Al menos yo he de hacerle un favorque... en fin, ¿quién sabe? Adiós mamá; y tú, fea, cara de mona, hastamañana.—Y dando un beso a cada una, las echó suavemente del comedor.Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a sucuarto, volvió trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas,papeles, sobres y tres o cuatro libros, y colocándose lo mejor que pudo,se sentó ante la camilla.
Hasta cerca de la madrugada estuvo tomando apuntes de varios libros,escribiendo en las cuartillas párrafos muy cortitos, como extractos,cifras seguidas de referencias y citas. Aquello parecía trabajopreparado para que lo aprovechara otro. Cuando en el reloj cercanosonaron las tres, el pobre muchacho tenía ya la cabeza pesada, la vistainsegura, y su hermoso busto, inclinado aún hacia la mesa, aparecíaenvuelto en una nube de humo que habían dejado en la atmósfera delcuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiración,revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todavía continuó llenandocuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente,recogió los papeles y los guardó en uno de los volúmenes. En seguidasacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante comoensimismado, pensó: «La escribiré, por si no nos vemos mañana.» Luego,al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y más pesado,lo abrió, sacando de él dos o tres cartas y un retrato de mujer, el dela señorita de coche que mentó Leocadia, y contemplándolo un momento,murmuró: «¡Qué bonita es!» En seguida, sin que ningún ruido ledistrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tomó el plieguecilloy comenzó a escribir:
«Adorada Paz:...»
II
Pepe y Millán se conocieron en 1862, cuando a los catorce o quince añoscursaban en el Instituto del Noviciado primero de latín.
Eran ambos entonces de escaso desarrollo físico, pero inteligentes,guapos, listos sin exceso de picardía, y avisados sin sobra de malicia.En su organismo endeble de madrileños criados en casas pobres,prevalecía su entendimiento de niños educados junto a personas mayoresque, sin velar nada, hablan de todo libremente. Pepe era delgado, alto,larguirucho, con el pelo rubio, rizoso y arremolinado, que dicen serindicación de genio vivo. El mirar penetrante de sus ojos parecía, alfijarse en las cosas, querer arrancarlas la enseñanza que de ellasbrota; nunca se le cansaba la boca de preguntas, ni los oídos derespuestas: en cambio, la impaciencia que demostraba para interrogar sele trocaba en calma para oír. Desde pequeño, una incredulidad instintivale hizo regocijarse menos que otros chicos con los cuentos de brujas, ysiendo mayorcito, siempre tuvo en los labios el ¿cómo? y el ¿porqué? A semejanza de los niños que rompen los juguetes para ver lo quetienen dentro, él, obedeciendo quizá a una predisposición poco vulgar,pretendía que se le diese explicación de todo; así que, para negarle loque pedía, era preciso, al menos, simular un razonamiento, convencerle,con lo cual quedaba tranquilo y obediente. Su precocidad no era la queconsiste en el temprano desarrollo de algunas facultades, sino en ciertaserenidad de juicio que, dominando sobre las impresiones, le impulsaba arechazar lo que su entendimiento no alcanzaba. Había que explicárselotodo, y la señal de que lo comprendía era una docilidad encantadora.Jamás consiguió una criada divertirle con gigantes de los que tragancarne cruda, hazañas
de
ladrones
ni
aventuras
maravillosas
de
princesasencantadas; pero si escuchaba a sus padres sucesos reales, casosvívidos, algo en que hubiera verdad, entonces, con los ojitos muyabiertos, como perrillo a quien enseñan golosina, se estaba quieto,esperando que la relación terminara, para hacer luego preguntas y máspreguntas acerca de lo que no podía entender. Con una sonrisa muyburlona rechazaba lo que repugnaba a sus ideas aniñadas, y a veces, lasfrases que se le ocurrían, si no por el propósito, tenían por laentonación algo de sátira.
Millán era más inocentón, más chico; había menos dificultad paraengañarle, y era también de mayor robustez y dado a juegos másarriscados. La savia de la vida, que el primero tenía como reconcentradaen el cerebro, había tomado en el segundo forma de energía física. Unoera de la estirpe de los que piensan, otro de la raza de los queobedecen. Viéndoles jugar juntos, resultaba Pepe voluntarioso, porqueMillán parecía plegarse a sus caprichos; pero, a poco que se lesobservase, era fácil notar que la pasividad de éste no era sino elreconocimiento implícito e instintivo de la superioridad de aquél.Además, Millán tenía buenísima índole y, como complaciéndose en ello,dejaba ver que, si en cosas de fuerza estaba la ventaja de su parte, entodo lo restante era de Pepe la primacía. En hacer espadas de palo,cortar tablas, correr al marro, saltar al paso, trepar por rejas yencaramarse a tapias, no hallaba Millán competidor: para lograr premios,disculpar travesuras y evitar regaños, tenía Pepe especial ingenio.Sabía esperar para pedir a tiempo, dejar pasar los primeros instantes deun enfado, no irritar el disgusto con respuestas y evocar, en ocasiónpropicia, el recuerdo de lo ofrecido.
Los comienzos de su amistad fueron una especie de pacto contra el latíny contra aquel modo de enseñar la lengua del Lacio que hacíaaborrecibles a Virgilio y a Cicerón. Formaron una sociedad de socorrosmutuos para apuntarse la lección, ahorrarse trabajo al traducir,buscando juntos los significados en el diccionario y responder, al pasarlista, uno por otro: hasta llegaron a reunir en común la colección desellos de franqueo que por entonces hacía todo chiquillo madrileño. Alprincipio sólo se veían en el aula o en el claustro del Instituto, quetiene entrada por la calle de los Reyes; luego se encontraron en elcamino al venir de sus casas, y lo anduvieron juntos, esperándoserecíprocamente en la plaza de Santo Domingo, donde llegaban casi a lamisma hora. Millán vivía en la plazuela del Biombo; Pepe en la calle deBotoneras: aquél venía por la Costanilla de los Ángeles; éste por lacalle de las Veneras, y después seguían juntos hasta el Noviciado,haciendo escala en cuantos escaparates hubiera algo que les llamara laatención. Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes deverano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelosde a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse unacajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quiéngastaba un cuarto más o menos. Durante el primer curso conservaron elaspecto algo encogido de chicos criados entre faldas y limpios delenguaje, no hechos a la libertad de andar solos por la calle; mas alpoco tiempo fueron abriendo oídos a la malicia y teniendo la lenguapronta para la desvergüenza:
entróseles
la
picardía
al
pensamiento
comociencia infusa, aprendieron a decir palabrotas, pegóseles algo de eseimpudor que se recoge al paso, y aumentaron su vocabulario con frasessoeces y giros achulados, cuyo sentido acaso no entendían, repitiendotales cosas por imaginar que hablando gordo harían viso de hombresbragados. No por esto se malearon, y aquellas obscenidades y ternos queempleaban entre sí, pero que ante nadie repetían, fueron como un cienoque, si les ensució la boca, no les llegó a manchar el alma.
Una mañana que faltó a su clase un catedrático, se marcharon con otroschicos a jugar a la Era del Mico, y esta escapatoria fue para ellos unarevelación. De entonces en adelante, cuando calculaban que podíanpreguntarles la lección, iban a clase; pero los más de los días, luegode pasada lista, se escurrían, o pinchándose las encías y manchándose elpañuelo, fingían echar sangre por las narices para que les dejaransalir, renegando de la declinación y el hipérbaton latino como de lasmayores infamias que inventaron hombres. De esta época data en lahistoria de su vida la larga serie de correrías que hicieron por Madrid,evitando siempre ir por calles céntricas donde pudieran hallarse demanos a boca con quien diera en sus casas noticia del encuentro.
Asíllegaron a conocer palmo a palmo cuantos paseos, carreteras y cuestasrodean a la Corte, yéndose a pies que queréis por esas rondas, comohidalgos de leyenda que marchan a ver tierras, y por entonces debió sercuando en casa de Millán el padre de éste, y en la de Pepe su madre,notaron que los chicos rompían zapatos como si lo hicieran a porfía. Elfamoso Marco Polo en lo antiguo, y Livingstone o Stanley en estostiempos, fueron junto a ellos exploradores de poco más o menos. ¿Quémayor expedición que ir desde el Noviciado a la Puerta de Hierrohaciendo escala en el Puente Verde para llamar ¡todas!
¡todas! a laslavanderas del río? ¿Pues y el viaje a Moratalaz o Amaniel para verhacer el ejercicio a la tropa? ¿Y el ir a extasiarse ante los puestos deSan Isidro, en vísperas de romería, o marcharse en invierno a ver si sehabía helado el Canal del Lozoya? Lo que nunca se les ocurrió fue tomarpartido en pedrea de las Peñuelas, ver ajusticiado en el Campo deGuardias ni tratar con los barquilleros que, al juego de la cinta,robaban dinero a los provincianos en la Montaña del Príncipe Pío.
Encambio, les divertía mucho ver en Palacio la parada o estarse en SantaCruz oyendo a los charlatanes perorar desde el pescante de un simónvendiendo grasa de león para quitar manchas o diciendo que teníanpolvos para matar los insetos solitarios del estómago, que es elintestino donde se mete la comida. ¿Y el caudal de conocimientos queadquirieron? Por algún tiempo se aficionaron a la mecánica, y todos losdías iban a ver desde un desmonte poner placas giratorias en lascercanías de la estación del Norte; otra temporada se dieron a laconstrucción, entreteniéndose en ver levantar piedras en edificiosnuevos; después mostraron afición a la industria, contemplando en losbalcones de la calle del Peñón las tripas de las mondonguerías, y hastahicieron observaciones de carácter fabril en la Ronda de Toledo con lastiras de fósforos de cartón puestos a secar al sol. No quedó rincónmadrileño que no vieran, desde el Campo de Guardias hasta la Pradera delCanal, y desde la Fuente de la Teja hasta las Ventas del Espíritu Santo,ni encrucijada por donde no pasaran, siendo uno de sus placeresfavoritos examinar los lugares del Madrid antiguo descritos en novelasde capa y espada a cuarto la entrega, en las cuales aprendieron aretazos y malamente episodios que les hacían mirar ciertos sitios con unrespeto entre ridículo y poético, dando como seguro que Felipe IIpresenció el asesinato de Escobedo desde un portal de la calle de laAlmudena, y comentando, como si hubieran asistido a ellas, la muerte deVillamediana junto a San Ginés o aquella aventura en que Quevedo desafióa un hidalgo que había pegado un bofetón a una señora. ¡Qué diferenciahabía entre el entusiasmo con que iban adquiriendo aquella dislocadaerudición de lances madrileños y el desprecio con que miraban lasbiografías latinas de Cornelio Nepote y los Trozos escogidos, que aellos les parecían la pura esencia de lo inaguantable! A clase deGeografía y de Historia de España les gustaba ir; pero en las de Latín yReligión no les echaban la vista encima sino en días de lluvia, cuandono sabían dónde llevar el cuerpo. En Abril y Mayo apretaban, y aprimeros de Junio volvían a casa examinados, ovantes, con buena nota ycon el susto fuera del cuerpo. De esta suerte, paseando mucho yestudiando algo, pero asimilándose su inteligencia fácilmente lo queaprendían, llegaron a ser un término medio entre el estudiante sorbedorde textos, que suele al fin no servir para nada, y el pigre holgazán,que degenera en pillastre.
Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echabanrequiebros a las modistas, y poco después sus familias determinarondarles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes. En donJosé, que era un español a la antigua y para quien no había profesiónseria sino refrendada por un título académico, influyó mucho el recuerdode la respetabilidad que a sus ojos tuvieron los oidores y magistradosde chancillerías y audiencias mientras él andaba de provincia enprovincia como humilde empleado. No se le ocultó que había de costarlemuchos sacrificios, pero cedió a la tentación de ver a su hijo hechopersonaje de toga con vuelillos.
Para él la abogacía era lo de menos: aldecir abogado, no concebía al chico defendiendo pleitos sinoadministrando justicia. Millán siguió el ejemplo de Pepe, porqueestimaba bueno cuanto éste hacía.
La vida de verdaderos estudiantes les duró poco. Ambos tuvieron queabandonar la carrera apenas empezada. El infortunio se cebó en sushogares de modo parecido, y aquella amistad de niños, fundada en juegosy paseos, fue lazo que vino a estrechar la desgracia.
El padre de Millán tenía en los barrios bajos una modesta imprentadonde, por hacer favor a un amigo, tiró varios números de ciertoperiódico clandestino. Una noche le sorprendió la policía, y cerrandola imprenta se llevó al dueño al Saladero, donde permaneció, gastándoselos ahorros en un cuarto de pago, hasta que el 29 de Setiembre lasturbas le sacaron poco menos que en triunfo con otros presos políticos.Lo que no pudo devolverle la justicia popular, enérgica pero tardía, fueel dinero prodigado a carceleros y guardianes para que no le molestaran,y al escribano para que activara la causa, ni tampoco la parroquiaperdida con la clausura de la imprenta. Cuando el pobre hombre salió dela cárcel, consumida su fortuna, tuvo que resignarse a ser oficial decajista. A sus años el golpe era demasiado duro, y una afección crónicaque tenía en los ojos se le agravó tanto, que le fue imposible continuartrabajando.
Millán no dudó un instante respecto a la determinación quedebía seguir:«—Padre—dijo—como me he criado en la imprenta, conozcoel oficio y todo lo que en él se hace. Búsqueme Vd.
trabajo, que con mijornal habrá para los dos, al menos para Vd., que yo necesito poco.» Loslibros de Derecho, apenas manejados, cedieron el puesto a las cuartillasde original: Millán entró
de
corrector
de
pruebas
en
uno
de
los
primerosestablecimientos tipográficos de Madrid, cuyo principal al poco tiempole encomendó gran parte de la dirección de la imprenta: soñó con serletrado y quedó reducido a la condición de obrero, en lo más noble quepuede producir la inteligencia humana, pero obrero al fin, sujeto a unjornal que merma con la fiebre de un día y acaso falta en la ocasión enque es más necesario. Cuando tomó aquella resolución, dijo a Pepe,dándole cuenta de su situación:—«¡Cómo ha de ser! Vamos a seguir rumbodistinto: tú llegarás donde te lleve la suerte; en cuanto a mí... soyhombre al agua.» Pepe demostró a su amigo que la desgracia no era fuerzabastante a quebrantar la ley que le tenía.
A veces iba por la tarde ahacerle compañía a la imprenta; al anochecer solía buscarle para pasearjuntos, y si le encontraba en la calle, cuanto más derrotado y pobre deropa le veía, mayor afecto le mostraba, cuidando de no darle ni aunaquellas bromas que, si antes le parecían lícitas, ahora se le antojabanofensivas.
Dentro de aquel año les igualó la desgracia. La exigua cantidad de rentadel Estado, en que don José tenía invertidas sus economías, quedó, conlos préstamos que sobre ella tomó y por el retraso de los pagos,reducida casi a la nada; la jubilación sufrió considerable descuento,las modestas alhajas de doña Manuela presto aprendieron el camino del Monte, y hasta las ropas hubo que empeñar. En la casa de la calle deBotoneras penetró al fin la escasez, con su cortejo de tristezas, comoantes había penetrado en la pobre imprenta de los barrios bajos; pero siMillán sabía un oficio, Pepe carecía de conocimiento alguno que pudieraserle útil contra el infortunio. Entonces se pensó en buscar para él unacolocación o destino. Las cartas que escribió don José, las visitas quehizo hasta que se lo impidió su dolencia, las antesalas que cruzó, noson para contadas. Por fin, un antiguo amigo suyo metió al chico, conun empleo de 5.000 reales, en la Biblioteca del Senado. Pepe, comofuncionario público, iba a ganar casi la mitad de lo que daban a Millánpor regentar la imprenta.
Si cuando chicos no les maleó el exceso de libertad, de grandes no lesdoblegó la desgracia; ni tampoco intentaron, por salir de apuros, vadearmalamente aquella torcida corriente de su vida que comenzaba aencresparse. Juntos nadaron a pecho abierto contra ella; y sin pensarque podían por malas artes vivir a lo perdido, o abandonar a susfamilias, comenzaron a trabajar, Millán en la imprenta que leconfiaron, y Pepe en su humilde empleo de la Biblioteca del Senado. Comoéste tenía más horas libres que aquél, y se iba muchos ratos a hacerlecompañía, Millán le rogaba con frecuencia que le ayudase, de donde seoriginó que, durante una larga temporada en que hubo prisas en laimprenta, Pepe se pasó noches enteras corrigiendo pruebas; lo cual suamigo le enseñó con pocas advertencias, y él perfeccionó en algunassemanas. Una alteración de personal que hubo por entonces en laimprenta, inspiró a Millán la idea de que aquel favor, que su amigofrecuentemente le hacía, sólo para ganar tiempo y anticipar la hora desalir juntos, podía redundar para Pepe en una ganancia, no grande, perosí oportuna, dada la situación de su casa, donde la necesidad se ibaentrando a banderas desplegadas desde que comenzó a agravársele a donJosé la enfermedad de las piernas. Ello fue que, al cabo de tres meses,estando un domingo de paseo, y solos, Millán le dijo:
—Tengo que proponerte una cosa. Creo que te conviene, pero no he podidoresolver nada sin contar contigo.
—Habla, chico.
—Desde hace más de tres meses que arreció el trabajo, vienes casitodas las noches a buscarme, y para una vez que consigo acabar tempranoy podemos ir un rato al café o a dar vueltas charlando por las calles,lo general es que tengas que quedarte allí conmigo corrigiendogaleradas. Al principio no sabías lo que te pescabas, lo que túcorregías tenía yo que volver a mirarlo.
Hoy, la verdad, lo que para uncajista cualquiera ofrecía ciertas dificultades, lo has aprendido tú enseguida y bien. Por otra parte, me parece una primada que a lo mejor tepases allí horas enteras sin sacar nada en limpio... En fin, chico, ayerse ha marchado uno de los correctores, el que iba de noche...
¿quieresla plaza? Si se lo digo al amo, te la da. Tú le convendrías a él conpedirle dos reales menos que otro cualquiera, y a tí, como son pocashoras, de noche, y yo te taparé cuando faltes... vamos, que puedes ganareso... si no te repugna...
Díselo a tu padre.
—Y ¿por qué me ha de repugnar? ¿Qué tengo que decírselo a mi padre?Acepto desde ahora... y te lo agradezco de veras.
Puedes creerme: ya vescómo estamos en casa.
—Siempre serán diez y ocho o veinte reales más al día.
No era posible aumentar la amistad que les unía; pero este rasgocontribuyó mucho a afianzarla y, además, hizo que fuera su trato másfrecuente, por la índole del trabajo que les ocupaba.
Así, los que demuchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulasdel Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de lasreservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos también,forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente áspera, y a vecessin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos.Menudearon con esto las idas de Millán a casa de Pepe, y aquél, quecuando chico no paró ojos en la hermana de su amigo, fue luegoencariñándose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiereel amor que sean estas cosas, se fijó en lo bonita que era, considerólas pocas exigencias que había de tener mujer tan hecha a batallar conla necesidad, y pensó que le convenía para propia. Como esta idea fueresultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla,buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres yel mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Millán demostrara su amorcon atenciones y cuidados, ya ellos lo habían sorprendido sin enojo ensus impaciencias y miradas. Leocadia empezó a recibir las pruebas delafecto de Millán con el agrado natural que tiene la mujer para acogerlas primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casiagradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresión tan hondacomo la que estaba haciendo en Millán.
Éste, si no se sentía aúnverdaderamente enamorado, estaba en camino: a ella, más que el noviomismo, le gustaba la sensación moral, nunca experimentada, de saber quehabía un hombre que gozaba mirándola. Sus corazones no estaban, sinembargo, verdaderamente unidos. A veces, cuando sentados todos, denoche, en torno de la camilla, leían periódicos o jugaban al tute pordistraer a don José, Millán, espiando a Leocadia con el rabillo del ojo,creía descubrir en su fisonomía de madrileña vivaracha un gestoindefinible, un nublarse repentino de las pupilas, una ligera sombra detristeza, en medio de la risa, que delataban incompletamente cierto afánde aspiraciones vagas o impulsos latentes de ambición mal entendida.Doña Manuela y don José dieron a los chicos por novios apenas huboindicio para ello: Pepe, más listo, adivinó que Millán quería a suhermana, pero que ella no estaba tan enamorada como él.
III
En su primera época de estudiante, casi niño, no fue Pepe de esosmuchachos que se sientan lo más cerca posible del maestro, aprendiendode memoria, como loros, cuanto se les manda, antes por obediencia yaplicación irreflexiva que por verdadero amor a estudios que aún noentienden; pero tenía inteligencia sobrada para comprender que había dellegar un día en que de todas aquellas asignaturas y materias, quejuntas querían meterle por fuerza de golpe en la cabeza, tendría quefijarse en alguna, decidirse y estudiarla, confiando a la perseveranciaen el trabajo su porvenir y el amparo de los suyos. Durante esos años,en que el hombre ignora la realidad de sus tendencias y la índole deaquello a que debe dedicarse, él, entre dudas y vacilaciones, pugnabapor determinar lo que sería, como si a todos permitiera la fortunamarcar el rumbo de su vida. Por fin, la afición a la historia y elinterés que, apenas comenzó a hombrear, mostró para seguir enconversaciones o lecturas la marcha de los sucesos políticos—tanagitados en aquel tiempo—le hicieron inclinarse a la abogacía, carreraen que la antigüedad de los pueblos, la política, el derecho y lasletras, aparecían a sus ojos formando, no un camino más o menos ancho,sino un conjunto de senderos que podían llevarle a suertes prósperas yvarias. Su existencia tenía un fin doble, y así lo comprendía él: serobrero de su propia fortuna y sostén de sus padres. Pero estas ideas nodespertaban en su ánimo temor de lucha ni necesidad de abnegación.Llegar a ser algo, le parecía cosa natural. ¿No llegaban otros?Propósito de desinterés en aras de su familia, nunca lo hizo supensamiento. Se dijo sencilla y espontáneamente que era necesario en sucasa, que allí quien debía trabajar era él, sin imaginar jamás que susmás penosos esfuerzos por lograrlo pudieran llamarse abnegación osacrificio, ni siquiera deber: lo haría porque sí, porque era el hermanomayor, el único hombre de la casa. En sus cálculos no entraba Tirso paranada. Si no,
¿quién lo haría?
El cambio que la desgracia ocasionó en la vida material de Pepe, fue enun principio apenas sensible: al pronto, todo se redujo a que los pocoslibros de texto que había comprado anduviesen rodando de la mesa delcomedor a la de su cuarto, hasta