El Manco de Lepanto - Episodio de la Vida del Príncipe de los Ingenios, Miguel de Cervantes-Saavedra by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Díjole ella que aquel señor era uno de los a quien su ama servía; ypreguntándola Cervantes cuáles fueran estos servicios, ella le nombróuna cáfila de ellos tal, que sin más información quedaron hechas todaslas alabanzas, y representados todos los méritos de la tía Zarandaja,y que eran tales, que si la Inquisición o la justicia ordinaria loshubieran sabido, no los hubieran premiado con menos que con quemarlaviva, o enrodarla y descuartizarla; en lo tocante al señor que acababacon la tía Zarandaja de encerrarse, dijo la moza que su ama le traíaengañado, chupándole los dineros con la promesa de embrujar y hechizar,para que le amase, a aquella misma señora que vivía en la vecindad, yque poco antes había estado allí. Con estas noticias creyó convenienteCervantes dejar por el momento el campo, y volver cuando el encubiertodel figón hubiese salido, y para saber cuándo esto sucediese, fue aesconderse detrás de un poste de un soportal que en una rinconada frentedel figón había.

Pasó bien media hora antes de que el embozado saliese,y cuando Cervantes le hubo visto, metiose por una callejuela inmediata,volviose al figón, y púsose delante de la tía Zarandaja, que se turbó,y por encubrir su turbación le dijo:

—Bien se os conoce que sois honrado, y que tenéis conciencia, y que nohabéis querido dejar de pagarme la buena taza de caldo con vinotrasañejo de Montilla, que se tomó aquella desventurada doncella conquien primero vinisteis.

—Pues si de conciencia entendéis,—dijo Cervantes,—

llevadme adonde asolas podáis decirme lo que con vos habló, buena madre, ese caballeroembozado con quien os encerrasteis no ha mucho.

—¡Ah, señor soldado!—dijo la tía Zarandaja, más conforme queantes,—que ese caballero es un menesteroso que me busca para que yo leremedie; como si yo fuese una santa que pudiese hacer milagros.

—¿Y un milagro es lo que ese señor ha menester?—dijo Cervantes.

—Y tan milagro, que sería más fácil resucitar a un muerto.

Pero ya,señor hidalgo, que yo he visto que sois tan amigo de la señora doñaGuiomar, hablaros quiero, y de tal cosa, que importa grandemente a esavuestra amiga y a vos; y venid donde nadie pueda oírnos, que más de loque pensáis el secreto importa.

Y fuese a la misma puerta que ya se ha dicho, y entrose por ella, ysiguiéndola Cervantes, hallose en un aposentillo desguarnecido ylóbrego, en el que no entraba más luz que la que venía de un altísimopatio estrecho, y por una raja de la pared, a manera de saetera, pasaba,y allí, sentándose la tía Zarandaja en una estera y Cervantes en untaburete cojo, ella le dijo que aquel caballero amaba de una maneradesesperada, desde hacía mucho tiempo, a doña Guiomar, y que con ellaquería casarse; pero que ella ni aun de él dejaba verse, porque para queno la viese se mantenía encerrada en su casa, y no salía sino entre dosluces para ir a misa a la iglesia mayor, y que cuando iba no era sino ensilla de manos, cerrada y guardada por cuatro lacayos armados, que erancuatro fieras, y de tan probada lealtad, que no había habido mediosbastantes para obligarlos a que a su señora desirviesen, dejándolaarrebatar por otros que de buena gana el caballero de quien se tratabahubiera enviado para apoderarse de ella: añadió la vieja que aquel díaaquel caballero había ido a pedirla noticias de quién fuese el que lanoche anterior había dado música a la hermosa viuda, y si no lo sabía,que lo averiguase, como asimismo de la causa por qué la Inquisiciónhabía estado, antes de la música, en casa de la viuda, y en vez deprenderla a ella, había preso al rapista Viváis-milaños; y que ellale había dicho que no sabía nada, pero que procuraría averiguarlo.

Escuchando estuvo atentamente Cervantes a la tía Zarandaja, y cuandohubo ésta acabado, la dijo:

—¿Y nada os preguntó ese hombre acerca de mí, que cuando junto a mípasó, pareciome que me miraba con recelo?

—Sí que me preguntó, y con encarecimiento,—contestó la tía Zarandaja;—pero yo, que pude decirle mucho, nada le dije, porque meimporta mucho más servir a la buena señora, mi vecina, que al otro.

—¿Y qué os parece, madre, si yo me casara con doña Guiomar?—dijoCervantes.

A lo que respondió la vieja:

—Si no os casaseis con ella, o casado seríais, o estaríais dejado de lamano de Dios; porque un tal bocado de cardenal, y aun si me apretáis depapa, ¿dónde le podríais encontrar mejor?

Y que ella está enamorada, ycelosa, y rabiando por que vos la pidáis la mano, no me lo digáis a mí,que en esto de amores soy yo maestra. Y si doña Guiomar no os quisiere,y para nada menos que para marido, que me lleven por esas calles hastalas cuatro estatuas de la Tablada con coroza y sambenito, y que allí mequemen viva.

—Pues dándome ya por casado con doña Guiomar,—dijo Cervantes,—miradsi yo os recompensaré bien por lo que ahora me sirváis; antes ha defaltaros talego, que escudos para llenarle.

—Pues

diga

vuesa

merced,

señor

soldado,—dijo

relumbrándole los ojos latía Zarandaja.

—Quédese aquí por ahora,—dijo Cervantes,—que yo vendré más tarde yhablaremos.

Y con esto saliose, y ya más resuelto, fuese a la casa de doña Guiomar,a la que halló en su retrete con Margarita.

XI

En que doña Guiomar prosigue el relato de su historia.

—Tan a tiempo venís, señor Miguel de Cervantes,—le dijo doña Guiomarapenas hubo entrado,—que esta señora iba a empezar a relatarme susdesventuras.

Margarita, con los hermosos ojos fijos en el suelo, parecía ruborosa ycomo con miedo; pero no embargante esto, cuando oyó los pasos deCervantes y las palabras que doña Guiomar, con la voz no muy segura, lehabía dirigido, alzó la vista y en él la fijó, y de tal manera, que élse encontró entre dos fuegos; que de una parte le miraban los lucientesy enamorados ojos de doña Guiomar, y de otra los más tímidos, aunque nomás castos, de Margarita, que aunque triste y apenada por la muerte desu madre y por la tristísima orfandad en que se veía, no se defendíadel amor que por Cervantes en el alma se le había entrado, y le mostrabaclaramente en su mirar ansioso. Reparó en esto doña Guiomar, yapretósele el corazón, y empezó a nacer en ella la enemistad amarga delos celos contra Margarita; que a ella le parecía que Cervantes nomiraba de una manera tan indiferente como ella hubiera querido a lahermosa huérfana; y con competidora se encontraba, y tal en cuanto a lasbellezas corporales y en cuanto a las del alma, que por sus lucientesojos mostraba, que era para que doña Guiomar temiese, y mucho, por elbuen suceso de sus amores.

Alegrose de esto, en que no pudo menos de reparar, Cervantes; que élcreía, y no sin razón, que por más que doña Guiomar hubiese dadomuestras, enviando primero a Florela en busca suya, y lanzándosedespués, sin algún miramiento, en un lugar tan indigno de ella como elbodegón de la tía Zarandaja, del encendido amor que le tenía, que esteamor era de dificilísimo logro; que podía ser muy bien que, estando aunen los principios de aquel amor, por grande que él fuese, de losprincipios no pasase; antes bien, con la reflexión se amenguase ydesapareciese; sobre todo, que cuando en mucho se aprecia una cosa,viene a parecer imposible, y tanto cuanto más imposible se la cree,tanto más empeño en ella se pone, y tanto más se estima aquello quepuede ayudarnos al logro de la victoria; y que los celos de una parte, yla vanidad femenil de otra, son los mejores amigos de un enamorado paraayudarle a vencer su hermoso y anhelado imposible, sábelo todo el mundo;y sabíalo mejor que otros Cervantes, que en esto de conocer las cosasdel mundo era graduado in utroque, como lo muestra claramente la granperspicacia que acerca de la vida y de sus sentimientos ha patentizadoen sus inmortales escritos: por lo mismo, y para estimular más losansiosos celos de doña Guiomar, miró tiernamente, y como con codicia, aMargarita, puesto que por ella no sintiese otra cosa que una caritativavoluntad y una afición honesta, que podía muy bien compararse con elamor de un hermano; que muy reciente estaba la herida que en su pechohabían abierto las grandes perfecciones de la hermosa indiana, y hartoencendido el volcán de sus amorosas ansias por ella, para que otramujer, siquiera fuese un trasunto de belleza, pudiese curarla niapagarle.

Sentose entre las dos Cervantes en el canapé; procuró apagar doñaGuiomar con el disimulo el fuego de su celoso cuidado, posó Margarita sumirada en el suelo, y habiéndola rogado la bellísima, enamorada y celosaviuda comenzase el cuento de sus desdichas, ella empezó de esta manera:

—Mi nombre es Margarita de Ledesma; el lugar de mi cuna la villa deVitigudino, en Castilla, donde tenían alguna hacienda mía honradospadres. Llamábase él don Diego de Ledesma, y ella doña Isabel Ampuero;nobles eran, aunque no ricos, y me criaron en la comodidad, el temor deDios y el ejemplo de honestísimas costumbres, y crecía yo contenta yfeliz, sin sospechar siquiera que hubiese penas en el mundo.

Venturosos conocía a mis padres, venturosos a los que me rodeaban;hermoso era cuanto veía, la tierra, las aguas, las flores, el cielo, yyo no podía creer otra cosa sino que todo en el mundo era ventura,contento y hermosura. Llegué a mis quince años, y requiriome de amoresel hijo de un rico ganadero vecino nuestro; y digo mal que me requirió,porque aunque él por mí de amores se abrasase, como después pareció,nunca, ni con sus ojos, ni con su lengua, osó decirme el cuidado en quepor mí se encontraba; ni aun fue él quien a mis padres lo dijo, sino lossuyos, que cuidadosos por la salud de Gaspar, que así se llamaba este miprimer enamorado, viendo que cada día estaba más melancólico y más y másse tornaba amarillo, inquirieron la causa de su dolencia, y sabiendo porél que yo lo era, a mis padres me pidieron, y dijéronmelo mis padres, yyo, que no sabía qué cosa fuese amor, ni necesidad alguna de él sentía,ni cosa encontraba en Gaspar que a él me llevase, dije a mis padres quelos obedecería, sin saber a lo que me obligaba mi obediencia; y sinpensar mis padres en otra cosa que en el buen casamiento que yo haría,por lo rico que Gaspar era, mi casamiento con él concertaron, esperandoque con el trato y comunicación vendría el amor, de que entonces yo nodaba ni aun remota señal. Como yo era niña, tratose que el casamiento nose haría sino de allí a dos años, cuando yo cumpliese los diez y siete;y entre tanto, Gaspar, no teniendo valor, según lo que en su carta medijo, para conllevar a mi lado una tan larga espera, fuese del pueblo aSevilla, y de allí partió en una galeota para las Indias Occidentales.Por algún tiempo yo recibí cartas suyas, que mi madre me leía y yo noentendía, porque felizmente mi corazón dormía tranquilo sin que ledespertasen amorosos cuidados; pero al año no vino de las Indias cartade Gaspar, y se esperó en vano que viniese, y tanto tiempo pasó, que sedio a Gaspar por muerto; y aconteció entonces que, pensando yo que pormí solamente se había partido a las Indias, y que yo, sin quererlo,había sido la causa de su desventura, empezó a labrarse en mí por él unaprimera afición y congoja; que se me representaba en sueños triste yenamorado, y tan macilento y pálido,

que

no

parecía

sino

cosa

del

otromundo.

Desasosegueme, y acabé al fin por sentir un amor tan extraño, queyo no podía darme cuenta de lo que sentía; y acometiome una dolenciaque no entendían los médicos, pero que, harto de prisa ibadesmejorándome y acabándome. Pensaron mis padres que trayéndome entre eltumulto y las grandezas de la opulenta Sevilla me distraería, y a ellame trajeron, y me engalanaron, y me llevaron a saraos y adivertimientos, adonde concurría la gente más garrida y más noble deSevilla. Gastábase en esto mi padre, llevado del entrañable amor que metenía, la mejor parte de su hacienda; y aunque por ser yo muchacha, y nomal parecida, y en las apariencias rica, me galanteaba gran número dejóvenes y hermosos caballeros, no se me iba a mí de la memoria aquelpobre Gaspar que por mí a las Indias se había ido, y por mí sin dudahabía muerto; y aparecíaseme con mucha más frecuencia en sueños, y másmelancólico, y a cada aparición con más semejanza de un alma en pena.Así es que los galanteos de los jóvenes señores que me buscabanenojábanme, y de tal manera mostrábame yo con ellos impía e incapaz deamores, que acabaron por llamarme la niña de diamante: yo tenía en elalma al sin ventura Gaspar, y él la llenaba de tal manera, que noquedaba para otra pasión ni aun el lugar más mínimo; yo creía que estoera amor, y bien veo que amor no es, sino una pasión que yo no puedodecir cómo fuese, sino que tal como era, me quitaba el gusto y el deseopara cualquier otro afecto.

Suspiró Margarita, y callose como tomando descanso, aunque tan alprincipio de su historia se encontraba. Oídola había atentamente doñaGuiomar, y cuando hizo pausa en su relato, aprovechando la ocasión, ladijo:

—¿Y Gaspar decís que se llamaba ese vuestro primer enamorado, amigamía, y que de Castilla era y de Vitigudino?

—Si que así es,—respondió Margarita.

—¿Y sabéis si, por ventura, ese Gaspar tomó bandera en Sevilla para lostercios de Méjico?

—De Méjico nos escribía,—respondió Margarita;—pero él nunca nos dijoen sus cartas hubiese entrado en la milicia; y si entró callolo, sinduda por no dar pesadumbre a sus padres.

—Un alférez he conocido yo,—dijo doña Guiomar,—que Gaspar se llamaba,y castellano y de Vitigudino era, y joven, y de no mal semblante yapostura.

—¿Llamábase por acaso Gaspar de Valcárcel, señora mía?

—Sacado hemos al fin en claro que era el mismo que yo me pensaba el sinventura,—dijo doña Guiomar.

—Pues sin ventura le llamáis,—contestó con la voz triste Margarita,mirando con sus ojos serenos a doña Guiomar,—

noticias debéis tenerseguras de sus desdichas.

—Prendose el señor Gaspar de Valcárcel,—dijo doña Guiomar,—de unaseñora, que ni a su amorosa pasión ni a la de nadie podía corresponderhonradamente, ni hacer cosa que contra su honra fuese, porque casadaestaba con un oidor de aquella real chancillería.

Aguzó el oído Cervantes, porque sabía él bien que doña Guiomar era viudade un oidor de la real chancillería de Méjico, y no dudó de que doñaGuiomar era aquella por quien el alférez Gaspar de Valcárcel habíaolvidado en Méjico los amores que había dejado en España, y disculpole;porque aunque Margarita era bella como la flor de la qué el nombretenía, y niña y pura, comparada con doña Guiomar, era lo que la violetacomparada con la azucena, o con el sol la luna; y díjose para sí, que aél, en el coleto del malaventurado alférez, hubiérale acontecido lomismo; y disimuló sus imaginaciones, y continuó escuchando atento.

—Pues que vos le conocisteis, señora,—dijo Margarita,—y a la dama quesin pretenderlo y sin menoscabo de su decoro, que bien lo creo, fuecausa de que de mí se olvidase, decidme os ruego cuáles fueron susaventuras, que sin duda a un desastrado fin le llevaron.

—Combatido había como bueno contra los indios bravos,—

dijo doñaGuiomar,—el señor Gaspar de Valcárcel; merecido había, por tanto, queel virey le hiciese alférez, y, más aún, que le diese este empleo en losalabarderos de su guardia, con lo que Gaspar de Valcárcel vino aresidir de asiento en Méjico, y a tratarse con las personas máscalificadas que en aquella rica ciudad, gloria de Hernán Cortés y joyade España en las Indias, moraban. Conoció a la dama que os he dicho, yaunque ella no le diese causa ni razón alguna para que a su honra seatreviese solicitándola, que el que solicita a una mujer casada, porserlo, la desprecia, que si no la creyera capaz de una vileza, no lasolicitara; solicitola, y ella, que calzaba muy altos los puntos de lahonra, indignose, y por no afligir e indignar al viejo marido, que a másde ser únicamente hombre de leyes, no estaba en edad de mantener espadaen la mano contra mozos, y aun mozos bravucones, no queriendo dejar sincastigo aquel de todo punto sin disculpa atrevimiento, confiose a unalguacil de los más agrios de la cámara de su esposo, hombre de puños yde alientos, y díjole:

—Cedacillo, tan leal eres a tu amo y a mí, que hacerte quiero unaconfianza, esperando que harás lo que te cumple, en agradecimiento a loque a tu señor y a mi nos debes, y es que si te atreves des una apretadavuelta, como tuya, a cierto bravo mancebo, alférez de los alabarderosdel virey, que se llama Gaspar de Valcárcel, y que cuando le apretareslos puños, le digas: «Ahí va eso de parte de mi señora.»

Y aconteció, que a la otra mañana encontraron sin sentido en la plaza,molido y casi descoyuntado, rota la espada, rasgado el traje y entre sise va si se viene, al señor Gaspar de Valcárcel, sin que nadie supiese,ni él lo dijo, quién de tal manera ni por qué causa le había malparado.

Convaleció nuestro hombre, no sin que se temiese por su vida, y tanescarmentado quedó, que ni osó volver a poner sus ojos en aquella dama,ni a buscar a Cedacillo para tomar venganza del rapapelo que habíasufrido.

—Tan al por menor estáis, señora mía,—dijo a este puntoMargarita,—que no es dable que no seáis vos aquella dama, que con tantajusticia mandó castigar al ciego y enloquecido, más bien que culpable,enamorado mío. Y no le culpo, porque vuestra hermosura es tal, que biense alcanza que de todo otro amor aparte a un hombre, y le vuelva loco.

—Yo soy en efecto,—dijo doña Guiomar,—y dígoos a lo de la disculpaque en el que fue vuestro enamorado encontráis, que no la merecía; queno una locura de amor le llevó a punto de ofenderme, sino un apetitodesordenado y asqueroso; y no pasión tuvo por mí, sino empeño tenaz porel que olvidó hasta el último vislumbre de su honra; que no atreviéndosea insistir en sus solicitudes, temeroso de un nuevo y más grave castigo,tiró a vengarse, y como no tenía de qué, porque la justicia que se sufreno da ni puede dar lugar a la venganza, quiso deshonrarme propalandocontra mí inauditas calumnias, que por fortuna mía acabaron dondeempezaron. Y aquí, para que sepáis lo que sucedió, empieza estahistoria, que es la prosecución de la que yo os he contado ya, señorMiguel de Cervantes, hasta el punto en que, engañado mi padre por latraición que a mi madre hacía su doncella Lisarda haciendo creer a donBaltasar de Peralta, como ya os dije, que con mi madre, y no con unadoncella suya, tenía amores, mi padre, llamado por un su pariente,acudió a sorprender, engañado, a la que creía su esposa adúltera.Dejamos mi relato, señor Miguel de Cervantes, en el lugar en que,habiendo abierto Lisarda el postigo, entrose por él don Baltasar dePeralta, y en aquel mismo momento, y antes de que el postigo se cerrase,metiéronse por él espada en mano mi padre y su primo Francisco deRivalta, que este era el nombre de mi difunto marido.

Y como este pariente mío llegó a ser, andando el tiempo, mi marido, losabréis cuando llegue la hora. Decía yo que por el postigo, aunentreabierto, entráronse empujándole, y espada en mano, mi padre y suprimo Francisco de Rivalta; y como el aposento estuviese oscuro, Rivaltaabrió una linterna que a prevención llevaba, y encontráronse con que,hecha una estatua a causa del espanto, estaba a poca distancia delpostigo Lisarda, y junto a ella, con la espada en la mano, y mirando aaquella mala mujer, todo asombro, a don Baltasar de Peralta. ArrojoseLisarda a los pies de mi padre y confesó su delito, pidiéndole conlágrimas y desmayos la perdonase, y viese que el amor que la habíacogido por don Baltasar de Peralta, al engaño la había llevado dehacerle creer, recibiéndole siempre a oscuras, que no era ella, sino suseñora quien le recibía. A lo cual, ciego de furor mi padre, contestóatravesando con su espada a aquella criada traidora, y volviéndose luegoa don Baltasar de Peralta, que deshonrado le había, aunque no hubiesesido sino engañándose, con él cerró, y a poco cayó mi padre sin vida,que menos diestro era que don Baltasar de Peralta y le furor le cegaba.Huyó espantado del suceso don Baltasar de Peralta, y mi parienteFrancisco Rivalta salió tras él, siguiéndole sañudo y loco, y sin poderalcanzarle, que no hay quien alcance al que huye llevando el pavor en elalma. Hallose Francisco de Rivalta, cuando se perdió en las oscuras yrevueltas callejuelas don Baltasar de Peralta, a mucha distancia dellugar de la tragedia, y vino sobre sí, y pensó en lo que le acontecía, yvio que si a la justicia daba parte, y por ello pruebas de habersehallado en el lance, le prenderían, y prendiéndole le impedirían eltomar venganza y justicia, como el quería tomarla por su mano, de donBaltasar de Peralta; y fuese para su casa, entrando en ellarecatadamente, como había salido con mi padre, por un postigo. Ysucedió, que cuando aquella inaudita desgracia sobrevenía, mi madre medaba a luz a esta vida desventurada, que he sufrido y sufro. Al ruido delas espadas acudieron algunos criados; pero cuando llegaron sólohallaron los dos cuerpos sin vida de mi padre y de Lisarda, y el postigoabierto, por donde claramente, a lo que parecía, el autor o los autoresde aquellas muertes habían escapado.

Sobrevino la justicia; ocultose el suceso a mi madre, que fuera impíodecirla recién parida que se había quedado viuda y con aquellasapariencias; el mundo no juzga más allá de lo que se ve en lasuperficie, y todos echaron a la peor parte lo que había acontecido, ydíjose, porque así lo creyeron, que mi padre, enamorado de la hermosurade Lisarda, secretamente se había venido de Nápoles, y con Lisarda seveía en secreto, y que tal vez algún otro enamorado, celoso de Lisarda,las dos muertes había hecho.

Callose don Francisco de Rivalta, que bien pudiera haber patentizado laverdad; pero como la honra, de mi madre quedaba a salvo, y venganzaquería tomar por su mano de don Baltasar de Peralta, guardó el secreto.Buscó la justicia a los homicidas, diose por vencida no hallándolos, ymediando los ruegos y las dádivas de Francisco de Rivalta, se echótierra sobre los muertos, y con ellos se enterró para mi madre elsecreto de la muerte de su esposo, a quien en Nápoles creía. Pero norecibiendo cartas suyas en respuesta a las que le escribió anunciándolemi nacimiento, y como el tiempo pasase y carta de mi padre no viniese,puesta en un angustiosísimo cuidado, escribió al mayor de los tercios deNápoles pidiéndole noticias de su esposo. Entretúvola aquel caritativocaballero con escusas y vaguedades, hasta que al fin la dijo, nopudiendo más defenderse, lo que él en verdad sabía, esto es, que mipadre había pedido licencia y partido para España, sin que hubiesevuelto a saberse lo que de él había sido. Y como Lisarda hubiesedesaparecido también, dio mi madre en imaginar que enamorado de ella suesposo, por ella secretamente a Sevilla había venido, llevádosela, y conella desaparecido. Callábase todavía Francisco de Rivalta, porque tenía,y con razón, por más cruel para mi madre la verdad que la duda; yasistíala, que adolecido había mi madre gravísimamente de tristeza, yagravábase y amenazaba irse por la posta, acabada por el insoportabledolor de su desventura. Desaparecido había también don Baltasar dePeralta, como gota de agua que cayó en la mar, y Francisco de Rivalta nole buscaba, porque le obligaba la asistencia a mi doliente madre, que alfin halló el remedio a su desventura en la muerte.

Detúvose al llegar aquí doña Guiomar; el corazón se la había oprimido,y las lágrimas, que en vano quiso contener, rompieron por sus hermososojos.

Oídola había Cervantes grave y triste, y estremecida y tomada por unamelancólica pena Margarita. Desahogó con sus lágrimas el dolor deaquellos sus tristísimos recuerdos doña Guiomar, y enjugándose los ojos,continuó con voz desfallecida.

—Huérfana quedé cuando aún no contaba un año, con mucha hacienda ymucha nobleza; pero sola y sin más arrimo que aquel mi lejano pariente,que fue después el buen esposo mío. Un labrador que tenía enarrendamiento una de mis haciendas, y cuya mujer estaba criando, a sucargo tomome; y libre ya del cuidado mío, mi pariente, Francisco deRivalta, por el mundo se fue a buscar, ardiendo en saña, al causador detanta desdicha. Era él joven aún, graduado en letras humanas, en leyes yen sagrada teología y cánones, y como he dicho, alcalde del crimen enSevilla. Por mí a su vara renunció, que pareciole cosa imposible atendera las graves obligaciones de su oficio y al mismo tiempo a las de padremío, en que mi orfandad le había puesto. Atrasose en su carrera porbuscar al causador de nuestras desdichas y tomar sobre él, en el nombrede mis padres, justicia y venganza; y por el mundo andúvose tres años,gastando su hacienda,

inquiriendo

y

buscando

a

aquel

hombre,vislumbrándole a veces, sin encontrarle nunca, y perdiéndole de nuevocuando más esperanza tenía de ponerse a una distancia de él del largo delas espadas. Pero Dios no quería que aquel irreconciliable enemigo de mifamilia fuese castigado, sin duda porque le guardaba para que lecastigaseis vos, señor Miguel de Cervantes.

—Gran merced es esta que a los cielos debo, y por la que les estoyagradecido,—dijo Cervantes;—y justo es que una tan grande hermosuracomo la vuestra, y una tan gran suma de perfecciones como en vos sehallan, con grandes merecimientos conseguida sea y lograda; y dígoos,que mucho me pesa de que lo a que por vos obligado estoy, de tan livianomomento sea, en vez de ser comparable a los trabajos de Hércules o a lospeligros de la encantada Puente Mantible, que si así fuera, mayor seríami contento, porque exponiendo por vos cien veces mi vida, y poniéndolaen cuestión con lo imposible, más estimaríais y a mayor amor por mí osllevaría, el encendido amor que os tengo.

—No creo yo que sea posible ir más allá de donde, no sé si por miventura o mi desdicha, reconocida; obligada y enamorada me siento; y noextrañéis que esto delante de esta doncella aquí presente os diga, queella es mujer, y sabe, o si no lo sabe lo barrunta, los rendimientos deamor a que puede llegar una mujer enamorada, no embargante lahonestidad y la honra, que prendas preciosas son estas del alma, y nopueden perderse sin que antes se pierda el temor de Dios. Y no hablemosmás de esto, y con mis desventuras sigo. Desesperado ya Francisco deRivalta, mi pariente, al ver que por cerca que hubiese tenido a donBaltasar de Peralta, nunca ponerse delante de él había logrado, volviosea su casa de Sevilla, y encomendó a la Providencia de Dios el castigo denuestro contrario; y pasó él tiempo cuidando él mi hacienda, y yocriándome, y habiendo yo cumplido seis años y él treinta, vínose alpueblo, sacome del poder de los honrados labradores que me habíancriado, y púsome en las monjas de Santa Clara, y al cuidado de dos tías,hermanas de mi padre, que allí eran señoras de piso. Vendió la haciendaque le quedaba para comprar otra vara de alcalde, y alcalde fue algunosaños, y por sus merecimientos, luego, oidor en la real chancillería deValladolid, y por último nombráronle presidente de sala de la realchancillería de Méjico. Larga era la distancia a que de mi iba aponerse, y o renunciaba el honorífico y encumbrado oficio que se lehabía dado, o descuidada me dejaba, estando entre ambos los mares. Habíayo cumplido ya mis diez y ocho años, y enseñádome habían las buenasmadres todo lo que enseñarme podían.

Mis dos ancianas tías habían muerto la una tras la otra. A tomar el velohabíase querido inclinarme; pero Dios no me llamaba a la perfección dela vida monástica; antes bien, ansiaba yo ver lo que fuera del conventohabía, que aunque decían que el mundo estaba gobernado por Satanás, yque en él la perdición acechaba a las criaturas, decíame a mí la luznatural de mi entendimiento que cuando t