El Filibusterismo by Dr. José Rizal - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Basilio examinó el arma, la cargó y guardó enel bolsillo interior de su americana. Se despidió con unseco:—¡Hasta luego!

[Índice]

XXXIV

Las bodas

Una vez en la calle, Basilio pensó en qué podíaocuparse hasta que llegase la fatal hora; no eran más que lassiete. Era la época de las vacaciones y todos los estudiantesestaban en sus pueblos.

Isagani era el único que no quisoretirarse, pero había desaparecido desde aquella mañana yno se sabía su paradero. Esto le habían dicho áBasilio, cuando al salir de la carcel fué á visitará su amigo para pedirle hospitalidad. Basilio no sabíaá donde ir, no tenía dinero, no tenía nada fueradel revólver. El recuerdo de la lámpara ocupaba suimaginacion; dentro de dos horas tendría lugar la grancatástrofe y, al pensar en ello, le parecía que loshombres que desfilaban delante de sus ojos pasaban sin cabeza: tuvo unsentimiento de feroz alegría al decirse que, hambriento y todo,aquella noche iba él á ser temible, que de pobreestudiante y criado, acaso el sol le viera terrible y siniestro, depié sobre pirámide de cadáveres, dictando leyesá todos aquellos que pasaban delante en sus magníficoscoches. Rióse como un condenado, y palpó la culata delrevólver: las cajas de cartuchos estaban en sus bolsillos.

Se le ocurrió una pregunta ¿dóndeprincipiaría el drama? En su aturdimiento, no se le habíaocurrido preguntarlo á Simoun, pero Simoun le había dichoque se alejase de la calle de Anloague.

Entonces tuvo una sospecha; aquella tarde, al salir de lacárcel se había dirigido á la antigua casa de Cpn.Tiago para buscar sus pocos efectos, y la había encontradotrasformada y preparada para una fiesta; ¡eran las bodas deJuanito Pelaez! Simoun hablaba de fiesta. [252]

En esto vió pasar delante de sí una larga fila decoches, llenos de señores y señoras conversando conanimacion; creyó distinguir dentro grandes ramilletes de flores,pero no paró atencion en ello.

Los coches se dirigíanhácia la calle del Rosario y, por encontrarse con los quebajaban del puente de España, tenían que detenerseá menudo é ir lentamente. En uno vió áJuanito Pelaez al lado de una mujer, vestida de blanco con un velotransparente: en ella reconoció á PaulitaGómez.

—¡La Paulita! exclamó sorprendido.

Y viendo que en efecto era ella, en traje de novia, con JuanitoPelaez, como si viniesen de la iglesia,

—¡Pobre Isagani! murmuró ¿qué sehabrá hecho de él?

Pensó unos instantes en su amigo, alma grande, generosa, ymentalmente se preguntó si no sería bueno comunicarle elproyecto, pero mentalmente se contestó tambien que Isagani nuncaquerría tomar parte en semejante carnicería... A Isaganino le habían hecho lo que á él.

Despues pensó en que sin la prision, él seríanovio ó marido en aquellas horas, licenciado en Medicina,viviendo y curando en un rincon de su provincia. La sombra deJulî, destrozada en su caida, cruzó por su imaginacion;llamas oscuras de odio encendieron sus pupilas, y de nuevoacarició la culata del revólver sintiendo no llegase yala terrible hora. En esto vió que Simoun salió de lapuerta de su casa con la caja de la lámpara, cuidadosamenteenvuelta, entró en un coche que siguió la fila de los queacompañaban á los novios. Basilio, para no perder devista á Simoun, quiso fijarse en el cochero, y con asombroreconoció en él al desgraciado que le habíaconducido á San Diego, á Sinong el apaleado de la GuardiaCivil, al mismo que le enteraba en la carcel de cuanto habíasucedido en Tianì.

Conjeturando que la calle Anloague iba á ser el teatro,allá se dirigió el joven, apresurando el paso yadelantándose á los coches. En efecto, se dirigíantodos á la antigua casa de Cpn. Tiago:

¡allí sereunían en busca de un baile paradanzar por el aire! Basilio se rió al ver las parejas de laGuardia Veterana que hacían el servicio. Por su número sepodía adivinar la importancia de la fiesta y de los invitados.La casa rebosaba de gente, derramaba torrentes de luz por sus ventanas;el zaguan estaba alfombrado y lleno de flores; allá arriba,acaso en su antiguo y solitario aposento, tocaba ahora la orquesta[253]aires alegres, que no apagaban del todo elconfuso tumulto de risas, interpelaciones y carcajadas.

D. Timoteo Pelaez llegaba al pináculo de la fortuna, y larealidad sobrejujaba sus ensueños.

Casaba, al fin, á suhijo con la riquísima heredera de los Gomez, y gracias al dineroque Simoun le había prestado, había alhajado regiamente aquellagran casa, comprada en la mitad de su valor, daba en ella unaespléndida fiesta, y las primeras divinidades de Olimpomanileño iban á ser sus huéspedes, para dorarlecon la luz de su prestigio. Ocurríansele desde aquellamañana, con la persistencia de una cantata en boga, unas vagasfrases que había leido en sus comuniones: «¡Ya esllegada la hora dichosa! ¡Ya se acerca el momento feliz! Prontose cumplirán en tí las admirables palabras de Simoun:Vivo yo, mas no yo sino que el Capitan General vive enmí», etc.

¡El Capitan General, padrinode su hijo! No asistía en verdad al casamiento; don Custodio lerepresentaba, pero vendría á cenar, y traería unregalo de boda, una lámpara que ni la de Aladin...—entrebastidores—Simoun daba la lámpara. Timoteo,¿qué quieres más?

La trasformacion que había sufrido la casa de Cpn. Tiago eraconsiderable; se había empapelado de nuevo ricamente; el humo yel olor del opio desaparecieron por completo. La inmensa sala,ensanchada aun por los colosales espejos que multiplicaban al infinitolas luces de las arañas, estaba toda alfombrada: alfombratenían los salones de Europa, y aunque el piso erabrillantísimo y de anchas tablas, alfombra debía tenertambien el suyo pues ¡no faltaba más! La ricasillería de Cpn. Tiago había desaparecido, en su lugar seveía otra, estilo Luis XV; grandes cortinas de terciopelo rojo,bordadas de oro, con las iniciales de los novios y sujetas porguirnaldas de azahar artificiales, pendían de los portiers ybarrían el suelo con sus anchos flecos, de oro igualmente.

Enlos ángulos se veían enormes vasos de Japon, alternandocon otros de Sèvres, de un azul oscuro purísimo,colocados sobre pedestales cuadrados de madera tallada. Lo únicoque no estaba bien eran los cromos chillones con que don Timoteohabía sustituido los antiguos grabados y laslitografías de santos de Cpn. Tiago. Simoun no le pudo disuadir;el comerciante no quería cuadros al óleo, no vaya algunoá atribuirlos á artistas filipinos... ¡él,sostener á artistas filipinos, nunca! en ello le iba[254]la paz y acaso la vida, ¡y élsabía como hay que bogar en Filipinas!

Verdad es quehabía oido hablar de pintores estrangeros como Rafael, Murillo,Velazquez, pero no sabía cómo dirigirse á ellos, yluego puede que salgan algo sediciosos... Con cromos no se arriesgabanada, los filipinos no los hacían, le salían másbaratos, el efecto parecía el mismo, si no mejor, ¡loscolores más brillantes y muy fina la ejecucion! ¡Vaya sidon Timoteo sabía como arreglarse en Filipinas!

La gran caida, adornada toda de flores, se había convertidoen comedor: una gran mesa en medio para treinta personas, y al rededor,pegadas á las paredes, otras pequeñitas para dos y tres.Ramilletes de flores, pirámides de frutas entre cintas y luces,cubrían los centros. El cubierto del novio estabaseñalado por un ramo de rosas, el de la novia por otro de azahary azucenas. Ante tanto lujo y tanta flor se imagina uno que ninfas deropaje ligero y amorcillos con alas irisadas iban á servirnéctar y ambrosía á huéspedesaéreos, al son de liras y eolias arpas.

Sin embargo, la mesa para los grandes dioses no estaba allí,estaba servida allá en medio de la ancha azotea, en unelegantísimo kiosko, construido espresamente para el acto. Unacelosía de madera dorada, por donde trepan olorosas enredaderas,ocultaba el interior á los ojos del vulgo sin impedir la librecirculacion del aire, para mantener la frescura necesaria en aquellaestacion.

Un elevado entarimado levantaba la mesa sobre el nivel de lasotras en que iban á comer los simples mortales, y unabóveda, decorada por los mejores artistas, protegería losaugustos cráneos de las miradas envidiosas de las estrellas.

Allí no había más que siete cubiertos; lavagilla era de plata maciza, mantel y servilletas de finísimolino, vinos, los más caros y esquisitos. Don Timoteobuscó lo más raro y costoso y no habría vaciladoante un crímen si le hubiesen dicho que el Capitan Generalgustaba de comer carne humana. [255]

[Índice]

XXXV

La fiesta

«Danzar sobre un volcan.»

A la siete de la noche fueron llegando los convidados: primero, lasdivinidades menores, pequeños empleados, gefes de negociado,comerciantes, etc, con los saludos másceremoniosos y los aires más graves, al principio, como sifueran recien aprendidos: tanta luz, tanta cortina y tanto cristalimponían algo. Despues se familiarizaban y se daban disimuladospuñetazos, palmaditas en el vientre y algunos hasta seadministraron familiares pescozones. Algunos, es verdad, adoptabancierta actitud desdeñosa para hacer ver que estabanacostumbrados á cosas mejores, ¡vaya, si lo estaban! Diosahubo que bostezó encontrando todo cursi y diciendo quetenía gazuza; otra que riñó con su dios,haciendo un gesto con el brazo para darle una manotada. Don Timoteosaludaba por aquí, por allá; enviaba una sonrisita,hacía un movimiento de cintura, un retroceso, media vuelta,vuelta entera, etc., tanto que otra diosa no pudomenos de decir á su vecina, al amparo del abanico:

—¡Chica, que filadelfio está el tío!¡Mia que paese un fantoche!

Despues, llegaron los novios, acompañados de doñaVictorina y toda la comitiva. Felicitaciones, apretones de manos,palmaditas protectoras al novio, miradas insistentes, lascivas,anatómicas para la novia, por parte de ellos; por parte deellas, análisis del traje, del aderezo, cálculo delvigor, de la salud, etc.

—¡Psíquis y Cupido presentándose en elOlimpo! pensó Ben Zayb y se grabó la comparacion en lamente para soltarla en mejor ocasion.

El novio tenía en efecto la fisonomía truhanesca deldios del amor, y con un poco de buena voluntad se podía tomar poraljaba la joroba en su máximum, que la severidad del frac nollegaba á ocultar.

Don Timoteo empezaba á sentir dolores de cintura, los[256]callos de sus piés se irritaban pocoá poco, su cuello se cansaba y ¡faltaba aun el Cpn.General! Los grandes dioses, entre ellos el P.

Irene y el P.Salví, habían llegado ya, es verdad, pero aun faltaba eltrueno gordo. Estaba inquieto, nervioso; su corazon latíaviolentamente, tenía ganas de desahogar una necesidad, perohabía primero que saludar, sonreir, y despues iba y nopodía, se sentaba, se levantaba, no oía lo que ledecían, no decía lo que se le ocurría. Y mientrastanto, un dios aficionado le hacía observaciones sobre suscromos, se los criticaba asegurándole que manchaban lasparedes.

—¡Manchaban las paredes! repetía don Timoteosonriendo con ganas de arañarle; ¡pero si estánhechos en Europa y son los más caros que me he podido procuraren Manila! ¡Manchaban las paredes!

Y don Timoteo se juraba cobrar al día siguiente todos losvales que del crítico tenía en su almacen.

Se oyeron pitadas, galopar de caballos, ¡al fin!

—¡El General!—¡El Capitan General!

Pálido de emocion, se levantó don Timoteo disimulandoel dolor de sus callos, yacompañado de su hijo y de algunos dioses mayores, bajóá recibir al Magnum Jovem. Se le fué el dolor decintura ante las dudas que en el momento le asaltaron:¿debía modelar una sonrisa ó afectar gravedad?¿debía alargar la mano ó esperar á que elGeneral le ofrezca la suya? ¡Carambas!

¿cómo no sele había ocurrido nada del asunto para consultar con su granamigo Simoun? Para ocultar su emocion preguntó en voz baja, muyquebrada á su hijo:

—¿Has preparado algun discurso?

—Ya no se estilan discursos, papá, ¡y conéste menos!

Llegó Júpiter en compañía de Juno,convertida en un castillo de fuegos artificiales: brillantes en eltocado, brillantes al cuello, en los brazos, en los hombros, ¡entodas partes! Lucía un magnífico traje de seda, con largacola, bordada de flores de realce.

S. E. tomó realmente posesion de la casa, como se losuplicó balbuceando don Timoteo. La orquesta tocó lamarcha real, y la divina pareja subió majestuosamente laalfombrada escalera.

La gravedad de S. E. no era afectada; acaso por primera vez, desdeque llegó á las Islas, se sentía triste; algo demelancolía velaba sus pensamientos. Aquel era el últimotriunfo [257]de sus tres años de soberano, y dentro dedos días, para siempre iba descender de tanelevada altura. ¿Qué dejaba detrás de sí?S. E. no volvía la cabeza y prefería mirar háciadelante, ¡hácia el porvenir! Se llevaba una fortunaconsigo, grandes cantidades depositadas en los Bancos de Europa leesperaban, tenía hoteles, pero había lastimado ámuchos, tenía muchos enemigos en la Corte,

¡el altoempleado le esperaba allá! Otros generales se enriquecieron comoél rápidamente, y ahora estaban arruinados. ¿Porqué no se quedaba más tiempo como se lo aconsejabaSimoun? No, la delicadeza ante todo. Los saludos, ademas, no eran yaprofundos como antes; notaba miradas insistentes, y hasta displicencia;y él contestaba con afabilidad y hasta ensayaba sonrisas.

—¡Se conoce que el sol está en su ocaso!observó el P. Irene al oido de Ben Zayb; ¡muchos le miranya frente á frente!

¡Carambas con el cura! precisamente iba él ádecir eso.

—Chica, murmuró al oido de su vecina la quellamó fantoche á don Timoteo, ¿has vistoqué falda?

—¡Uy! ¡las cortinas del Palacio!

—¡Calla! ¡y es verdad! Pues se llevan todo.¡Verás como se hace un abrigo con las alfombras!

—¡Eso no prueba más sino que tiene ingenio ygusto! observó el marido, reprendiendo á su esposa conuna mirada; ¡las mujeres deben ser económicas!

Todavía le dolía al pobre dios la cuenta de lamodista.

—¡Hijo! dame cortinas de á doce pesos la vara y¡verás si me pongo estos trapos! replicó picada ladiosa; ¡Jesus! ¡hablarás cuando tengas tanespléndidos predecesores!

Entretanto Basilio, delante de la casa, confundido entre la turba decuriosos, contaba las personas que bajaban de los coches. Cuandovió tanta gente alegre, confiada; cuando vió al novio yá la novia, seguida de su cortejo de jovencitas inocentes ycandorosas, y pensó que iban á encontrar allí unamuerte horrible, tuvo lástima y sintió que se amortiguabasu odio.

Tuvo deseos de salvar á tantos inocentes, pensóescribir y dar parte á la justicia; pero un coche vino y bajaronel P. Salví y el P. Irene, ambos muy contentos, y como nubepasagera, se desvanecieron sus buenos propósitos.

—¡Qué me importa? se dijo ¡que paguen losjustos con los pecadores! [258]

Y luego añadió para tranquilizar susescrúpulos:

—Yo no soy delator, yo no debo abusar de la confianza que enmí ha depositado. Yo le debo á él más que á todos ésos; él cavóla tumba de mi madre; ¡esos la mataron! ¿Qué tengoque ver con ellos? Hice todo lo posible para ser bueno, útil; heprocurado olvidar y perdonar; ¡sufrí toda imposicion ysolo pedía me dejasen en paz! Yo no estorbaba á nadie...¿Qué han hecho de mí?

¡Que vuelen susmiembros destrozados por el aire! ¡Bastante hemos sufrido!

Despues vió bajar á Simoun llevando en brazos laterrible lámpara, le vió atravesar el zaguan lentamente,con la cabeza baja y como reflexionando. Basilio sintió que sucorazon latía debilmente, que sus piés y manos seenfriaban y que la negra silueta del joyero adquiría contornosfantásticos, circundados de llamas. Allá sedetenía Simoun al pié de la escalera y como dudando;Basilio no respiraba. La vacilacion duró poco: Simounlevantó la cabeza, subió resueltamente las escaleras ydesapareció.

Parecióle entonces al estudiante que la casa iba áestallar de un momento á otro y que paredes, lámparas,convidados, tejado, ventanas, orquesta, volaban lanzados por los airescomo un puñado de brasas en medio de una detonacion infernal;miró en torno suyo y creyó ver cadáveres en lugarde curiosos; los veía mutilados, le pareció que el airese llenaba de llamas, pero la serenidad de su juicio triunfó deaquella alucinacion pasagera que el hambre favorecía y sedijo:

—Mientras no baje, no hay peligro. ¡Aun no ha llegado elCapitan General!

Y procuró aparecer sereno dominando el temblor convulsivo desus piernas, y trató de distraerse pensando en otras cosas.Alguien se burlaba de él en su interior y le decía:

—Si tiemblas ahora, antes de los momentos supremos,¿cómo te portarás cuando veas correr sangre, arderlas casas y silbar las balas?

Llegó S. E., pero el joven no se fijó en él:observaba la cara de Simoun que era uno de los que habían bajadopara recibirle, y leyó en la implacable fisonomía lasentencia de muerte de todos aquellos hombres, y entonces nuevo terrorse apoderó de él. Tuvo frío, se apoyócontra el muro de la casa y, fijos los ojos en las ventanas y atentoslos oidos, quiso adivinar [259]lo que podía pasar.Vió en la sala la multitud rodeando á Simoun, ycontemplando la lámpara; oyó varias felicitaciones,exclamaciones de admiracion; las palabras «comedor,estreno» se repitieron varias veces; vió al Generalsonreirse y conjeturó que se estrenaría aquella misma nochesegun la prevision del joyero y, por cierto, en la mesa donde ibaá cenar Su Excelencia. Simoun desapareció, seguido de unamultitud de admiradores.

En aquel momento supremo su buen corazon triunfó,olvidó sus odios, olvidóse de Julî, quiso salvará los inocentes y decidido, suceda lo que suceda,atravesó la calle y quiso entrar. Pero Basilio habíaolvidado que iba miserablemente vestido; el portero le detuvo, leinterpeló groseramente, y al ver su insistencia, leamenazó con llamar á una pareja de la Veterana.

En aquel momento bajaba Simoun ligeramente pálido. El porterodejó á Basilio para saludar al joyero como si pasase unsanto. Basilio comprendió en la espresion de la cara que dejabapara siempre la casa fatal y que la lámpara ya estaba encendida. Alea jacta est. Presa del instinto de conservacion, pensóentonces en salvarse. Podía ocurrírsele ácualquiera por curiosidad mover el aparato, sacar la mecha y entonces,estallaría y todo sería sepultado. Todavíaoyó á Simoun que decía al cochero:

—¡Escolta, pica!

Azorado y temiendo oir de un momento á otro la terribleesplosion, Basilio se dió toda la prisa que podía paraalejarse del maldito sitio: sus piernas le parecían que notenían la agilidad necesaria, sus piés resbalaban contrala acera como si anduviesen y no se moviesen, la gente que encontrabale cerraba el camino y antes de dar veinte pasos creía quehabían pasado lo menos cinco minutos. A cierta distanciatropezó con un joven que de pié, con la cabeza levantada,miraba fijamente hácia la casa. Basilio reconocióá Isagani.

—¿Qué haces aquí? preguntóle.¡Ven!

Isagani le miró vagamente, se sonrió con tristeza yvolvió á mirar hácia los balcones abiertos, altravés de los cuales se veía la vaporosa silueta de lanovia, cogida del brazo del novio, alejándoselánguidamente.

—¡Ven, Isagani! ¡Alejémonos de esa casa,ven! decía en voz ronca Basilio cogiéndole del brazo. [260]

Isagani le apartaba dulcemente ¡y seguía mirando con lamisma dolorosa sonrisa en los labios!

—¡Por Dios, alejémonos!

—¿Por qué alejarme? ¡Mañana ya noserá ella!

Había tanto dolor en aquellas palabras que Basilio seolvidó por un segundo de su terror.

—¿Quieres morir? preguntó.

Isagani se encogió de hombros y siguió mirando.

Basilio trató de arrastrarle de nuevo.

—¡Isagani, Isagani, óyeme, no perdamos tiempo!Esa casa está minada, va á saltar de un momento áotro, por una imprudencia, una curiosidad... ¡Isagani, todoperecerá bajo sus ruinas!

—¿Bajo sus ruinas? repitió Isagani como tratandode comprender sin dejar de mirar á la ventana.

—¡Sí, bajo sus ruinas, sí, Isagani!¡por Dios, ven! ¡te lo explicaré despues, ven! otroque ha sido más desgraciado que tú y que yo, los hacondenado... ¿Ves esa luz blanca, clara, como luzeléctrica, que parte de la azotea? ¡Es la luz de lamuerte! Una lámpara cargada de dinamita, en un comedor minado...¡estallará y ni una rata se escapará con vida,ven!

—¡No! contestó Isagani moviendo tristemente lacabeza; quiero quedarme aquí, quiero verla por últimavez... ¡mañana ya será otra cosa!

—¡Cúmplase el destino! exclamó entoncesBasilio alejándose á toda prisa.

Isagani vió que su amigo se alejaba con la precipitacion quedenotaba un verdadero terror y siguió mirando hácia lafascinadora ventana, como el caballero de Toggenburg esperando que seasome la amada, de que nos habla Schiller. En aquel momento la salaestaba desierta; todos se habían ido á los comedores. AIsagani se le ocurrió que los terrores de Basilio podíanser fundados. Recordó su cara aterrada, él que en todoconservaba su sangre fría y empezó á reflexionar.Una idea apareció clara á su imaginacion: la casa ibaá volar y Paulita estaba allí, Paulita iba á morirde una muerte espantosa...

Ante esta idea todo lo olvidó: celos, sufrimientos, torturasmorales; el generoso joven solo se acordó de su amor. Sin pensaren sí, sin detenerse, dirigióse á la casa ygracias á su traje elegante y á su aire decidido, pudofranquear facilmente la puerta. [261]

Mientras estas cortas escenas pasaban en la calle, en el comedor delos dioses mayores, circulaba de mano en mano un pedazo de pergaminodonde se leían escritas en tinta roja estas fatídicaspalabras:

Mane Thecel Phares.

Juan Crisóstomo Ibarra

—¿Juan Crisóstomo Ibarra? ¿quiénes ése? preguntó S. E. pasando el papel al vecino.

—¡Vaya una broma de mal gusto! repuso don Custodio:¡firmar el papel con el nombre de un filibusterillo, muerto hacemás de diez años!

—¡¡Filibusterillo!!

—¡Es una broma sediciosa!

—Habiendo señoras...

El P. Irene buscaba al bromista y vió al P. Salví, que estabasentado á la derecha de la condesa, ponerse pálido comosu servilleta mientras con los ojos desencajados contemplaba lasmisteriosas palabras. ¡La escena de la esfinge se lepresentó en la memoria!

—¿Qué hay, P. Salví? preguntó;¿está usted reconociendo la firma de su amigo?

El P. Salví no contestó; hizo ademan de hablar y sinapercibirse de lo que hacía, se pasó por la frente laservilleta.

—¿Qué le pasa á V. R.?

—¡Es su misma escritura! contestó en voz baja,apenas inteligible; ¡es la misma escritura de Ibarra!

Y recostándose contra el respaldo de su silla, dejócaer los brazos como si le faltasen las fuerzas.

La inquietud convirtióse en terror; se miraron unos áotros sin decirse una sola palabra. S. E.

quiso levantarse, perotemiendo lo atribuyeran á miedo, se dominó y miróen torno suyo. No había soldados: los criados que servíanle eran desconocidos.

—Sigamos comiendo, señores, repuso, ¡y no demosimportancia á una broma!

Pero su voz, en vez de tranquilizar, aumentó la inquietud; lavoz temblaba.

—Supongo que ese Mane thecel phares, ¿noquerrá decir que seremos asesinados esta noche?

dijo donCustodio. [262]

Todos se quedaron inmóviles.

—Pero pueden envenenarnos...

Soltaron los cubiertos.

La luz en tanto principió á oscurecerse poco ápoco.

—La lámpara se apaga, observó el Generalinquieto; ¿quiere usted subir la mecha, P. Irene?

En aquel momento, con la rapidez del rayo, entró una figuraderribando una silla y atropellando un criado y, en medio de lasorpresa general, se apoderó de la lámpara, corrióá la azotea y la arrojó al río. Todo pasó enun segundo: el comedor se quedó á oscuras.

La lámpara ya había caido en el agua cuando loscriados pudieron gritar:—¡Ladron, ladron!precipitándose tambien á la azotea.

—¡Un revólver! gritó uno; ¡pronto unrevólver!¡ Al ladron!

Pero la sombra, más ágil aun, ya había montadosobre la balaustrada de ladrillo y antes que pudiesen traer una luz seprecipitaba al río, dejando oir unruido quebrado al caer en el agua.

[Índice]

XXXVI

Apuros de Ben Zayb

Inmediatamente que se enteró del acontecimiento cuandotrajeron luces y vió las poco correctas posturas de los diosessorprendidos, Ben Zayb, lleno de indignacion y ya con la aprobacion delfiscal de imprenta, fué corriendo á su casa—unentresuelo en donde vivía en república conotros—para escribir el artículo más sublime quejamás se haya leido bajo el cielo de Filipinas: el CapitanGeneral se marcharía desconsolado si antes no se enteraba de susditirambos y esto, Ben Zayb que tenía buen corazon, no lopodía permitir. Hizo pues el sacrificio de la cena y del baile yno se durmió aquella noche.

¡Sonoras exclamaciones de espanto, de indignacion, fingir queel mundo se había venido abajo y las estrellas, las eternasestrellas, chocaban unas con otras! Despues una introduccionmisteriosa, llena de alusiones, reticencias..., luego el relato delhecho y la peroracion final. Multiplicó los giros, agotó[263]los eufemismos para describir la caida deespaldas y el tardío bautismo de salsa que recibió S. E.sobre la olímpica frente; elogió la agilidad con querecobró la posicion vertical, poniendo la cabeza donde antesestaban las piernas y viceversa; entonó un himno á laProvidencia por haber velado solícita por tan sagrados huesos yel párrafo resultó tan delicado, que S.

E.aparecía como un héroe y caía más alto,como dijo Victor Hugo. Estuvo escribiendo, borrando, añadiendo ylimando para que, sin faltar á la verdad—este era suespecial mérito de periodista—

resultase todo épico,grande para los siete dioses, cobarde y bajo para el desconocidoladron, «que se había ajusticiado á símismo, espantado y convencido en el mismo instante de la enormidad desu crímen». Interpretó el actodel P. Irene de meterse debajo de la mesa, por «arranque de valorinnato,que el hábito de un Dios de paz y mansedumbre, llevado toda lavida, no había podido amortiguar»; el P. Irenequería lanzarse sobre el criminal y tomando la línearecta pasó por el submesáneo. De paso habló detúneles submarinos, mencionó un proyecto de don Custodio,recordó la ilustracion y los largos viajes del sacerdote. Eldesmayo del P. Salví era el dolor excesivo que se apoderódel virtuoso franciscano, viendo el poco fruto que sacaban los indiosde sus piadosos sermones; la inmovilidad y el espanto de los otroscomensales, entre ellos el de la condesa que «sostuvo» (seagarró) al P. Salví, eran serenidad y sangre fríade héroes, avezados al peligro en medio del cumplimiento de susdeberes, al lado de quienes los senadores romanos, sorprendidos por losgalos invasores, eran nerviosas muchachuelas que se asustan antecucarachas pintadas. Despues y para formar contraste, la pintura delladron: miedo, locura, azoramiento, torva mirada, faccionesdesencajadas y ¡fuerza de la superioridad moral de la raza!¡su respeto religioso al ver allí congregados á tanaugustos personajes! Y venía entonces de perilla una largaimprecacion, una arenga, una declamacion contra la perversion de lasbuenas costumbres, de ahí la necesidad de erigir un tribunalmilitar permanente, «la declaracion del estado de sitio dentrodel estado de sitio ya declarado, una legislacion especial, represiva,enérgica, porque es de todo punto necesario, ¡es deimperiosa urgencia hacer ver á los malvados y criminales que siel corazon es generoso y paternal para los sumisos y obedientes[264]á la ley, la mano es fuerte, firme,inexorable, severa y dura para los que contra toda razon faltaná ella é insultan las sagradas instituciones de lapatria! Sí, señores, esto lo exige no solo el bien deestas islas, no solo el bien de la humanidad entera, sino tambien elnombre de España, la honra del nombre español, elprestigio del pueblo ibero, porque ante todas las cosasespañoles somos y la bandera de España»,etc., etc., etc.

Y terminaba el artículo con esta despedida:

«¡Vaya tranquilo el bravo guerrero, que con mano espertarigió los destinos de este país en épocas tancalamitosas! ¡Vaya tranquilo á respirar lasbalsámicas brisas del Manzanares!

¡Nosotros aquínos quedaremos como fieles cen