—¡He dicho que venga en seguida!—gritó el millonario.—
Dile que lenecesito al momento; que estoy enfermo, que voy á morir... cualquiercosa. ¡Que venga pronto!... Y Luis vendrá, porque me quiere de veras: esmi único amigo.
—Está bien—gruñó el capitán.—Los demás somos unos perros.
Y encogiéndose de hombros salió del despacho. Sánchez Morueta siguió supaseo á grandes zancadas, con la cabeza baja, como si fuese a embestircontra los planos y modelos de buques colgados de las paredes.
De pronto se detuvo en la puerta de la habitación contigua, mirando conojos feroces al secretario, que se había escurrido hasta su mesa paracontinuar el trabajo. El pobre hombre tembló al verse enfrente de suirritado principal.
—Señor Goicochea: va usted a hacerme el... pinturero favor de largarseinmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le déla gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida.
Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algúngolpe sí tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salióapresuradamente.
Las oficinas parecían desiertas. Todos los empleados se encorvaban antesus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella vozfuriosa, que matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentosverdaderamente extraños en tan grave personaje.
En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe unenfermo. Sánchez Morueta, después de una hora de incesantes paseos, sedejó caer en uno de los sillones ingleses, anchos y profundos, tocandoantes un botón eléctrico.
Entró un ordenanza con aire azorado.
—Tráeme un café.... pero bien fuerte.
Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno delos habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él,con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivode orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en losnegocios de minas.
Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales deexistencia. El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio ycorrió el criado al despacho.
—Trae otro café.
Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillasarrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa comoun espejo. Los balcones estaban cerrados, tal como los había encontradoal llegar, y el ambiente se llenaba de humo, se hacía irrespirable, sinque él se diese cuenta de ello.
Mucho después de medio día, cuando los empleados se deslizaron sin ruidopara ir á comer á sus casas, volvió á trotar el criado hacia eldespacho, atraído por el timbre.
—Dile al capitán que suba—dijo el millonario.
—Don Matías no está, señor—contestó el criado.
Por primera vez se le ocurrió á Sánchez Morueta mirar el gran reloj dela chimenea. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y más por la fuerza de lacostumbre que por necesidad, quiso comer, ya que á aquella hora todoshacían lo mismo.
—Ve á donde el Suizo y trae la comida. Lo que te den... lo que á tí sete ocurra. Sobre todo, un buen café: no lo olvides.
Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos ycoberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa.
Elmillonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga ycomo perdida en un punto lejano, muy lejano.
Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa.
Bebió unpoco de vino, probó la fruta y se abalanzó por fin al café, como si éstefuese su único alimento. Después hizo seña al criado para que se llevaselos platos casi intactos.
—Mira, hijo mío—dijo con dulzura inesperada.—Llévate todo eso;cómetelo y que de salud te sirva.
Al quedarse solo encendió otro cigarro, adoptando en su sillón aquellainmovilidad en la que parecía soñar con los ojos abiertos.
Sánchez Morueta no supo ciertamente si llegó á dormirse. Era un sopordulce que no le hacía perder de vista cuanto le rodeaba.
Pero en estaactitud, el tiempo transcurría para él inadvertido, y sentía elbienestar del que en nada piensa.
Cuando, á la caída de la tarde, entró el doctor Aresti en el despacho,el millonario se reanimó, volviendo de un golpe á la vida.
—¡Esto es un horno!—gritó el médico,—¡Aquí no se puede respirar; quéhumareda; parece un incendio!
Y se fué á los balcones, abriéndolos para que se disolviera la nube detabaco en que se envolvía su primo.
—¿Qué pasa?—dijo Aresti cuando pudo respirar con algún desahogo.—¿Quéte ocurre, Pepe? ¿Estás enfermo? A ver esa cara...
Y después de examinar el rostro de su primo, hizo un gesto de asombro.Efectivamente; algo malo le ocurría. Parecía aviejado de un golpe en másde diez años: los pómulos salientes, los ojos hundidos, con unaexpresión de tristeza y desaliento. Además revelaba una gran fatigafísica, como si no hubiese dormido en algunas noches.
—¡Vamos á ver; ¿qué tienes? Cuenta, hijo, cuenta.
Sánchez Morueta sintió el mismo dolor que si de pronto se abriesen en élocultas heridas. La presencia de su primo despertaba los pensamientosdolorosos, adormecidos por la embrutecedora somnolencia.
—¡Ay, Luis!—suspiró el gigante con un acento casi infantil, cogiendo,las manos de su primo.—Mi vida terminó. Han matado todas misilusiones... ¡Se fueron!... ¡se fueron!
Y se abandonaba, como si quisiese caer sobre Aresti, abrumando lapequeñez del doctor con su corpachón.
—¡Energía, Pepe! ¿Qué es esto, que te desplomas como una señoritadesvanecida? ¡Firmes, vive Cristo! Sólo te falta echarte á llorar comolos chiquillos. A ver: serenidad, y suelta todos tus pesares. Veamospor qué crees terminada tu vida, cuando eres el hijo de la suerte.
El millonario fué á hablar, y Aresti le interrumpió de nuevo:
—Por lo que pueda convenirte, te advierto que Fernando, tu ingeniero,aguarda ahí fuera. Lo he encontrado en la estación del Desierto, y alsaber que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que teesperaba con impaciencia.
Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase.
Algún asuntourgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y lasminas y los barcos? Que se perdiese todo: que se lo llevase la malasuerte. ¡Para lo que servía la riqueza!...
Y revolvía sus ojos furiosospor los planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderíoindustrial, haciéndolo responsable de su desgracia.
En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas. ¡Lajuventud! ¡la insípida y antipática juventud! Aquel ingenierillo notenía otros medios de vida que los que él le diese: ni riqueza, nipoder, y sin embargo, era posible que por sus pocos años, por su cara demadamita con bigote, no le ocurriera lo que á él con todos sus millones.¡Cristo! ¿Para qué servía, pues, el dinero?
Aresti se impacientaba.
—Bueno, hombre: deja en paz á ese chico, y si no quieres verle enseguida, que aguarde. Pero cuéntame, Pepe ¿qué te pasa?
—¡Judith!...—gimió el millonario.—Ya sabes quién digo...
Y vacilaba antes de seguir hablando, como avergonzado de revelar sutristeza.
—Sí, Judith—dijo Aresti animándolo para que hablase.—
Aquellafrancesa, ó judía, ó lo que sea, de la que me hablaste con entusiasmo...la madre de aquel niño tan hermoso... el hijo del amor. Estoyenterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La hassorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre:cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas,nada me cogerá de sorpresa.
Aresti hablaba con tranquilidad, como si desde mucho antes esperase loque su primo iba á contarle; seguro de que aquella novela de amor,desarrollada en el ocaso de la madurez, había de tener un desenlacetriste.
Sánchez Morueta comenzó á hablar con lentitud, como si le doliese, conprofundo desgarrón, el remover sus recuerdos. Pero, pasado el primerdolor, se animaba, se enardecía, embriagándose en la amargura de sudesgracia.
Había conocido por primera vez el tormento de los celos.
Desde algunosmeses antes, se mostraba triste, con nerviosidades y arrebatos impropiosde su carácter. ¿No lo había notado Aresti?
De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelitode Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad.
Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith.Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez unaantigua compañera de la divette, envidiosa de su bienestar. Y elgrande hombre de la industria, aquel pastor de millones que tenía milesde brazos á sus órdenes y flotas en el mar como un príncipe de lamoderna realeza, había descendido durante algunos meses á una vida deespionaje, de astucias miserables, para convencerse de la certeza de lasdenuncias.
—¡Ay, el amor, Luis!—exclamaba.—¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo nosenvilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certezade que nos quieran!... Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á quehe tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!...
Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casitaque el millonario le había comprado en Biarritz. Así la tenía más cercade Bilbao. Allí se había convencido de que no le engañaban losmisteriosos avisos.
Hablábanle éstos de cierto individuo de existencia cosmopolita, un monsieur Jules, joven, hermoso y elegante, de problemática vida; unaventurero que invernaba en la Costa Azul, sirviendo de croupier enlos casinos de Niza, Menton y Monte Carlo, y en verano pasaba á lasestaciones elegantes de los Pirineos. Judith parecía conocerle muchotiempo. Era más joven que ella, y con el furor de una hembra que se dacuenta de su próximo ocaso, se agarraba á aquel profesional de lahermosura viril que, satisfecho de su persona, dejaba que lasaventureras de las estaciones de placer se disputasen el honor deacapararlo, con toda clase de concesiones y sacrificios.
Sánchez Morueta, después de la lectura de los anónimos, recordaba haberoído su nombre de labios de Judith en los momentos de abandono, hablandode él como de un amigo antiguo. Sabía, además, que el aventurero habíapasado largas temporadas
en
Madrid
ocupando
su
sitio,
todavía
caliente,apenas emprendía el regreso á Bilbao. Ahora se daba cuenta de laspeticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de riquezas, de«asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad creciente,como si la guiase un oculto consejero.
El millonario no lamentaba su generosidad. ¡Qué podía importarle estechorreo de riqueza que no marcaba la más leve desnivelación en sufortuna y le proporcionaba la dicha! Lo que le enfurecía haciéndoleabandonar su asiento con nervioso salto, era el recordar lo ridículo desu situación. Él, Sánchez Morueta, un hombre en pleno vigor, y que átantos causaba miedo,
¡convertido en ese tipo grotesco del ancianoverde, engañado y pagano, eterno personaje de todos los cuentos y lascomedias parisienses! Él había sido le vieux del que se ríe la parejajoven, enamorada y feliz, mientras devora alegremente sus billetes deBanco. ¡Dios de Dios! ¡Y por respeto al nombre que llevaba, por miedo ála familia y á las malditas conveniencias sociales, había salido de latriste aventura sin matar á ninguno de los dos!...
—¡Pero, hombre, siéntate!—decía el doctor asustado al verle ir y venirpor el despacho como un loco.—No golpees los muebles. Ya sé que de unpuñetazo eres capaz de romper esa mesa. No los has matado y has hechomuy bien. ¿Acaso eres tú el primero, ni serás el último, de quien seburle una pájara de esas? Sigue contando... sigue.
Tardó el millonario algún tiempo en recobrar su calma, y al reanudar elrelato pasó de un salto á la escena final de su novela amorosa, á laúltima entrevista con Judith dos noches antes, en aquel hotelito deBiarritz donde había pasado los mejores veranos de su vida.
Sánchez Morueta había llegado sin avisarla, sorprendiendo al monsieurJules casi ocupando su sitio. Realmente la sorpresa no había sidocompleta. No le había visto: sólo había adivinado su presencia en eldesorden de la habitación, en los detalles que revelaban una fugarápida, mientras la doncella de Judith le entretenía ante la puertacerrada.
Después, la escena había sido horrible entre él y su amante.
¡Ay, lamala hembra! ¡Qué franqueza tan cruel la suya! ¡Qué deseo de acabar deuna vez, de plantearle descarnadamente lo anormal y repugnante de lasituación! Podía haber seguido engañándole; negar una vez más;mantenerlo en la dulce ceguera que le adormecía, sin fuerzas para buscarla verdad. «Vivimos de mentiras: sólo el engaño es dulce», decía ella enlas horas de abandono, cuando en brazos de Sánchez Morueta recordaba supasado de aventuras. Pero ahora ya no quería mentir; estaba enamorada desu Jules, enamorada frenética, con celos de fiera al ver que se lodisputaban otras más jóvenes; y para atraérselo para siempre,legalizando su situación, no vacilaba en atropellar al amante rico, endestrozarle el alma con su cínica franqueza.
¡Ay, cómo adoraba á aquel bergante, sólo porque era joven y guapo! ¡Conqué insolencia había proclamado su pasión!... El millonario revolvíasecon furia al recordar la escena. Veía los ojos de ella, de unaprovocación insolente, unos ojos de loba en celo y aún creía oír susdesgarradoras palabras, en la jerga internacional que tanto leregocijaba en los primeros tiempos de su amor.
—Sí, mon vieux. Lo estimo, lo amo. Con el amor no se badina pas. Sitú me quieres, sea; pero no has de atormentarme con celos; has de seramigo del pobre Jules. Y si no, la puerta está abierta. Será lo mejor. Voilà.
La cínica proposición había hecho rugir al gigante, levantando suszarpas con furor homicida. Pero ella ¡la maldita! tenía la tenacidadglacial, la audacia insolente de las malas hembras que nacen para serasesinadas. Le miraba insultante, con la boca apretada y un gesto dedesafío.
—Sí, pégame; eso es muy español. Mátame, como matan en tu tierra á lasmujeres, cuando no quieren amar. Anda, don José; ya estamos en elfinal de Carmen. ¿Dónde guardas la navaja?...
Él había sentido desplomarse de un golpe todo su furor. Se dió cuenta desu debilidad, de su insignificancia ante aquella hembra curtida en lospeligros de la existencia errante. Y lloró como un miserable, suplicóvilmente para que no lo abandonase. Hasta creía recordar que se habíaarrodillado, agarrándose á sus piernas, sintiendo la desesperación deperder aquella carne adorada, cuyo tibio perfume parecía despedirse deél al través de la batista que la cubría.
Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como uncriminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrandolos ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando suconciencia.
Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, laslágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensiblede aquella mujer.
Ella se había apiadado del dolor del gigante, de la mueca desesperadadel pobre patriarca, y con la conmiseración maternal que siente todamujer por un hombre que llora, lo había tomado en sus brazos, apoyándolela cabeza en uno de sus hombros desnudos, acariciándole las barbasencanecidas.
La gratitud y la lástima la hacían ser bondadosa, con palabras de tristeconsuelo. ¡Ah, gros coco! Había que tomar la vida tal como sepresenta; aceptar las cosas buenamente, sin empeñarse en pedirimposibles. Cada uno se enamoraba á su hora. Él la quería, siendo casiun viejo: ¿por qué se extrañaba de que ella, siendo joven, tuviesetambién su momento de debilidad, enamorándose de aquel Jules queposeía para las mujeres un encanto malsano y dominador?
Se luchaba por la vida, por librarse de la pobreza, y cada cualtrabajaba á su modo, sin acordarse del corazón, para asegurar suporvenir. Pero después, con el bienestar llegaba la dulce tontería delamor. Esto había hecho él, pasando la juventud absorbido en la caza dela riqueza, para enamorarse como un muchachuelo, en la época en queotros no tienen ilusiones. Lo mismo le ocurría á ella al ver aseguradosu bienestar, y convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso.¿Por qué no había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegríasdespués de haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?... ¡Ah mon vieux! Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cadacual su turno.
Después intentaba consolarle hablando del pasado. No debía desesperarseel enorme bebé que se adormecía llorando sobre su hombro. Podíaafirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente, lehabía querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno conella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante,dándola la respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira.Después le había admirado, con una admiración rayana en el amor, alapreciar su poder para los negocios, su fuerza creadora que hacía nacernuevas industrias, el poder mágico, que esclavizaba el dinero, lainteligencia que hacía danzar los millones, sin que ninguno se salierade línea. Ella adoraba á los fuertes, y le hubiera amado siempre, de nopresentarse el otro, con algo que no podía explicar. Tal vez era elencanto de la corrupción y de la juventud, que la enardecía, haciéndolacometer locuras; pero aun así confesaba que no podía compararse aquelhombre con su viejo tan bueno y tan generoso... ¿Por qué no había deaceptar el obstáculo como lo hacían otros? Aún podían ser felices: lostres vivirían en santa calma sabiendo respetarse. Ella no olvidaba queposeía una fortuna, gracias á él: era buena muchacha y haría lonecesario para que su protector no sufriese. Pero el millonariocontestaba con voz quejumbrosa, impotente ya para revolverse.—«Yo solo,yo solo.» Judith se indignaba. ¡Grosse bête, va! Lo que él pedía eraimposible. Ella no podía separarse del que amaba, y tampoco queríamentir: ella tenía corazón.
El doctor interrumpió á su primo, que se complacía con doloroso deleiteen detallar los recuerdos de aquella noche.
—¿Pero, y el niño? ¿Y el hijo del amor?—preguntó con cierta ironía.
Sánchez Morueta miró al médico con unos ojos que pedían piedad.Recordaba el entusiasmo con que había hablado á Aresti del pequeñín:renacían en su memoria las palabras al describir su belleza delicada:«un verdadero hijo del amor, tan hermoso que en nada se me parece.»
—No te burles, Luis, es una crueldad. Tú lo adivinaste, sin duda,cuando te hablé de él. También esta ilusión ha desaparecido. No quedanada... nada. Esa mujer no deja el menor rastro de su paso por mi vida.Se lo ha llevado todo... todo.
Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver lasonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, lacruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión,diciéndole que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con lade aquel tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso ensu alma!... Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentidomiedo ante el gesto desesperado de su viejo. Pero ¡ay! aquella mujerde carácter doble é inexplicable era invencible. De sus crueldades,hacía un mérito. Manteniendo en el millonario la ilusión de lapaternidad, podía seguir explotándolo. Así se lo había aconsejado suamante.
Pero ella era una buena muchacha y no quería mentir cuandollegaba la hora de las explicaciones. Aun pretendía que su antiguoprotector le agradeciese la cruel confesión. No: el niño no era su hijo.Y lo repetía satisfecha, como si de este modo afirmase más sus derechossobre el hombre amado, colocando el pequeñuelo como un compromiso eternoentre ella y el amante de corazón.
Sánchez Morueta salió de aquella casa con el alma rendida por loscrueles descubrimientos. ¡Ni amor, ni hijo! Sólo la convicción delfracaso; la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo seforjaba engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazodel ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía losmejores de su existencia.
Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo. Por la noche, el deseoamoroso fué más fuerte que su voluntad, y sin darse cuenta de á dónde sedirigía, se vió de pronto llamando á la puerta de Judith.
Fué en vano. Ella temía, sin duda, la repetición de otra noche como laanterior: sentía miedo, y tal vez cansancio de luchar con la pegajosidadde un amor desesperado. Nadie le respondió.
Judith había huido con suamante y el pequeñuelo. Adiós, para siempre. La ilusión de varios añosdesaparecería sin dejar rastro.
—Más vale así—dijo el doctor.
—Sí: mejor es que haya huido.
Sánchez Morueta se avergonzaba al pensar en su cobardía de la segundanoche. Se tenía miedo á sí mismo. Adivinaba que, viendo de nuevo áJudith, hubiese pasado por todo, se habría sometido á una situaciónenvilecedora, á cambio de conservar algo de la antigua ilusión, unasombra de felicidad á la que agarrarse.
Se hizo un largo silencio. El millonario, después de terminado elrelato, se hundió en el sillón, anonadado, sin fuerzas, como si al echarfuera de sí el peso doloroso de los recuerdos, cayese sobre él, de ungolpe, el cansancio de la noche anterior pasada en vela, eldesfallecimiento del hambre.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?—preguntó Aresti.
—¿Y tú me lo preguntas?—dijo con desaliento el millonario.—¡Qué séyo! No puedo pensar. Dímelo tú, que sabes más de la vida. Desde anocheque no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquíy llamarte. Tú eres lo único que me resta...
Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía dehombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo.
—Me siento mal, Luis—dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta.—Yo meconozco. Este disgusto no quedará aquí: sentiré sus consecuencias másadelante... ¿Qué voy á hacer?
¿Qué me aconsejas? ¡Por tu vida, dímelo!
Y suplicaba con acento desesperado, tendiendo sus manos, como un ciegoque no osase moverse é implorase un guía.
—¿Qué quieres que te aconseje?—dijo el médico.—Lo que yo te puedodecir, te lo diría cualquiera. ¿Piensas buscar á esa mujer?...
El millonario hizo un gesto negativo. No, ¿para qué? Aquello habíaterminado. No podía olvidarla; eso nunca: le dolía la decepción, pero elmismo odio con que pensaba en ella, era un signo de que no tanfácilmente iba á librarse de su recuerdo.
Sufría en silencio, intentandocurarse: sería un hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdodel ridículo en que había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay!¡cómo le aterraba la soledad de aquella existencia que aún le quedabapor delante!
¡Qué miedo le causaba la monotonía de una vida sinilusiones!
—Vaya, Pepe: no hay que ser niño—dijo el doctor con autoridad.—Niestás solo, ni te hallas tan falto de afectos. ¿No deseas mi consejo?Pues ahí lo tienes. Vuelve los ojos á tu casa: procura unirte á tufamilia. Invéntate una felicidad para tu uso, como esa que te forjasteal lado de una desconocida. Imagínate que tu mujer te adora, y aunque nosea cierto, esa mentira resultará menos dolorosa que la otra, pues noconocerás la infidelidad, ni los celos.
El millonario movió tristemente la cabeza. ¡La familia! ¡Su mujer!También esta retirada era imposible por culpa de aquella mala hembra.
Entre él y Cristina se habían agrandado las distancias; no podía esperaruna reconciliación. Él, en su enardecimiento amoroso, no había negadolos hechos la tarde en que su esposa le sorprendió en su despacho. Y conla falta de escrúpulos del dolor, relataba á Aresti su escena conCristina, la frialdad con que había acogido sus caricias, y después, laexplicación tempestuosa entre los dos: ella echándole en cara suinfidelidad: él aceptándola con altivez, como una consecuencia de laseparación moral en que vivían.
El doctor le escuchaba pensativo.
—¿Cristina fué en busca tuya?—preguntó con cierto asombro.—Puesvuelve á ella y la encontrarás. No te asustes por lo ocurrido entrevosotros. O te buscó porque en ella ha despertado un repentino afectopor tí (y permite que te diga que esto es extraordinario) ó porquealguien se lo ha mandado. De un modo ú otro, vuelve: ella te aceptará.
Sánchez Morueta le miraba con incertidumbre.
—Vuelve, hombre—continuó el doctor:—es la única solución que puedoofrecerte. Ya sé que esto no es gran cosa para tí, con esa necesidad deamor que sientes cerca de la vejez; pero siempre será un remedio parallenar ese vacío de tu vida que tanto te asusta. Si yo estuviera dentrode tu piel encontraría otros medios para emplear mi actividad,fabricándome ilusiones. ¡Ah, si yo tuviese tus riquezas y tu poder!...
El millonario adivinaba el pensamiento de su primo, acogiéndolo con ungesto desdeñoso. ¡Dedicar su vida á los de abajo: ser una especie desanto laico que empleara su fortuna, no en limosnas infecundas, sino enemancipar moralmente á los parias del trabajo, proporcionándoles el pande la instrucción!
¡Fundar grandes escuelas, universidades, etc., comoaquellos ricachones de que hablaba el médico!... ¡Bah! ¿Y qué placerpodía proporcionarle esto?... Su egoísmo profundo de hombre de presa,sin otros ideales que la vanidad y el goce de su persona, se reía deldoctor. En el mundo sólo tenía importancia lo que se relacionase con él.¡A ver cómo no reventaban todas las gentes por cuya triste situación sepreocupaba su primo! Si él era infeliz con toda su fortuna, ¿por quéhabían de ser dichosas semejantes garrapatas?...
Otra vez volvió á hacerse un largo silencio entre los dos.
Terminaba latarde; á lo lejos sonaba la sirena de un vapor. El buque en marcha hizoacordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas,más de una hora.
—Pepe... ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa,que viene á despedirse de tí. Se marcha de Bilbao.
Hemos venido hablandode esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahoraesperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.
—¡Se va!... ¿Y por qué?...
—¡Qué sé yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí. Talvez sufra como tú el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosade la juventud.
Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor algoque no quería conocer. Al mismo tiemp