que
correspondían á los individuos en cada comida: el salónacristalado, en el cual fumaban sacerdotes y seglares un cigarrilloúnico, pues en el resto del monasterio, aunque el fumar no estabaprohibido, era mal visto por los superiores.
—Queda la huerta. ¿Quiere usted verla?—dijo el hermano con el deseo deprolongar algunos minutos más el trato con aquel señor que le escuchabacon tanta atención.
Salieron á una huerta cerrada por un alto muro de piedra. En el fondohabía una pequeña granja con sus vacas y cerdos, de los que hablaba elhermano con tierna admiración. Los pájaros turbaban el silenciomonástico de aquellos campos, revoloteando en torno de los árbolesfrutales.
Un seglar iba con un libro en la mano por el mismo camino que seguíanellos. Era la única persona que paseaba por la huerta.
Aresti lo vió de espaldas y aceleró el paso como sí le acometiese depronto una duda y quisiera salir de ella.
—Es un señor muy rico, ¡muy rico!—dijo el hermano, adivinando sucuriosidad.—Está haciendo los ejercicios seis días.
Creo que es deBilbao y que le llaman...
Pero antes de que el lego dijera el nombre, el seglar se volvió oyendoel ruido de los pasos.
—¡Pepe!...—gritó el doctor.
La sorpresa no le permitió decir más al reconocer á Sánchez Morueta.
—¡Luis!... ¡Primo!...—exclamó éste no menos sorprendido.
Pero, pasada la primera impresión, hizo un movimiento de molestiasemejante al del que duerme y se ve bruscamente despertado.
El hermano, á impulsos de su meliflua cortesía, siguió andando paradetenerse á alguna distancia de los dos hombres.
Le inspiraba profundorespeto aquel devoto al que trataban con gran deferencia todos losPadres, permitiéndole fumar en su cuarto y bajar á la huerta á todashoras, con otros privilegios no menos importantes que sólo se concedíaná muy contadas personas. El visitante que él acompañaba también adquiríauna importancia inmensa ante sus ojos, por tratarse tan afectuosamentecon el personaje.
Los dos hombres quedaron mirándose en silencio largo rato.
—¿Tú aquí?...
Y Aresti encerraba en esta exclamación toda la fuerza de su asombro.
Sánchez Morueta sonrió de un modo que su primo no había visto nunca enél. Era una expresión de resignada modestia, de decaimiento de lavoluntad. Hablaba sencillamente, como si no hubiese ocurrido nada deextraordinario desde la última vez que se habían visto.
Cristina y la niña le acompañaban en los ejercicios. Muchas familias delo mejor de Bilbao estaban en Loyola con el mismo fin: las señoras en elhotel: los hombres en las celdas del monasterio. Ya llevaba allí seisdías y le faltaban cuatro.
—¿Y estás bien? ¿Te gusta esta vida?
—Sí—contestó el millonario con sencillez.—Me sienta perfectamente: notienes más que mirarme.
Sánchez Morueta parecía repuesto de su crisis. Nada quedaba en él delenfermo que había visto Aresti en su última visita á Las Arenas. Sumirada era tranquila, con una fijeza serena: el color sanguíneo de susprimeros tiempos de luchador había vuelto á animar su rostro.
El médico le escuchaba con asombro enumerar las ocupaciones de su vidaen aquella casa: todas con arreglo á la distribución del tiempo marcadapor el director de sus ejercicios.
Se levantaba á las cinco y media dela mañana; á las seis bajaba á la capilla, leyendo durante media horaaquel libro que le acompañaba siempre: después meditaba una hora, oíamisa y tomaba el desayuno, descansando hasta las diez ó paseando por latranquila huerta que los buenos padres ponían á su disposición.
Meditabade nuevo hasta mediodía en su celda, recibiendo la visita de sudirector, rezaba el Vía Crucis en los claustros, comía á la unadescansando de nuevo hasta las cuatro, y á esta hora bajaba á la capillapara escuchar las pláticas con los otros compañeros de ejercicios. A lassiete era la estación al Santísimo Sacramento, después el Rosario, losdolores y gozos de San José y el examen de conciencia de todo lo hechodurante el día: á las nueve la cena y á las diez se acostaba.
Él, que en el mundo podía dar órdenes á miles de seres, gozaba laextraña dulzura de ser mandado, de sentir sobre su voluntad otra que erasuperior y la dominaba. La celda pobre y la comida vulgar en elrefectorio, le parecían de una voluptuosidad extraña después de tantosaños de bienestar fastuoso y refinado en su palacio de Las Arenas. Losprimeros días habían sido duros para él, pero ahora paladeaba la dulzurade no ser nada, de verse guiado, anulando su voluntad,empequeñeciéndose, pensando á todas horas en la muerte para convencersede la humana insignificancia.
El mundo al que había de volver le parecía lejano, muy lejano.
AquelBilbao, del que era rey, estaba sin duda en otro planeta con susagitaciones de lucro, con sus fiebres de egoísmo, de las que no llegabanada, absolutamente nada, á aquel tranquilo rincón.
—Estoy bien, Luis: mejor que nunca. La satisfacción que adivino en mimujer y mi hija, me llena de alegría. Tengo la certeza de que al salirde aquí nos querremos más; que constituiremos una verdadera familiacristiana, como dice....
Se detuvo como avergonzado de soltar ante Luis el nombre en que pensaba.Pero se arrepintió de su duda como de un pecado, y añadió con energía,queriendo imponer su convicción:
—Los jesuítas no son malos como yo creía torpemente. Debes salir de tuerror, Luis. Son unas excelentes personas: unos santos.
¡Ay, si tú lostratases!
Después habló de Urquiola, que les había acompañado á los ejercicios,pero había tenido que salir el día antes para Bilbao, llamado por elPadre Paulí; de la tranquilidad de aquella vida, sin agitacionescerebrales, y sin ambición, que tanto contrastaba con su existencia deBilbao.
—Creo, Luis, que si no tuviese á mi mujer y mi hija, aquí me quedaríapara siempre. Esta es la verdadera vida. La de fuera ya sabes lo que es:penas y maldiciones.
Aresti le escuchaba silencioso, mirándolo fijamente, sin pestañear, comoen presencia de un enfermo; de «un caso interesante».
—¿Y qué es eso que llevas ahí?—dijo de pronto, agarrando el libro quesu primo conservaba cerrado en una mano.
Le bastó una ojeada para conocer el pequeño volumen encuadernado enpasta, con una impresión gruesa y vulgar de libro devoto. Era los Ejercicios espirituales de San Ignacio, explicados por el PadreClaret, el famoso arzobispo de Trajanópolis, que tanto había influidosobre los últimos años del reinado de Isabel II.
Aresti conocía el libro. Muchas veces lo había encontrado sobre su mesacuando vivía con su mujer. Recordaba su estilo de piadosa belicosidad,hablando de las dos banderas: «la una de Cristo Señor Nuestro, sumocapitán; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra naturalezahumana.» San Ignacio y el Padre Claret llegaban á la elocuencia másconmovedora al describir el infierno. El fuego de aquel lugar demaldición era tan intenso,
«que una sola centella reducía á polvo unapiedra de molino; si caía sobre un globo de bronce lo derretía al punto,como si fuese de cera, y si en un lago reducido á hielo, lo hacía herviren un instante.» Los condenados sentían este fuego en el cerebro, losdientes, lengua, garganta, hígado, pulmón, entrañas, vientre, corazón,venas, nervios, huesos, médula de éstos, sangre y hasta en las potenciasdel alma», y después de la horripilante enumeración, San Ignaciopreguntaba al alma del pecador con quién deseaba irse, si con Dios ó conel Demonio. ¡Ah, mísero Luzbel; ridículo pazguato que ofrecía con torpemalicia las cortas felicidades de la tierra á cambio de una eternidad detan horrible fuego! La respuesta no era dudosa. Con Dios se iban lasalmas después de los santos ejercicios.
Sánchez Morueta hablaba de éstos. Los primeros días estaban dedicados ámeditar sobre el pecado mortal, la muerte y el infierno. Después semeditaba con ayuda de aquel libro sobre la gloria eterna y lamisericordia de Dios.
—¿Pero tú crees en todas esas cosas del infierno y la gloria, tanvulgares, tan groseras como las pinta ese libro?
La firme mirada de Aresti turbó á su primo.
—Como creer... no puedo afirmarlo rotundamente. Me asaltan dudas, y mecallo por no molestar á mi director. Pero todo esto me causa ciertobienestar. Lo absurdo me entretiene, me deleita, me vuelve á latranquilidad de la niñez. Creo algunas veces que aun me mecensusurrándome cuentos al oído.
El médico sonreía, y Sánchez Morueta se apresuró á añadir:
—Pero me siento más feliz, más tranquilo que antes. Además, en
estasmeditaciones
hay
algo
que
me
impresiona
profundamente y que ni tú ninadie podéis negar: la Muerte. Nos hacemos viejos, Luis, y ella llega yno valen para ablandarla riquezas ni ruegos. Desde que nada ansío, y noencuentro ante mí nada que conquistar, la tengo mucho miedo.
Y el terror á lo desconocido, á la muerte inevitable, á la eternasombra, se manifestaba en el rostro del millonario con un gestodesesperado.
Aresti recordaba la página de la Muerte en el libro de San Ignacio, unapágina de brutal realismo, que hacía temblar á los hombres y llorar dehorror á las mujeres. «Mirad lo que pasa en aquel cuerpo: antes hermosoé idolatrado, ya muerto: ya está sepultado, ya cayó.... Luego, se leacercan los moscones, escarabajos, sapos y sabandijas, y se saborean ycomplacen en el mal olor que despide y en la podre que empieza á manar;también se acercan los ratones, taladran sus vestidos ó mortaja; seenredan entre el cabello, entran en la boca y empiezan á comer lalengua, salen luego y registran todo el cuerpo entre carne y vestido.Mientras tanto, la putrefacción se va aumentando: ya se ve pulular unagrande muchedumbre de gusanos que van comiendo la carne del vientre, dela cara y de todo el cuerpo: ya se concluyó la comida: ya los gusanosmueren de hambre, dejando allí unos huesos negruzcos y descarnados, quecon el tiempo se calcinarán y convertirán en polvo.
Acuérdate, hombre,que eres polvo y en polvo te has de volver, en cuanto al cuerpo, pueseres hombre de humo ó tierra.»
—¡Lee esto! ¡lee esto!—decía el millonario abriendo el libro poraquella misma página que tenía señalada, como si fuese su obsesión.—¡LaMuerte!—murmuraba luego.—Se habla de ella muchas veces, pero sinpensar en lo que realmente es, sin pararse á mirarla de cerca.... ¡Quéhorrible! Luchar toda la vida para dar gusto á la carne, para prepararel pasto del gusano....
Después, en voz baja, dijo al doctor:
—Debe existir algo después de la muerte. No sé ciertamente si será loque aquí dicen ó lo que digan en otra parte. ¿Pero qué pierdo yo concreer á ojos cerrados? Por lo pronto, gano la tranquilidad de la casa, ybueno es, por si hay algo más allá, ir preparado á todo, sin miedo áengaños.
Aresti sonrió con lástima, ante aquel espíritu comercial, que examinabala vida futura con el mismo egoísmo que si apreciase las probabilidadesde un negocio.
Ahora sí que le decía adiós para siempre. Su primo estaba bien agarrado,por el egoísmo y el miedo á la muerte, las dos flaquezas de los felices.
—Debías quedarte aquí, Luis: venir alguna vez. Los Padres son gentesimpática. ¿Qué perderías con ello? Aunque no creyeses en todo, podíascallarte y ser feliz. ¿Qué sacas de tanto estudio? ¿Estás seguro de quetodo lo que tú crees es verdad? ¿Y
si después de morir te encontrasescon la inmensa equivocación de que hay algo?...
El doctor le estrechó la mano con frialdad, convencido de que seseparaban para siempre, de que en adelante se mirarían con extrañeza,como si fuesen otros hombres.
Y Aresti salió de la huerta, precedido por el hermano, que ahoracallaba y parecía tener prisa en sacarle del monasterio, como si hubieseescuchado de lejos parte de la conversación.
Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con losojos y parecía decirle:
—¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte!
X
A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo delmes de Septiembre.
El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minasy las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza deToros. Se celebraba en ella un gran mitin de protesta contra lospatronos, por no querer aceptar las proposiciones de los mineros, loscuales venían amenazando con una huelga hacía dos meses. La reuniónpopular era el ultimátum que lanzaban los trabajadores.
Los primeros trenes de la mañana habían trasladado á Bilbao mayorescargamentos humanos, viendo su llegada con cierta alarma las gentes dela villa.
No todos iban al mitin. Descendían también de los vagones aldeanos congruesos garrotes, escoltando á los curas de su anteiglesia. Estos gruposrurales llegaban para la gran romería que subiría por la tarde alsantuario de Begoña.
El mitin de los trabajadores y la fiesta organizada por los jesuítas ylos bizkaitarras, se encontraban en el mismo día. Un ambiente belicoso,que excitaba los nervios, haciendo más duras las palabras y másinsolentes las miradas, parecía pesar sobre la villa.
En el camino había apreciado Aresti el estado de los espíritus.
El vagónestaba ocupado por obreros y por campesinos de los que iban á laromería. Unos y otros se miraban hostilmente, y los aldeanos acariciabannerviosamente sus cachabas, oyendo las burlas de la gente de lasfábricas.
Callaban porque en aquella vía, invadida por la moderna industria, eranmenos las gentes del campo. ¡Ay, si aquello hubiese sido en la línea deDurango, por donde descendían los rebaños de la fe para la fiesta de latarde, en masas cerradas, con sus curas y estandartes á la cabeza!...
Al bajar del tren el doctor Aresti, oyó que alguien le llamaba.
Era el capitán Iriondo, vestido con el traje viejo de sus expedicionesde caza. Llevaba la escopeta pendiente del hombro, y el perro, junto áél, husmeaba sus manos.
—¿Buscas la bronca, eh?...—dijo al médico.—Tú vienes porque te gustanestas cosas, y yo me voy por no verlas.
Se marchaba á cazar chimbos á cualquier parte: le interesaba huir deBilbao, no ver lo que seguramente ocurriría.
—El aire huele á pólvora, querido Planeta: van á llover palos.
Alvenir á la estación me recordaba esta Bilbao tan nueva y tan bonita, laque conocí durante el sitio. Los socialistas, los republicanos, todoslos que creen que esto marcha mal, se están reuniendo en la plaza deToros entre banderas y vivas. Los otros se citan para la tarde en lasiglesias y se enseñan los revólvers en los rincones de las sacristías.El Padre Paulí predica, hace tiempo, que hay que morir por la fe: elzascandil de Urquiola anda arengando á la juventud salida de Deusto,para que mate en nombre de Dios. La pobre villa parece un huevo entredos piedras, y yo me voy, Luis, me voy, y admiro el gusto que tienes enver estas cosas.
Aresti le escuchaba con interés. Había hecho el viaje atraído por laposibilidad de un choque. Deseaba ver cómo los obreros de la montaña, ylos industrialillos de la villa se atrevían por primera vez con eljesuitismo. Ya era hora de que Bilbao se levantase contra aquel enemigoque se deslizaba en sus entrañas, después que lo había derrotado por dosveces ante sus improvisadas trincheras, cuando se cubría con la boinablanca.
—En
esto
llevas
razón,
Luis—dijo
el
capitán
enardeciéndose.—Si mevoy, es porque no puedo aguantar lo que se ve en esas calles. No pensabaal levantarme en salir al campo, pero de repente he cogido la escopetapara huir. ¡Porra! ¿De qué nos ha servido tanto comer pan de habas ycarne de caballo á los que disparábamos el fusil en las trincheras, siaquellos á quienes hicimos huir se nos han metido en casa y parecen losamos?
¡Cómo está hoy Bilbao, chiquillo! No se puede dar un paso sintropezar con un cura. Los que hace años bombardearon la villa y hoydarían cualquier cosa por verla entre llamas, se pasean por ella, comoseñores. Han bajado en manadas para ver á la Virgen, con el revólver enel bolsillo, y miran á todos con insolencia, como deseando que lleguepronto el momento de matar perros liberales.
El capitán mostraba prisa en irse. De quedarse en la villa tal vez semezclase en la lucha. Tenía miedo á su entusiasmo: podía sin darsecuenta liarse á golpes con aquel carlismo vergonzante que tanto leirritaba.
—Yo no soy más que un empleado, Luis: un dependiente de SánchezMorueta. ¡Y figúrate lo que haría doña Cristina si me viese mezclado enel jaleo; lo que diría el mismo Pepe, que tan cambiado está!... Bastantehago con defenderme y quedar á un lado, pues por su gusto iría estatarde camino de Begoña.
El recuerdo del millonario y su familia, hizo que el médico y el marinohablasen de la gran transformación de Sánchez Morueta. Muy poco habíasabido de él Aresti, después de su encuentro en el monasterio de Loyola.
—Es otro hombre—dijo Iriondo con tristeza.—Aquella casa ya no es lamisma.
Y evitaba dar más detalles, con la prudencia del subordinado fiel queteme ser indiscreto. Pero su franqueza de viejo marino se sobrepuso.
—¡Qué porra! Tú eres de la familia y debes saberlo todo.
Además, eresmi amigo y quieres á Pepe. ¡Ay, planeta! Aquello ya no es casa, es unconvento, y cualquier día, el que fué nuestro grande hombre acabará portraernos el Padre Paulí al escritorio, para que dirija á los empleados.No se separa de él un instante.
Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le dominaban;todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niñoinaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, nohaga usted eso», «tío haga usted lo otro.»
Por el momento, SánchezMorueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillole llamase papá. Se casaba con Pepita y todos parecían satisfechos detal matrimonio: la niña, la madre y el Padre Paulí. El millonariocallaba, como si estando contentos los demás no necesitasen consultarsus deseos.
Urquiola iba ya por el escritorio y daba órdenesimperativamente á los empleados. Hasta con el capitán se atrevía; con elviejo amigo de Pepe, á quien siempre hablaba éste con fraternalatención. ¡Porra! ¡A la vejez, después de una vida de noble éindependiente trabajo, ser criado de aquel cachorro de Deusto!... Antesse retiraría, abandonando á Pepe, el cual, bien mirado, ya no era elPepe que él conoció.
—Cómo nos lo han cambiado, Luis. ¿Querrás creer que un día en elescritorio, al volver de Loyola, me contó con el mayor entusiasmo quehabía hecho una confesión general, un recuento de todos los pecados desu existencia y me afirmaba que después de esto se sentía con mayorsalud, como si fuese otro mundo? No he presenciado caída como esta. Lamujer lo tiene tonto, y en esto la ayuda el tunantuelo de Urquiola. ¿Nosabes la última hazaña de ese pillín?... No la sabrás: todo Bilbao hablade ella, pero á las minas no llegan estas cosas.
Y relató á Aresti un suceso digno de la sección de tribunales de unperiódico. Urquiola había dado un abortivo á aquella infeliz que vivíaen los barrios altos y era su amante, sufriendo en silencio unaesclavitud de miseria y de golpes, enamorada sin duda, de la fachendadel atleta y de su petulancia nobiliaria. Al protegido del Padre Paulíle aterraba la idea de tener un hijo, ahora que su matrimonio estabaconcertado con la primera fortuna de Bilbao, y á viva fuerza habíaprovocado el aborto. La enfermedad de la esclava y las murmuraciones dela vecindad, habían hecho intervenir en el asunto al juzgado. ¡Unescándalo, pero nada más! En aquella población todo se doblegaba á lainfluencia de los Padres y al respeto que inspiran los ricos.
—Y Pepe—continuó el capitán,—sin enterarse de nada; y si algo sabe,como si no lo supiera. Basta que doña Cristina afirme que todo esmentira para que él lo crea: basta que el Padre Paulí le diga queUrquiola será un grande hombre para que él escuche impasible susnecedades y bravatas de cabecilla. ¡Ay, Luis! ¡Qué dominación tan rápiday absoluta la de esa gente!...
Iriondo describía su influencia extendiéndose á todo lo que estaba bajola dirección de Sánchez Morueta, á las fábricas, las fundiciones y hastalos barcos. Sin respeto á su cargo de inspector de navegación de lacasa, le hacían despedir á marinos viejos que llevaban muchos años alservicio de Sánchez Morueta, y admitir á otros jóvenes que, apenastomaban posesión de su camarote, pegaban frente á la litera una imagendel Corazón de Jesús. Él no osaba protestar ante el gesto autoritariodel amo, y el miedo á los que, ocultos tras él, regulaban sus palabras yacciones.
La semana anterior le habían dado orden de despedir á todos los obrerosque, trabajando en la descarga de los buques, profiriesen blasfemias óse mostrasen interesados en la propaganda de doctrinas impías. ¡Cristo!¡Él, á sus años, convertido en un hermano de la Doctrina Cristiana;obligándole aquellos señores á que enseñase catecismo y buenas palabrasá los cargadores del Nervión!...
—Pues, ¿y en los altos hornos?—exclamó después el capitán,—Allí va áhaber cualquier día una huelga, seguida de la degollina de todos losbeatos que toman las oficinas como terreno de conquista. Desde que sefué Sanabre, aquel chico tan simpático, la fundición es un infierno.Pepe tendrá cualquier día una sublevación ruidosa, y á los huelguistasno les faltará motivo. El trabajo y la honradez es lo de menos para losque dirigen la casa. Los trabajadores que no son religiosos van á lacalle, y los talleres se llenan poco á poco de hipócritas, que trabajancomo saben ó quieren, pero que son respetados porque van á misa y seinscriben en las sociedades de obreros católicos.
El decaimiento moral de Sánchez Morueta, la abdicación de su voluntad,irritaban al marino.
—Tu primo no osa moverse, Luis. Su famosa confesión general es como eltraje nuevo de un niño: no se atreve á hacer nada, por miedo ámancharse. Cuando de tarde en tarde le veo, me parece que tengo delanteá un fraile. No sabe hablar más que de la muerte; de lo queencontraremos en la otra vida, y vuelta otra vez con la muerte porarriba y por abajo, y el muy camastrón tiene mejor color y está másfuerte que nunca. Si yo me atreviera con él como tú, le diría: «Quéporra: ya sé que hemos de morir; vaya un descubrimiento. Pero mientrasla muerte no llega, vivamos cada cual á su gusto, sin hacer la santísimaá los demás, que es lo único en que gozan los que piensan á todas horasen su alma.»
Faltaban pocos minutos para que partiese el tren, y el capitán sedespidió de Aresti.
—Esta tarde, en la romería, puede que tengas la gran sorpresa.
Tal vezvaya en ella Pepe con su escapulario.
Aresti dió salida á su asombro con un juramento. ¡Quién!
¿Pepe seríacapaz de exhibirse en aquella farsa?...
Iriondo no tenía la certeza de ello pero lo presentía. Era un suceso quellevaba preocupada á toda la familia durante la semana. La esposa queríaverle atravesar Bilbao, con la cabeza descubierta, en las filas de losdevotos. ¡Qué triunfo para la religión! Él, después de volver á la buenasenda, no podía negar á Dios el prestigio que daría á la santa causaesta adhesión pública de un hombre de su fortuna y su poder. Elmillonario se resistía, adivinando lo ridículo de esta humillación;defendíase agarrado á un harapo de su antiguo carácter. Pero todos caíansobre él, martilleando la débil corteza de su voluntad reblandecida. Lamadre y la hija se lo suplicaban. ¡Las daría tanto placer con ello!...El Padre Paulí hablaba con desprecio de los cobardes que sólo aman áDios en su casa y temen manifestarlo públicamente, y el matoncilloUrquiola hacía burla de los que no se atrevían á salir á la calle pormiedo á los impíos.
—Irá, estoy seguro—dijo el capitán con tristeza.—Lo arrastrarán, lafamilia de un lado, y de otro el miedo á parecer cobarde. ¡Adiós, Luis,y ten prudencia! Mira que hay cerrazón en el horizonte y la borrasca deesta tarde va á ser de cuidado.
El doctor subió la larga escalinata de la estación, y al salir al puentedel Arenal vió muchos balcones colgados con trapos de colores éinscripciones en loor de la Virgen de Begoña. En las Siete Calles, lomás típico y tradicional de la población, las casas empavesadas ofrecíanel aspecto de un villorrio. Trapos multicolores ostentaban entrebanderas el mismo rótulo en honor de la Señora de Vizcaya. Las gentesmirábanse con aire hostil; la población, dividida en dos bandos, parecíaestremecerse en este ambiente de acometividad. Los vecinos de la villacontemplaban con simpatía ó con odio á los grupos de campesinos y deobreros, según eran sus creencias. Cada cual miraba con desconfianza alvecino, y todos decían lo mismo en sus conversaciones.
—¡A la tarde!... ¡Oh, á la tarde!...
Aresti, después de errar más de una hora por la villa, se encontró alatravesar el Arenal con un obrero de ropas haraposas y gran barba, quele saludó con un gruñido, llevándose con cierta violencia la mano á laboina.
—Ya sabe usted, doctor, que usted es el único burgués que yo saludo.
Era el Barbas, el terrible solitario de Labarga, que pasaba sus horasde vagancia encogido en el suelo, inmóvil, como un profeta de horrores,escupiendo amenazas é insultos sobre los ricos del país. Hacía tiempoque habían demolido su barraca, después de socavar el suelo. La viejacompañera había muerto de miseria y él vagaba por las minas, durmiendo ála intemperie, comiendo lo que le daban los peones y pagando estalimosna con insultos. Cuando estallaba un barreno cerca de él, mirabacon ojos feroces á los obreros.
—¡Bestias!—les gritaba como si cometiesen un crimen.—
¡Tenéis ladinamita en vuestras manos y la empleáis en eso!...
El doctor contestó á su saludo alegremente.
—¡Compañero! ¿Tú aquí?...
Había llegado por la mañana en un tren lleno de obreros. Por supuesto,sin billete; los compañeros querían pagárselo, pero él había protestado,ocultándose para viajar sin que los burgueses le explotasen.
—¿Y el mitin?—preguntó Aresti.—¿No vas al mitin?
El Barbas hizo un mohín de desprecio. Él no perdía el tiempo enbobadas. Se sabía de memoria todo lo que allí podían decir.
Necedades ycobardías. Pedir más jornal ó que lo pagasen de este modo ó del otro;reclamar como quien pide limosna mayores consideraciones para el quetrabaja. ¡Como si esto sirviese de algo! Eran unos cataplasmeros. Y enesta palabra envolvía todo su desprecio á los que buscaban con reformaspaulatinas y con una organización fuerte y disciplinada el mejoramientodel obrero.
—Cataplasmeros,
doctor—gritaba.—Nada
más
que
cataplasmeros. Este esun país acostumbrado á la disciplina y á la autoridad: por eso el pobreque en otro tiempo fué carlista, cree ahora sin esfuerzo alguno en esasorganizaciones casi militar