El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Hombre, hay cosas que no se pueden explicar punto por punto. Yacomprendes tú la diferencia que hay de estar una mujer cariñosa, que lerebose la satisfacción de verse querida, a estar fría, esquiva, como aquien no se le importa nada del hombre que tiene al lado.

—Pues una de dos: o estás equivocado, y no hay nada de lo quesospechas, o Tirso tiene la culpa; y en este caso, no cabe duda, en micasa va a haber más guerra civil que en el Norte.

—Mucho lo temo; y respecto a lo que veníamos hablando, creo que Leo noestá ya por mí.

—Vamos con tiento. ¿Tienes algún lío, algún trapicheo que sabido porella la haya enojado?

—No: palabra de honor.

—Bueno; pues yo pondré las cosas en claro.

—Te advierto una cosa. No pensaba formalizar aún la cuestión por... porfalta de cuartos; pero puesto que han venido rodadas las cosas, consteque tu padre y tú podéis considerarme, si queréis, como de la casa;¿entiendes?—Y tendió a Pepe la mano, que

él

estrechó

cariñosamente.—Yalo

sabéis,

como

acostumbran los títulos: os pido la mano...

—Yo te prometo que saldremos de dudas.

—¿Qué vas a hacer?

—Poco he de poder, o despejo la situación. En la primer conversaciónque tenga con Tirso, le quito la careta. ¡Veremos quién lleva el gato alagua!

En seguida avivaron el paso, separándose al llegar cerca de la calle deBotoneras, donde se despidieron, quedando Millán algo esperanzado con laintervención ofrecida. Pepe entró en su casa de puntillas, abriódespacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que aprevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a sucuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban,en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía asus padres y en las complicaciones que temía. Luego, serenándose suánimo, se acordó de Paz y del recrudecimiento que imaginó notar en suamor. ¿Cuál sería la causa? ¿Por qué la niña criada en el regalo, lejosde convencerse de que aquello era una locura, daba a sus promesas másfirmeza y mayor expresión de simpatía a sus miradas?

XVI

Viendo Tirso que la madre atendía sus exhortaciones, no solamenteinsistió en ellas, sino que trató de conquistar el ánimo de Leocadia,siéndole necesario para ello aguzar la astucia, pues la diferencia decaracteres entre doña Manuela y su hija pedía táctica diversa. Laprimera cedió por bondad y mansedumbre: en ella era hábito plegarse a lavoluntad ajena. Cuando joven, obedeció a su marido; erigido después Pepeen jefe de la familia por la fuerza de las circunstancias, se acostumbróa mirarle como tal, y en las menudencias caseras seguía el parecer de suhija, mostrando en todo ser nacida para obedecer. Las condiciones deLeocadia eran distintas: tenía genio voluntarioso y, aunque sinfaltarles al respeto, respondía a sus padres con entereza; en suscaprichos de muchacha pobre, había siempre cierta obstinación; si seempeñaba en reformarse un traje, no cesaba de dar vueltas a los trozosde tela, hasta lograr lo que se proponía; gustándole un peinado, nohallaban paz sus manos hasta que conseguía aprender modo de hacérselo,y hasta en estos pequeños detalles, por la tenacidad de susresoluciones, delataba una firmeza muy difícil de dominar desplegandoenergía. Tirso notó también que, a pesar de lo humilde de su situación,la chica era algo vanidosa y estaba pagada de su persona, acusando dedistintos modos el afán de agradar, y como un cierto deseo latente, peroinmoderado, de imitar prendas y costumbres de muchachas más favorecidaspor la suerte. Jamás consintió, por ejemplo, en hacer a su hermanoblusas para trabajar en la imprenta, ni bajó nunca a la tienda de laesquina próxima con pañuelo a la cabeza; a Pepe quería verle lo mejorvestido que fuera posible; y en sus trajes propios, aun luchando con lafalta de dinero para adornos y perifollos, procuraba siempre imitarcortes elegantes. Por no tenerlos de oro, llevaba sin pendientes lasorejas y los dedos sin anillos. No era exigente en pedir lo muy costosoal esfuerzo de sus padres; pero sólo aceptaba la pobreza como unaccidente de su vida, no como condición de su origen. Admitió de buengrado el amor de Millán, al tiempo que éste cursaba con Pepe la carrera;mas el ver que su novio tuvo que abandonar los libros y dedicarse a unoficio, fue para ella contrariedad grandísima. De continuar su hermanoen la Universidad, acaso hubiese procurado romper pronto sus relacionescon el impresor; mas viéndose Pepe obligado a hacer lo mismo al pocotiempo, Leocadia comprendió que no podía por esto rechazar a Millán, ycontinuó aceptando su cariño, sin que la correspondencia con que lopagaba mereciese en realidad nombre de amor. Quizá, por falta deantecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto;pero alcanzó lo

bastante

para

convencerse

de

que,

ni

Leocadia

estabaverdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que eldesvergonzado lenguaje de la codicia llama una proporción; lo cual leautorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, lavanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija.Mejor quisiera él llevar la piedad a sus corazones con la vehemencia delcelo que le inflamaba, pero comprendió que le era forzoso seguir lamáxima de plegarse a la índole y carácter de cada pecador, paraconvertirlo más seguramente. Por fin, muchos días después de haberhablado con doña Manuela, determinó sondear a Leocadia; y hallándolauna tarde leyendo en el comedor, mientras don José reposaba y la madrehabía salido, se acercó, llevando él otro libro en la mano.

—¡Sabe Dios!—la dijo entre severo y sonriente—qué libraco será ese!¿Es de los que te trae el novio?

—Sí.

—¡Bonito papel para un joven el de procurar lecturas nocivas a la mujera quien quiere, y buen modo de amar... suponiendo que te ame!

—¿Por qué dices eso?

—Cálmate, hija, cálmate; no quiero decir, ¡Dios me libre! que ese jovenno te estime: lo que me choca, es que tú le quieras a él.

—¡Ya lo creo que me quiere!

—No parece de mala índole; pero le sucede lo que a tu hermano: debeestar plagadito de las ideas de ahora y ser de esos que no creen ni enla luz del día. Listo, sí será; ¡lástima que tenga oficio tan feo!

—El de su padre... Empezó a estudiar para abogado; pero luego lesucedió lo mismo que a Pepe.

La palabra oficio sonó en los oídos de Leocadia como Tirso habíaprevisto.

—Tendrá que estar siempre metido entre gente ordinaria, trabajadores yjornaleros: luego le afinarás tú... aunque mala tarea es.

—Pero, ¿imaginas que Millán es mozo de cuerda o sereno?—

repuso ella,riéndose forzadamente.—Te equivocas: es un muchacho decente, igual aPepe, que tiene que vivir así, trabajando, como Pepe.

—No, hija, como Pepe, no: nuestro hermano es hijo de un funcionariopúblico; el padre de ese joven, si no he oído mal, era cajista,jornalero.

—Impresor.

—Llámalo como quieras. Siendo ya viejo, llegó a dueño de la imprenta;pero su origen no puede ser más humilde. Eso no quiere decir que seamala persona; pero, en fin, ¿por qué te disgusta que nosotrosambicionemos para tí lo mejor?

Leocadia miró a su hermano, sorprendida de que así se preocupara por suporvenir.

—Lo que quiero decirte—prosiguió el cura—es que, tan joven, yreuniendo condiciones que son para la mujer llave de sana prosperidad,no debes contraer compromisos formales con un hombre inferior a tí;porque esto no me lo negarás. Acaso tenga posición más desahogada que lanuestra; pero, una cosa es el bienestar, y otra la esfera de cada uno.Hoy por hoy, no tenemos dinero; pero ni nuestros padres ni nuestrosabuelos han sido menestrales. Créeme, Leocadia, no te comprometas connadie; no renuncies a tu libertad de acción. No has nacido tú para mujerde un jornalero.

—¡Dale con lo de jornalero! tiene una industria; vamos, una imprenta;pero no es un gañán.

—¡Bah! hija mía: llamemos a las cosas por sus nombres.

Trabajador, noes más que trabajador; y, si te casas con él, sabe Dios si tendrás queir algún día a llevarle la comida en cesta, como a un albañil.

—De modo que, según tú, debo esperar a que venga a pedir mi mano untítulo de Castilla.

—Nada de eso: me parece que, aunque sea un buen chico, no estájustificado que renuncies por él a lo que te reserve el porvenir. Nadiesabe lo que es el porvenir para una doncella.

Harto conoció Leocadia que, tras aquella problemática esperanza degrandezas futuras, lo que verdaderamente impulsaba a Tirso era laantipatía que sentía contra Millán, desde que conoció que en política yen falta de religión coincidía con Pepe; mas como estos mismosargumentos se los hizo a sí propia alguna vez, no dejaron de ejercerpresión en su ánimo. Parecíale innegable la bondad de Millán, pero Tirsotenía, en parte, razón.

El roce con la gente de la imprenta había dadoa su franqueza cierto tinte rudo, a veces rayano en la grosería; a sussentimientos honrados servía de intérprete un lenguaje tosco; para verlealgo aseado y compuesto, era preciso aguardar al domingo: acaso noanduviese descaminado Tirso y, andando el tiempo, tuviera ella quellevarle en cesta la comida, resignándose a ser una menestrala, esdecir, el tipo contrario al de las señoritas, cuyos modales y trajesprocuraba imitar.

En ocasiones diferentes hizo Tirso a su hermana análogos razonamientosy, como el terreno estaba bien preparado, la semilla comenzó a germinar.Iniciado en ella el desvío, lo primero que hizo fue evitar quemenudearan las visitas de Millán entre semana, fundadas en el préstamode libros: luego ocurrió la escena narrada a Pepe por el amantedesdeñado, en la cual intervino Tirso, y, por último, la muchachaacentuó tan enérgicamente su desamor, que el novio casi dejó de merecertal nombre. A ser el afecto de Millán pasión hondamente arraigada,hubiese puesto empeño en recobrar lo que perdía; mas también en élpalpitaba un fondo de propia y exagerada estimación, en que era de mayorcuenta el orgullo que el cariño.—«No hables de esto a tuhermana—había dicho a su amigo—porque el querer no se impone ni escosa para recibida de limosna.»

Aquello produjo a Pepe malísima impresión, pero aún le desagradó más verdemostrada la intervención del cura. La cosa estaba ya fuera de duda:tras intentar apoderarse del ánimo de la madre, comenzaba por distintosmedios a explorar el de la hija para los mismos fines. ¿Cuáles seríansus propósitos ulteriores?

Motivos de conveniencia personal, al parecerninguno. Lo único verosímil, era que obrase impulsado no más que porproselitismo religioso, y en este caso, para comprometer en la empresala paz y la dicha de la familia, su fanatismo debía ser grande.

¿Cómoarriesgarse, de otra suerte, a promover una escisión entre padres ehijos, aventurando la tranquilidad del hogar y la poca salud de donJosé, por sólo la falta de cumplimiento en los deberes piadosos? Tantorepugnaba esto a Pepe, dadas sus ideas, que no le era posible atribuir asu hermano tamaña obcecación, suponiendo que, si únicamente el celo leimpulsara, debía moderarlo con afectos más terrenales, pero no menospuros. Su entendimiento rechazaba la posibilidad de que existierahombre capaz de apenar a sus padres por dar lustre a la religión.

Ladisplicencia con que Millán y Leocadia comenzaron a mirarse, perdió conesto importancia a los ojos de Pepe: su verdadera preocupación fue laconducta de Tirso, y llegó a disgustarse tanto, que su amada Paz lo echóde ver en seguida.

Primero, cierto espíritu novelesco, propio de niña libremente educada,hizo que Paz se encaprichara con el amor de Pepe: después, cuando llegóa comprender lo mucho que él valía, aquella inclinación se acentuóinsensiblemente y, lo que al comienzo fue juego de la imaginación, vinoa ser, del modo más natural y sencillo, sincero y bien arraigado amor.El empleadillo, como ella imaginaba que sus amigas le llamarían sillegaran a conocerle, se le había entrado al alma, persuadiéndose de quele quería porque empezó a temer la cara que al saberlo pondría su padre,a pesar de los alardes democráticos que solía hacer en el Parlamento.Pero no era esto lo que más la desazonaba. Su inquietud nacía de verdisgustado continuamente a Pepe, y el convencimiento de estar enamoradabrotó de aquella relación que estableció su inteligencia entre la penaque ella sentía y la inquietud que él mostraba. Cuando Paz se hizo cargode que, aun ignorando la causa, el pesar de su novio la entristecía;cuando, sin poder aquilatarlo, sintió como propio un dolor ajeno,entonces advirtió que en su corazón comenzaba a reinar una voluntaddistinta de la suya, y que aquel hombre, sólo con lealtad y buena fe,iba apoderándose de su albedrío lenta, pero seguramente, como ríocaudaloso que profundiza el cauce en que se sustenta. Paz, en aparienciafrívola, a semejanza de todo el que no ha sufrido, pero muy lista, sepersuadió pronto de que amaba, porque su pensamiento, lejos deamedrentarse ante las contrariedades que podía el amor ocasionarla, sefijó exclusivamente en el dolor del hombre a quien quería. La primermuestra de pasión verdadera, fue la sinceridad con que le habló.

Una mañana, estando en la biblioteca de su padre, que era donde se veíanen los ratos que aquél faltaba de allí, dijo a Pepe, empleando sulenguaje ligero y franco, entonces más franco que nunca:

—Tengo que decirte una cosa muy grave.

—¿Qué?

—He hecho un descubrimiento: que tú no me quieres y que yo te quieromucho más de lo que me figuraba.

—No te entiendo.

—Clarito, hijo; que tu amor—emplearemos esta palabra, para mayorsolemnidad, aunque ya sabes que a mí me gusta más decir cariño—puesbien, que tu amor es mucho más tibio que el mío.

—Veamos cómo se demuestra ese grandísimo embuste.

—De un modo muy sencillo. Pase que siempre me estés aburriendo con lode ser yo rica y tú pobre, por supuesto, que no me ofendo; pase la maníade los celitos, que no tienen sentido común; pase el estarte sin venirtres y cuatro días seguidos, para que te espere con más deseo...

—No: por miedo a que tu padre adivine lo que ocurre.

—Déjame acabar: lo que no pasa, es que tengas disgustos, que estésapesadumbrado y me lo calles. ¿Tan tonta soy, que no sirvo para decirteni una palabra de consuelo?

—¿Y qué tiene que ver esta ternura, alma mía, con el descubrimiento?

—Pues no puede estar más a la vista. Que tú, sufriendo y ocultándomelo,revelas una falta grande de confianza, que es falta de cariño; y yo, aquejerándome, como dicen en Andalucía, por tu reserva, demuestroquererte mil veces más.

—Pero, ¿de dónde has sacado tú que tengo disgustos?

—Eso te faltaba, añadir el disimulo a la falta de confianza.

¿Noquieres decirme lo que te pasa?

Pepe, que prefería hablar sólo de su amor, o que se había propuestocallar interioridades de su casa, contestó negando, y Paz acabó pordecirle:

—Si crees que es mera curiosidad, no despliegues los labios; peroconste: quedo en libertad para averiguarlo.

—Averigua lo que se te antoje, pero quiéreme mucho.

La entrada de don Luis cortó el diálogo. Paz se había propuesto saber aqué atenerse respecto al origen de la tristeza de Pepe, y cuando unamujer enamorada forma resolución semejante, el secreto puede darse pordescubierto. La obstinación de Pepe en callar fue inútil: Paz puso tantoempeño en saber los disgustos de su amante, como éste en seguir paso apaso los incomprensibles manejos del cura.

XVII

Cuando Pepe dejaba de ir a ver a Paz, por miedo a infundir sospechas oparecer pegajoso a don Luis, entraba Pateta en funciones de correo: yasabía ella que cada tercer día de ausencia el chico rondaba al oscurecerlos alrededores del hôtel y, espiando momento oportuno, metía el brazopor la verja y dejaba la carta bajo los ladrillos levantados del horno,situado junto al invernadero.

Una tarde en que don Luis tuvo que asistir a un banquete político, Paz,después de verle partir y tras alejar con distintos pretextos a loscriados, bajó al jardín entre dos luces y aguardó a Pateta. Al cuarto dehora vio al muchacho que venía aproximándose disimuladamente a la verja,dando puntapiés a un bote de hoja de lata que encontró allí cerca:entonces ella se ocultó tras uno de los pilares de mampostería que habíaen los ángulos del invernáculo y, cuando el chico se acercó a meter lamano por entre los barrotes de la verja, salió de su escondite,diciendo:

—Oye, Pateta.

—Guárdese Vd. esta carta no la vean.

—No hay nadie.

Pateta, gorra en mano, arrimando el rostro a los hierros, como monoenjaulado, prestó atención.

Lo apartado del sitio y lo desapacible de la tarde, hacían que reinaraen torno del hôtel completa soledad. En la atmósfera flotaban losúltimos resplandores del sol ya puesto, y la árida campiña aparecíaenvuelta en una claridad medrosa, mientras al lado opuesto se ibaextendiendo una ancha faja oscura, que se dilataba lentamente por elcielo. El traje de Paz formaba una mancha clara cortada por los hierrosde la verja: Pateta se comía con los ojos a la señorita, sin adivinarlo que querría decirle.

—Pues a estas horas, estando esto tan solitario—dijo de pronto—yapodía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted.

—Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo.

—Mande Vd.

—¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere.

—¿Ni el señor Pepe?

—Menos que nadie.

El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva.

Pazcomprendió que quizá hacía mal; pero ya no era posible retroceder.

—Te advierto que se trata de algo que nos interesa mucho a él y a mí.

—No hay más que hablar.

Pero esta sumisión fue acompañada del firme propósito de contárselo todoa Pepe.

—Vamos a ver: ¿Qué le pasa? ¿Qué disgusto es el que tiene?

¿Sabes algo?

—Nada, ni jota.

—Es necesario que lo averigües. Temo que le quiten el destino que tieneen la biblioteca del Senado, y quisiera estar prevenida para parar elgolpe. ¿Sabes tú si es esa la razón de que esté hace ya muchos días tantristón? ¿De veras no puedes decirme nada?

Pateta cayó en la red.

—Yo, de eso del destino, no sé : preguntaré. Por lo demás, no séqué le pué haber pasao. En la imprenta todo anda como siempre...Como no sea por lo del cura...

—¿Qué dices de imprenta? ¿Qué imprenta es esa?

—¡Toma! ¿Cuál ha de ser? La nuestra, es decir, la del señor Millán.

—¿De modo que el señorito trabaja también en la imprenta?

—Como que es el primer corretor y le dan deciocho riales, y eso queno va más que por las noches. ¿No lo sabía Vd.?

Paz, temerosa de que Pateta se escamara, le dijo, mintiendo:

—Sí, hombre, ¿no he de saberlo? Pero creía que se llevaba el trabajo asu casa.

—¡Quiá, no señora! tié que hacerlo allí.

—Y eso del cura, ¿qué es?

—Su hermano, ¿está Vd.? es cura y ha venío hace cosa de dos meses; ycomo es cura y muy carca, les está golviendo tarumba, y trae la casapatas arriba; quié que vayan a misa, que recen más que un ciego; enfin, que no le puén aguantar... ni yo tampoco.

—¿Por qué?

—Hasta conmigo se ha metío el muy lioso. El domingo pasao tuve yoque ir a trabajar medio día, porque había prisas, y luego le yevé alseñor Pepe unas pruebas a su casa; y como era domingo, y yo, aunque meesté mal el decirlo, soy corneta del batallón de Voluntarios de laLibertad de mi barrio, fui de uniforme, no tener que andar dosveces el camino. El cura estaba en la puerta, quiso que le dejara laspruebas y, como yo no le conocía y tenía orden de ver al mismo señorPepe, ¿está Vd.?

no me dio la gana. Mire Vd., señorita, se puso hechouna fiera, y lo que me dio rabia fue que me se rió del uniforme: mellamó mamarracho, y dijo que me fuera a estudiar la dotrina. Yo, laverdad, como aún no sabía que era hermano del señor Pepe...

Vamos, queme despaché a mi gusto: le llamé cucaracha, carca, tóo lo que mese ocurrió.

—¿Y dices que ese hermano trae revuelta la familia?

—¡Ya lo creo! Si no fuera por miedo a dar una pesadumbre al señorviejo, ya le había don Pepe plantao en mitá el arroyo.

Figúrese Vd.,señorita, que una de las cosas que más rabia le han dao al señor Pepe,ha sido que ha hecho reñir... Verá Vd.: la señorita Leocadia sehablaba con el señor Millán, mi amo; vamos, que eran novios, como quiendice, y el cura ha metío zizaña y los ha desapartao. Por supuesto,que no estarían muy encariñaos, porque no hubieran reñido así... tanfácilmente,

¿verdad?

—Pero tu amo y el señorito Pepe no han reñido.

—¡Quiá! ¿No ve Vd. que los dos están convencíos de que la culpa esdel cura? A la madre la tié tonta a fuerza de rezos... ¡Ya sabe elseñor Pepe a qué atenerse!

—¡Sí que son motivos de disgusto!

—Fuera de eso—continuó Pateta—siempre ha estado de buen humor: hastacuando tuvo que dejar la carrera, que a poco entró en la imprenta... ycomo si : él, en trabajando, ya está contento. No sabe Vd. la vidaque yeva: él aquí con su papá de Vd., él en la imprenta, él en eldestino que ice Vd. que le quién quitar. Es una fiera eltrabajo, y cuanto gana, a su casita. No gasta más que en tabaco y algúnrealejo que me da mí.

—Vaya, adiós; vete, no sea que nos vean—añadió Paz, alargándole en lamano una monedita de dos duros.

Pateta, sin desasirse de la verja, repuso sonriendo, y con entonaciónmuy achulada:

—¡Quiá!

—¡No seas niño, toma!

—¡Quiá, no, señorita!; ¡si yo hago lo que hago por el señor Pepe; peroa mí no me da Vd. ni eso, ni tan siquiera un chavo!

Paz seguía con la moneda en la mano, más avergonzada que el chico.

—¿Me haces un feo?

—Eso no: y que vea Vd., deme usted esa rosa que tiene Vd.

prendidaen el pecho: luego yo se la doy a mi novia: Vd. tendrá muchas así, y deesas no se venden en la calle.

Paz, movida de un sentimiento de mujeril delicadeza, corrió a laestufa, cortó dos magníficas rosas y, dándoselas al chico, además de laque llevaba prendida, le dijo:

—Estas dos, las mayores, para tu novia: esta otra pequeña, la que yotenía puesta, para Pepe: ¿entiendes? ¿Conque tienes novia?

—Pues, ¿qué cree Vd., señorita, que soy de palo? Entendido: las mayores mi chiquiya, y la otra el señor Pepe.

—Adiós, y de lo que hemos hablado antes, ni una palabra...

chitito.

—Corriente: quede Vd. con Dios, señorita, y gracias.

Ella se entró en el hôtel y él desapareció tras las tapias de unoscorralones cercanos.

Paz supo más de lo que esperaba averiguar. El origen de las cavilacionesde Pepe por la conducta de su hermano la disgustó sobremanera; pero loque hizo en su pensamiento más mella, fue saber que Pepe trabajaba decorrector en la imprenta. El dueño de su albedrío era algo menos que unempleadillo.

Por causa análoga, Leocadia, la muchacha de condición humilde, sinesperanza de fortuna, se mostró esquiva con su novio: Paz, en cambio,sintió entonces hacia su amante una simpatía firme y serena, en quehabía algo de respeto. A medida que su diferente posición tendía asepararles, más se aferraba ella a su cariño.

Un suceso ignoraba Pateta, y también Pepe lo ignoró durante algúntiempo, que contado por aquél a Paz, hubiese podido sumarse al capítulode culpas hecho contra Tirso: el rompimiento de Leocadia con Millán.

Despreciado por ella, puso él los ojos en otra. Había entre los cajistasde la imprenta uno casado dos años antes con una muchacha llamadaEngracia, sastra, muy guapa, modosa, de dulce condición y digna de mejortrato que el que le daba su marido. Era el tal, jugador, holgazán,pendenciero, pero, sobre todo, borracho, y con tan mal vino, que sudesdichada compañera podía contar las copas que empinaba por losguantazos y empellones

que

ella

recibía

luego.

Escatimarla

la

comida,empeñar las ropas, trampear en la taberna y volver el sábado a casa conel jornal mermado por el vicio, eran sus principales hazañas, amén demirar a la pobre muchacha con el mayor despego. A Engracia la casó sumadrastra, prendera, que, según voz pública en el barrio, tenía gato,con propósito de quitársela de encima, y ella admitió los primerosrequiebros del cajista por salir del poder de tan mala pécora. Mientrasconfió el mozo, y la prendera supo hacerle esperar, en que la boda leproporcionaría cuartos, ocultó sus mañas; pero verificado el matrimonio,libre la madrastra, sujeta Engracia y chasqueado el novio, comenzó éstea dar mala vida a la muchacha.

Afortunadamente, sus brutalidades duraronpoco. Cierta noche, al cerrar la taberna en que se había emborrachado,el dueño de la tienda le arrojó a torniscones, y él se quedó tumbado enla acera, sin abrigo ni gorra. Cuando llegó a su casa, de madrugada,tosía más que un asmático, y a los quince días murió en el hospital,dejando a Engracia un niño de pocos meses. Sus compañeros, como todoslos de tan noble oficio, en que tales casos son raros, tenían formadauna a modo de sociedad de socorros para auxiliarse en los trances durosde la vida, y acordaron entregar a la madre viuda una cantidad dedinero.

Millán puso algo de su bolsillo y mandó a Engracia recado paraque fuese a recoger el total. Poco después, con ánimo de socorrerlaindirectamente, y sabiendo cuál había sido de soltera su oficio, la dioalguna ropa que arreglar, y, hoy un viaje de él a su casa, mañana unavisita de ella