peligroso. ¿Cómo había él deimaginar que Paz estuviese al alcance de su deseo, ni quién se atreveríaa despertar en ella recelo de aquel desdichado?
Mas fue Dios servido—como decían los místicos—que comenzase a sucedercon las palabras lo mismo que con las miradas. Hablaron unas cuantasveces de cosas indiferentes, y él, aun conteniéndose, por temor aparecer atrevido, siempre halló ocasión de mostrar cortesía, ingenio ygracia. Sus maneras carecían de atildamiento rebuscado y enfadoso, y susfrases estaban exentas de esa vulgaridad que hace el lenguaje de unhombre igual al de los demás: en lo que hablaba había siempre algooriginal; su tristeza parecía sincera, su gracia tenía un dejo amargo.Paz no podía analizar en qué estribaba ello, pero le gustaba hablar conPepe, quien siempre la llamaba señorita, expresándose mucho mejor que lamayor parte de los caballeretes que por haberla visto una noche en unbaile la llamaban por su nombre de pila.
El arreglo de la librería tocaba a su término: unas cuantas mañanas más,y todo quedaría en orden. Pudo haberse concluido antes, pero loestorbaron dos causas: la primera, que don Luis, cayendo en la cuenta deque podía escribir al distrito por mano ajena, ni más ni menos que unministro, empleó a Pepe como amanuense; y la segunda, que lasconversaciones de éste con Paz fueron adquiriendo mayor desarrollo yduración cada día.
Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo másque un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que lesseparaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.
—Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!... Voy detiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no sé quécomprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.
—Esa edad tiene precisamente mi hermana.
—No sabía que tuviera Vd. hermanos.
—Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veréyo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda.
—¿Por qué?
—Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quienlas ame.
—Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?
—La vida de mi padre nos ha colocado en una situación muy modesta,señorita, pero superior a la de los infelices que necesitan ganar unjornal. Pertenecemos a esas últimas capas de la clase media que tocan decerca la pobreza, y las mujeres de esta clase son muy difíciles decasar.
—No se me alcanza la razón.
—Es muy sencilla. No pueden casarse con un obrero, porque lo estorba ladiferencia de vida y de gustos, y es raro que lleguen a enamorar a unrico. En cuanto a los hombres de posición análoga a la suya... a esosles está vedado el matrimonio.
—¡Qué ideas tan raras!
—No; es frialdad para considerar las cosas. ¿Qué hogar puede crear, niqué existencia ofrecer a su novia un hombre que gana, por ejemplo, loque yo? Desengáñese Vd., señorita, el matrimonio no está al alcance detodas las fortunas.
—¡Cuando digo que piensa Vd. cosas muy raras! ¿De modo que una muchachapobre no puede enamorar a un hombre rico, y viceversa?
—Lo primero no es tan difícil; pero el viceversa es punto menos queimposible.
—Explíquese Vd.
—Los encantos de la mujer no necesitan la ayuda del dinero.
Lascualidades morales y la belleza lo pueden todo. La misión del hombre esmás difícil: primero, tiene que saber agradar, luego debe disponer demedios para sostener una familia.
—¿Y si esos medios los lleva la mujer? ¿O es que Vd. no cree que debacasarse el pobre con mujer rica? Pues lo estamos viendo a cada paso.
—Hay algo de eso. El amor y el oro hacen juntos grandes cosas; pero¡que pocas veces se unen! Además, créame Vd., señorita, siempre resultasospechoso el hombre pobre que enamora a una rica. Las beldadesadineradas son para nosotros como los brillantes para las modistillas,que cuando los lucen nadie los imagina honradamente ganados.
—Es decir, que hablando clarito, y sin dulcificar las cosas, ennosotras la fortuna puede ser un obstáculo a la felicidad.
—Ha acertado Vd. mi modo de pensar. Nunca debe el hombre pedir amor ala que puede enriquecerle. ¿Cómo creerá ella en su sinceridad? ¿Cómoadquirirá la certeza de que es ella, ella misma, el objeto de laadoración? A una divinidad que nada concede, le es dado creer en lasinceridad de los que la rezan; pero un dios que pagara con oro lasoraciones, ¿cómo estaría cierto del amor que le ofrecieran?
—¡Qué sutilezas y qué modo de entender las cosas! Entonces, según Vd.,la mujer rica no puede hallar sino marido rico. Pues no es así. Todoslos días se casan ricas con pobres.
—No: ocurre que señoritas más o menos acaudaladas se unen a pillos bienvestidos, elegantes, instruidos y hasta bien educados; pero no habrá Vd.visto nunca que una señorita rica se case con un hombre digno yverdaderamente pobre.
—Según... Con un pobre, pobre, vamos, que no tenga donde caerse muerto,no.
—Es natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe delhombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por esono debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólopretende ser amado.
—Tristes verdades, si lo son, para las ricas.
Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella nohabía oído nunca hablar así.
Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco detalla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra,flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fuepreciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandódejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio tambiénPepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quienostenta una adquisición nueva, le dijo:
—Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y
barato. Cincomil reales.
Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.
—¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro... ¿O le parece a Vd.
caro?
—No; es precioso.
—Entonces... ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me hacostado?
—Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos niaquilatar sus gustos?
—No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero?
Cuando yotengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.
—El marco es hermoso y vale lo que cuesta.
—No es Vd. sincero.
—¿Por qué, señorita?
—Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd.franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?
—¿Y con qué derecho podría yo pensar así?
—Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca paraque hable, vaya, que quiero que hable Vd.
Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo quea ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.
—Lo que me ha dicho mi pensamiento—repuso Pepe tímidamente—es que eldinero no tiene igual valor para todos.
—¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco milreales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.
—Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días devida.
—En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientrashay quien se muere de hambre... pero así está el mundo.
Sí, ya lo veo:una locura como esta representa el bienestar de muchos.
—Y a veces, la vida de algunos.
—De modo—siguió Paz—que Vd. es de esos que dicen que todo debíarepartirse entre todos.
—No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también querepartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no hehecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos aquienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.
—Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda laculpa es mía.
—¿Por qué, señorita?
—No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído,su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hayinjuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta,¿verdad?
—Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban lamenor censura.
—No, si la mitad de la culpa es de Vd.
—No entiendo.
—La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversaciónque yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar aVd. lo que no debía.
—¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?
—No, Pepe; eso me lastima.
Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardósilencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaronenojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modotenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:
—Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd.
como grito de lapobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sidouna observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo meatreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome lapalabra me honra Vd.
¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?
—No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le heofendido a Vd.—Y le tendió amistosamente la mano.
Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados unopara con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo aPepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepeno acertó a definir lo que sentía.
Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse,arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.
VI
Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casade don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí.
La última mañanaque estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podíanobservarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, yrepuso:—«No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto eraque, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto eraPaz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en lamano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentíabrotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursordel más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre,como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor deldía.
Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó deello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el pobremuchacho cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que nole había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle eldinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nadadel mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, nofue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo comomiedo vago, pudor mortificado por sí mismo.
Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejóde pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de loslibros, experimentó hastío y tristeza.
Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja,no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentiraquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance desus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar losdichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete,a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unasveces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar.
Una mañana de la primavera de 1872—ocho o nueve meses antes de aquellacena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada deTirso—estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once. Elsol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedady oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aromaembalsamaba el aire.
Sobre el azul intenso del cielo destacaban lascopas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso,de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de losrecuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada.Los niños jugaban en el suelo, esmaltando la arena amarillenta con sustrajecitos de colores claros, o se caían llorando en las socavas de losárboles, mientras las niñeras reían en coro desvergüenzas de algúnlacayo. En los bancos, y cada cual con su periódico en la mano, habíaalgunos señores viejos, tipos de militares retirados, de ancianosachacosos que, sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían enbusca de un rayo de sol tibio. En el aguaducho, cargado de vasos,descollaban el fanal de los azucarillos y la botija con espita, trascuya gruesa panza se ocultaban el tarro de las guindas y la bandeja delos bollos, en tanto que la aguadora, dando conversación a un guarda,fregaba en el lebrillo las cucharillas de latón. Por el centro del paseocirculaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y,siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unoscuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado enel pescante deletreando El Cencerro. Al otro lado, los tranvíascorrían sobre los railes, obstruidos por carros y camiones, que susconductores apartaban de la vía renegando al oír el pito de losmayorales, y por la larga acera de piedra, en silencio, paso a paso dearriba a abajo, se aburría autoritariamente la pareja de guardias deorden público, entonces llamados amarillos, sin otro consuelo queechar miradas subversivas a las criadas de buen ver. De las callesvecinas iban llegando recién peinadas y coquetas las señoritas deseosasde que el novio se hiciera el encontradizo, las niñas ávidas de jugar ylas mamás cargadas de devocionarios sujetos con gomas encarnadas. Unascaminaban de prisa con la ligereza de la impaciencia, otras cansadas conla gordura de los años; luciendo, según su gusto, primores de elegancia,arreglos de taller casero, rarezas del capricho, exageraciones de lamoda, algunas calculada sencillez y todas empeño de agradar. A la mismapuerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, ylentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menosengalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar,y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de lasfiestas. A pasitos rápidos y cortos, inclinado el cuerpo hacia latierra, con la cabeza baja y la conciencia temerosa del retraso, veníanpegadas a las fachadas de las casas las viejecillas de zapatos de cabray mantón negro, y adelantándose a ellas iban las muchachas devotas que,como ignorando el poder de la juventud, piden incesantemente al cielodichas que puede darles el mundo. La campana seguía llamándolas con sutañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas,ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres,cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas,codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia,levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejandoentrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicadapor el resplandor amarillo de las velas.
Durante toda la mañana se estaba renovando aquel público, femenino en sumayoría, y la puerta seguía tragando mujeres para arrojarlas luego a lacalle pasados veinte o treinta minutos, al cabo de los cuales se lasveía salir abriendo sombrillas o desplegando abanicos, porque la luz delsol las ofendía, acostumbrada ya su retina a la oscuridad de la sagradacueva.
También entraban algunos hombres; pero el mayor número de ellospermanecía en los jardinillos formando corros, comentando noticias deldía acabadas de leer en los periódicos que los vendedores voceaban entorno suyo con los últimos partes del Norte. Hacia la calle de Alcaláse oía el cascabeleo de los ómnibus que iban al apartado de los toros, yandando despacito por el paseo, inundado de sol, venía el borriquillocon sus serones llenos de macetas, escuchándose gritar de rato en ratoal mocetón que lo guiaba: el tieestóo de claaveles doobles... Quien seacercase a los corros podía oír fragmentos de conversaciones y notar,tal vez, que algunos de los que hasta allí acompañaron a su mujer o suhija defendían las ideas del siglo con palabras impregnadas de impiedadmoderna.
—Las partidas van en aumento.
—Dicen que el Rey se marcha al ejército del Norte.
—Si esto no se sostiene, vamos derechos a Don Carlos.
—Pues crea Vd. que el fanatismo religioso nos envilece ante la Europaculta.
—Yo a quienes tengo miedo es a los republicanos. Vamos derechos a unnoventa y tres espantoso.
—Todas las malas pasiones se han abierto camino.
—¡Hasta que se forme una liga de los que tienen que perder!
—¡Cada día un meeting! Estoy de manifestaciones pacíficas hasta porcima de los pelos.
—¡Calle Vd., hombre, por Dios! Eso no es compatible con el gobierno.¡En tiempo de don Ramón y don Leopoldo no había mitins! Esto se va.
—Pues yo creo que el Rey gana simpatías.
—¿Qué ha de ganar, hombre? ¡Si es extranjero!
—Está Vd. en un error, señor mío: eso no significa nada. La historiademuestra que Carlos I y Felipe V eran también extranjeros.
De un grupo de señoras salían voces atipladas y chillonas: trataban detrapos, modas, chismes y criados.
—Chica, no sabe una qué ponerse: este es del año pasado.
—Pues te sienta muy bien. Mira, mira, allí va la de Rodete. La otratarde fue de las que estuvieron en la Castellana con mantilla blanca ypeineta para hacer rabiar a los Reyes.
—¡Qué porquería! A mí la Reina me da lástima.
—Hija, ¿qué quieres? ¡como la de Rodete fue azafata de doña Isabel!Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho:—
Y la que estodecía miraba de reojo a un caballero que, sentado en una butaca dehierro, seguía con la vista al grupo de las damas.
Dos pollitas apartadas de sus mamás sostenían, haciendo dengues ymohínes, un diálogo muy vivo.
—¿No entráis?
—No: el padre Enrique dice la misa muy despacio. Además, quiero dartiempo a que llegue ese. Mamá le deja ya entrar en casa. Está el pobremuchacho que bebe los vientos.
—¿Y el tuyo?
—Este Junio acaba.
—Hija, lo mismo decías hace un año. ¡La carrera que tenga ese!...
—Pues a mí me gusta. ¡Está más cariñoso!
—Chica, con esos trajes de rayas parecen zebras.
—Adiós, que se va mamá con las de Zangolotino!
—Abur, remononísima.
Los sietemesinos,