En el libro de Maury, el rasgo de ingenio, en mi opinión, es haberdicho: «El agente más aparente de la circulación marítima, el calor, nosería bastante. Hay otro no menos importante ó más que aquél: la sal.»
Esta abunda de tal suerte en el mar, que si toda la que contiene seaglomerara en América, la cubriría por entero formando una montaña de4,500 pies de altura.
La salobridad del mar, sin variar gran cosa, sin embargo, aumenta ódisminuye según las localidades, las corrientes, la proximidad delEcuador ó de los polos. Desalado ó saladísimo, por esta misma causaofrécese el mar pesado ó ligero, más ó menos movible. Esa mezclacontinua, con sus variaciones, hace correr el agua con más ó menosrapidez, es decir, produce corrientes—corrientes horizontales en elseno del mar—y corrientes verticales del mar de las aguas al maraéreo.
El francés M. Lartigue ha puesto en evidencia ingeniosamente varioslunares é inexactitudes que presenta la geografía de Maury. ( Analesmarítimos). Empero el autor americano, precavido en esto, no trata deocultar lo que piensa respecto á lo incompleto de su ciencia, declarandoque en ciertos puntos no le ha sido dado valerse más que de hipótesis.Otras veces parece que titubea, preséntase soñador, inquieto. Su libro,escrito lealmente y de buena fe, deja vislumbrar fácilmente el combateinterior á que se entregan dos espíritus: el literalismo bíblico, quehace del mar una cosa, creada por Dios de una sola vez, una máquina quese mueve al impulso de su mano,—y el sentimiento moderno, la simpatíade la Naturaleza, para quien el mar es un ser animado, una fuerza vitaly casi persona, donde el alma amante del Universo crea de continuo.
Curioso
es
ver
al
autor
del
libro
en
cuestión,
aproximarsepaulatinamente hacia este último punto de vista por una pendienteinvencible. Mientras le es posible, explica los efectos mecánica,físicamente (por el peso, calor, densidad, etc.).
Mas, esto no basta. Enciertos casos añade tal ó cual atracción molecular ó acción magnética.Tampoco es bastante esto.
Entonces recurre francamente á las leyesfisiológicas que gobiernan la vida, dando al mar pulso, arterias yhasta corazón.
¿Esto por mera fórmula de lenguaje, ú obra así poremplear un símil? No por cierto. Tiene (y ahí está el genio del autor),tiene en sí un sentimiento imperioso, invencible de la personalidad delmar.
Este es el secreto de su poder, esto es lo que arrebató á los hombres deciencia. Antes de él, el mar sólo constituía una cosa á los ojos delsinnúmero de marinos que se deslizaban por sus aguas; gracias á Maury,hoy se le considera persona: todos le reconocen por un exaltado yformidable amigo á quien adoran y quisieran domar.
El norteamericano está enamoradísimo del mar. Sin embargo, á cadamomento se contiene y se para, temiendo traspasar el límite que se hapropuesto. Al igual que Swammerdam, Bonnet y tantos otros sabiosilustres de sentimientos religiosos, teme que, explicando demasiado laNaturaleza, se perjudique á Dios.
Timidez no muy razonable. Cuanto másen evidencia se pone la vida, más se demuestra el poder de la grandeAlma, adorable unidad de los seres por la que se engendran y crean.¿Dónde estaría el peligro si se encontraba que el mar, en su aspiraciónconstante á la existencia orgánica, es la forma más enérgica del eternoDeseo que en un principio evoco el globo en que vivirnos y se reproduceconstantemente en él?
Ese mar salado como la sangre, que tiene circulación, pulso y corazón(así llama Maury al Ecuador) donde renueva sus dos sangres; un ser queposee todo esto, ¿es seguro que sea una cosa, un elemento inorgánico?
He aquí un gran reloj, una gran máquina á vapor que imita exactamente elmovimiento de las fuerzas vitales. ¿Es esto un juego de la Naturaleza?¿O bien debemos creer que existe en esas masas una mezcla deanimalidad?
Un hecho enorme, que establece, si bien secundariamente y sólo deperfil, es que lo infinito que se sustenta del mar, los miles demillones de seres que hace y deshace incesantemente, absorben la lechede la vida, la espuma mezclada con sus aguas, quitándoles sus diversassales que los constituyen á ellos y á sus conchas, etc., etc. Por estemedio truecan el agua en desalada y más ligera, si bien movible ycorriente. En los poderosos laboratorios de organización animal, talescomo el del mar de las Indias y el del mar de Coral, esa fuerza, menosvisible en otros sitios, se aparece como es: inmensa.
«Cada uno de esos imperceptibles—dice Maury,—cambia el equilibrio delOcéano; todos le armonizan y son sus compensadores.»—¿Con esto estádicho todo? ¿Acaso no serían esos motores esenciales los que han creadolas grandes corrientes y puesto en movimiento la máquina? ¿Quién sabe siese circulus vital de la animalidad marina no es la rueda motora detodo el circulus físico; si el mar animalizado no da la oscilacióneterna al mar animalizable, por organizar aún, si bien sólo aguarda laocasión de serlo fermentando de vida cercana?
VI
Las tempestades.
«El mar experimenta de vez en cuando conmociones que parecen tener porobjeto asegurar las épocas de sus trabajos.
Tales fenómenos puedenconsiderarse como los espasmos del mar.» (Maury).
El ilustre autor se refiere especialmente á los bruscos movimientos queal parecer proceden de debajo, y que en los mares asiáticos equivalen áverdaderas tempestades. Diversas son las causas que les señala: 1.º Elencuentro violento de dos mareas, de dos corrientes; 2.º La súbitasuperabundancia de aguas pluviales en la superficie; 3.º La ruptura yrápido derretimiento de los hielos, etc. Otros añaden la hipótesis delos movimientos eléctricos, las conmociones volcánicas, que puedensobrevenir en el fondo.
Es, con todo, verosímil que el fondo y la gran masa acuática sean asazpacíficos; de lo contrario, el mar no sería apto para llenar su granfunción de madre y nodriza de los seres. Maury le llama, no recuerdodónde, un gran criadero. Un mundo de seres delicados, más frágiles quelos de la tierra, son mecidos, amamantados con sus aguas. Esto da unaidea muy apacible de su interior, y mueve á creer que no son frecuentesen él las agitaciones violentas.
Por naturaleza el mar suele ser puntual, estando sometido á grandesmovimientos uniformes, periódicos. Las tempestades son pasajerasviolencias que le promueven los vientos, las fuerzas eléctricas óciertas crisis violentas de evaporación. Estos accidentes se verificanen la superficie, no revelando de ningún modo la verdadera, lamisteriosa personalidad del mar.
Juzgar de un temperamento humano por algunos excesos de fiebre, seríauna insensatez. Y con más razón seríalo juzgar el mar por susmovimientos momentáneos, externos, que, al parecer, sólo afectan á capasde algunos centenares de pies.
Donde el mar es profundo, su vida está equilibrada, perfectamentecontrapesada, tranquila y fecunda, enteramente entregada á susreproducciones. No siente los pequeños accidentes que sólo ocurrenarriba. Las grandes legiones de sus hijos que viven (á pesar de cuantose ha dicho) en el fondo de su tranquila noche y no suben más que unavez al año, á lo sumo, hacia la luz y las tempestades, deben adorar á sugran nodriza como la verdadera armonía.
Sea como fuere, esos accidentes interesan en alto grado á la vida delhombre para que no ponga el mayor cuidado en observarlos. No es esto muyfácil, pues no sabe conservar su serenidad de ánimo. Las más seriasdescripciones sólo nos dan rasgos vagos y generales, y muy poco de loque constituye la parte original de cada tempestad, de lo que laindividualiza como resultante imprevisto de mil circunstancias obscuras,imposibles de desembrollar. El observador colocado en sitio seguro y quecontempla desde la playa, ve indudablemente más claro, puesto que nadatiene que temer por su persona. Empero, ¿puede juzgar del conjunto lomismo que aquel que se encuentra en el centro del torbellino y goza portodos lados del sublime panorama?
Los profanos en el arte de navegar debemos á los marinos la atención deescuchar con gran benevolencia los hechos que relatan, como actores yvíctimas que han sido. Me ha disgustado siempre la ligereza escépticacon que los sabios de bufete suelen acoger lo que los marinos nos dicen,por ejemplo, de la altura de las olas. Búrlanse de los navegantes quelas hacen ascender á cien pies. Algunos ingenieros han creído podermedir una tempestad, y de sus cálculos resulta que el agua no se eleva ámás de veinte pies. Un excelente observador nos afirma, muy alcontrario, haber visto sin ningún género de duda, desde la playa y enlugar seguro, montones de olas más altas que las torres de NuestraSeñora de París y hasta que el mismo Montmartre.
Es evidente que se trata de cosas distintas: de ahí la contradicción. Sise refiriesen á lo que forma como el campo de la tempestad, su lechoinferior, si se quiere hablar de las largas filas de olas que ruedanalineadas guardando cierta regularidad en su furor, la opinión de losingenieros no puede ser más exacta.
Con sus crestas redondas y losvalles alternados que presentan una y otra vez, revientan á lo sumo á laaltura de veinte á veinticinco pies. Pero las olas que se entrechocan yno ruedan juntas se elevan mucho más: al topar adquieren una prodigiosafuerza de ascensión, se lanzan, y caen con una pesadez increíble, capazde maltratar, de hundir, de hacer trizas la embarcación. Nada tan pesadocomo el agua de mar. A esas olas en lucha, á esas espantosas montañas deagua se refieren los marinos, fenómenos cuya verdadera grandeza no esdado al hombre calcular.
Cierto día, no tempestuoso, sino un poco conmovido, en el cualpreludiaba el Océano por medio de agrestes alegrías, me encontrabatranquilamente sentado sobre un bello promontorio de unos ochenta pies.Entreteníame en ver el mar, en una línea de un cuarto de legua,asaltando mi roca, redondear la verde melena de su dilatada onda yempujarla como á la carrera. Azotaba con fuerza, haciendo retemblar elpromontorio: tenía el trueno bajo mis plantas. Mas, esa regularidad sedesmintió de repente. Ignoro qué ola del Oeste vino de través á herirtraidoramente mi gran ola que con la mayor regularidad llegaba delMediodía. En medio de ese conflicto, de improviso dejé de ver el sol;mi elevado promontorio fué invadido, no por un vapor erizado de espuma,sino por una enorme ola negra que, cayendo pesadamente sobre mí, meempapó de pies á cabeza. Allí hubiera querido ver á los señoresacadémicos é ingenieros que miden con tanta precisión los combates delOcéano.
Nadie debe, sentado en su bufete, poner en cuarentena con tal ligerezala veracidad de tanto hombre intrépido, encallecido por el trabajo yresignado, que ve con demasiada frecuencia la muerte á su lado paratener la pueril vanidad de exagerar sus peligros. Tampoco hay quecomparar las tranquilas narraciones de los navegantes de profesión quecorren las grandes vías trazadas, con las descripciones, á vecesconmovedoras, de los audaces descubridores que las visitaron por vezprimera, que señalaron, describieron los arrecifes, los escollos,atentos por ver de cerca y estudiar el peligro, al paso que el marinovulgar, el rutinario, trata de evitarlo. Los Cook, los Perron, losd'Urville y otros descubridores, corrieron peligros reales en las aguas,entonces apenas frecuentadas, del mar de Coral, de la Australia, etc.,obligados á afrontar de cerca bancos que cambian incesantemente desitio, corrientes contrariadas que se cruzan y producen horrorosasluchas interiores en los pasos estrechos.
«Sin tempestad, y sólo con el balance, soplando el viento directamentepor la popa, una ola de través produce tan fuerte sacudida, que lacampana del buque toca por sí sola, y si durase el balance con susfalsos movimientos, la embarcación sufriría averías y aun se iría ápique.
«En los ácoros del banco de las Agujas—añade d'Urville,—las olasllegaban á la altura de ochenta y hasta cien pies. Nunca había visto elmar tan enfurecido. Afortunadamente que esas olas sólo esparcían sobrenosotros el líquido de sus crestas, ó si no, la corbeta habría sidotragada... En tan terrible combate quedó inmóvil, no sabiendo á quiénobedecer. Los marineros que permanecían sobre cubierta, á cada momentoquedaban anegados. ¡Espantoso caos que duró cuatro horas y de noche...un siglo, lo bastante para hacer criar al pelo canas!...—
Así son lastempestades australes; tan terribles, que hasta en tierra los naturalesque las presienten se llenan de pavor y se esconden en sus cavernas.»
Por más interesantes y exactas que sean esas descripciones, no me sientocon ánimo para copiarlas. Ni mucho menos me atrevo á imaginar ó arreglarlo que no han visto mis ojos. Sólo referiré sucintamente las tempestadesque he presenciado: siquiera en éstas interpreté, á lo menos así locreo, los distintos caracteres que distinguen el Océano delMediterráneo.
En los seis meses que pasé á dos leguas de Génova, á orillas del mar máspintoresco del Universo y el más abrigado, en Nervi, sólo disfruté deuna pequeña tempestad de corta duración; mas, en tan poco tiempo, rabió con inusitada furia. No pudiendo contemplarla á mis anchas desdela ventana de mi vivienda, la abandoné y por callejuelas tortuosas entrealtos palazzi, aventuréme á dirigirme, no á la playa (ésta no existe),sino á una cornisa, de negras rocas volcánicas que orillan el mar,angosto sendero, el cual en ciertos puntos no tiene tres pies deanchura, y que, unas veces subiendo, bajando otras, desplomándose ámenudo sobre el mar, le domina á la altura de treinta y hasta cuarentay sesenta pies. La vista no podía fijarse á gran distancia.
Continuadostorbellinos
obstruían
la
visión.
Poco
se
vislumbraba, y ese poco teníasus límites y era espantoso. La aspereza, los ángulos frágiles de esacosta de guijarros, sus puntas y sus picos, sus entradas súbitas yabruptas, imponían á la tempestad saltos, botes, esfuerzos increíbles,torturas infernales.
Rechinaba de blanca espuma, pareciendo respondercon una sonrisa
execrable
á
la
ferocidad
de
las
lavas
quedesapiadadamente la rompían. Oíanse ruidos insensatos, absurdos; nada deseguido, sino truenos discordantes, silbidos tan ásperos como los de lasmáquinas de vapor, al extremo de tener uno que taparse los oídos.Aturdido de un espectáculo que entorpecía los sentidos, traté derecobrarme: apoyándome en un muro que se internaba y no hubieraconsentido que la furiosa me arrastrara, comprendí mejor aquellaalgarabía. Aspera y corta era la onda, y la dureza del combate se debíaá lo extraño de aquella costa, tan abruptamente cortada, á sus ánguloscrueles que apuntaban á la tempestad, desgarraban la ola. La cornisa pordebajo, á uno y otro costado, hundíala en sus profundidades atronadoras.
Los ojos quedaban heridos al igual del oído por el contraste diabólicode esa nieve deslumbradora azotando las negrísimas lavas.
En fin, en aquel momento comprendí que más culpa tenía la tierra que elmar en lo terrible del cuadro que acabo de pintar. Lo contrario sucedeen el Océano.
VII
La tempestad del mes de octubre de 1859.
La tempestad que he observado mejor es la que hizo estragos en el Oeste,el 24 y 25 de octubre de 1859, que se renovó con más furor y conimponente grandiosidad el viernes 28 del mismo mes, durando el 29, el 30y el 31, implacable, infatigable, seis días con sus noches, á excepciónde un corto intervalo.
Innumerables fueron las embarcaciones perdidas ennuestras costas occidentales. Antes y después, se experimentaron muygraves perturbaciones barométricas; los alambres del telégrafo quedaronrotos ó inservibles, interrumpidas las comunicaciones. Algunos añoscálidos habían precedido á esa tempestad, y después de ella hubo unagran variedad de tiempo, ya frío ya lluvioso. Y el presente año de 1860,hasta el día en que escribo estas líneas, está entregado á la obstinadaanegada de los vientos Oeste y Sur, que parece quieren traer sobrenosotros todas las lluvias del Atlántico y del grande Océano Austral.
Contemplaba esta tempestad de un sitio grato y apacible, cuya dulzura nodaba el más pequeño indicio de lo que iba á acontecer. Hablo delpuertecito de Saint-Georges, junto á Royan, en la desembocadura delGironde. Allí habían transcurrido cinco meses de mi existencia encompleta calma, sumido en la meditación, interrogando mi corazón, ybuscando responder al asunto que traté en 1859, asunto tan delicado, tangrave. El sitio, el libro, se mezclan agradablemente á mis recuerdos.¿Me habría sido posible escribirlo en otra parte? Lo ignoro. Lo quepuedo afirmar es que el perfume agreste del país, su severa suavidad,los olores de vivificante amargura que constituyen el encanto de susmatorrales, la flora de las landas, la de los méganos, mucho hancontribuido á dar animación al libro en cuestión, prestándole su sabor,que nunca desaparecerá.
Los moradores están en su sitio en medio de aquella naturaleza. No sonvulgares ni groseros. El campesino es grave, de rectas costumbres. Losmarineros son todos pilotos, pequeña tribu protestante librada del furorde las persecuciones religiosas.
Allí existe la honradez primitiva (sondesconocidos todavía en ese país los cerrojos); nada de ostentación.Obsérvase una modestia no acostumbrada entre los hombres de mar, ladiscreción y el tino que no siempre se encuentran en las clases máselevadas de la sociedad. Bien visto y apreciado de todos, tuve, sinembargo, el reposo y tranquilidad requeridos para trabajar á mis anchas.Esto hizo que me interesara más y más por aquellos hombres y suspeligros. Sin hablarles, todos los días les acompañaba con mis votos ensu oficio de héroes. El estado del tiempo me inquietaba, y confrecuencia me preguntaba al contemplar el paso peligroso, si el mar,durante largo tiempo terso y tranquilo, no se trocaría de repente enmontuoso y cruel.
Aquel sitio peligroso nada tiene de triste. Cada mañana desde mi ventanaveía enfrente las blancas lonas, ligeramente tintas por la aurora, de unsinnúmero de barcos mercantes que aguardaban la brisa favorable parapartir. Allí, el Gironde no tiene menos de tres leguas de ancho: tansolemne como los grandes ríos americanos, ostenta, sin embargo, laanimación de Burdeos.
Royan es un pueblecito de recreo adonde acudengentes de toda la Gascuña. Su bahía y la de Saint-Georges disfrutan delespectáculo gratuito que dan los marsuinos al entregarse alegremente ála caza de los bañistas en pleno río, zambulléndose y dando saltos fueradel agua hasta la altura de cinco ó seis pies.
Parece como que sabenperfectamente que en aquel país nadie se libra á la pesca; que en elsitio de combate, donde lo que preocupa al marinero es la dirección ysalvamento de su embarcación, nadie hace caso de lo que puede valer elaceite de un marsuino.
Añadid á esa alegría de las aguas la preciosa é incomparable armonía deambas riberas. Los pingües viñedos del Medoc se ostentan enfrente de lasmieses de la Saintonge, de su variada agricultura. El cielo no tiene labelleza fija, y á veces monótona, del Mediterráneo. El de ese país esmuy variable. Aguas saladas y dulces se elevan de las nubes iríseas,proyectando, sobre el espejo de donde proceden, extraños colores,verde-claro, rosado y violeta. Creaciones fantásticas, que pasan comouna exhalación para ser después más deplorada su pérdida, adornan lapuerta del Océano en forma de monumentos originales, atrevidas arcadas,puentes sublimes y á veces arcos triunfales.
Las dos playas semicirculares de Royan y de Saint-Georges, con su finaarena, constituyen para los pies delicados el más suave paseo, que seprolonga sin cansancio por el sendero de pinos que alegran la duna consu verdor. Los magníficos promontorios que separan esas playas y laslandas del interior, envían, aun á lo lejos, salutíferas emanaciones. Laque domina las dunas es un tanto medical, emanación suave de lassiemprevivas, donde parecen concentrarse todos los rayos solares y elcalor de las arenas. En las landas florecen las plantas amargas, con unencanto penetrante que desentumece el cerebro y revive el corazón. Allíse ostentan el tomillo y el sérpol, la mejorana amorosa, y la salviabendecida de nuestros padres por sus grandes virtudes. La menta que sabeá pimienta y, sobre todo, la clavellina silvestre, exhalan los finosperfumes de las especias de Oriente.
Parecíame que, en medio de aquellas landas, el canto de las aves teníamás armonía que en parte alguna. Nunca he visto una calandria como laque se posó en el mes de julio sobre el promontorio de Vallière. Animadadel espíritu de las flores, subía por el espacio, reflejando sobre suplumaje los rayos del sol poniente bajo el Océano. Su voz que venía detan alto (tal vez se encontraba á mil pies de tierra), á pesar de supotencia conservaba toda su modestia y dulzura. Al nido, al humildesurco, á los pequeñuelos que la contemplaban dirigía visiblemente sucanto agreste y sublime: hubiérase dicho que con su armonía se hacía laintérprete del espléndido sol, de la gloria do se cernía, sin orgullo, yque animaba á sus pequeñuelos diciéndoles: «¡Subid, hijitos míos!»
De todo esto, canto y perfumes, brisa suave y mar dulcificado por elagua del plácido río, fórmase una armonía infinitamente agradable,aunque sin grande ostentación. La luna parecíame luminosa sin despedirgran claridad, las estrellas muy visibles, pero poco brillantes. Unclima agradabilísimo, completamente humanizado, y que sería voluptuoso áno estar saturado de un no sé qué que da lugar á la reflexión, aleja dela mente los ensueños y nos vuelve á la realidad.
¿Cómo es esto? ¡Acaso se debe á las arenas movedizas, á las veleidosasdunas, á los calizos poco firmes y cubiertos de fósiles, que osadvierten la movilidad universal? ¿Es el recuerdo silencioso, pero noborrado, de las persecuciones protestantes?
La causa de aquel interioragreste débese más que á otra cosa á la solemnidad que reviste el país,á los continuados naufragios, á la proximidad de un mar terrible cualninguno.
Un gran misterio se verifica en aquel sitio solemne, un tratado, unenlace, empero enlace mucho más importante que cualquiera himeneo real.Enlace, es verdad, de conveniencia entre esposos poco adecuados. La damade las aguas del Suroeste, doblemente engrosada por el Tarn y elDordogne, empujada por sus violentos hermanos los torrentes de losPirineos, viene á ofrecerse (entiéndase que hablamos de la amable ysoberana Gironde) á su gigantesco esposo el viejo Océano. Empero enningún sitio éste es más áspero, más avinagrado. La triste barrera delodos del Charante, y luego la dilatada faja de arenas que le detienenpor espacio de cincuenta leguas, pónenle malhumorado. Cuando nodesencadena su cólera sobre Bayona y San Juan de Luz, azota la pobreGironde. No se desliza, como el Sena, abrigado por varias costas, sinoque va en línea recta al ilimitado Océano. Las más de las veces éste lerechaza, y entonces retrocede y se desparrama á derecha é izquierda,escondiéndose por los pantanos de la Saintonge y hasta bajo los viñedosdel Medoc, comunicando á sus vinos las cualidades de sobriedad yenfriamiento que constituyen el espíritu de sus aguas.
Ahora, figuraos el atrevimiento del hombre, que llega al punto delanzarse entre los esposos en el fragor de la lucha, para ir, montado enuna frágil barquilla, afrontando los golpes que se prodigan, en busca dela tímida embarcación detenida en la embocadura y no atreviendo áaventurarse. Ahí está el peligro que corre la vida de mis pilotos, vidamodesta, pero tan gloriosa cuando se encuentre un Homero que cante suOdisea.
Compréndese fácilmente que el viejo soberano de los naufragios, elantiguo atesorador de tantos bienes sumergidos, no sabe agradecer nipoco ni mucho á los indiscretos que se presentan á disputarle su presa.Si en ocasiones les deja obrar, suele también con frecuencia, maliciosoy cazurro como es, herirlos, vengarse, más contento de ahogar á unpiloto que de engullirse las embarcaciones.
Con todo, tiempo hacía que no se citaba ningún accidente marítimo. Elmuy cálido verano de 1859 no ofreció otro siniestro en aquellos parajesque una barca destrozada en el mes de junio.
Mas cierta agitacióninexplicable hacía prever alguna desdicha.
Llegaron septiembre yoctubre. La turbamulta de visitantes que sólo pide sonrisas al mar,habíase eclipsado. En cuanto á mí, allí me estaba, clavado á causa de miobra no terminada, á la par que por el singular atractivo que tienenesas estaciones intermedias.
Observábase la veleidad y rareza de vientos que pocas veces se ofrece:ejemplo, una brisa abrasadora del Este, una ráfaga huracanada procedenteconstantemente de la parte serena. En ocasiones, las noches erancalurosas (y más en septiembre que en agosto), sin poder nadie pegar losojos; agitadas, nerviosas; el pulso latía aceleradamente, estabaconmovido sin causa aparente, el temperamento hacíase desigual.
Un día que nos encontrábamos sentados en las pinadas, azotadas por elviento, aunque un tanto abrigadas por la luna, oímos una voz juvenil,extraordinariamente clara y penetrante, de un timbre muy acerado. Noobstante, era la voz de una casi niña, de perfil austero. Acertaba ápasar con su madre y cantaba con toda la fuerza de sus pulmones elrefrán de una antigua canción. Suplicámosla que se sentara y cantasetoda la canción.
Aquel poemita rústico expresaba á maravilla el doble espíritu de lacomarca. La Saintonge es un país agrícola, amante del hogar doméstico.Carece del ánimo aventurero de los vascos.
Pero, á pesar de sus gustossedentarios, se convierte en marítima lanzándose al acaso. ¿Por qué? Conharta claridad lo explica la leyenda.
La preciosa hija de un rey que se entretenía en lavar su ropa, imitandoen esto á la Nausicaa de la Odisea, deja que las aguas del mar leroben su sortija: el hijo de la costa se lanza al agua para recobrarla yse ahoga. Llora la joven y queda convertida en el romero de la playa,tan amargo y doloroso á la vez.
Esa balada de los naufragios, cantada en tan crítico momento y en mediode un bosque gimiendo por la inminencia de la tempestad, me conmovió,encantóme, empero vino á fortificar el presentimiento que me corroía elalma.
Podía estar seguro cada vez que iba á Royan, que la tempestad mesorprendería en el camino, á pesar de que el viaje sólo es de algunashoras. Desencadenábase sobre mí al llegar á los viñedos deSaint-Georges, y á la landa del promontorio que trepaba primero, yaumentaba su fuerza en la gran playa circular de Royan que yo seguía. Apesar de estar en el mes de octubre, la landa conservaba sus perfumesagrestes, que á cada instante me parecían más penetrantes. En laapacible playa, el viento, tibio y dulce, me azotaba el rostro, y con nomenos dulzura á pesar de lo sospechoso de sus caricias, el mar lamía mispies. Ni el uno ni el otro me engañaban, estando bien persuadido de laescena que preparaban.
Como preludio y después de veladas agradables, estallaban á mitad de lanoche espantosos ventarrones. Esto aconteció varias veces, en particularel 26: la noche de ese día empecé á temer que se preparaban grandesdesastres. Nuestros marinos se habían ausentado. En las dilatadasfluctuaciones de la c