Quedaban aún muchos seres de una mentalidad limitada, semejante á la delos hombres primitivos, que sólo se preocupaban de sus personas ó,cuando más, de sus familias.
Cada uno de ellos concibe la vida como sisu individualidad fuese el centro del universo, no interesándole más quelo que ve y lo que toca. Esos, en su egoísmo, tienen tal concepto de laimportancia de su persona, que necesitan que ésta se perpetúe después dela muerte, admitiendo como indispensables los cielos y los castigosinventados por las religiones.
El hombre emancipado por la ciencia, se preocupa de la suerte de lahumanidad tanto ó más que de la de su individuo. Sabe que es uncomponente de una familia infinita, siente la solidaridad que le liga ásu especie, está seguro de que su pensamiento vivirá aún después dehaberse corrompido su cerebro y no se satisface con la saciedad de sussentidos. Tiene la inteligencia más desarrollada que los órganosanimales, y sus mayores placeres residen en ella. Por lo mismo que noduda de que su organismo material ha de morir para siempre, siente lanecesidad de dejar rastro de su paso por el mundo con una buena acción.En vez de querer inmortalizarse como los devotos en un bienestar celeste(deseo egoísta que ningún beneficio proporciona á los demás), deseasobre vivirse en la especie, que es eterna, procurando á ésta la partede bienestar ó felicidad á que puede contribuir con el trabajo de suvida. ¿Qué moral más generosa?...
El ensueño individual y egoísta de uncielo falso é inútil, lo sustituye el hombre moderno con el idealcolectivo, que está de acuerdo con su razón y le procura las más altassatisfacciones morales.
—Hacer el bien á los semejantes—continuó Aresti—sin esperanza derecompensa ni miedo al castigo, como lo hacemos los impíos modernos, loshombres del materialismo, es ser más idealista que el devoto quecompra su parte de paraíso con oraciones que no remedian ningún mal dela tierra.
El doctor se exaltaba, elevando su voz, al comparar la moral de lasreligiones y aquella moral de los pensamientos elevados y nobles que sedesarrollaba al tranquilo amparo de la ciencia.
¡Cómo poner al mismonivel al egoísta crédulo que con unos cuantos sacrificios ymortificaciones cree comprarse una eternidad de alegría en el cielo, yal hombre moderno, que hace el bien sin creer en futuras recompensas, nien el agradecimiento de divinos fantasmas, únicamente por la alegría desocorrer al semejante, por la solidaridad que debe existir entre todoslos que tripulan el barco errante de la Tierra!... Así habían procedidosiempre los grandes mártires y los genios. Era la moral de los héroes dela humanidad: en otros siglos se había mostrado aislada, pero ahora ibageneralizándose, conforme agonizaban los dogmas, como una afirmación dela conciencia colectiva.
Doña Cristina y su hija miraban con extrañeza al doctor sin hacer elmenor esfuerzo por comprender sus palabras. Estaba loco: todo aquelloeran filosofías alemanas, monsergas confusas que habían inventado losimpíos para ocultar su maldad, cuando tan claro y sencillo era creer enDios y seguir lo que la Iglesia enseña. ¡Ay, si estuviera presente elPadre Paulí, que tan soberanas palizas soltaba desde el púlpito á los filósofos!...
Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación ydesconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquellono le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo queconsideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajoselectorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia deSánchez Morueta. De no estar el millonario, hubiera hecho la cuestiónpersonal y en nombre de la inmortalidad del alma y de la moralcristiana, hubiese atizado unos cuantos puñetazos al impío, luciendoante las señoras sus energías de apóstol.
Aresti, arrastrado por el entusiasmo, no podía callarse. El sofismareligioso, tolerando en la tierra la injusticia sin más consuelo que laesperanza en un mundo mejor, era demasiado grosero para lasinteligencias modernas. La moral no consistía, como la proclamaba elcristianismo, en achicarse, en recogerse en sí mismo, en amputar losnaturales instintos, en hacerse pequeño para pasar por el caminoestrecho de la gloria celeste, sino en aceptar la vida tal como es, enamarla en toda su plenitud. La vida espiritual no era el egoísmo de unindividuo, sino la comunión con las aspiraciones colectivas de lahumanidad. El hombre moderno no debía perder el tiempo preguntándosesobre el origen del mal ó si la naturaleza está corrompida por elpecado: las dos grandes preocupaciones de la moral cristiana. Bastábalesaber que la naturaleza, buena ó mala, se modifica ó transforma por eltrabajo. Poco importaba el origen del mal: lo interesante era combatirloy vencerlo, sin optimismos ni pesimismos, llevando como único guía elesfuerzo continuo hacia el mejoramiento.
El hombre estaba condenado á hacerlo todo por sí mismo, sin la esperanzade fantásticas protecciones. El trabajo es su ley. El oficio de serhombre era glorioso y duro. Sólo podía contar con un apoyo: la Ciencia.El progreso de los conocimientos positivos, la industria y la evoluciónincesante de las sociedades, modificaban la concepción de la vida y desus fines. El hombre moderno, valiéndose de la crítica, tenía una ideajusta de los límites de sus conocimientos. Ni soberbias, ni desmayos dehumildad. No pretendía conocer lo absoluto ni el origen de las cosas.¿Pero es que las religiones las conocían tampoco? ¿Eran racionales lasexplicaciones de los que creían en una Providencia amparadora de lainjusticia, y en un plan de creación ideado por unos hebreos nómadas éignorantes?
En cambio, el hombre conocía mejor, gracias á la ciencia, el mundo quele rodeaba. Si no sabía la causa primera de muchos fenómenos, habíadescubierto y utilizado las relaciones que los ligan, y en vez de sersiervo de la naturaleza, como en los tiempos de barbarie religiosa, latenía á sus órdenes, haciéndola trabajar para su comodidad y sustento.Ante él se abatían obstáculos que parecían eternos: la mecánicaaprovechaba las fuerzas naturales; modificábase la faz de la Tierra:suprimíase el espacio
al
acortar
las
distancias,
y
el
planeta
parecíaempequeñecerse, haciéndose cada vez más confortable, como una habitacióndentro de la cual la humanidad encontraba satisfechas todas susnecesidades.
El hombre ya no quería fundar su moral sobre lo desconocido, sobre Dios,el fantasma bondadoso ó terrible de la infancia de la humanidad. Tampocopodía tolerar la moral cristiana, basada en la resignación y en laabstención. Esta moral no era más que un arte de mutilar la vida bajo elpretexto de guardar sus formas más altas, ó sea las espirituales.
—Hay que aceptar la vida tal como es, y vivirla toda entera—
decía elmédico con entusiasmo.—Nuestra moral es simple y valiente: se resigna ála compañía de los hombres, sabiendo que no existen los ángeles, y losacepta tales como son. No pasa la vida orando y contemplando lo perfectoy lo eterno, sino que arrostra el encuentro de lo malo y de lo feo yhasta los busca ya que existen, para combatirlo; y triunfar de ellos. Nomira al cielo, pues sabe que no lo hay: examina la tierra que es larealidad, y en vez de tener las manos siempre juntas en el rezo, quesalva el alma, empuña los rudos instrumentos de trabajo, labora, lucha,suda en su eterna batalla con el sueño por transformarlo y embellecerlo,pensando que las fatigas del presente serán buenas obras para lahumanidad del porvenir. Nuestra moral tiene callos en las manos. No son,como las de la monja, blancas, suaves, con palidez de nácar, cruzadassobre el pecho, mientras, los ojos en alto buscan á Dios.
Sánchez Morueta contemplaba con admiración á su primo.
¡Ah; su Luis!¡Que hombre!... Su pensamiento tímido y fluctuante sentíase arrastradopor las palabras del médico. Le entusiasmaba aquella apología de laactividad universal. Él era un sacerdote privilegiado y feliz deltrabajo. Explotaba su estado embrionario, y aunque los fieles clamabancontra él, queriendo arrojarlo de la iglesia obrara, le satisfacía quela ensalzasen.
La esposa apretaba los labios, palideciendo ante el desconcierto de susobrino, el cual no podía asir muchas de las ideas del doctor. Con suinstinto agresivo de mujer devota intervino en la conversación,queriendo auxiliar á Urquiola.
—No entiendo esa moral—dijo á Aresti con voz ruda.—Nada me importa:esa queda para... sabios como tú. Nosotros, los brutos, nos contentamoscon el Catecismo. Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á lahumanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?...
Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces llorabaal visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, nisoltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, paraque nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación. Ydoña Cristina se indignaba al decir esto. ¡Qué había de ser ella! Tanbuena, la pobrecita; tan religiosa; una alma pura de ángel...
—A eso conduce vuestra moral—añadió con dureza.—A hacer infeliz á unapobre criatura, buena como una santa.
Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque.
¡Él,convertido en verdugo de un ángel! ¡Y aquel ángel era su mujer, yCristina le echaba en cara su crimen después de haber visto la asperezahumillante con que le trataban las de Lizamendi!... Prefirió acoger ensilencio el ataque, sin más protesta que un encogimiento de hombros.
Pero la de Sánchez Morueta no quería verle así. Una voz lanzada, sentíaun deseo nervioso de insultarlo, de dar pretexto para un rompimientoruidoso y que no volviese.
—Ya que no crees en nada de la religión—dijo tras una larga pausa, conuna sonrisa dulce que daba miedo,—tampoco creerás en Jesús... ¿Qué espara tí nuestro divino redentor?
¡Con qué alegría habló Aresti, lentamente, con voz suave é incisiva,como si quisiera que cada palabra suya fuese una bofetada sobre aquellosojos azules que le miraban con desprecio!...
—¿Jesús?... Fué un gran poeta de la poesía moral. Yo amo su recuerdocon la ternura de la compasión, viendo la inutilidad y el sarcasmo de susacrificio. Sus sucesores han trastornado sus doctrinas, explicándolas ypracticándolas al revés. Su asesinato fué
una
conspiración
de
lasautoridades
constituidas,
gobernantes, ricos y sacerdotes, los mismosque hoy son sus devotos y explotan su recuerdo.
Doña Cristina púsose de pie con nervioso impulso. Había escuchado lasexplicaciones sobre la moral, para ella confusas, guardando ciertacalma, á pesar de que adivinaba ataques al cielo y á Dios. Pero esto deahora iba contra Jesús; y la indignaba, más aún que si hubiesen negadosu existencia, aquello de llamarle poeta. ¡El hijo de Dios un poeta!Para una millonaria era este el más refinado de los insultos.
—¿Has oído, Pepe?—gritó mirando á su esposo.—¿Y tú consientes estasatrocidades en tu casa?
Los ojos tímidos de Sánchez Morueta iban de su mujer á su primo, comoasustado en su interna somnolencia por el inesperado choque.
—Me voy—siguió gritando doña Cristina al ver la indecisión de suesposo.—No quiero escuchar más á este hombre.
Y dirigiéndose á Pepita, añadió:
—Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tupadre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles.
Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando unmomento entre seguirlas ó acometer al doctor. Aquel era el momento depresentarse como un paladín de la fe, de hacer la cuestión personal ennombre de Jesús y que se tragara el médico á puñetazos aquello de«poeta», que no le indignaba á él menos que á doña Cristina. Pero leinspiraba gran respeto la presencia del millonario, temía disgustar altío y acabó por marcharse en busca de las señoras.
Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, comoanonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper elsilencio.
—Pepe, adiós—dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendouna mano á su primo.—Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consienteseso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir.
—¡No te vayas así!—exclamó el millonario con ansiedad.—
De seguro queestás enfadado; adivino que no vas á volver. No riñas conmigo: Cristinaes así, ¿y qué voy yo á hacerla? Tú mismo lo has dicho. La familia... lapaz de la casa... Ella es buena y me quiere: pero tiene esas ideas y álas mujeres hay que respetárselas. La verdad es que tú también hasestado fuertecito...
—Adiós, Pepe—volvió á repetir el médico, abandonando aquella manazaque ahora caía débil y sin voluntad.—Que seas muy feliz.
—Pero nos veremos, ¿eh? ¿Vendrás á verme al escritorio?...
Esto pasará:ya sabes que otras veces también habéis regañado...
—Adiós, adiós.
Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulandoexcusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á susespaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentescofraternal y perdía lo último que le restaba de su familia.
IX
A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre losobreros de las minas.
Los contratistas de Gallarta, al reunirse por las noches con el doctorAresti, hablaban de los síntomas de rebelión en las aldeas de la cuencaminera. En la Arboleda los peones clamaban contra las cantinas,afirmando que los capataces eran los verdaderos dueños, y que el obreroque no se surtía de víveres en ellas era despedido del trabajo. EnPucheta, que era donde vivían los más levantiscos, habían ido ánavajazos un día de paga, por negarse dos trabajadores á satisfacer sudeuda en la tienda de un protegido de los contratistas. Se hablaba de ungran mitin en la plaza mayor de Gallarta, al que asistirían todos losmineros para acordar la huelga, en vista de que no era admitida supetición en favor del pago semanal. Desde el kiosco que ocupaba lamúsica los domingos, hablarían los amigos del pueblo, aquellos obrerosde Bilbao emancipados del yugo de los patronos, que se dedicaban á lapropaganda de las doctrinas socialistas y á la organización de lasfuerzas obreras. Y mientras llegaba el momento de la rebeldía, losrepresentantes del partido en la cuenca minera, que eran en su mayoríataberneros, derramaban en la irritada masa el consuelo del alcohol y delas teorías revolucionarias.
El Milord, en la tertulia de los contratistas, hablaba, con alarma, delos pinches de las minas. Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo enla faja, y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo ásus venganzas de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran lavanguardia ruidosa de todas las huelgas, comprometiendo á los hombrescon sus audacias,
haciéndolos
ir
más
allá
de
lo
que
se
proponían.Algunas veces habían osado apedrear de lejos á la guardia civil, cuandoen vísperas de revuelta paseaba sus tricornios por los caminos de lamontaña. Ahora, el Milord hablaba con terror de frecuentes robos dedinamita en los depósitos de las canteras. Los cartuchos debíanocultarlos los pinches en previsión de lo que ocurriera. ¡Buena se iba áarmar!...
Al atrevimiento de los muchachos había que añadir la cólera estrepitosade las mujeres, que hablaban de arrojarse en fila sobre los rieles delos planos inclinados y de los ferrocarriles, impidiendo todacirculación de mineral para que se generalizase la huelga hasta la ría,y se cerrasen las fundiciones, y el puerto se llenara de buquesinactivos esperando una carga que no llegaría nunca.
—Esto se pone feo, don Luis—suspiraba el admirador deInglaterra.—Esto va á ser la muerte de las minas.
Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que lospeones gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombreseran capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenaspresentían protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país. Lashuelgas les olían á política, á algo peligroso en que no debíanmezclarse los pobres. Y avisados de la bronca que preparaban loscompañeros, deslizábanse prudentemente hacia su tierra, con el propósitode volver cuando todo pasase, aprovechándose entonces de las ventajasque los otros pudieran conseguir.
—¡Pero, malditos!—exclamaba el doctor, oyendo al Milord y á otroscontratistas.—¿No es justo lo que piden? ¿Qué menos pueden reclamar queel cobro semanal y comprar su alimento donde mejor les convenga?...
Los contratistas torcían el gesto, excusándose en la inercia de lascostumbres. Eran los señores de la villa, los mineros ricos, lasempresas extranjeras, los que debían dar el ejemplo. Ellos á lo antiguose atenían. Además, el miedo á la huelga no causaba gran impresión en elfondo de su ánimo. Por grande que fuese el paro en el trabajo, pocoperderían; el mineral no iba á desaparecer en las canteras; aguardaría áque fuesen á arrancarlo, si no en un mes, al siguiente, y si no al otro.Tenían para vivir, y se rendirían antes que ellos los que necesitabanel jornal para no morirse de hambre.
El cura don Facundo se indignaba, no como contratista, sino como pastordel rebaño rebelde. No había religión, cada vez se entibiaba más la fe,y así andaba todo de perdido. La propaganda diabólica de los obreros deBilbao había llegado hasta la gente sencilla y sufrida de la montaña.
—Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesenperros—exclamaba indignado.—Cada vez hay menos entierros. Ya van alcementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares debadulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso quellaman actos civiles. Señores... ¡entierros civiles en lasEncartaciones! ¿Quién podía figurarse que veríamos esto?...
Y el cura insistía en lo de los entierros, como si de todos los actos dehostilidad ó indiferencia para la religión, fuese este el másescandaloso y que más profundamente hería su pudor de sacerdote.
A pesar de la agitación obrera, los amigos de Aresti sentíanse atraídospor otro asunto, del que hablaban con gran interés en sus francachelasnocturnas.
Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todoslos notables de Gallarta. El Chiquito de Ciérvana, el barrenadorfamoso, había recibido una especie de reto de un desconocido deGuipúzcoa, para que midiese sus fuerzas con él.
El encuentro debíaverificarse en Azpeitia, el centro de las fiestas vascas. Los ricos deallá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si nofuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitiaal lado de su barrenador.
Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Ymenuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreversecon el Chiquito de Ciérvana, que era la gloria más grande de lasEncartaciones! Miles de duros apostarían ellos contra las pesetas quepudieran ofrecer aquellos rurales de Guipúzcoa, que vivían del miserablecultivo de la tierra. Y en sus reuniones nocturnas acordaban losdetalles de la apuesta, con arreglo á lo convenido por cartas y hastapor mensajeros, con los lejanos enemigos. El próximo domingo sería lalucha en la plaza mayor de Azpeitia. Marcaban el número de perforacionesque los dos barrenadores harían en la piedra y la duración de laapuesta.
Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más queen este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa decuantas habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar aldinero que con tanta facilidad llegaba á sus manos.
En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo.Vizcaínos contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contraaquellos patanes que intentaban comparar sus burdos barrenadores de lascanteras de caliza con los de las minas de hierro, que eran casi unosartistas.
Al aproximarse el día de la lucha, mostraban los contratistas los fajosde billetes de Banco, con los que habían de anonadar á los pobrescuitados de Guipúzcoa. El Chiquito de Ciérvana era vigilado y mimadocomo si fuese una tiple hermosa. No iba á las minas, y acompañaba porlas noches á los contratistas, preocupándose todos ellos de lo que comíay bebía.
—¿Cómo va ese valor?—le preguntaban tentándole los brazos duros yelásticos, que parecían de acero, pasándole las manos por el pecho conuna suavidad casi femenil, golpeándole el tórax y complaciéndose en suresonancia, que revelaba salud y vigor. Y
el Chiquito se dejabaagasajar con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculosrecogidos y apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarleel olor agrio de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume.
Ganaría, como siempre. Y mientras llegaba el domingo, con su estruendosavictoria, lo atiborraban de alimentos y le hacían beber champagne, mucho Cordón Rouge, como si el vino de los ricos afirmase de antemano susuperioridad sobre aquel rival que sólo conocería la dulzona sangardúa de sus montañas.
Los contratistas obligaron al doctor Aresti á que les acompañase áAzpeitia. Ellos no gozarían la victoria por completo de no presenciarlasu ilustre amigo. Y el doctor, que habituado al afecto de aquellosadmiradores rudos y entusiastas, no podía separarse de ellos, acabó porser de la partida. En fuerza de oírles hablar de la apuesta sentíainterés por ella.
Era el único que dudaba del triunfo. La gente de Azpeitia debía conocerel trabajo del Chiquito. Los de Gallarta, en cambio, no sabían quiénera aquel contendiente desconocido.
Cuando la gente de Azpeitia iniciabael reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de subarrenador.
Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes. Pero los amigosdel doctor le contestaban con risas. ¿Dejarse vencer el Chiquito?... Ycomo prueba de su confianza, enseñaban de nuevo los fajos de billetes.Más de cincuenta mil duros iban á apostar entre todos, si es que los deAzpeitia tenían redaños para hacerles cara. Había que correrles,echándoles el dinero á las narices; así aprenderían á no ir otra vez conretos á los bilbaínos de las minas.
La partida, el domingo al amanecer, fué casi una espedición triunfal. El Chiquito había salido el día antes con varios de sus admiradores paraestar bien descansado en el momento de la apuesta. Los que llegarondespués con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos elconvoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á losmejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas decigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión.Sólo en Bilbao se sabía comer: lo demás era tierra de salvajes, país depobreza donde moría uno de hambre ó de asco, aunque fuese persona de lasque tienen cartera.
Los mineros ricos hicieron en Azpeitia una entrada de invasores. Habíacomenzado ya la fiesta con las apuestas de bueyes, y una muchedumbre decaseros y de gentes del pueblo se agolpaba y estrujaba en la plaza y lascalles inmediatas. Aquellos hombres de largas blusas y boinasmugrientas, apoyados en fuertes garrotes, miraban con asombro, como sifuesen de una raza distinta, á los arrogantes mineros, que se llamaban ágritos y se abrían paso reclamando el auxilio del alguacil, únicaautoridad que guardaba el orden del inmenso concurso, sin más arma queun mimbre blanco. La gente sobria y humilde, habituada á los cultivos deescaso rendimiento de la montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrososde los contratistas, sus boinas flamantes, las gruesas cadenas de orosobre el vientre y sus manos de antiguos obreros con dedos gruesos deuñas chatas, abrumados por enormes sortijas.
Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando unaverdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastabacon fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, conaltivez de magnates que descienden á mezclarse en una diversióncampestre. ¿Y entre aquellas míseras gentes estaban los que habían osadodesafiarles?... ¡Pobres cuitados!
Precedidos por el alguacil, subieron algunos de ellos á los balcones dela plaza, ocupados en su mayor parte por mujeres.
Otros tomaron sitio enprimera línea, junto á la cuerda que marcaba un gran rectángulo limpiode gente en medio de la plaza, como liza donde se verificaban losjuegos. Allí se hacían las apuestas de última hora entre los empujonesde la gente. Los caseros, apoyando sus manos en las espaldas que teníandelante, se empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujónformidable; una avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastabaque se levantase en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran lasboinas rojas de la pareja de migueletes guipuzcoanos, para que almomento se iniciase un retroceso, quedando inmóvil el gentío.
Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas,encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de torosarrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de unmolino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierraprofundamente aplastada.
La alegría de los ejercicios físicos, el enardecimiento ruidoso de lasfiestas de la tuerza, agitaba al gentío. Tiraban los bueyes penosamente,como si fuese á estallar la testuz bajo el yugo, esforzándose entre losgritos y los pinchazos de los conductores que los azuzaban coreados porsus partidarios, y cada vez que una piedra, con nervioso tirón, avanzabaalgunos pasos, sonaba un clamoreo de los espectadores. Los pechos sehinchaban con angustia, como si quisieran comunicar su fuerza á lasabrumadas bestias.
Era una diversión de raza primitiva, de pueblo en la infancia que aún noha llegado á la vida del pensamiento y admira la fuerza como la másgloriosa manifestación del hombre. La dura necesidad de ganarse el pancon el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversiónlos alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes álos grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para darcarácter de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diariotrabajo, asociaba á sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de lamiseria campestre.
El doctor, ante estos placeres rudos y violentos del pueblo primitivo,recordaba las fiestas griegas, embellecidas al través de los siglos porel encanto del arte. Aquellos juegos al aire libre, sencillos y burdos,de una inmediata utilidad, recordaban involuntariamente los JuegosOlímpicos.
—Sí; se parecen—pensaba Aresti.—Pero como se asemejan el ave decorral y el águila, porque las dos se cubren de plumas.
Cansado del monótono espectáculo que ofrecían los bueyes, tirando entreel clamoreo del gentío que no se fatigaba del largo plantón, el doctorse distrajo examinando el aspecto de las casas y las personas.
Veía Azpeitia por primera vez, aquel hermoso rincón del territoriovasco, que sólo de lejos rozaba la vía férrea, y en el cual parecíanhaberse refugiado el espíritu y las tradiciones de la raza. Aquellati