razón—repuso
Andrés
sonriendo
irónicamente,—ese día... sanseacabó.
—Justamente... sanseacabó.
Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado enzig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trechode las otras. Delante de ella se detuvieron.
Era de un solo piso,vetusta; gran corredor de madera ya carcomida, cubierto casi todo él poruna vigorosa parra, que lo aprisionaba por debajo con sus mil brazossecos y le servía de hermosa guirnalda por arriba; el vasto alero deltejado poblado de nidos de golondrinas; la puerta de la calle negra porel uso y partida al medio como las de toda aquella comarca; porentrambos lados huerta, cuyos árboles frutales aventajaban con mucho laaltura de la pared.
—¡Hola, señor cura!... ¡Doña Rita, doña Rita!... ¡Vamos, despáchenseustedes, carambita, que traigo forasteros!—
principió a gritar Celesto,aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de lapuerta, que era la que estaba cerrada.
Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puertarespectivamente el cura de Riofrío y su ama.
—¿Quién es?—preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo.
—¡Casi nadie!... Su sobrino en persona, señor cura—contestó Celesto.
—¡Cáscaras! Me alegro... No pensé yo que sería tan puntual.
Allá voy,allá voy ahora mismo...
Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y páliday la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo querayaba en frenesí.
—¡Virgen del Amor Hermoso! ¡El señorito Andrés! ¡Qué escuálido viene elpobrecito! ¡Si parte el corazón!
Y al proferir tales palabras, como Andrés no se había apeado, le besabauna de las manos con efusión. A nuestro viajero le sorprendióagradablemente que su mal estado de salud partiese el corazón de unapersona que nunca le había visto. Echó pie a tierra, se despidióafectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama,subió la tortuosa escalera de la rectoral.
V
El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años. Era un hombre pequeño ygrueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir,morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en susmovimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. Laexpresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando teníaque expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuandopreguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte sunariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con talfuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimoy sangre fría para no echarse a temblar.
Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso quese quitase las botas y se pusiese las zapatillas.
—Me parece que no hay zapatillas en la maleta... Vienen en el baúl quetrae un carretero—dijo, con el aspecto encogido y el acento del queconfiesa un delito.
—¡Cómo! ¿No traes zapatillas?
—No, señor—se atrevió a responder con voz débil.
—Bien; entonces te pondrás unas mías.
El cura entró un momento en la alcoba oscura de la sala, y salióempuñando un par de zapatillas como lanchas, que dejó caer con estrépitoa los pies de su sobrino.
—Ahora quítate esa gabardina.
—¿Qué gabardina?
—La que traes puesta, hombre... no vale nada... parece de papel... Teestás muriendo de frío.
Andrés comprendió que se refería al jaquette.
—No, señor, no tengo frío.
—Sí lo tienes; ponte ese chaquetón forrado; ya verás qué pronto entrasen calor.
En el chaquetón que le presentaba su tío cabían cómodamente, a más deél, otros dos sobrinos. Pero Andrés estaba tan asustado, que se lo metiósin replicar.
—Ahora hace falta que te abrigues esa cabeza, hombre, ¡esa cabeza!...El sombrero lastima la frente... Espera un poco; tengo yo un gorro quete vendrá de perilla.
Era un gorro de terciopelo negro, alto y vueludo, que le tapó lasorejas. Cuando se miró en el espejillo que colgaba sobre la cómoda,hacía una figura tan lúgubre y extraña, tan semejante a la de unamortajado, que sintió miedo.
—Siéntate ahora en ese sillón.
—No estoy cansado.
—Siéntate, digo, y responde a lo que voy a preguntarte. ¿Me contestaráscon toda franqueza?
—Sí, señor.
—¿Cómo te encuentras del estómago?
—Así, así.
—Eso no es decir nada... Tú me has prometido franqueza...
—Me encuentro medianamente.
El cura, que paseaba por la sala con las manos atrás, se detuvo delantede su sobrino, y clavando en él una mirada de increíble ferocidad, ledijo con acento enérgico:
—¡Pues es necesario curarse!
Andrés no respondió.
—¡Pues es necesario curarse!—repitió en voz más alta y sin dejar deatravesarle con la mirada.
—Procuraré—dijo Andrés entre dientes.
—¿Cómo?
—Procuraré.
—Procurarás... está bien; está perfectamente—dijo el curadulcificándose un poco y continuando sus paseos.—Lo primero que debemoshacer para curarnos es cuidar del abrigo, sobre todo del abrigo delestómago. Traerás faja, ¿no es cierto?
—No, señor.
—¡Cómo! ¿No traes faja?—exclamó quedando inmóvil, petrificado.
—No, señor; no me ha hecho falta.
—Mañana te pondrás una mía de franela. A mí me da cinco vueltas. A tisupongo que te dará alguna más.
—¡Me dará quince!—pensó con desesperación Andrés, que sudaba yacopiosamente dentro de la zamarra.
El cura siguió paseando y desenvolviendo su sistema terapéutico, fundadocasi exclusivamente en el algodón y la lana.
Andrés le examinaba entanto con viva curiosidad no exenta de miedo, imaginando que había hechomuy mal en venir a caer en las garras de aquel salvaje.
Concluida la exposición del sistema, el cura se informó de muchas cosas,que no sabía, tocantes a la familia. Treinta años hacía que desempeñabaaquel curato, sin traspasar sus términos más que cuatro o cinco vecespara ir a la capital del obispado.
Había sido muy camarada del padre deAndrés; le había querido en el alma; pero desde su matrimonio no lehabía vuelto a ver.
En cierta ocasión habían reñido por cuestión deintereses: se habían cruzado entre ellos algunas cartas muy agrias, queAndrés había encontrado entre los papeles del ministro. Éste le decía enuna que «para llegar a la posición que él ocupaba en la magistratura,algún discurso y algunas partes intelectuales se necesitaban.» El curarespondía que «para alcanzar el estado sacerdotal también se requeríancualidades de inteligencia.» El ministro replicaba furioso: «Cuando a tite han ordenado, hombre de Dios, ¿no habrían podido ordenar igualmenteal jumento que te llevó a Valladolid?» Estas y otras groserías se habíanolvidado, al parecer, por ambas partes. El magistrado, cuando hablabadel cura a su hijo, le decía: «Más claro que mi primo Fermín, el agua.»El cura, cuando se refería al magistrado, llevaba siempre el dedo a lafrente con respeto, para indicar dónde estaba el fuerte de su primo.Aunque algo sabía de lo que había pasado después de la muerte de aquél,no estaba al corriente de los varios sucesos ni de las reyertas que elmuchacho había tenido con su curador por motivo de intereses. Andrés, unpoco más tranquilo ya, empezó a referírselas por menudo. Al llegar alpunto del rompimiento se le inflamó el rostro de tal manera al cura, queAndrés temió una congestión.
—¡Pobre muchacho!... ¿Y qué es de esa buena pieza?
—¿Quién, mi tío?... Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose latercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermanode mi madre a los tribunales.
—¡Majadero!—gritó el cura abalanzándose a él con los ojosterriblemente inyectados; pero dulcificándose súbito, añadió:—Tú notienes la culpa... eres Heredia al fin y al cabo, como tu padre, comoyo, como mi hermano Pedro... ¡Unos tarambanas todos!...
La conversación se había prolongado. La señora Rita entró a encender unvelón de aceite, pues la estancia ya estaba casi en tinieblas; despuésextendió el mantel para la cena sobre una mesa de castaño, negra ypulida por los años de uso. Al poco rato vino con una cazuela humeante,que depositó sobre la mesa, diciendo:
—La cena en la mesa.
—¡Santa palabra!—exclamó el cura levantándose.
Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería delleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar acaballo.
—¿Qué general es ése, tío?—preguntó, dando por supuesto que era ungeneral.
—D. Ramón Cabrera—dijo el cura ahuecando la voz.—¿No le conoces porsu mirada de águila?—Y extendiendo en seguida la mano derecha sobre lacazuela, a guisa de bendición, masculló algunas palabras en latín, queAndrés no pudo entender.
—¡A cenar, muchacho!
—Cabrera fue un gran general—dijo Andrés para adular a su tío.
—¡Quién lo duda, chico, quién lo duda!—exclamó éste dejando caer lacuchara sobre el plato.—Sólo algún liberal botarate puede llamarletodavía cabecilla... ¡Anda, anda con el cabecilla!... Si le hubieranvisto en la batalla de Muniesa con el anteojo en la mano, me entiendeusted, echando líneas y paralelas... Aquí, escondida detrás de esterepecho, la caballería para cargar cuando haga falta... En laretaguardia los batallones navarros... En la vanguardia loscastellanos... «Capitán Tal, despliegue usted su compañía en guerrilla ymoleste usted al enemigo por el flanco derecho... Coronel Cual, protejausted con un batallón al capitán Tal para el caso de retirada...Comandante Tal,
ataque
usted
con
cuatro
compañías
aquella
posición...Coronel Cual, proteja usted con un batallón al comandante Tal en el casode retirada... Brigadier Tal, marche usted con los regimientos Tal yCual por el flanco izquierdo a coger la retaguardia del enemigo...Brigadier Cual, prepárese usted a atacar de frente en el momento que yolo ordene.»
El cura de Riofrío, al poner estas órdenes en boca de Cabrera, imitabala voz y los ademanes imperiosos de un general en jefe; señalaba con eldedo los diversos rincones de la sala, cual si realmente estuviesenescondidos en ellos batallones, regimientos y brigadas.
—Y mientras tanto—continuó,—¿qué hacía el general Nogueras? Figúrate,muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que uncabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabradel arte de la guerra.
Así que, tomando el anteojo, me entiende usted(el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a susayudantes:
«Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batallacon los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muydura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un generalespañol.» En seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone elataque. Suena el toque de fuego, ¡pin! ¡pan! ¡pun!
de aquí, ¡pin! ¡pan!¡pun! de allá... ¡pom! ¡pom! suena la artillería de los liberales. La delos carlistas, callada esperando la ocasión... Los liberales parece quellevan ganada la batalla, y avanzan... En esto el general Nogueras, queseguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reíacon sus ayudantes, se pone serio de pronto... «¡Rayos y truenos! ¿Qué eslo que veo?... ¡La vanguardia del ejército envuelta! ¿De dónde mil rayosha salido esa tropa? ¿Qué caballería es aquélla?... A ver, uno deustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones decazadores... Que cargue la caballería... ¿Dónde está?... ¡Si tienecortado el paso!... ¡Los planes de este seminarista ni yo los entiendo,ni el diablo que lo lleve tampoco!»... En esto llega un ayudantegritando: «Mi general, escape V. E. a uña de caballo, porque estamosenvueltos y vamos a caer en las manos de Cabrera.» El general Nogueras,acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: «¡Qué cabecilla ni québarajas!... ¡Éste es un general consumado, que da quince y raya a todoslos generales de la reina!»
El cura, al terminar su descripción, tenía el rostro tan inflamado quedaba miedo. Algunas gotas de sudor le salpicaban la frente. Se le habíacaído la servilleta, que estaba prendida por una punta al alzacuello.
—Habrán cogido ustedes muchos prisioneros—dijo Andrés.
—¿Cómo nosotros?—repuso el tío con acento irritado.—Yo no he sidonunca militar... ¡ni ganas!
Después comió con tranquilidad la sopa, y durante la cena siguió laconversación estratégica. Al finalizar, rezó en voz alta un PadreNuestro en acción de gracias, acompañado del sobrino, y ambos se fuerona la cama, poco después que las gallinas.
VI
Poco después que cantara el gallo por vez primera, se personó el cura deRiofrío en el cuarto de su sobrino, voceando ya como si fuesen las docedel día. Abrió la ventana con estrépito, y los rayos fríos, perohermosos, del sol matinal dieron en el rostro de nuestro joven, que losacogió con una mueca nada estética.
—Vamos, gran dormilón, arriba: ¡arriba, hombre, arriba! Si te dejase,serias capaz de estarte en la cama hasta las siete de la mañana.
Andrés oyó entre sueños el absurdo de su tío y arrugó las narices conespanto.
—Vamos, muchacho, vamos—siguió el cura sacudiéndole,—
que ya son muycerca de las seis.
—¡Ah, las seis!... ¡las seis!—dijo el sobrino restregándose los ojos.
—Sí, hombre, sí, las seis... ¿A qué hora te levantabas en Madrid? Estoyseguro de que no bajaría de las ocho o las nueve.
—Por ahí...—respondió Andrés, cada vez más aterrado.
—¡Es claro!—prorrumpió el cura chocando con fuerza las manos.—¡Yluego queréis no estar enfermos, y no tener ese color de cirio que tútienes! ¡Cocidos en la cama, me entiende usted, toda la mañana como sifueseis a empollar huevos!...
Vamos, vamos, levántate que hoy esdomingo, y es necesario mudarse la ropa.
—Me la he mudado ayer—contestó Andrés, pensando ganar algunos minutos.
—¿Cómo ayer?—replicó el cura lleno de estupor.—Si ayer fue sábado,muchacho...
—Y eso ¡qué importa!
—Pero en Madrid, chico, ¿no os mudáis la camisa los domingos?
—En Madrid se muda la gente la camisa cuando está sucia.
—¡Bah, bah, bah! No me vengas con monadas; en Madrid los domingos sondomingos como aquí, y en toda tierra de garbanzos, y los domingos sehicieron para descansar y ponerse camisa limpia los cristianos... Conquearriba, que me voy a afeitar... A las ocho la misa...
Ya que se hubo vestido nuestro joven, con no poco trabajo y dolor de sualma, se asomó a la ventana. En vez de tropezar su vista con losbalcones de la casa de enfrente, pudo derramarla a su buen talante porel magnífico paisaje que había contemplado el día anterior. La rectoralestaba más alta que el pueblo, dominándolo perfectamente, y lo mismo alvalle. Éste se presentaba con la púdica frescura de la mañana, saliendodel negro manto que la noche le había tendido.
Todavía no se ha levantado la neblina que por las tardes desciende sobreel río. Las praderas que lo guarnecen están matizadas de blanco por laescarcha. Las cimas de las altas montañas se ofrecen a lo lejos teñidasde fuerte color de naranja.
Los bosques de castaños esparcidos por lasfaldas de las colinas guardan aún todas las sombras, todos los misteriosde la noche.
Debajo de estos bosques duerme segura la aldea, cuyas casasblancas déjanse ver apenas entre el follaje. En los ángulos y rinconesdel valle la escarcha es tan fuerte que parece un manto de nieve. Elcielo está diáfano, de un azul pálido, tirando a verde en el Levante,oscuro hacia el Poniente. Algunas nubecillas leves y blancas, como coposde vellón, flotan, no obstante, por la atmósfera; los rayos del sol lastiñen a veces de color de rosa; resbalan lentamente por el cristal delfirmamento; en ocasiones descansan breves momentos sobre la cima de lospeñascos más altos, como si viniesen adrede a proteger los secretosamores de los genios de la montaña. Por todos lados es necesariolevantar mucho la vista para ver el cielo.
—Estoy metido en una jaula—pensó Andrés,—en una jaula deliciosa. Sinembargo, hace tiempo que no he respirado tan bien: parece que se meensancha el pecho y me entra con el aire nueva vida.
Después se rió de sus ilusiones, achacándolas a las ideas tan favorablesal campo que le había inculcado el doctor Ibarra. Así que hubo tomado eldesayuno, en compañía de su tío, se echó fuera de casa, para comenzar aponer por obra lo que le habían recetado.
Delante de la rectoral estaba el camino, que hacia la derecha y bajandoconducía al pueblo, y por la izquierda y subiendo guiaba a Lada; elmismo que él había traído. Detrás había una huertecita en declive conhortaliza y frutales: después de la huerta un bosque, también endeclive, perteneciente a los mansos de la parroquia y denominado laMata. No era una mata en la acepción verdadera de la palabra, sino unbosquecillo formado de árboles de distintas clases, plantados por elantecesor del actual párroco, y que no contarían de existencia más decuarenta años. Debido a lo cual, los que crecen lentamente, como elroble, el nogal, el haya, etc., no tenían aún la corpulencia que habíande alcanzar con el tiempo; en cambio, otros se presentaban en laplenitud de su desarrollo. Veíanse soberbios plátanos de espléndidoramaje con sus anchas hojas erizadas de picos; magníficos olmos deoscura copa tallada en punta como las agujas de las catedrales, yformada de espesísimas y menudas hojas; grandes y robustos castaños deaspecto patriarcal, exuberantes de salud y frescura; al lado de éstosostentaban los abedules sus blancos y delicados troncos. Había tambiénacacias silvestres sosteniendo con endebles pilares una inmensa bóvedade hojas; numerosos fresnos de elegante figura, representando en su copabien cortada la pulcritud clásica; espineras silvestres, tejos, álamos,moreras y otras varias clases de árboles, todos fraternizando en elpedazo de tierra parroquial que las aficiones selváticas del curaanterior les había asignado.
Andrés sintió un deseo irresistible de ensotarse en aquella espesura. Apesar del vago terror a lo desconocido que un bosque inspira siempre,sobre todo cuando no se han visto más que los del Retiro de Madrid, ydel miedo razonable a los bichos que allí suelen tener guarida, penetróen él resueltamente.
Nunca había visto vegetación tan poderosa, entregada por entero a simisma, libre para engrandecerse y ostentar caprichos extraños ymonstruosos. El buen cura había arrojado un puñado de gérmenes en aquelpañuelo de tierra. La naturaleza había respondido al llamamiento con unasacudida formidable de sus fuerzas interiores, levantando sobre laalfombra de césped un inmenso templo de cúpulas movibles, una catedralde verdura cuyos fustes de todos colores y tamaños se alineaban en serieindefinida hasta perderse de vista. Y de sus bóvedas altas y tupidas,rasgadas a veces por singular capricho para que se viese el cielo,bajaba más grata frescura, un silencio más religioso que de las naves depiedra de nuestras iglesias góticas. La luz, entrando con esfuerzo altravés de aquella múltiple celosía, caía sobre el césped discreta,misteriosa, llena de exquisita dulzura, convidando a las emocionesprofundas y suaves.
Experimentó una turbación deliciosa al poner la planta en aquel recinto.El olor acre y penetrante de la selva, cargado de emanacionesbalsámicas, producto del sudor de los árboles y la tierra, le embriagódulcemente. La infinita diversidad de luces y sombras que bailaban sincesar, el contraste de los varios matices del verde, desde el negroprofundo hasta el dorado, le ofuscaron.
Se sentó, mejor dicho, se dejócaer sobre el césped, y acometido a la vez por la admiración, el temor,el bienestar y la sorpresa, giró la vista en torno, contemplando eltemplo sublime de la naturaleza. No osaba mover un dedo siquiera por noturbar la majestad silenciosa y la paz de sus naves. Olvidose en unpunto de toda su vida, de sus placeres como de sus dolores: creyó nacerde nuevo en otras regiones más altas, más puras, más felices. Aquellosárboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían:su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban unasensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que seextendían por el espacio firmes y poderosos, repletos de savia, leinfundían respeto y envidia. El bosque todo se ofrecía con vidadesordenada y exuberante, con el brío y la soberbia de la juventud:ningún árbol carcomido, ninguna planta marchita; todo viril, todo sano,todo fuerte. Jamás la flaca naturaleza de nuestro joven se sintió tanhumillada. Junto a aquellos atletas crasos y pletóricos que ostentabansu musculatura sosteniendo sin esfuerzo la enorme masa de sus copas,sintiose tan pobre, tan pequeño, que se asombraba de vivir.
Mas esta humillación, lejos de causarle pena, parecía regenerarle. Unaalegría extraña penetraba en su corazón y se esparcía por todo su ser,inundándole de tal suerte que le causaba congojas. Era una alegría quele apretaba la garganta y le refrescaba la sangre. Nunca experimentarasensación de placer tan puro ni un sentimiento tan profundo de labelleza. Por primera vez ¡él, que había escrito tantos millares deversos! vio cara a cara la poesía; el corazón se lo dijo claramente.Era la poesía genuina, esplendorosa y diáfana, sin estrofas niconsonantes, ni mucho menos ripios, que nace de la comunicación de unalma sensible con la naturaleza. Era la poesía que en aquel momentoexpresaba un mirlo, que vino a posarse cerca, con sus notas puras ycristalinas. El bosque se estremeció de dicha al escuchar aquel gritoaflautado, aquel canto tierno y melodioso que recogía la frescura, lasarmonías, los misteriosos hechizos del bosque, para dirigirlos alHacedor como un himno matinal de gracias. Andrés también sufrió unasacudida. La emoción, que le había ido embargando poco a poco, sedesbordó en lágrimas por sus ojos. Lo que sentía era tan nuevo, tandulce, que llegaba a hacerle daño. El llanto le refrescó.
VII
Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con unconcierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado delmirlo. Andrés se levantó para oír misa.
Estaba la iglesia no muy lejosde la rectoral. Cuando llegó a ella, aún no habían terminado el rosario,que en las aldeas precede los domingos al sacrificio incruento. Pero alrosario asisten solamente las mujeres y los devotos: los espírituslúcidos, los temperamentos volterianos de la aldea se quedan en elpórtico fumando y charlando en alta voz.
En ocasiones, las voces son tan altas, que el cura se ve en la precisiónde salir a imponerles silencio. Con tal motivo, les pronuncia siempre undiscurso, en que los llama, entre otras cosas, escribas; pero losfeligreses recalcitrantes no se dan por ofendidos, y reciben laspedradas del pastor bajando la cabeza con sonrisilla irónica.
Nuestro joven entró en la iglesia, que era reducida y pobre, y despuésde hacer una genuflexión ante el altar mayor, siguió hasta la sacristía,cuartito más pobre aún que la iglesia, con una ventanilla redonda pordonde entraban los rayos del sol. Un arca con tiradores a modo demostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande depared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Loprimero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta,rezaba el rosario. Esparcidos por el recinto, unos sentados, otros dehinojos, estaban: el maestro de escuela, que era un joven rubioafeminado, con traje de labrador en día de fiesta; el escribano dellugar, que trabajaba toda la semana en Lada y venía los sábados por latarde a pasar el domingo con su familia; rostro enjuto, nariz aguileña,aspecto de raposo; cierto caballero llamado D. Jaime, hijo del pueblo,que había llegado recientemente de América: color de aceituna, ojospequeños y hundidos, enfermo del hígado, de cuarenta y cinco a cincuentaaños de edad; el sacristán y otras dos o tres personas, que por suaspecto representaban la transición entre el labrador y el caballero.
—Buenos días, señores.
—Santos y buenos los tenga usted.
El rosario terminó en seguida. D. Fermín entró en la sacristía tanaltanero y furibundo como el conquistador que pone el pie en una ciudadcapitulada; entró diciendo con increíble arrogancia y crueldad:
—Esta noche ha helado como en Diciembre; me parece que no vamos a tenerfruta este año.
Los circunstantes asintieron; no les quedaba otro recurso. Sin embargo,el escribano se atrevió a apuntar humildemente que no se perdería másque la fruta temprana; la que viene tarde aún podía lograrse.
—¿Cree usted?—dijo el cura clavándole sus ojos preñados de amenazas.
—Sí, señor—repuso el escribano con gran presencia de ánimo.
Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobreél. Sacó un inmenso pañuelo de yerbas para sonarse y replicó:
—No sé qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba yapenas ha caído flor...
—¡Eso qué importa!... Los perales tienen la corteza dura, y loscastaños y los nogales lo mismo—dijo el escribano con creciente osadía.
La misma aterradora mirada por parte del cura.
—Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado uncarro de flor este año... No quisiera, por algo de bueno, que se meperdiera la cosecha... ¿Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada?
El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba ameterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán. D.Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunospomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una solamanzana.—Algo raro está pasando con la sidra—terminó diciendo mientrasarreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habíandejado mal.—Antes los pomares producían un año y descansaban al otro.Ahora se contentan con dar un puñado de manzanas todos los años.
— Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris—
murmuró elcura, poniéndose el manípulo en el brazo izquierdo.—Vamos, D. Félix, noofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, señores (volviéndose alos circunstantes), que ha recogido el año pasado treinta y sietepipas...
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas desidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y D.
Pedro de Marín notiene más de nueve, y hace dos años metió en el lagar muy cerca decincuenta pipas.
— Redde mihi, Domine stolam inmortalitatis quam perdidi, etc.—murmuróel cura poniéndose la estola.—Pero dígame a cómo le han pagado a ustedlas pipas y a cómo se las han pagado a don Pedro.