El Manuscrito de Mi Madre Aumentado con los Comentarios, Prólogo y Epílogo by Alphonse de Lamartine - HTML preview

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No hago más que extractar unas pocas de estas notas monótonas si sequiere, por el repetido acento del dolor. ¡Pobre madre mía!

CXIX

29 de junio de 1824.

Bien tristemente doy principio a este nuevo libro; mi corazón estádestilando sangre por el cruel estado de mi pobre Susana; parecíame quehabía una pequeña tregua de algunos días, creía que la enfermedad sehabía detenido en sus progresos; pero ayer, mi desolación llegó a sucolmo, al fijarme en la debilidad, en la flaqueza y descomposición deaquella figura, ahora terriblemente transformada hasta el horror...¡Hija de mi alma! ¡a pesar de todo, se la ve tan dulce, tan tranquila yesperanzada! Su marido está completamente trastornado, porque él es comoyo y no puede renunciar a toda esperanza, aunque ya debiéramos haberlaperdido hace tiempo, porque los signos son mortales.

Ayer nos visitaron muchos parientes y amigos; yo les agradezco muchísimoel interés y solicitud que demuestran por nosotros, pero confieso queaumentan mis penas con su presencia. Cuando quedo libre de visitas,suspiro como si jamás en este mundo me hubiese sido permitido estedesahogo del corazón.

Olvido con harta frecuencia que es ésta un época de prueba.

¡Oh! yodebería ver, por la de mi Susana, cuán necesaria es la purificación delas menores faltas para ganar el cielo. Creo a veces que esta enfermedades el purgatorio de esta pobre criatura, y si tan inocente ella meparece, y le hace falta sufrir como sufre, ¿qué será de mí? Todo es paraella mortificación y pesar; hasta el tomar alimento la molesta.

Sólo esperamos un milagro; este consuelo siempre lo tienen los que comoyo creen en Dios. El día 1.º del mes próximo, celebrará el príncipe deHohenloe el santo sacrificio de la misa a su intención y todos uniremosnuestros ruegos al suyo, que me parece ha de ser muy eficaz.¿Conseguiremos de Dios la gracia que con fervor le pedimos?

Alfonso y su esposa están en Suiza; les he escrito que se vengan, parano estar sola y sin apoyo contra esta muerte que yo no puedo creer sindesesperarme, por más que la vea todos los días retratada en lasfacciones de mi querida y santa hija.

CXX

1.º de julio de 1824.

Hemos dejado ayer la casa de campo de Perrieres, que nuestros buenosamigos los Cortembert nos habían facilitado: está situada sobre lacolina que domina Mâcón y el Saona.

La traslación ha sido muy penosa; sin embargo, he creído recuperar a mihija cuando la he vuelto a ver en nuestra casa de Mâcón; la he colocado,en mi cuarto, está allí muy bien; la temperatura es agradable y por latarde salimos un ratito al jardín. No recibo visitas, así es que,vivimos igualmente retiradas como en los Perrieres.

Nuestra misa, a la misma hora que la del príncipe de Hohenloe, ha sidoedificante, pero todo me dice que no hay nada que esperar, ni de laoración misma. ¡No me atrevo a pensar cómo ha de salir de aquí esteángel, ni por qué lecho ha de trocar el que ahora ocupa!

Alfonso, su esposa y su hijita Julia acaban de llegar; me encuentroperfectamente retratada en la cara de Julia. ¡Qué dicha tan grande es lade vernos revivir y florecer de nuevo, cuando nos sentimos decrecer yperder la flor de la juventud! Es verdaderamente lo que era yo a suedad, ¡yo misma, en mi inocencia y en la apacible edad primera!

Mi Susana, que ya no es más que un ángel, ha recibido a Dios, esteúltimo lunes, con el aparato ordinario de esta santa y terribleceremonia; yo creí que se hubiera trastornado algo, pero, por la graciade Dios, ni se asustó, ni sufrió su semblante la menor alteración; alcontrario, ha redoblado su tranquilidad y su alegría; todo el díapareció transparentarse en su mirada cierto fondo de dicha: la nocheantes nos dijo: «Hablemos de mi tranquilidad; yo he hecho cuanto hepodido por mi conciencia, y todo lo que he podido por mi salud. Dioshará ahora todo lo que él querrá: yo me abandono a El.»

A pesar de esto, ella no ha perdido la esperanza, y nosotrosprocuraremos alimentarla, porque fuera muy cruel el hacérsela perder:líbreme Dios de intentarlo siquiera. El tiempo que habrá de vivir, quesea con la mayor tranquilidad posible...

Dios, que en la forma del santoviático habita en ella, dispondrá como le plazca de esta tierna plantaagostada en flor.

*

* *

En medio del dolor que el estado de mi hija me proporciona, he tenidouna alegría por la visita de Alfonso y su esposa, los cuales seencuentran muy bien: llegaron el jueves 29 volviendo a salir el sábadopara Saint-Point. La estancia en la casa de nuevas personas, fatigasiempre a la pobre Susana, a pesar de cuantas precauciones se tomen paraevitarlo.

Alfonso volvió el martes, estando con nosotros hasta ayer, y volverá ellunes nuevamente, dejándonos lo menos posible durante estos tristesinstantes: su buen corazón me consuela y anima mucho.

CXXI

14 de julio de 1824.

Todo ha concluido: mi hija Susana descansa en el seno de Dios desdeanteayer, jueves, a las diez de la noche; quiero, mientras me seaposible, recordar todas las circunstancias de esta muerte edificante,dulce y consoladora para los verdaderos cristianos, y terrible siemprepara una pobre madre. En medio de mi acerbo dolor, de mis cruelesangustias y de las escenas más tristes, Dios me concedió la gracia deuna fuerza, de una resistencia y de una confianza en mí misma, que era,a buen seguro, el fruto de las oraciones que se le han hecho paranosotros, y en las que reconocí particularmente su eficacia, viendo eladmirable estado de espíritu de mi pobre hija durante sus últimosmomentos.

A pesar del tristísimo estado a que su cuerpo estaba reducido (de que yahablé el otro día, aunque algo a la ligera), y a pesar de que seagravaba por momentos en su terrible enfermedad, ni una queja, ni unademostración de tristeza; nada, en fin, que pudiera causarnospesadumbre. El domingo por la mañana, viéndola muy acabada, mandé unrecado al señor cura para que se sirviese venir por la noche avisitarla, como cosa suya. Ella se alegró mucho de la visita, y viendoque yo no me movía de su lado, me dijo: «Mamá, ¿quieres que lo diga tododelante de ti? Si es que esto puede causarte pena, no estoy tan enfermaque lo crea indispensable, pero me parece a mí que el sacramento de laExtremaunción es una gracia que no debemos descuidar, y que yo desearíarecibir.»

Había ya ella, durante el tiempo que estuvimos en Perrieres, y sin queyo lo supiese, pedido al señor cura que no la dejase morir sin darletodos los sacramentos; el buen sacerdote aprovechose entonces de lo queella volvía a repetirle, y después de haberle hecho entender todas lasvirtudes que contiene el último sacramento, fuese a buscar lo necesariopara el caso y le administró la Extremaunción que ella recibió con granfe y angelical piedad; pidió que no se dijese una palabra a su marido,que afortunadamente se encontraba fuera en aquel momento. La señorita deLamartine y Sofía estuvieron presentes y yo escondida en un gabinetejunto a la alcoba, llena de dolor y resignación. Muchas veces habíapensado en este terrible momento, que creía no poder soportar; pero meencontró completamente transformada después que el sacerdote cumplió sudivina misión.

Mi pobre hija estaba sonriente; yo he rogado por ella, la he exhortado,con la misma calma y tranquilidad que si se hubiese tratado de cualquierotro acto natural de la vida; ella ha preguntado por diversaspersonas:—¿Están enteradas?—decía. A la mañana siguiente pidió unacruz, a pesar de que había en el cuarto un crucifijo de relieve y teníaotro junto a su cama; quería tener otro en sus manos para besarlocontinuamente. Encontré por fortuna un pequeño crucifijo de plata, talcomo ella deseaba, y desde este momento, hasta el de su muerte, lo tuvoentre sus manos, besándolo a cada paso y elevando sus ojos al cielo;antes de tomar alguna medicina hacía la señal de la cruz y a cadainstante me pedía que rogara por ella; yo decía cuantas frases piadosasDios me inspiraba, leyendo las oraciones que me parecían másconsoladoras. Tuvo grandes y continuados accesos de sofocación y fatiga,hasta el punto de que creíamos a cada paso que entraba en la agonía,pero luego transcurrían algunos intervalos en que parecía calmada yconsolada por la oración.

Los tres últimos días los pasamos en continuosobresalto, y por la noche descansábamos un poco, porque yo la dejabaentre ocho y nueve con una asistenta que se acostaba en su propiocuarto, y una criada que quiero como una hija; hace ya más de veinteaños que está en la casa y duerme en un cuartito junto a la alcoba;tanto Sofía como yo, nos levantábamos varias veces cada noche para vercómo estaba y cómo seguía; siempre la encontrábamos esperanzada y jamáshablaba de su hijo; estoy segurísima de que ha obrado asísacrificándose. La víspera de su muerte dijo a su marido: «¡Ay, esposomío! ¡qué felices son los que se encuentran como yo me encuentro,habiendo hecho todo lo que se puede hacer para la paz del alma! ¿Harástú lo mismo, si tienes que sufrir una larga enfermedad como yo?» Y luegoha dicho con mayor fuerza: «Me lo prometes, ¿no es cierto?»

La víspera de su muerte recibió las últimas oraciones que la iglesia daa los moribundos. ¡Ay! yo le he dado las mías todas las noches desde ellunes al jueves. Me figuraba yo que cada hora que se iba pasando era laúltima, y cuando llegaba la noche, que había ganado todas lastranscurridas creyendo que podía amenguar mi inquietud para una nochemás. El jueves por la mañana, había aumentado notablemente la opresión,fue necesario cambiarle la cama; era esto una cosa que se hacía lo menosposible, por el peligro del cansancio que forzosamente le había deproducir y por evitarle los desmayos.

Mi pobre Sofía dirigía la operación con una paciencia, una destreza yuna dulzura que conservó siempre igual durante toda la enfermedad de suhermana. ¡Oh! Dios la bendecirá indudablemente por todos los cuidadosque le ha prodigado.

Durante este día, le daban a la pobre enfermafrecuentes desmayos; me había dicho por la mañana: «He soñado cosasharto dolorosas para vos, ¿estabais bien?» Le contesté que sí y leapregunté qué era lo que había soñado: «Cosas bastante desagradables...»y no pudo decir otra cosa.

Vino el señor cura y le dijo ella en voz baja: «Comprendo que deseo lamuerte más de lo que debiera, porque me siento perfectamente preparada yllena de fe, como no creo poder estarlo nunca más; si mi vida seprolonga, tendré que volver a empezar estos preparativos y temo... ¿Serápereza, señor cura?

¿me perdonará Dios estos deseos?»

Alfonso estuvo solo con ella unos instantes, después que nosotras, yprocuraba disimular sus lágrimas y la emoción de su voz; ella le dijoalgunas palabras, y le tendió la mano; luego bendijo desde su lecho,pero sin verle, a su tierno hijo. ¡Ah! que se le eduque—dijo lapobre,—en la fe que me ha de volver todos los seres de quienes, sinella, no podría separarme tranquila.

No puedo expresar el efecto que producían en mis ojos, los de la pobreenferma cuando nuestras miradas se encontraban; parecíame que veíaaclararse de súbito aquella figura, antes radiante de vida, y ahoracompletamente cambiada.

Algunos ratos, los pasaba yo rogando en alta voz junto a su lecho: suhermano, arrodillado en el umbral de la puerta, parecía escuchar elrezo. ¡Qué espectáculo más triste el que presentaba aquella habitación!

A eso de las siete, empezaron a prolongarse los desvanecimientos, luegopareció como que quisiera descansar; yo me acosté para aprovecharalgunos momentos de reposo, que bien lo necesitaba después de tancontinuos desvelos; a los pocos minutos me desperté al ruido de unaviolenta tempestad; corrí a escuchar junto a la puerta de la alcoba, noatreviéndome a abrir, por miedo de turbar el sueño a Susana; felicitemede que la tempestad no la hubiese despertado; a las cuatro de lamadrugada volví a escuchar otra vez; el mismo silencio e igualtranquilidad; hice entonces un poco de ruido para que alguien notara mipresencia y me preguntaran alguna cosa; así sucedió en efecto; una delas sirvientas se acercó a mí diciéndome: «Susana ha pasado la noche conla mayor tranquilidad, en este momento descansa y no necesita nada...»¡Ah! triste de mí: ¡efectivamente que descansaba y no necesitaba decuidados! Yo interpreté literalmente las palabras de la sirvienta y meacosté relativamente tranquila.

A las cinco de la mañana, no pude permanecer en el lecho y me levanté aimpulsos de un fúnebre presentimiento; entré en el cuarto sin que seapercibieran, y vi a la pobre muchacha de que antes hablé (Filiberta),de rodillas al pie del lecho de muerte. Sin poder convencerme de laverdad llegué a creer que estaba orando por habérselo así pedido laenferma; pero Sofía y Alfonso me arrancaron amorosamente de la estancia,y desvaneciéndose mi estupor, comprendí entonces que todo habíaconcluido.

Se llevaron de allí a su desconsolado esposo, incapaz de sobrellevar elpeso del dolor. Yo corrí a abrazar, en su cuna, a su pobre hijo Carlos,que estaba durmiendo apaciblemente, bien ajeno de comprender que acababade experimentar una pérdida que algún día sentirá de todo corazón.

Alfonso quedó solo en la casa, para cuidar de que se cumpliesen losúltimos deberes para con su hermana.

La sirvienta Filiberta me contó después lo sucedido en aquella nochefatal. Los últimos momentos, decía, fueron tan dulces como apacibles; nosufrió un solo minuto de agonía; algunos instantes después de haberme yoretirado, dijo a la asistenta:

«¿Por qué no os acostáis?» Ella entonceshizo ver que la complacía, ocultándose detrás de la cama; desde allípudo observar perfectamente cómo besaba Susana el pequeño crucifijo;luego oyó algunos suspiros, más profundos que los anteriores; fueron losúltimos... Serían como las diez, pero las sirvientas acordaron no decirnada en toda la noche, puesto que la pobre Susana ya para nadanecesitaba nuestros consuelos, estando, como debía estar, en la mansiónde los justos.

Más de un año hacía que esperaba un fatal desenlace, y por eso mi dolorno ha resultado tan acerbo. Ahora ya no lloro; es verdad que meencuentro bajo el atontamiento de los primeros momentos, en los cualesno se siente el golpe, por lo fuerte que resulta. ¡Dios mío! ¡Llevadmetambién a vuestro seno, yo no quiero vivir sino para este cielo que yoenseñé a mis hijas, desde el cual me están llamando, y en que meintroducirán cuando llegue mi hora! ¡Ay! ¡las familias, acá en el suelo,se forman y deshacen, pero se reúnen después para siempre en el centrocomún donde mora Dios!

Guardo el pequeño crucifijo que tuvo en sus manos últimamente y recibiósus postreros besos; yo venero y beso de continuo esta santa reliquia,que llevaré conmigo hasta la huesa.

Estoy en Saint-Point, en casa de mi hijo; leemos en familia, a Fenelón:dado el estado de nuestros espíritus, no pueden leerse otros libros quelos que hablan de lo divino; todos los demás resultan vanos einsuficientes... ¿Qué haría yo sin mi Sofía? (su última hija). Ella seafana para llenar el vacío que han dejado las que se fueron.

Efecto de las separaciones de algunos miembros de la familia y por laquebrantada salud de mi padre, hay una larga interrupción en el diario.

CXXII

Martes, 4 de diciembre de 1824.

Alfonso ha vuelto de París, sin haber conseguido ser nombrado miembro dela Academia Francesa; ha sido elegido en su lugar M. Droz. Estoydisgustada conmigo misma por haber animado a mi hijo a que sepresentase, y lo estoy aún mucho más por mi marido, quien dabagrandísima importancia a este suceso; en fin, Dios y los hombres no lohan querido; es preciso aceptar ese desencanto sin acritud nimurmuraciones; por más sensible que ello sea, no puede compararse aotras desgracias que se incrustan en el corazón para no separarsejamás.

CXXIII

Martes, 4 de enero de 1825.

Los cambios de tarjetas, las visitas, las felicitaciones, las alegrías,el movimiento, en fin, de primero de año me han hecho mucho daño; yo nopuedo hacer más que llorar cuando alguien me dirige sus recuerdos; ¡misrecuerdos están en lo pasado! ¿Y

qué es lo que el pasado me recuerda?Tuve un momento de esperanza al ver un segundo a Alfonso, el hijo delmío, y desapareció esta esperanza; ahora tengo una satisfacción con loque de él poseo, es decir, por el cariño que me tiene, no por eso quellaman la fama, el renombre, la gloria; él me ama, y eso es lo quedeseo, y eso es para mí su gloria mejor; ¡ojalá pudiese amar lo que amoyo, las creencias que me dan la paz acá en la tierra, y la verdaderainmortalidad en perspectiva! Estoy muy contenta de tener a su esposa y aél en mi compañía todo este invierno, y me aflijo ya con la idea de lainevitable separación, pero su destino le lleva a vivir lejos deFrancia; respetemos los altos designios de Dios.

Los últimos momentos de Bonaparte en Santa Elena, me han hechoreflexionar mucho sobre el camino que Dios ha trazado, y que conduce delas glorias mundanales al panteón de la nada.

Algo más cerca ha heridomi corazón la muerte del célebre poeta inglés lord Byron. Llorosa yconmovida he notificado a mi hijo la muerte de este joven poeta, lomismo que si se tratara de una desgracia ocurrida en la familia. ¿No es,por ventura, la humanidad una misma familia? ¡Tal vez otro día, unamadre temblando como yo, llorosa, anunciará a su hijo la muerte del mío!

Alfonso ha escrito un poema titulado «Childe Harold» en el cual serefiere la heroica muerte de lord Byron defendiendo la independencia delos helenos; hay en él estrofas que me llenan de dolor, porque temomucho que sienta un entusiasmo peligroso por las ideas de la modernafilosofía y de la Revolución, contrarias al trono y al altar, estosguías que yo he encontrado siempre en mi camino y fuera de los cualessólo veo confusión y peligro, y sobre todo, el abismo sin fondo de laincredulidad.

Yo he conocido estos famosos filósofos nuevos durante mi juventud;haced, ¡Dios mío! que mi hijo no se les parezca en nada; no dejo yo dehacerle ciertas consideraciones sobre el peligro de las ideas nuevas,pero el «espíritu surge donde él quiere», como dice la SagradaEscritura. En cuanto una madre ha puesto en el mundo un hijo, y le hainculcado su propia fe, ¿qué le resta hacer ya? ¡Como no sea poner todoslos días su débil mano entre la llama de esta fe y el viento del sigloque pretende apagarla! ¡Ah! yo me he sentido algunas veces orgullosa deser madre de hijo semejante pero su independencia de espíritu me hahecho sufrir mucho. Yo opino que toda la ciencia se encierra o debeencerrarse en esto: «Obedecer y creer»; tal vez se me dirá que esto espoco poético, pero tengo para mí que existe tanta poesía en la sumisióndel espíritu como en la rebelión.

¿Son, por ventura, los ángeles fieles, menos poéticos que los ángelesque se rebelaron contra Dios? Yo preferiría que mi hijo no tuvieseninguno de esos vanos talentos mundanos, a que se rebelara contra losdogmas que han sido fuerza, luz y consuelo de mi existencia, y por loscuales he sufrido resignada todas las adversidades de este mundo.

CXXIV

20 de febrero de 1825.

Hago la misma solitaria vida bajo el mismo techo, envuelta en mi propiatristeza y leyendo en compañía de Alfonso, su esposa y mi Sofía, cuyaeducación no me da cuidado porque parece ya haber salido instruida ypiadosa de la cuna. Leemos por las noches en compañía de mi esposo y mishijos, junto al hogar, cuantos libros pueden alimentar sanamente el almay el espíritu.

Mi marido parece aficionarse mucho a esta vida retirada,cuyas principales emociones están en los libros. Ha llegado a la edad enque los hombres se retiran del sitio grande o pequeño que hayan ocupado,y se convierten en simples espectadores que observan con indiferencia lacomedia que en el mundo se representa; entonces, son los libros sudistracción, su recreo; constituyen, en fin, parte de su existencia. Enlos libros de historia se aprecia la vida real; en la novela el mundoimaginario.

Vienen los libros a ser, irremisiblemente, la vida deaquellos seres, que, prontos a dejar de vivir, desean vivir en otrasedades.

CXXV

Domingo, 26 de junio de 1825.

¡Qué largo tiempo transcurrido sin escribir una sola línea en estelibro! Es que a causa de mis sufrimientos llegué a dudar de mi vuelta alcamino de la virtud; luego, entreveo con horror la muerte, porque aún nome creo bien preparada... ¿Llegaré a estarlo? No pido la prolongación demi vida más que el tiempo necesario a prepararme y purificarme: y nadamás. Dios me ha hecho esta gracia. Pero al llegar a la convalecencia memandó un nuevo dolor, y luego me lo ha quitado de nuevo y sinpreparación.

En un pequeño poema que ha escrito Alfonso sobre la consagración delrey, no decía una palabra del duque de Orleans, de quien no espartidario, porque tiene sobre este príncipe las prevenciones de supadre y de toda la familia de los Lamartine: encuentra algunos puntososcuros e inconvenientes en la conducta de un príncipe de la familiareal, cuyo padre cometió la fatalidad de condenar a muerte a su parientey a su rey, al desgraciado Luis XVI, y que después de esto ha sidocolmado de honores y perdonado por los Borbones, dando en lugar de untestimonio de agradecimiento, pruebas de deslealtad para halagar a suspartidarios. Alfonso habla con cierta amargura contra lo que llama sudeslealtad, y esto me mortifica, porque yo creo bueno a este príncipe einocente del crimen de su desventurado padre. Hubiera yo preferido, sinembargo, que el tal hubiese hecho una oposición menos abierta que losdemás, sin que para ello se hubiese rodeado de todos los ambiciosos ydescontentos, revolucionarios o bonapartistas, que han formado eso quellama él un partido; pero es preciso atacar o conjurar las intenciones,antes que acusar temerariamente a nadie.

Cuando me leyó Alfonso los versos de su poema, donde ensalza todos losguerreros y todos los príncipes de la familia real, y observé que ni unasola palabra decía del duque de Orleans, tuve un disgusto tan grave queme hizo derramar lágrimas; entonces le supliqué que no dejara desairadocon semejante silencio a un príncipe en cuya casa pasé yo mi niñez, ycuya madre y hermana nos habían colmado de bondades.

Resistioseobstinadamente, y me dijo que todo lo más que podía hacer por el duquede Orleans, era no pronunciar su nombre, mientras que se honrabanombrando a los reyes Luis XVIII y Carlos X, a quienes había tenido elhonor de servir en el ejército y en la diplomacia, y que él habíaheredado de su padre el cariño a estos príncipes desgraciados, y parasus enemigos, la repugnancia y el desprecio. A pesar de esto, conseguí afuerza de lágrimas, que recogió con respeto, el que pronunciara de unamanera conveniente el nombre del duque de Orleans, en aquel homenaje alos Borbones. Hízolo, pero resultó desgraciado al querer expresar unsentimiento que su corazón no sentía. Los párrafos que aludían al 21 deEnero y a la muerte de Luis XVI, parecieron un insulto al duque deOrleans, y no sé cómo, pero es el caso que este príncipe tuvoconocimiento de lo sucedido por el librero, sin duda, antes de quefuesen publicados, e hizo escribir una carta a mi hijo por nuestropariente M. Henrion de Pansey, presidente de su consejo. M. de Pansey,en nombre del príncipe, pedía a mi hijo, en términos corteses, lasupresión de los versos en que era aludido.

Alfonso contestó en seguida, con mucha cortesía por cierto, que él nohabía tenido la menor intención de mortificar la personalidad de unpríncipe, de cuya casa tantos beneficios había alcanzado su madre, y queen aquel momento escribía al impresor para que se suprimiesen los versosque pudiesen molestar al señor duque de Orleans. El escribió,efectivamente, al editor, para que fuesen retirados los párrafos encuestión.

Todo parecía haber terminado aquí; pero el duque de Orleans, ignorandoque Alfonso hubiese condescendido a sus deseos, y más impaciente de loque convenía por semejante supresión, mandó escribir una segunda carta,en la cual se hacían amenazas contra el crédito de que mi hijo gozaba enla corte, advirtiéndole, que en el caso de no acceder a sus deseos,tenía un príncipe real sobrados medios para hacer sentir a quienintentara solamente ofenderle, el peso terrible de sus resentimientos yde su indignación. Cuando Alfonso recibió esta segunda carta, su naturaldignidad ofendiose de tal suerte, que no quiso en manera alguna

accedera

los

deseos

de

Orleans

y

escribió

inmediatamente a su editor que noretirara una sola palabra del original. Sin embargo, por no hacer unaofensa, sin previa explicación, al duque de Orleans, le escribió elmismo día en que habían ya los periódicos publicado esta carta deintimidación que no podía ser conocida más que por una indiscreciónpalaciega, diciéndole que la supresión del párrafo por los periódicosadictos a su corte, no podía atribuirse más que a una ligereza de sucarácter, y se veía él obligado a dejarlo en suspenso; decíale tambiénal príncipe que, apreciando debidamente esta necesidad de honor,confiaba no lo atribuiría a la intención de ofenderle. El príncipe fuejusto, y contestó inmediatamente haciéndose cargo de esta exigencia dehonor, desde el momento en que la publicidad hecha en los periódicosliberales, había colocado a mi hijo en una situación tan especial. Elpárrafo apareció según Alfonso lo escribiera al principio.

Pero, eso fue para mi corazón una flecha que lo atravesó de parte aparte, tanto más, cuanto no me atreví a decírselo jamás a mi esposo ni ami hijo; porque yo había sido colmada, durante mi infancia, de todas lasbondades de aquella augusta casa, cuyo nombre habíame mi madre enseñadoa venerar desde mi niñez.

En las circunstancias dolorosas para mi madrey para otros varios miembros de la familia, la señorita de Orleans noshabía favorecido con cariñosa solicitud y con una generosidad sinlímites: yo no podía ni puedo olvidar los bienes recibidos de estaaugusta familia, y mi marido y mi hijo ignoraban estos transportesíntimos que yo no podía tampoco confiarles.

¡Júzguese de mi asombro y demi aflicción, al considerar que esta excelente princesa pudiese atribuirmejor que a un error, a ingratitud u olvido, una ofensa al nombre de sucasa salida de la mano de mi hijo! Pasé muchas noches derramandolágrimas.

Escribí a la señorita de Orleans para desengañarla ymanifestarle todo mi pesar; ella me contestó mejor como amiga que comoprincesa, comprendiendo perfectamente la situación en que me encontraba.A Dios gracias, todo ha terminado; temo solamente que lo ocurridoocasione entre la princesa y mi hijo una frialdad y una irritaciónsecreta que vaya alejando poco a poco su amistad de aquella casa, en lacual hubiera tenido unos protectores desinteresados. Las prevenciones delos nobles realistas

contra

el

nombre

de

los

Orleans,

son

injustas,extremadas y, como si dijéramos, han sido infiltradas en la sangre depadres a hijos. Tuve todavía un gran pesar, que de tan vivo y doloroso,no puedo confiárselo a nadie; la susceptible altivez de mi esposo no ledejaba comprender que existiera correspondencia entre la señorita deOrleans y yo, ni las gracias que mi familia recibió de ella, en muchas ydeterminadas ocasiones.

*

* *

Dice Alfonso que cree habrá de partir para Alemania, y por lo tanto, queestará ausente de nosotros por mucho tiempo. Cuando pienso en suseparación no hago otra cosa que llorar. ¡Ah, Dios mío! ¡Cuán solitariava quedando esta casa, antes tan alegre y tan llena de vida! Cuantasveces reflexiono en nuestra soledad, recuerdo los muchos nidos quetantas veces he visto durante el otoño bajo los álamos