Los alguaciles quisieron en vano separarle; cuanto más tiraban de él,con más rabioso esfuerzo asía de los cuernos y del cuello del animal,que a su vez se arremolinaba y sacudía la cabeza para zafarse de unos yotros. Algunos de los que presenciaban la escena reían; otros lacontemplaban con lástima.
Al fin consiguieron arrancarle la presa. El chico volvió a gritar:
— ¡Cereza! ¡Cereza!... Por Dios, me dejéis la Cereza...
Señorescribano, déjeme la Cereza...
Pero viendo que se alejaban sin hacer caso, dejó de suplicar.
Se puso arecoger piedras del suelo y a arrojárselas lleno de ira.
—¡Ladrones! ¡ladrones!... ladrones de vacas... ¡Déjame la Cereza,ladrón!... ¡Deja esa vaca, ladrón!
Y tanto menudeaba las pedradas y con tal furia, que un alguacil se vioobligado a volverse para castigarle. El muchacho se puso en salvocorriendo. A los dos minutos ya estaba allí otra vez apedreándoles ygritando:
—¡Deja esa vaca, ladrón!... ¡deja esa vaca, ladrón!
Y de esta suerte, huyendo cuando venían a cogerle y tornando en seguidaa tirarles piedras, les fue dando por más de media legua una muy pesadaescolta.
Los curiosos se habían diseminado. Reinaba completo silencio en elMolino. Ángela y Rosa permanecían en el corredor, cada cual en unrincón, con la cabeza entre las manos.
De pronto oyeron en la escalera los pasos de su padre, torpes yvacilantes, como los de un beodo. Rosa se estremeció. Quiso ocultarse ensu cuarto; pero antes de que pudiese hacerlo, ya el bárbaro molinerohabía caído sobre ella, mudo y rabioso como un tigre. La arrojó al sueloy empezó a darle tremendos golpes con una gruesa vara de fresno. A lospocos segundos la desdichada sangraba por todas partes, pero no exhalabauna queja. En cambio, Ángela gemía pidiendo compasión, sin atreverse aintervenir para defenderla.
La vara se quebró al medio. Con los cachos aún estuvo aporreándola buenespacio. Cuando se cansó, asiola por los cabellos y la arrastró hasta elcuarto, donde la dejó exánime y ensangrentada. Después, volviéndosehacia Ángela, le dijo con voz temblorosa aún por la cólera:
—Ve a abajo y trae un pedazo de borona y un jarro de agua.
Ángela se apresuró a cumplir la orden. El padre fue otra vez al cuarto ycolocó uno y otro en el suelo, exclamando:
—¡Ahí tienes lo que has de comer y beber mientras seas tan perra!...¡Yo te bajaré los humos!...
Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela,le dijo con acento amenazador:
—¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo!
Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar.
El Molinovolvió a quedar en silencio.
XIV
Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celestele refirió la escena con pelos y señales. Tan triste y abatido le dejóel relato, que para confortarse un poco bebió contra su costumbre, y lehizo daño. Entre el excusador y Celeste le llevaron a casa. Por lamañana al despertarse no recordaba nada de lo que había pasado en lataberna. Pero sí recordó con terrible claridad la situación en que susimprudentes galanteos habían colocado a la pobre Rosa. Después derecapacitar un poco entre sábanas acerca del mejor partido que podíatomar para redimir a la chica de tanto cuidado y dolor, no vio másadecuada salida que partirse cuanto antes de Riofrío: lo mismo que veníapensando hacía ya bastante tiempo sin ponerlo por obra. Su partidarestablecería la calma en aquella familia. Tomás y su hermano, no viendocerca el obstáculo capital para el logro de sus propósitos, apelarían amedios más suaves. La misma Rosa, pasado algún tiempo (y esto era lo quemás trabajo costaba imaginar a su amor propio) le iría echando en olvidoy se acomodaría a la postre a ser la esposa rica y sumisa de su tío elindiano. Y sin poner los pies fuera del lecho quedó resuelto de modoirrevocable que al día siguiente muy tempranito montaría a caballo paratomar en Lada el tren de la mañana.
Lo primero que hizo después de levantarse fue buscar a su tío paracomunicarle aquel designio. Hallolo en la huerta totalmente abstraído enla contemplación melancólica de un pie de berza en que las orugas sehabían ensañado. Andrés no anduvo con rodeos. Se lo anunció de golpe yporrazo.
—Tío, mañana me voy.
El pie de berza se sintió abandonado súbitamente.
—¿Cómo... cómo... cómo?
—Que mañana me marcho.
—¡Pero así, tan de repente! ¿Qué mosca te ha picado, chico?
—Demasiado sabe usted, tío, cuál es la mosca que me pica—
profirióAndrés con acento triste.—Por mi culpa están padeciendo algunos... Noquiero ser más tiempo causa de disgustos...
El pie de berza volvió a ser instantáneamente objeto de la más profundaatención. Un buen rato se estuvo el cura devorándole con los ojos ensilencio. Al cabo, sin dejar de examinarle con particular cuidado,articuló por lo bajo:
—Tienes razón, Andrés... En conciencia no puedo retenerte aquí...
Andrés guardó silencio y concentró también lúgubremente su atenciónsobre la maltrecha planta. El cura fue el primero en levantar la cabeza.
—¿Pero cómo diablo te has metido en esos enredijos?...
Mucho mesorprende...
No encontrando explicación que pudiese dejar satisfecho a su tío,Andrés prefirió no dar ninguna. Ambos, pues, se mantuvieron callados. Alcabo, nuestro joven se fue otra vez tristemente hacia la casa y se pusoa arreglar el baúl.
Mientras las manos trabajaban poniendo en orden los bártulos, el cerebrotampoco descansaba, saltando por encima de los sucesos del verano, o loque es igual, por los varios y poéticos lances de su amoroso devaneo. Yobservó con cierta sorpresa que su corazón estaba más ligado de lo quepresumía a la hermosa y sencilla aldeana. ¡Cosa más rara! No podíapensar en que iba a dejar de verla para siempre sin sentir un fríoparticular hacia la región izquierda del pecho... ¡Pobre Rosa, tansencilla, tan buena! ¡dejarla en poder de aquellos bárbaros! (Al meditaresto, volvía unos pantalones del revés y los doblaba con cuidado.) Laverdad era que Dios había sido injusto con él: le daba la salud en pagode haber robado la paz y la dicha a una inocente niña.
¿No se cansaría ala postre de sus mercedes y le castigaría de algún modo, que le doliesemucho? (Envolvía unas botas en papeles y las metía en un rincón delcofre.) El que tenía la culpa de todo era aquel asqueroso indiano que sehabía interpuesto tan inoportunamente entre ellos... No, no; quien teníala culpa de todo era él; no debía forjarse ilusiones. ¿Quién le habíametido a decir amores a una chica con la que sabía de cierto que nohabía de casarse?... ¿Pero en qué había de pasar el tiempo de otrasuerte? La conversación de su tío le cansaba; la de los paisanos más;Celesto le hacía recalar siempre a la taberna.
Luego, ¡Rosa era tanlinda! ¡tenía tantísima gracia! Era digna por todo de ser unaseñorita... (Colocaba cuidadosamente una camisa con el cuello haciaabajo para que no se arrugara.) ¿Qué pensaría de él luego que supiese supartida? Por todas partes que se mirase era acción innoble el irse sindecirle siquiera una palabra de consuelo; algo que justificase suconducta. Le causaba fuerte pesadumbre aparecer a los ojos de Rosa comoun ser odioso, sin entrañas. Si pudiese tener una entrevista con ellaantes de marchar, quizá lograse convencerla de que la separación era elmejor partido que podían tomar: acaso con algunas vivas protestas decariño y ciertas vagas esperanzas de volverse a ver con el tiempoendulzaría la amarga píldora que le iba a propinar.
Pero ¿cómoarreglarse para ello, estando encerrada por el cafre de su padre?(Aprensaba la ropa con ambas manos porque el baúl no quería cerrar.) Envano dio vueltas a la imaginación larguísimo rato para buscar un medio.No parecía.
Mucho tiempo después de haber arreglado el equipaje, todavía seguía lapista de alguna traza que le pusiera en comunicación con Rosa, aunque nofuese más que por breves instantes.
Después de comer, saliose a dar unpaseo solitario, a ver si el fresco de los campos despertaba en sucerebro alguna buena idea.
Nada; no veía ningún punto luminoso. Allá,hacia la tarde, acordose de que comenzaba en la iglesia la novena de SanRafael, patrono del pueblo. Su tío le había anunciado que predicaría D.José, el excusador:—«el mejor orador del concejo, un pico deoro»—tales habían sido las palabras del párroco para encarecer lasdotes de su coadjutor. Paso entre paso, deshizo lo andado y se encaminóhacia la iglesia, triste siempre y caviloso.
Había comenzado ya la novena. El pico de oro estaba en el púlpitodiciéndola por un libro. El monaguillo le alumbraba con un trozo decirio, porque la iglesia empezaba a quedarse oscura.
Buen número demujerucas repetían, arrodilladas sobre el pavimento de tierra apisonada,las palabras del exiguo eclesiástico, que salían arrastradas y gangosasde su boca, como es de rigor en casos tales. Un enjambre de chicosrodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro;otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo lavigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrandoequitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto. A lapuerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas,con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tanarrobado que no le vio.
Conservaba todavía en la mejilla izquierdaseñales de una reyerta que había tenido en la taberna la tardeanterior.
Arrimose Andrés al arca de la vestimenta, debajo del Cristoensangrentado, y sin atender poco ni mucho a lo que se celebraba, siguiódando rienda a su pensamiento. Según se iba aproximando la hora departir, el recuerdo de Rosa le hacía más cosquillas en el alma. Fue a lapuerta otra vez y echó una intensa mirada a la iglesia, a ver si porcasualidad la veía entre las mujeres; pero fue en vano. Ni a Rosa ni aÁngela logró echar la vista encima. A quien vio únicamente entre lagente menuda fue a Rafael, el cual, sin saber por qué, le pareció mássimpático que otras veces. La remota semejanza con Rosa quizá fueseparte a ello.
Después que D. José y todos los fieles a coro dijeron buena porción deoraciones, que a nuestro joven le parecieron una misma, o por loabstraído que estaba, o porque en realidad no discrepasen mucho unas deotras, rompió el excusador a cantar alto y tendido un villancico a laVirgen sin acompañamiento de órgano, porque no lo había, ni deinstrumento musical alguno.
Así la voz del clérigo, engolada y espesa ymuy celebrada en la comarca, se ostentaba más pura. Casi todas lasmujerucas contestaron entonando un estribillo, que por cantarse en todaslas festividades religiosas de la parroquia sabían de memoria hasta losmás duros de oído. Volvió el excusador a cantar otra letra y tornaronlas mujerucas a responderle con el mismo estribillo: y así por variasveces. Terminado el canto, bajó D. José del púlpito y se hincó derodillas ante el altar de San Rafael para pedirle que le inspirase elsermón que tenía escrito y aprendido hacía más de quince días.
Reinó grave silencio en la iglesia. Nadie osaba turbar, ni aun losmismos chicos, la edificante oración del coadjutor. En aquel momento fuecuando a Andrés le acudió la idea de servirse de Rafael para hablar conRosa por última vez. ¡Si el muchacho se aviniese a llevarle unrecado!... Lo intentaría. Y con la esperanza de dar una tierna despedidaa la joven aldeana y justificar su proceder, le bailó el corazón dealegría. Cuando el excusador subió al púlpito, terminada su plegaria, nopudo reprimir un gesto de impaciencia.
Mientras D. José, en lo alto de la sagrada cátedra, se sonaba con unpañuelo de yerbas y se limpiaba las narices repetidas veces de un modomesurado e imponente, propio para ejercer saludable fascinación en elánimo de aquellos sencillos campesinos, el cura de Riofrío, transformadoen hostiario, ordenaba el concurso de suerte que todos pudiesen oírcómodamente al orador. Y para vigilar toda la iglesia y tener cuenta queningún muchacho se excediese, abrió con la muleta un pasillo por elcentro y comenzó a pasear por él gravemente desde la puerta hasta elaltar mayor y viceversa, apercibido a moler los cascos al primero que sedesmandase.
El excusador principió en tono muy bajito, muy bajito, para mayorsolemnidad. Después fue gradualmente levantando el gallo hasta retumbaren la iglesia como un trueno. Parecía obra de milagro que tal estentóreavoz saliese de aquel corpúsculo liliputiense. Aunque es verdad que elcalor de sus convicciones teológicas debía ser parte muy principal afortalecerlo. A Andrés, que se dispuso a escucharle por recurso, lepareció muy bien el exordio del sermón, elegante, atildado. Los párrafosque le siguieron desdecían muchísimo de él. Más adelante volvió a soltarotro período majestuoso y grandilocuente, que a nuestro joven le agradósobremanera; pero luego se despeñó en un fárrago de vulgaridades ychocarrerías, de las que no menos quedó asombrado, «¡Vaya un hombreoriginal!» dijo para sí.
Otro período de superior calidad; otro enseguida necio y arrastrado. Finalmente, Andrés, por medio de ciertasentencia original que le pareció haber leído, se puso sobre la pista yvino a comprender lo que aquel revoltijo de cosas buenas y malassignificaba. D. José estaba triturando un precioso sermón de Bordalue.El paño era superior, pero el zurcido detestable.
No le parecía así al párroco, que seguía paseando sosegadamente por elcentro de la iglesia, puestos sus ojos terribles en todos los rincones,dispuesto a reprimir cualquier irreverencia. No pasaba una vez pordelante del púlpito que no asintiese con la cabeza a lo que su coadjutorestaba pregonando.
Alguna vez llegaba hasta decir en voz alta: «Muybien, don José, muy bien.» Con esto el excusador se animaba hasta quererechar las entrañas por la boca a puros gritos. Pero cuando la aprobacióndel cura se convirtió en entusiasmo y se manifestó más ostensiblementefue cuando D. José comenzó a trazar la pintura de un animal monstruoso yhediendo: el rostro peludo como el de un mico, el hocico apuntado comola hiena, los ojos hundidos y atravesados, los labios colgantes, lasgarras como los ogros... El cura no comprendió al pronto. En pie,delante del púlpito, seguía con gran curiosidad las palabras delexcusador, haciendo inútiles esfuerzos por adivinar a quién se refería.Al cabo vino a averiguarlo, cuando el excusador puso a su monstruo ungorro frigio sobre la cabeza.
—¡Ah, sí, Garibaldi—exclamó lleno de alegría!...—Muy bien, muybien... ¡Duro en él, D. José, duro en él; duro en ese pillo!...
Y emprendió de nuevo su paseo murmurando injurias contra el enemigo delPapa. D. José siguió también dándole duro, como le aconsejaban, por unbuen rato. Después pasó a otro asunto y por fin terminó deseando lagloria eterna a todos los presentes.
Cuando la gente salió de la iglesia era ya anochecido. Andrés se emboscópor las cercanías, y cuando atisbó a Rafael abocole con las debidasprecauciones para no ser notado. El chico se mostró acortado y comodescontento de aquella conferencia.
Hacía ya tiempo que no oía a supadre más que maldecir del señorito madrileño. Además, él había sido lacausa de que le subastasen las vacas. Así que cuando Andrés le propusollevar un recado a su hermana, dijo resueltamente que no se encargaba denada y trató de apartarse.
—Espera un poco, Rafael... Yo me voy mañana para Madrid y no volverémás por esta tierra... Pero antes de marcharme quisiera decir adiós a tuhermana... ¿A tí que te perjudica eso ni a tu padre tampoco?... Yo lohago, porque la pobre no crea que la desprecio... En cuanto me vayaquedaréis en paz. Tu tío se desenfadará y os dará dinero otra vez paracomprar las vacas y se casará con tu hermana...
El chico guardó silencio. Andrés comprendió que dudaba de su partida.
—Si piensas que no me marcho puedes preguntárselo al criado de mi tío,que bajó hoy el caballo del monte...
Y como viese que vacilaba sacó del bolsillo una moneda de plata y se lapuso en la mano.
—¿Qué quiere que le diga a Rosa?
—Que cuando oiga silbar esta noche en la calle, baje a la cocina y meabra la puerta.
—¿Pero no ve que duerme Ángela con ella?
—Ya lo sé... puede salir del cuarto cuando todos estén durmiendo, sinhacer ruido... Ángela tiene el sueño pesado...
—Bien; yo se lo diré... y luego ella que haga lo que le parezca.
—Eso es: muchas gracias, Rafael.
El chico se alejó sin contestar.
Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a lacuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora sepuso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrésestaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo queel sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, quecreía originada por la marcha. Poco después ambos se retiraron a suscuartos. El cura le dijo:
—Puedes dormir a pierna suelta, Andrés. Yo me encargo de llamarte a lahora.
En vez de hacer lo que su tío le encargaba, salió sigilosamente de casacuando presumió que todos estaban dormidos, y enderezó los pasos haciael Molino.
La noche estaba fresca, como todas las de otoño en aquel país; el cielodespejado y cubierto de estrellas; la luna aún no había salido. Al ponerel pie fuera de casa, el sosiego del campo le refrescó como un baño ycalmó su febril impaciencia. Bajó lentamente la calzada de la rectoral,atravesó el pueblo dormido y entró en la oscura cañada. Allí, a pesar delo diáfano del ambiente, caminó casi en tinieblas. El ruido monótono delarroyo que corría a su lado y la oscuridad le infundieron melancolía.
Nopudo menos de pensar que era la última vez que atravesaba aquel camino,tantas veces trillado y con tal alegría durante algunos meses. Al verentre el follaje marchito de los árboles blanquear la casa de Rosa, sesintió aún peor impresionado.
Acercose cautelosamente a ella, seescondió detrás de un árbol, y metiendo los dedos en la boca lanzó unsilbido agudo y prolongado. A silbar de este modo le había enseñado suamigo Celesto en las correrías nocturnas que hicieran allá en laprimavera. Esperó buen rato, fija la vista en la puerta y el oídoatento; pero nada vio ni oyó. Lanzó segundo silbido y tornó a esperar.El alma se le desmayó viendo que la casa guardaba su paz de sepulcro.Tornó a silbar con más fuerza. Entonces imaginó que oía un leve y vagorumor dentro del edificio. Todo fue ilusión; la puerta siguió cerrada.«Vaya, murmuró con ira, abrochándose el gabán, ese granuja no ha dado elrecado;» y luego, con tristeza: «Adiós, Rosita, ya no volveré a verte.»Y
muy a su pesar, después de aguardar todavía un rato, comenzó aalejarse lentamente de aquellos sitios, caviloso y con el corazónapretado.
Al dar otra vez sobre el pueblo, fue cuando salió de su meditación. Envez de continuar hasta la rectoral, se sentó sobre un madero que habíadelante de las primeras casas. Sacó el reloj y vio que no eran más delas diez; y no encontrándose aún con deseos de acostarse, determinó degozar un rato de la hermosura y serenidad de la noche. El fresco erademasiado vivo para estar quieto mucho tiempo. Se puso a dar vueltas porlos contornos del lugar.
No supo cómo fue; pero a las once menos cuarto estaba de nuevo delantede la casa de Rosa, con los dedos en la boca y lanzando un silbido quevibró agudo y penetrante en la estrecha cañada. Esperemos. No se oyenada. Nada. ¡Qué fastidio! Me parece... Sí; un rumor casiimperceptible. Algo mayor. ¡Oh dicha, abren la puerta!
—¿Eres tú, Rosa?
—Chiiiis, no hable alto, D. Andrés...
—¿Puedo entrar?—dijo de suerte que no lo oyó más que ella y el cuellode la camisa.
—Sí; muy despacito... ¡cuidado con hacer ruido!... Aguarde; déjemecerrar la puerta... Va a tropezar con algo. Deme usted la mano; yo lellevaré hasta el escaño.
Quedaron efectivamente en completas tinieblas. Rosa hablaba en falsete,tan bajito que sus palabras salían de la boca como levísimo soplo. Cogióde la mano a Andrés y le guió suavemente hasta el escaño que habíadelante del hogar, donde tantas veces habían formado tertulia en lastardes de lluvia. Se sentó, y tirando de la mano al joven le obligó asentarse también.
—Pensé que Rafael no te había dado mi recado. Hace una hora estuvesilbando ahí delante—dijo él en falsete y sin soltar la mano de suamiga.
—Bien le oí, bien le oí; pero estaba Ángela despierta y no podíabajar... Por cierto que me hizo reír cuando me dijo:
«¿Oyes, Rosa? Ahíestá Juan el de la tía María silbando. Querrá que le abra... Pues yapuede aguardar sentado...—Sí, si, dije yo para mí, no está mal Juan dela tía María el que silba.» Me hacía la dormida sin chistar, a ver siella se dormía también; pero nada; ese pecado parecía tener ortigasdebajo hoy. No cesaba de dar vueltas y vueltas...
—Pues por un poco me marcho sin despedirme.
—¿Cómo sin despedirse?—preguntó ella vivamente, dejando el falsete.
—¿Pero no te dijo nada Rafael?
—No me dijo más que usted vendría esta noche a hablar conmigo, y quesilbaría para que yo bajase... Nada más.
—Pues yo le dije bien claro que me iba mañana para Madrid y que...
Advirtió un estremecimiento en la mano que tenía cogida y se detuvo.Rosa no dijo una palabra. Él guardó silencio también, y se arrepintió dehaberle dado la noticia así tan de repente. El temblor súbito deaquella mano halagó su amor propio y le enterneció. Después de largorato de silencio dijo ella con voz apagada, como si le faltase elaliento:
—Siento haberle conocido, D. Andrés.
Este, pensando que era una recriminación, se apresuró a contestar:
—Yo no pensé que tu padre llevase las cosas a tal extremo...
Me handicho que por poco te mata ayer...
—No haga caso: me pegó algo más que otras veces.—Y
después de unapausa añadió con amargura:—¡Ojalá me hubiese matado!
—¿Quisieras morir?—preguntó él conmovido.
—Sí—repuso ella firmemente.
—¡Pobre Rosa!—exclamó acariciando la mano de la aldeana.—Te hecausado mucho daño... perdóname...
—¿Por qué?... Usted no ha tenido ninguna culpa, D. Andrés: he sido yo.¿Quién me mandaba hacer caso de usted? ¿No sabía demasiado que usted nopodía ser para mí? Yo soy una pobre aldeana y usted un señorito... Biensabe que yo no le escuché al principio; pero usted siguió tan humilditoy tan bueno que necesitaba ser de piedra para no quererle... cuantomás—añadió bajando la voz—que usted siempre me gustó mucho.
—No creas que me voy para siempre: el año que viene, Dios mediante, hede volver.
Una voz que sonó arriba los dejó helados de espanto. Era la voz deÁngela que llamaba a Rosa:
—¡Rosa, Rosa, Rosaaa!
Iba gradualmente alzando el tono. Después, como la casa era muy chica yhabía gran silencio, la oyeron decir por lo bajo:
—¡Madre mía, si no está en la cama!
Y después gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Padre, padre! Levántese, padre; Rosa no esta aquí, Rosa no está aquí,padre...
Oyeron en seguida el golpe de los talones del aldeano al echarse fuerade la cama. Rosa, que apretaba convulsivamente la mano de Andrésconteniendo el aliento, al sentirlo se estremeció fuertemente y exclamócon angustiada voz:
—¡Madre del alma, que va a ser de mí!
Y ambos por un movimiento súbito se levantaron del escaño y dieronalgunos pasos hacia la puerta. Al mismo tiempo escucharon arriba rumorde pasos y una voz áspera que dejaba escapar terribles interjecciones yamenazas. Cuando los pasos tomaron la dirección de la escalera, Rosaexclamó acongojada:
—¡Que me mata mi padre, D. Andrés; que me mata mi padre!
Y con rápido movimiento se echó fuera de casa, arrastrando consigo aljoven.
No tuvieron tiempo más que para salvar corriendo la distancia que lesseparaba de un recodo que el camino hacía. Tomás apareció en seguida conel candil en la mano vomitando injurias.
—¡Ah perra, perra! ¿Te has escapado con tu señorito, eh? ¡Ya volverás ynos veremos las caras!
Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que leinstaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de suhermana.
XV
Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían.
El queprimero se cansó fue Andrés.
—Es inútil correr—dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa paradetenerla.—Nadie nos sigue.
Volvió la aldeana hacia atrás el rostro, donde aún se pintaban el terrory la zozobra, escuchó con atención un rato, y cerciorándose de que supadre no la perseguía, respiró libremente y se fue serenando. Mas altropezar sus ojos con los de Andrés, turbose de nuevo y se llevórápidamente las manos al pecho para subir el pañolón que se habíaechado al bajar a la cocina. No traía más que la camisa y una enagua. Alverse en aquella figura delante del joven sintió gran vergüenza. Ambosquedaron confusos un instante, sin saber qué hacer ni decir. Ella fue laque primero rompió el silencio con voz temblorosa.
—Yo me vuelvo a casa, D. Andrés... aunque mi padre me mate.
—¡Eso sí que no!—contestó él reteniéndola por el brazo.—
Ahora nopuedes volver de ningún modo. Es necesario que antes se temple tu padreun poco... Si esta noche pudieras dormir en otra casa, mañana leecharíamos algunos amigos... y tal vez le calmaríamos...
—Pero ¿dónde voy a dormir?
—¿No tienes ningún pariente en el pueblo?
—A mi tío Jaime nada más.
—¡Bribón!—murmuró el joven con rabia.
Volvieron a quedar meditabundos. Rosa levantó la cabeza con alegría:tenía una idea.
—Mi tía Eugenia vive en Marín. Hace tiempo que no nos hablamos. Mipadre ha reñido con ella... pero ¿qué importa?
—¿Y dónde está Marín?
—A una legua de aquí, camino de Lada.
—Vamos a allá—repuso el joven resueltamente.
Y echaron a andar a buen paso por el angosto camino de la cañada.
La noche estaba más clara. El disco de la luna asomaba grande, rojo,inflamado, por encima de las montañas. El ambiente era diáfano. Corríauna brisa fina y helada, encajonada entre las paredes de la garganta.
Los fugitivos marcharon un rato en silencio. Andrés, aturdido por lasituación singularísima en que se había puesto, no estaba, sin embargo,disgustado. De vez en cuando miraba con el rabillo del ojo a su amiga,admirando la bravura de aquella chica, que en lance tan apurado marchabaserena, confiándose en él, y segura de sí misma.
No se oía más ruido que el que ellos hacían al pisar las hojas secassembradas por el camino y el murmullo lánguido del riachuelo. A vecesun soplo más fuerte de la brisa levantaba sordo rumor entre las ramasmedio desnudas de los árboles. El arroyo estaba cubie