El Idilio de un Enfermo by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Pues quéjese usted al juez.

—Antes de quejarme al juez, he de arreglar a esa grandísima...

—Ya se librará usted de hacerlo.

—Lo veremos.

Y el aldeano se alejó lentamente, murmurando amenazas salpicadas degroseras interjecciones. Cuando ya estaba a alguna distancia, se volvióy dijo en tono más alto:

—Si esa desvergonzada no estuviese haciendo porquerías con losseñoritos, las vacas no saltarían del prado.

Andrés se enfureció al oír esto, y recogiendo velozmente la escopeta delsuelo, hizo ademán de apuntarle. En las aldeas, las armas de fuegoinspiran un terror supersticioso. El aldeano, al ver el cañón frente así, se asustó mucho y comenzó a gritar, extendiendo las manos haciaAndrés:

—¡No tire usted, señorito! ¡no tire usted, señorito!

El joven bajó el arma y le dejó marcharse.

Cuando se volvió hacia Rosa, la encontró riendo por el terror delpaisano. Sin embargo, no tardó en ponerse seria y en decirle gravemente:

—Ya lo acaba usted de oír, D. Andrés. Lo que ha dicho el tío Fernandono crea usted que sea cosa de él solamente. En el pueblo lo habráoído... Me está usted causando mucho daño...

Hágame el favor demarcharse...

Andrés trató de persuadirla a que despreciase el dicho del aldeano,inspirado sin duda por la cólera; pero fue en vano. Ella sabía mejor loque pasaba en el pueblo; no quería verse en lenguas de la gente. Eljoven se vio obligado a despedirse.

X

Algunos días después de este suceso, a la hora de salir Andrés de casapor la tarde, su tío le retuvo, diciéndole con solemnidad inusitada:

—Andrés, necesito hablar contigo.

El joven dejó otra vez el sombrero encima de la mesa, y mirando consorpresa al cura se sentó.

—No, no, mejor es que salgamos de paseo; el asunto es delicado, y poresos andurriales podremos hablar a nuestras anchas.

—Como usted quiera.

Cogió el párroco su bonete, echose el balandrán sobre la sotana conpeligro inminente de asarse vivo, y sacando de un rincón de la sala eltremendo cayado en que solía apoyarse, fue a avisar a la señora Rita deque salía.

—¿Adónde?—preguntó ésta, malhumorada.

—Voy de paseo un rato con Andrés.

—De paseo... de paseo... ¡dichoso paseo!... Y yo aquí espera que teespera, a que le dé gana de tomar el chocolate.

—No te apures, mujer... Procuraré venir a tiempo.

—No, por mí puede quedarse por allá... Haré el chocolate a la seis, ylo dejaré quemarse al rescoldo...

El cura de Riofrío quedó anonadado. La perspectiva de un chocolate contela por encima y requemado le aterró.

—No hagas tal, mujer, no hagas tal... Vendré a tiempo.

—Ya le digo que a mí no me importa, que se quede por allí si gusta...

—Pero, mujer, no te sulfures por tan poco... Has de ser razonable.

—Yo soy como Dios me crió... y usted también... Pero no he de estarhecha una esclava todo el santo día al pie del fogón, sin poderdisponer de un minuto...

—Bueno... bueno... bueno: entonces me quedaré en casa... no hay nadaperdido, mujer.

—No, señor, no; váyase con el sobrino de paseo, que aquí queda laesclava tostándose la piel, hasta que al señor se le antoje sacarla delfuego.

—Vamos, mujer, no te incomodes... me quedaré...

—¡Si no me incomodo! ¡Incomodarme yo!... ¡Anda, anda, pues buena soypara incomodarme!... Váyase, váyase cuanto antes con el sobrino...

El párroco, viendo que la tormenta arreciaba y que no había esperanza deconjurarla de ningún modo, después de vacilar algunos instantes, girósobre los talones y salió de la cocina con el semblante encendido.Andrés le esperaba a la puerta de casa.

Cuando estuvieron a algunospasos de ella, el cura dijo con terrible entonación «que las mujereseran todas unas bestias.»

Andrés no se atrevió a preguntar el motivo quetenía para pronunciar este dictamen tan desfavorable al bello sexo,aunque lo sospechaba. Algunos pasos más lejos, dijo «que era mejortratar con las vacas que con ellas.» El mismo silencio por parte deAndrés. Por último, el cura declaró «que había hecho muy bien unfilósofo, no sabía cuál, en llamar a la mujer ánima imperfecta,porque, en efecto, ninguna tenía las facultades cabales.» Ya que se hubodesahogado un poco de esta suerte, quedó más tranquilo. Y el paseocontinuó sin nuevas interrupciones.

Estaba la tarde serena. El sol molestaba todavía bastante, por lo cual,después de bajar al pueblo, eligieron el camino sombrío que conducía ala montaña por una cañada paralela a la del Molino. Marchaban pareados,a no ser cuando el camino era demasiado estrecho, que iban uno en pos deotro. Andrés, que abrigaba vehementes sospechas, muy próximas a lacerteza, de lo que su tío quería decirle, trataba, por cuantos medioshallaba, de divertirle de su propósito. Preguntábale a cada paso a quiénpertenecían las fincas que dejaban a los lados; se enteraba menudamentede la riqueza de cada vecino, de la forma del cultivo, de lasvicisitudes agrícolas de los años anteriores. El cura respondía de buengrado a la granizada de preguntas que el sobrino le disparaba: hastaparecía complacido de mostrar sus conocimientos en el cultivo y valor delas tierras. Cuando la conversación aflojaba, Andrés hacía supremosesfuerzos para reanimarla.

Mas llegó un momento en que fue preciso hacer alto. La montaña estabadelante, y el camino comenzaba a ser harto pendiente y agrio para unpaseo higiénico. D. Fermín propuso descansar en un bosquecillo de roblesque señoreaba el camino: subieron a él y se sentaron. «Ya estoy cogido;preparémonos,»

pensó Andrés. El cura se limpió el sudor del rostro y delcuello con un desmesurado pañuelo de yerbas, se sonó después conhorrísono trompeteo, dijo tres o cuatro frases insignificantes apropósito del calor y la humedad, y por último, encarándose con susobrino y clavándole sus ojos grandes, redondos y saltones como los delos cíclopes, y tan fogosos, le dijo pausadamente, dejando caer laspalabras graves y solemnes como las campanadas de un reloj de torre:

—Tengo entendido, Andrés, que visitas con harta frecuencia la casa deTomás el molinero; que te pasas allí las horas muertas...

Me han dichoademás que el motivo de estas visitas es una de las muchachas, la másjoven, a quien al parecer haces cocos... Esto me disgusta, Andrés; muchome disgusta. Tú no has venido aquí a hacer cocos a las muchachas, meentiende usted, sino a robustecerte... Yo no te digo que hagas vida defraile; cada edad pide lo suyo. Los jóvenes deben divertirse y gozar yhasta hacer diabluras... perooo (aquí una pausa) pero con su cuenta yrazón...

En esta aldea no tienes, me entiende usted, muchachas quepuedan emparejar contigo... Yo no quisiera por nada en el mundo quepasases entre mis feligreses plaza de calavera, ni mucho menos que temetieses en algún belén que acarrease disgustos a todos... El ponerte acortejar a una pobre aldeana podrá parecer mal a muchos... Acaso algunocreerá que llevas intención perversa... En fin, que no está bien. Lamuchacha con quien hablas es una criatura inocente, me entiende usted, ycándida como una paloma... Yo la estimo a ella y a toda la familia... Lahe confesado desde chiquita... Sentiría que con tu labia de madrileñoturbases el alma de esa pobre niña...

—¡Pero, tío, si no hay nada de eso que usted piensa!... Son chismes delugar... Entro en casa de Tomás como en otras muchas del pueblo... Esverdad que bromeo algunas veces con Ángela y Rosa, pero sin dirigirme enparticular a ninguna...

—Bien, bien... celebraré que así sea... A mí no me consta; me lo handicho... Pero, de todos modos, te aconsejo que obres con prudencia yprocures, me entiende usted, no dar motivo a que la gente murmure...Habla con todas las muchachas y bromea cuanto

quieras,

pero

no

teparticularices...

¡Nada

de

particularizarse!...

Siguió D. Fermín dándole consejos otro ratico. El joven los escuchópacientemente, puesto que una vez que otra le interrumpía para deshaceralgún error o disculpar su proceder.

Cuando el tema ya no dio más desí, se levantaron, cambió la conversación, y paso tras paso llegaronhasta la rectoral. El cura subió a tomar el chocolate y Andrés se volvióal pueblo, por no querer meterse tan temprano en casa.

No dejaron de hacer mella en el joven las palabras de su tío.

Allá en elfondo ya hacía algún tiempo que pensaba lo mismo y se dirigía idénticasrecriminaciones. Los devaneos que traía con Rosa, por más que no fuesenguiados de una intención malévola, de sobra comprendía que no podíanacarrear a la chica más que disgustos. Cuando menos la colocaban en mallugar a los ojos de los vecinos, la estorbaban para hallar otro noviomás adecuado y conforme a su clase. Los mozos en las aldeas se alejan,con razón, de las muchachas festejadas de los señoritos.

Por otra parte, sentíase cada vez más aprisionado en las redes de aquelcapricho, que podía muy bien transformarse en pasión verdadera.

Las gracias corporales de Rosa le habían dado golpe desde que la vio;mas ahora, la viveza de su genio, su natural tímido y bondadoso conapariencias de desenfadado y huraño, la frescura de su misma ignorancia,le iban cautivando en demasía. Cuanto más tiempo pasase, más dificultosole sería romper el encanto.

«Nada, nada, es necesario cortar esto de unavez. Ya me encuentro bastante fuerte: dentro de algunos días tomo elcamino de Madrid,» se dijo mientras bajaba con lento paso, la cabezabaja, los ojos en el suelo, hacia el lugar. Pero al poco trecho se hizootra reflexión, que vino a modificar la primera algún tanto. «En Madridaún debe de hacer mucho calor: mejor será que aguarde hasta entrado elotoño; mientras tanto, haré lo que mi tío me ha dicho; frecuentaré menosla casa, y procuraré distraerme de otro modo. Por de pronto, hoy no voyallá.»

Caminó con esta resolución en la mente un espacio de cien varaslo menos. Parecía irrevocable. A las cien varas, no obstante, se dijo,levantando la cabeza: «Y al cabo, ¿qué importa que vaya o deje de irunos cuantos días más? De todos modos, poco después de marcharme, nadiese acordará de tales tonterías, y Rosa seguirá siendo la misma paratodos. Lo que interesa es tener fuerza de voluntad para no enamorarserealmente... Y la tendré.»

Bien pertrechado de esta fuerza de voluntad, que procuraba administrarsea grandes dosis por medio de oportunas reflexiones, caminó con pasorápido la vuelta del Molino, cruzando el pueblo y entrando en la cañada.Después de marchar algún trecho por ella, vio a lo lejos, no muyapartada de la casa de Tomás, a una mujer que iba en la misma direccióncon una herrada sobre la cabeza. Por la figura y el modo de andar, másque por el traje, pues las aldeanas se visten generalmente de la mismamanera, imaginó que era Rosa. Aceleró el paso y, acercándose más, pudocerciorarse de que no se había equivocado. Entonces corrió sobre lapunta de los pies, para no hacer ruido, hasta colocarse detrás de ella,y la sujetó suavemente por los hombros.

—¡Vamos, vamos, poca broma, D. Andrés!—exclamó ella riendo.

Aquél persistió en sujetarla.

—¡Que voy a tirar la herrada, déjeme usted!

No obedeció.

—¡Que la dejo caer sobre usted!

En los movimientos que hizo para desasirse, la herrada se tambaleó ysoltó buena parte de agua, que vino a dar sobre el rostro y cuello de lajoven. Al sentir la frialdad, dejó escapar un grito.

—¡Pobrecilla! ¿Te has mojado? Perdóname—dijo Andrés realmentecompadecido.

Y sin poder resistir la tentación, sujetola un instante por los brazos yla dio un fuerte beso en la mejilla húmeda y brillante.

—¡Eso es peor!... Vamos, déjeme usted... ¡Cómo se conoce que traigo laherrada!... Déjeme usted llevarla a casa, y veremos si después haceburla de mí.

—¿Prometes volver?

—Tengo que ir a la fuente por el jarro de agua para la cena.

—¿Y ésta que traes?

—Es del río.

—Bien; entonces, ¿para qué he de entrar en casa? Te aguardo; venpronto.

Sentose el cortesano sobre una de las paredillas del camino a esperar.No tardó mucho en aparecer de nuevo Rosa con un jarrito de barro negroen la mano. Y, sin acordarse del desafío, se emparejaron, enderezando elpaso hacia la fuente.

Por el camino le fue contando Andrés cómo su tío le había impedido venirprimero, aunque sin dar cuenta de la conversación que con él habíatenido. Rosa le explicó lo que había hecho en el día. Por la mañanahabía ido con Rafael a un castañar en busca de hoja para lecho delganado; después había estado en el molino limpiando centeno; así quecomió tuvo que ir a la Formiga, lugar bastante alto de la mismaparroquia, por un celemín de maíz para molerlo.

—¡Qué lástima que yo no lo hubiese sabido!

—¿Para qué?

—Para acompañarte.

—No me gustan los acompañamientos... y más por esos sitios... ¿No veusted que todo el mundo me conoce, y se reirían al verme con unseñorito?

Andrés dijo que al primero que se riese le rompería la cabeza.

Rosasostuvo que no había motivo, que cada cual podía reírse cuando bien leantojara.

La fuente estaba un poco apartada del camino, en una hondonada sombreadade arbustos y zarzas. Bajábase a ella por un sendero empinado yresbaladizo. Mientras el jarro se atracaba de agua lentamente con elhilito que caía de la canal, los jóvenes se sentaron en un banco toscode piedras, y continuaron su charla, entreverada de risa. Andréssostenía con formalidad que iban aumentando mucho sus fuerzas con elejercicio, que levantaba ya una porción de libras más a pulso. Rosa seburlaba de este aumento: cada cual tenía las fuerzas que Dios le habíadado: no quería creer en la eficacia de la gimnasia, que el joventrataba de explicarle con calor. Quiso que ella le apretase la mano, aver quién resistía más. El orgullo le impidió chillar, aunque buenasganas se le pasaron de hacerlo. En cambio, ella no aguantó el apretónsin decir «¡basta!», lo cual llenó de regocijo al joven, a quien hacíasufrir la superioridad muscular de una mujer, por más que fuese aldeana.

Al tiempo de recoger el jarro, jugaron con el agua. Ella le salpicó lacara para vengarse de lo que antes le había hecho. Él arrojó desde lejosuna piedra al charco, y consiguió mojarla bastante. Entonces ella corrióa él velozmente, y le paseó repetidas veces las manos mojadas por elrostro. Andrés luchó débilmente por desasirse. El contacto de aquellasmanos, un poco deformadas por el trabajo, morenitas y regordetas, lecausó exquisito deleite. Cansado de jugar, se sentó y atrajo suavementehacia sí a la joven por la punta de los dedos. Rosa tenía arremangada lacamisa y lucía unos brazos redondos y tersos que, si no eran modeloacabado de perfección escultórica, no dejaban por eso de ser bellos.Andrés sacó el pañuelo, los secó esmeradamente, y después deacariciarlos algún tiempo con la vista, se resolvió a besarlos. Laaldeana le dejó hacer, sonriente y sorprendida de que un señorito sehumillase a posar los labios en sus rudos brazos de labradora.

—Vamos—dijo al fin,—voy a recoger el jarro, que ya está oscureciendo.

Subieron de nuevo por el senderito al camino real, y tornaron aemparejarse. Andrés le propuso que fuesen de bracero, como los señoresen la ciudad, y viéndola suspensa, sin saber en qué consistía, se loexplicó prácticamente. La zagala lo encontró muy gracioso. Se dejóconducir de este modo, soltando a cada instante frescas carcajadas, yhaciéndole mil preguntas acerca de las costumbres cortesanas.

El camino estaba solitario. Mas al doblar uno de sus recodos, tropezaronde frente con un hombre, vestido de modo singular en aquel país, conlevita negra de alpaca, pantalón y chaleco blancos y sombrero dejipijapa. Era D. Jaime, el tío de Rosa.

Ésta, al divisarlo, se apartóbruscamente de Andrés, con señales de grande turbación. D. Jaime, quetuvo tiempo para verlos perfectamente, los saludó con voz melosa y dejoamericano.

—Buenas tardes, señores... ¿Vienen de dar un paseíto, verdad?

Estábien... la tarde convida.

—No, señor; no venimos de paseo—dijo Andrés.—Encontré a Rosa en lafuente, y la venía acompañando hasta su casa.

—Está bien, señor, está bien. Las jóvenes andan mal solas a estas horaspor los caminos... Vengo de tu casa, Rosita: estuve un momenticocharlando con Ángela y con Rafael...

Rosa se contentó con sonreír, toda ruborizada aún.

—Vaya, no les quiero interrumpir... Sigan, sigan adelante...

Hasta otroratico.

Y D. Jaime se alejó en dirección al pueblo, mientras su sobrina y Andréssiguieron hacia casa. Después de este encuentro, cesó por completo laalegría de aquélla: quedó pensativa, inquieta.

Fueron vanos todos losesfuerzos de Andrés por hacerla reír.

Hasta se le figuró que estaba unpoco trémula.

—Vamos, chica, no te apures tanto porque tu tío nos haya visto debracero... Después de todo, aunque se lo dijese a tu padre, no es ningúndelito.

Rosa negaba estar apurada, pero su silencio obstinado y la prisa porllegar a casa decían bien claro lo contrario. Al llegar a casa, sedespidieron. Andrés la instó de nuevo para que desechase todo temor.Ella repitió lo mismo: que no tenía ningún miedo, pero que era ya casinoche y de seguro la esperaban para cenar. Y después de prometer Andrésvolver al día siguiente, se separaron, dándose un largo y afectuosoapretón de manos.

Era la hora del crepúsculo, tan suave y melancólica en el campo. Lasmontañas que cerraban el valle perdían su relieve, ofreciéndose a lavista como informes y monstruosos bultos. El pedazo de cielo que dejabanver reflejaba débilmente la luz moribunda del sol, puesto ya hacíabastante tiempo, y rompiendo a duras penas esta cárdena luz, comenzabana brillar algunos tímidos luceros. Extinguíanse los rumores que lasfaenas agrícolas despiertan en semejante hora. Ya no chillaban loscarros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de lospaisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban lasesquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentircerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de unaldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia. El rumorcreciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de laatmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del saporompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.

Andrés caminaba hacia la rectoral, lentamente, con el sombrero en lamano para mejor refrescarse, gozando una vez más la poesía encerrada enaquel estrecho valle, el amable sosiego que reinaba en la campiña, laexquisita dulzura de aquella hora plácida y serena. Al principio, cuandotornaba de la casa de Rosa, sentía algún miedo y caminaba con máspresteza; mas ahora con la salud le había entrado también confianza ensí mismo; creíase bastante fuerte para tumbar a cualquiera de ungarrotazo, y de vez en cuando, para cerciorarse de ello, hacía furiososmolinetes con su bastón de acebo. En los intermedios marchabatranquilamente, dejando vagar su mirada por los contornos indecisos delos montes y los árboles, y el pensamiento correr libremente por losrecuerdos placenteros del día o de otros anteriores. No pocas veces letiene arrancado a este dulcísimo embeleso el repique lento, argentino,melancólico, de las campanas de la iglesia, doblando a la oración. Susecos vibrantes y armoniosos despertaban un instante la campiña dormida yse perdían después como blando suspiro en los senos oscuros de loscastañares y en las quebraduras de las rocas.

Iba, pues, el joven cortesano emboscado en sus meditaciones, cuandodelante de él, de uno de los lados del camino, se alzó una sombra que alinstante tomó la forma humana. Y de esta forma salió poco después unavoz que dijo prosaicamente:

—Buenas noches.

El joven había echado un paso atrás y apretado con fuerza su bastón. Alescuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se inmutó de otro; porqueal momento logró reconocer el que tan inopinadamente le cortaba elpaso; el cual no era otro que el americano D. Jaime, a quien habíasaludado no muchos minutos antes cerca de la casa de Rosa.

D. Jaime se apresuró a explicar el encuentro.

—Me había sentado un momentico a descansar... La tarde está tan grataque no apetece meterse en casa, ¿verdad, señor?

Andrés, que había vuelto en sí perfectamente, puso en duda estaexplicación en el fuero interno; pero se limitó a contestar:

—Sí que está muy hermosa... la noche, no la tarde. Pero a mí me esperami tío para cenar, y no puedo disfrutar de ella...

Conque hasta lavista, don Jaime.

—Aguárdese un instante, señor, que caminaremos juntos... Yo también mevoy hacia la posada, porque al fin la cena es lo primero, ¿verdad?

Andrés contestó no muy satisfecho:

—¡Claro!

Y se emparejaron, marchando por el sombrío y desigual camino de lacañada en dirección al pueblo.

—Usted, señor, estará encantado de este país, ¿verdad?

—Mucho.

—¡Tan pintoresco, tan verde, tan frondoso!... Y luego con estos airestan saludables que aquí se respiran... Usted se ha puesto muy bueno,señor... parece otro.

—He mejorado bastante; es cierto.

—No hay como la buena vida y no acordarse de los negocios...

Lostrabajos de cabeza concluyen con la persona... A mí me han hecho muchodaño también.

«¿Qué trabajos de cabeza habrá tenido este mercachifle estólido?» dijoAndrés para sí, y en voz alta:

—Tiene usted razón, los trabajos intelectuales debilitan: en cambio elejercicio corporal y la vida del campo obran milagros.

—Así es, señor, así es. Pero a los jóvenes les cuesta trabajo llevaresta vida sencilla. A mí, que ya soy viejo, no me importa...

Pero ustedno sé cómo puede vivir sin sus teatros y sus cafés y sus círculos depersonas instruidas con quien poder hablar de ciencias... y saber lo quepasa en la política.

—¡Oh, perfectamente! Crea usted que lo paso a maravilla.

—Eso consiste en que sabe buscarse distracciones agradables, aunque seaentre estas breñas...

Andrés se puso en guardia observando el tonillo zalamero de estaspalabras y la risita falsa que las acompañó.

—Nada de eso. Mis distracciones son idénticas a las de usted y a las detodo el mundo.

—Vamos, señor, no diga eso por Dios. Ya sabemos que trae a todas laschicas del lugar revueltas con sus palabritas de miel. En particular misobrinita Rosa no puede ocultar que está chaladita la pobre.

«Este tío me quiere tirar de la lengua; ya comprendo por qué meesperaba,» pensó Andrés.

—¡Bah! el bromear y reírse con las chicas, lo hago yo y lo hace usted ylo hacen todos. Es una distracción que en ninguna parte deja de haber.

—Mucho que sí, señor, mucho que sí; pero las bromitas de un joven tanbien parecido, tan elegante y chistoso como usted suelen traer otroresultado que las nuestras.

—Mil gracias, D. Jaime, es favor. Yo pienso que cuando las bromas soninocentes, ni las de unos ni las de otros producen resultado alguno.

—Eso lo dice, pero no lo piensa. Ningún mozo del pueblo ni de loscontornos ha conseguido amansar a mi sobrinita Rosa más que usted... Erauna cabra montés, y usted la ha puesto blanda y amorosa como unagatita...

—¡Qué tontería! Ni yo hablo con Rosa de otro modo que con las demásjóvenes del pueblo, ni ella se habrá fijado en mí más que en cualquierotro hombre.

—La verdad es que ha tenido muy buen gusto, señor... Rosa es unpimpollito muy fresco y muy apetitoso—dijo don Jaime, como si nohubiese oído las palabras de Andrés.

—En efecto, es una muchacha muy linda y graciosa... pero yo nunca la hehablado más que como un buen amigo... lo mismo que a su hermanaÁngela...

—¡Qué raticos tan agradables habrá pasado cerca de ella después que laha puesto mansita!

—¿Pero no le digo a usted, hombre de Dios, que no tengo con Rosa másrelaciones que las de pura amistad?—dijo Andrés bastante picado.

—No se incomode, señor, no se incomode... Ustedes los jóvenes de lacorte son aficionados a divertirse cuando se les presenta ocasión. Nadatiene de particular que juegue y se divierta un poquito con Rosita...

—Yo no me divierto ni juego con Rosa: la trato como a una niña muydecente, hija de una familia a quien estimo... Para jugar y divertirmeen el sentido que usted parece indicar, busco otra clase de mujeres.

—¡Vamos, señor—replicó el indiano con acento insinuante y meloso,—queya se le escapará de vez en cuando un abracico... y algo más!

—Señor D. Jaime, me está usted ofendiendo. Repito a usted que no se meha pasado por la imaginación nada semejante a eso... Y me sorprende queusted haga a su sobrina también la ofensa de creer que puedasufrirlo...

—Es una broma, señor, no se ofenda... Como no teníamos de qué platicar,se me ocurrieron estas niñerías por pasar el rato. Ya sé yo que usted esincapaz... y que Rosita, aunque un poco viva de genio, está bien educadapor su padre...

—Me alegro de que usted no piense tales disparates... y si los piensa,peor para usted que se equivoca.

El indiano pidió perdón de nuevo. Andrés disertó otro poco contra lachismografía del pueblo; y en estos dimes y diretes dieron sobre él, conlo cual nuestro joven cortó repentinamente y muy a su placer laconversación.

—Vaya, D. Jaime, yo sigo a la rectoral; hasta la vista.

—Vaya con Dios, señor; páselo bien.

Subió el joven madrileño malhumorado y cabizbajo el repechito que lequedaba hasta la casa de su tío, y mientras se iba acercando lentamentea ella, no dejaba de preguntarse con alguna inquietud: «—¿Por qué habráquerido sonsacarme ese bergante?»

XI

La idea que Andrés había formado, por rumores y conjeturas más que porexperiencia, del meloso D. Jaime, era la adecuada.

El entendimientoescaso, la conciencia turbia, los apetitos despiertos, la condiciónmansa y peligrosa como la del agua detenida. Su padre le había embarcadoa los catorce años entre otros cuantos millares de ovejas humanas que lametrópoli enviaba anualmente a las colonias ultramarinas. A loscincuenta había vuelto, sin instrucción, sin creencias religiosas y sinsalud, pero con treinta o cuarenta mil duros, ganados en el fondo deuna bodega vendiendo arroz y tasajo para los negros. La vida de bestiaenjaulada que observó por espacio de treinta y seis años no era apropósito para desenvolver los gérmenes de inteligencia y bondad que laprovidencia de Dios no niega a ninguna criatura humana. Suspensamientos, sus sentimientos y los actos todos de su voluntad eranvulgares y sórdidos. En cambio, el encierro enardeció y sobresaltó sutemperamento y lo inclinó a los g