El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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A la tarde siguiente se presentó en la casa un caballero de aspecto muyrespetable, preguntando por Tirso. Leocadia le acompañó hasta el comedory avisó a su hermano; pero éste, apenas oyó el nombre del reciénllegado, se le llevó a su cuarto, permaneciendo largo rato encerrado conél. La visita fue larga, y Tirso despidió al desconocido con grandesmuestras de respeto.

A partir de aquella entrevista, el cura salió a la calle casi todas lasnoches, pero sin decir nunca dónde ni a qué iba.

XIV

Menudeaban tanto por aquel tiempo los presbíteros que, fugados de suscuratos, aparecían luego como cabecillas en el campo o eran sorprendidosen las ciudades sirviendo de auxiliares y emisarios cerca de las juntasdel partido faccioso, que nada tenía de absurdo la sospecha de Millán:justificábala, además, el empeño de Tirso en callar el objeto de suviaje. ¿No podían haber convertido el fanatismo de aquel hombre eninstrumento suyo las mismas gentes que le hicieron clérigo a espaldas desus padres? La probabilidad de que en el momento menos pensado sepresentara la policía en la casa buscando a su hermano, asustó a Pepe,temeroso de la impresión que tal lance pudiera causar en el ánimo delpobre viejo. Respecto a que Tirso diese margen a disgustos de otraíndole, por proponerse la conversión de la familia o emprender campañapara despertar su fervor religioso, nada receló: antes era de temer,según el carácter

que

el

cura

demostraba,

algún

rasgo

de

intolerancia,exceso de celo o frase áspera que turbara la tranquilidad del hogar,porque la falsa circunspección que Tirso observaba oyendo comentarnoticias de la guerra se parecía mucho al disimulo.

Desde el día de la disputa en que llamó ladrón a Mendizábal, hacía lavista gorda tocante al indiferentismo religioso que le rodeaba; peroclaramente se notaba que en él no era todo prudencia, sino falta dearrojo. Pepe, deseoso de no dar pábulo a la irritabilidad de su hermano,se abstenía de chistes impíos y frases burlescas, aunque a veces se levenían a los labios, oyéndole desplegar ingenuamente la más arraigadasuperstición; de suerte que ambos comenzaron a fingir ciertocomedimiento, a pesar del cual Pepe comprendía que la situación no erapara prolongada y que la menor cosa que proporcionase a Tirso ocasión demostrar su enojo bastaría a desencadenar una tormenta. Por su parte, elcura iba convenciéndose de que había venido a ser entre sus padres yhermanos como árbol trasplantado de pronto a distinta tierra de la enque nació. Difícil era que él arraigase allí ni pudiera vivir en paz conlos suyos. Si fueran tibios en la devoción o sólo tardos en cumplir lasprácticas religiosas, aún habría remedio; pero no se trataba de gente encuyo pecho se hubiera amortiguado la fe, sino de individuos que, ajuzgar por lo que Tirso veía, no la sintieron nunca. El padre carecía decreencias, tal vez a consecuencia de su simpatía hacia aquel partidoprogresista que siempre mintió respeto a la religión, sin ocultar malavoluntad al clero; Leocadia y doña Manuela eran mujeres mal dirigidas, omejor dicho, descuidadas.

En cuanto a Pepe, su incredulidad, sualejamiento de todo lo divino y sagrado resultaban más graves, por serfruto, no del olvido de las santas verdades, sino de un profundodesprecio de ellas: le empujaban al descreimiento las corrientes de laépoca, los estudios modernos, la atmósfera cortesana y una indudablepredisposición personal. En esto no se equivocó Tirso: los padres y lahermana se ofrecieron a su observación como realmente eran:indiferentes; Pepe, como un impenitente convencido con quien la luchahabía de ser más trabajosa, porque la lucha era inevitable. No vino élal hogar con ánimo de provocarla, mas tampoco le parecía razonable niconforme a su ministerio mirar en calma aquel estado de hondaperturbación que le hizo prorrumpir en un momento de ira: «parecéisjudíos.»

Su entusiasmo religioso era sincero: la conciencia le dijo que,si los azares de la vida le hubiesen colocado junto a gentes extrañas,empecatadas como sus padres y hermanos, habría puesto tenaz empeño enconvertirlas, y que mal podía contemplar fríamente la perdición de supropia viña. Cuando resolvió su viaje a la corte, no imaginó tener queconsagrarse a esta obra: otros eran sus propósitos y él solo los sabía;mas ya que la Providencia le mostraba la mala yerba en su camino, debíaarrancarla, aunque fuera al paso y sin distraerse de su objetoprincipal. ¡Deber juntamente grato y penoso el salvar a sus padres yhermanos de la condenación eterna! Algo análogo leyó en sus librosdevotos, pero no tan en grande. Tal santo convirtió a su cónyuge, otro asu padre, alguno a su hermano: él tenía que habérselas con toda sufamilia, en la cual antes jamás pensó, de la que vivió apartadovoluntariamente, pero que de pronto se le antojaba rebaño disperso alborde de un abismo, y al cual había de guiar hasta recogerlo en elredil bendito de la Iglesia. Trájole a la corte el servir a empresa másalta, por tratarse de la patria entera y no de unos cuantos individuos;mas ya que Dios ponía la llaga al alcance de sus manos y la heridaestaba como en su mismo cuerpo, justo era que la sanara.

Comenzó en esto a agravarse la enfermedad del padre, fueron precisosmayores gastos, vinieron para la familia días tristes y afligiosesobremanera doña Manuela; por todo lo cual determinó Tirso empezar acumplir su propósito, imaginando que en medio de la tribulación escuando más fácilmente se avasallan los corazones. Su madre y su hermanafueron las primeras a quienes pensó atraerse. No alcanzó a más susagacidad, y aun esto le repugnó sobremanera, pues toda tardanza se leantojaba complicidad en el mal y todo fingimiento le parecía indigno delnoble fin a que enderezó la voluntad. Era fogoso, arriscado; masadivinando en su hermano un terrible adversario, comprendió que lascircunstancias ponían trabas a su celo.

Hubiera preferido combatir caraa cara los obstáculos, congregar repentinamente la familia y convencerlade su error; pero no se aventuró a tanto y, mal de su grado, como nopudo ser violento, se hizo astuto: soñó con desempeñar papel de apóstolbatallador, y hubo de limitarse a obrar como jesuita de novela, pero debuena fe, con limpia intención, seguro de poner el ánimo en una empresahonrada.

Resuelto a extirpar la impiedad que se había enseñoreado de su casa, noquiso demorarlo, y una mañana, como observase que doña Manuela estabadesdoblando el mantón para ir a comprar unos medicamentos, se anticipó aella y la esperó en una esquina próxima: luego la fue siguiendo por lacalle Imperial abajo, y cuando iba a entrar en una botica de la deToledo, la llamó de cerca:

—¡Madre, madre!

—Hijo, ¿cómo tú por aquí?

—Quiero hablar con Vd. ¿Tiene Vd. que esperar en la botica?

—Un ratito.

—Pues vamos primero por las drogas; luego aguardaremos juntos, y lediré a usted lo que deseo.

Tirso hablaba con acento severo: su madre le oía con una curiosidadmezclada de temor.

—Pero hombre, ¿qué es ello? ¿Pasa algo malo en casa?

—No: ¡si he salido yo casi al mismo tiempo que Vd.! Nada ocurre; peroquiero que hablemos.

Entró doña Manuela en la botica, esperola él a la puerta, y apenas lavio salir, continuó de este modo, mientras ella le seguía dócilmente:

—Vámonos ahí al lado, al pórtico de San Isidro.—Y subieron lasescaleras de la iglesia.

—Mire Vd., madre, yo no quiero callarme: estoy disgustadísimo. Desdeque llegué a Madrid tengo el alma llena de tristeza...

—Lo comprendo, hijo: nuestra situación no es para menos. ¡Si vieras lacrujía que hemos pasado!... ¡Y lo que queda!...

—No es nada de eso.

—Pues no te entiendo.

—Ahora me comprenderá Vd. Mi obligación era decir a mi padre lo que voya decirle a Vd., pero creo que con Vd. me entenderé mejor: además, sucarácter y su estado... Más adelante veré lo que he de hacer.

—¿Carácter, dices? ¡Si el pobre no molesta a nadie ni se enfadanunca!...

—Quizá por esa bondad tengamos mucho que llorar.

—¡Explícate, por Dios, hijo mío!

—Sí, madre; mucho que llorar y que sentir. Vaya, clarito; en casa nohay religión, y donde falta la religión todo está perdido.

Así lescastiga a ustedes Dios.

—¡Castigarnos Dios!

—¡Le parecen a Vd. pocas penas esa enfermedad, esa escasez, esossufrimientos!...

—¿Y qué le hemos de hacer? Todos trabajamos. ¿No has visto la vida quellevan tus hermanos y lo que yo me afano?

—¡Pregunta Vd. lo que pueden hacer! ¡Parece mentira! Es imposible queDios ayude a ustedes.

En vano pretendía dar dulzura a sus frases: la extraordinaria viveza delos ojos acusaba una resolución enérgica.

—No, madre; no esperen ustedes alivio ni amparo. En casa no hayreligión, no se reza, no se practica una sola devoción... Da grimapensarlo. Desde hace cerca de un mes que estoy en Madrid, ¡cuántas cosastristes he visto! ¡Ni una oración, ni un acto de piedad! Comprendo quepadre no vaya a misa, aunque bien pudiera sustituirla con algunos actosde recogimiento y penitencia; pero, ¿y Vd.? ¿y Leocadia? ¿y Pepe? ¡Vivíscomo herejes! Lo confieso, madre; he dudado mucho antes de dar estepaso, pero mi deber es antes que todo. ¿No siente usted miedo...vergüenza por vivir así?

—Y ¿qué quieres que haga? Yo no mando... yo cuido de la casa... y nadamás: la limpieza... trabajar y más trabajar... ¡qué sé yo!

—¡Limpieza y trabajo! ¡Con eso piensa usted que ha cumplido! Cuando elSeñor la lleve de este mundo, que la llevará... desgraciadamente, ¿sesalvará Vd. con haber tenido aseada la casa? ¡La casa limpia y el almanegra por el pecado!

¡Toda la pulcritud para uno mismo, todo el trabajopara lo propio, y ni una visita a la casa de Dios, ni un pensamientopara su divina Madre! ¡Da ira el verlo!

Doña Manuela oía en silencio, sobrecogida con aquel inesperado disgusto,que aun para su escasa inteligencia era señal de otros mayores. Lavehemencia de Tirso llegó a exacerbarse tanto, que la pobre vieja nopudo menos de decirle, casi con enojo:

—¡Hijo, no manotees, que nos ve la gente!

Él estaba ya poseído de su papel, y no hacía caso.

—¡Aquí no hay hijo! No hay sino un sacerdote que ha visto esa lepraasquerosa del ateismo y quiere curarla. ¿Lo oye Vd., madre? Si Vd. no meayuda, lo haré yo solo... lo intentaré yo solo; y si no puedo lograrlo,se lo diré a todos ustedes, cara a cara, sacudiré en la puerta el polvode mis zapatos, como los patriarcas de Israel cuando salían de la casade los impíos, y no volverán ustedes a verme nunca.

—Y del escándalo y del disgusto se morirá tu padre.

—¿Qué más muerte que la que tenemos encima? El corazón cerrado a lapiedad... ¡Si basta entrar allí para convencerse!...

Estampas de reosliberales en las paredes, periódicos perversos de los que venden por lascalles, comedias o noveluchas que lleva ese Millán de la imprenta y quepermitís leer a Leocadia, libros malos... y en toda la casa no hay unaimagen de la Virgen ni una cruz de palo...

—Yo no mando...

—Pues es necesario que mande Vd. A falta de padre, y estamos como sifaltara, usted es quien debe gobernar: yo la ayudaré... y elija Vd.,madre: poner remedio al mal, o dejar que lo remedie yo solo, contra mipadre, contra Pepe, contra todos.

—¡No, hijo de mi alma, por Dios, eso no, a Pepe no le hables de estascosas!

—¡Ah! ¿Tiene Vd. miedo? Pues yo no.

Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia,mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendíaestampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y torraos. Tirso intimidaba a su madre accionando con ademanesdescompuestos: ella, ya ansiosa de cortar el diálogo, mirabaalternativamente hacia el suelo y hacia la acera opuesta, donde estabala botica. Las acusaciones de impiedad no la hicieron en un principiogran efecto; pero cuando Tirso las presentó como causa de los malessufridos y promesa de castigos eternos, su debilidad mujeril cedió alempuje del creyente. Lo que peor la sentó, fue la amenaza de quehablaría con Pepe.

Guardaron silencio unos instantes: él, dudoso del éxito de su empresa;ella, turbada, deseosa de sustraerse al influjo violento de aquel hijoque, para sojuzgarla mejor, acababa de decirla: «no soy sino sacerdote.»

—¿Vamos a la botica?—se atrevió por fin a preguntar la madre.

—Espere Vd.; no quiero que nos separemos así. Tiene Vd. que prometermeantes su auxilio. ¿Trabajará Vd. conmigo para que seamos todoscristianos, o me entiendo yo con Pepe y con mi padre? ¿Imagina ustedvivir santamente no haciendo daño al prójimo? ¡Qué ceguedad! ¿Y Vd.misma? ¿Y su salvación? Rece Vd., madre, esto es lo primero, y Dios lailuminará y borrará de su alma esa apatía; venga Vd. a misa, y a pocoque despierten los buenos sentimientos, cesará Vd. de reír las bufonadassacrílegas de mi hermano, y arderá Vd. en deseo de auxiliarme.

¿Lopromete Vd.?

—Sí, hijo—contestó azorada—pero a Pepe no le cuentes nada de esto.

—¡Ya comprendía yo que él es quien tiene la culpa de lo que ocurre!Quedamos en que Vd. es mía, es decir, de Dios; si no, me marcharé parasiempre, después de declarar francamente ante todos que no quiero vivirentre judíos.

Bajaron lentamente las escaleras del atrio, esperó Tirso a la puerta dela botica y, al ver salir a su madre con un frasquito en la mano, dijo:

—¡Tanto esmero, tanta solicitud para buscar remedio a los males delcuerpo, que no importan nada, y ni un pensamiento para la salud delalma! Acuérdese Vd. de lo que acabamos de hablar.

En seguida se separó de ella, dejándola confusa y asustada, como mujer aquien acaban de sorprender cometiendo un delito.

El pecado, lacondenación, la impiedad, habían sonado en sus oídos a modo de palabrasvacías de sentido; las amonestaciones de un Bossuet no hubiesenejercido en ella más imperio. Lo que la dejó amilanada fue la amenaza dehablar a su marido y a Pepe,

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