BIBLIOTECA DE «LA NACION»
HERMANN SUDERMANN
—————
E L M O L I N O
S I L E N C I O S O
BUENOS AIRES
1910
ESTE VOLUMEN CONTIENE
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV,
XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV,
EL MOLINO SILENCIOSO
I
¿Desde cuándo lleva su nombre el «Molino silencioso»? No lo sé. Desdeque lo conozco es un viejo edificio medio derruido, resto lastimoso deuna época ya desaparecida.
Descascarados y sin techo, sus muros, que los años desmoronan, se alzanhacia el cielo dejando paso libre a todos los vientos. Dos grandesmuelas redondas, que sin duda trabajaron valientemente en otro tiempo,han roto el armazón carcomido que las sostenía, y, arrastradas por supropio peso, se han hundido profundamente en el suelo.
La rueda grande permanece suspendida de través entre los dos soportespodridos. Las paletas han desaparecido; sólo los rayos se alzan todavíaen el aire, como brazos que se tienden hacia el cielo para implorar elgolpe de gracia.
El musgo y las algas lo han cubierto todo con un manto de verdor através del cual el berro muestra sus hojas redondas, de palidezenfermiza. Un canal medio arruinado vierte dulcemente el agua, que caegota a gota con un ruido cuya monotonía adormece, sobre los rayos de larueda, que salta hecha polvo y que llena el aire de vapor húmedo.
Oculto bajo una capa de leños grises, el arroyo esparce un olor de aguacorrompida. Todo lleno de algas y de hierbas, ha sido invadido por lospinos acuáticos y los juncos; en el medio solamente resalta un hilo deagua cenagosa y negra, en el que se columpia perezosamente la lentejaacuática, con sus hojas delicadas de color verde claro.
En otro tiempo, el arroyo del molino corría alegremente, la espumabrillaba blanca como la nieve a lo largo del dique, las ruedas enviabanhasta la aldea el ruido alegre de su tictac; y, en el patio, los carrosiban y venían en largas filas, mientras resonaba a lo lejos la vozpotente del viejo molinero.
Este se llamaba Felshammer; y bastaba verlo para comprender que merecíaese nombre[*]. Era todo un hombre. Tenía fuerzas de sobra para hacersaltar las rocas. Había que evitar con cuidado burlarse de él ocontrariarlo, porque entonces montaba en ira, apretaba los puños, lasvenas de las sienes se le hinchaban como cuerdas; y, cuando se ponía ajurar, todo el mundo temblaba y hasta los perros huían.
[*] Fels, roca; Hammer, martillo; Felshammer, martillo para romperrocas, maza.— N. del T.
Su esposa era una mujer dulce, tranquila y sumisa. ¿Habría podido seracaso de otro modo? Una criatura dotada de más vigor, que hubieraquerido conservar nada más que un destello de voluntad personal, eraalgo que Felshammer no habría tolerado junto a él ni por veinticuatrohoras. En condiciones tales hacían una vida soportable, casi felizpodría decirse, sólo turbada por aquella cólera fatal, que se encendía yarrojaba llamas por el menor motivo, y que daba a la pacífica mujermuchas horas de pesar.
Pero jamás vertió ella tantas lágrimas como el día que la desgracia secernió sobre sus hijos. Habían nacido de esa unión tres vástagos, tresvarones lindos y robustos. Los tres tenían los ojos azules y loscabellos rubios, y sobre todo «un par de puños que prometían mucho»,como decía el padre con orgullo, aunque el más pequeño, que estabatodavía en la cuna, sólo podía aprovechar los suyos chupándolos.
Los dos mayores eran ya unos mocetones soberbios. ¡Qué altivez en lamirada cuando se plantaban, con las piernas abiertas, la cabeza echadapara atrás, y las manos en los bolsillos de los calzones! Uno y otroparecían decir: «Soy el hijo de mi padre. ¡Venid, pues, a verlo!»
Todo el santo día estaban peleándose entre ellos, y el padre mismo eraquien los excitaba. La madre, llena de inquietud, intervenía pararestablecer la paz, pero se burlaban de ella.
La pobre temblaba sin cesar por sus terribles hijos, pues veía conespanto que los dos habían heredado el carácter irascible de su padre.Ya una vez había acudido en momentos en que Fritz, que tenía ocho años,se abalanzaba con un gran cuchillo de cocina en la mano, sobre suhermano, dos años mayor que él.
Seis meses después llegó, en efecto, eldía en que se justificaron sus tristes presentimientos.
Los dos muchachos se habían peleado en el patio, y Martín, el mayor,furioso al ver que Fritz era más fuerte, le tiró una piedra, hiriéndolotan desgraciadamente en la parte posterior de la cabeza que lo hizo caerensangrentado y sin habla.
Púdose sin gran trabajo restañar la sangre, y se cicatrizó la herida,pero el niño, nunca más recobró la palabra. Siguió inerte, indiferentepara todo, tomando como un animal el alimento que le daban. Se habíavuelto idiota.
Este fue un golpe terrible para la familia del molinero. La madre pasónoches enteras llorando; él también, el hombre activo y enérgico, anduvovagando mucho tiempo, como perdido en un sueño. Pero el que recibió laimpresión más profunda fue el autor del accidente. Ese muchacho tanaltivo, tan turbulento, era casi otro, porque su arrogancia habíadesaparecido; se había hecho taciturno, reconcentrado en sí mismo,obedecía al pie de la letra las órdenes de su padre, evitaba toda vezque podía las miradas de sus condiscípulos. El cariño que profesaba a sudesgraciado hermano era verdaderamente conmovedor.
Estando en la casa,no lo abandonaba ni un instante. Se plegaba con una paciencia angelicala los hábitos del idiota, caído en la condición de bestia; aprendía acomprender los sonidos inarticulados que el enfermo dejaba oír, y lomiraba sonriendo cuando le rompía el juguete más preciado.
El idiota se acostumbró tanto a esa compañía que no quería pasarlo sinella. Cuando Martín estaba en la escuela, gritaba sin descanso y habríapreferido morir de hambre antes de aceptar el alimento de una mano queno fuese la de su compañero.
Durante tres años, el enfermo arrastró una existencia miserable: despuéscayó en cama y murió.
II
Su muerte habría debido parecer una liberación a todos los de la casa;sin embargo, hizo derramar lágrimas ardientes. Martín, sobre todo,parecía inconsolable. En los primeros tiempos, iba todos los días alcementerio; y a menudo era preciso alejarlo a la fuerza de la tumba.Pero poco a poco fue calmándose, y esta calma la debió ante todo a lacompañía de Juan, su hermano menor, en el cual pareció querer depositardesde aquel día el amor infinito que había profesado a su víctima.
Mientras Fritz había vivido, Martín se había ocupado muy poco de Juan;parecía casi que consideraba entonces un crimen dar a otro la máspequeña parte de su corazón. Pero cuando la muerte arrebató aldesgraciado, una necesidad irresistible lo inclinó hacia el más pequeño.Esperaba que su afecto a Juan llenaría quizás el hueco atroz que habíadejado en él la muerte del otro; era preciso reparar beneficiando alhermano que quedaba, el mal que había hecho al que ya no existía.
Juan era entonces un lindo muchachito de cinco años, sabía ponerse yalos calzones, e iban a comprarle en la próxima feria el primer par dezapatos. Parecía no haber heredado nada de la rudeza y de la arroganciapaternales; participaba más bien de la dulzura y calma de su madre; seapegaba a ésta en su calidad de benjamín y era el ídolo de ella. Pero lamadre no era la única persona que lo adoraba; todo el mundo lo mimaba...era la luz y la alegría de la casa.
Bastaba verle para amarlo. Sus largos cabellos de color rubio clarobrillaban como rayos de sol, y en sus ojos límpidos y francos, que seiluminaban con una llama jovial para tomar en seguida una expresiónsoñadora y tranquila, había un mundo entero de ternura y de bondad.
Se unió desde entonces con verdadera pasión, al hermano que durantetanto tiempo lo había descuidado. Pero la diferencia de edad, pues sellevaban cerca de nueve años, no permitía que se estableciese entreambos una amistad puramente fraternal.
Martín estaba ya a punto de salirde la infancia; su expresión grave y reflexiva y su lenguaje precozmenteserio lo acercaban ya al hombre hecho. Además, al año siguiente iba ahacer su entrada en la vida activa. ¿No era natural, pues, que empleasea veces en sus relaciones con su hermano un tono paternal? No seavergonzaba, sin embargo, de tomar parte en sus juegos infantiles; amenudo hacía pacientemente el caballo, y se dejaba conducir a través delos patios y de los campos. Pero siempre había en su conducta másindulgencia sonriente de maestro que alegría sencilla de camaradaconsciente de su superioridad.
El niño cariñoso y tierno se entregó con toda su alma a su hermanomayor. Le reconocía una autoridad absoluta, quizás en mayor medida que asu padre y a su madre, que no estaban tan cerca de su corazón infantil.
Cuando llegó el momento de ir a la escuela, encontró en Martín un guíacuya paciencia no se desmentía nunca, siempre dispuesto, cuando la tareaera demasiado pesada, a ayudarle con consejos y hasta de más eficazmanera. Entonces la veneración del pequeño a su hermano no conociólímites.
El viejo Felshammer era el único a quien esta amistad profunda
nocausaba
gran
alegría.
«Eran
demasiado
empalagosos, se besuqueabandemasiado, habría sido mejor que pelearan como gatos; hubiera estadoseguro entonces de que tenían su sangre y su carne.» En cambio, ladulce, la pacífica madre se sentía muy feliz. Todas las mañanas y todaslas noches rogaba a Dios que protegiese a sus hijos y que no dejasedespertar en Martín el fuego de la cólera. Al parecer, su súplica fueescuchada favorablemente. Martín no tuvo más que un acceso de furor;pero es cierto que salió del fondo mismo de su alma.
Juan tenía entonces nueve años. Un día estaba jugando con un látigocerca de uno de los carros que estaban en el patio, adonde habían ido acargar harina. Uno de los caballos se asustó de pronto, y el carretero,un borracho brutal, arrancó el látigo de las manos del niño y con él lecruzó a éste la cabeza y el cuello.
En el mismo instante, Martín, saltando fuera del molino, con las venasde la frente hinchadas y los puños apretados, cogió a su hermano por lagarganta y se la apretó con tanta fuerza que la criatura se puso lívida.La madre, acudió entonces lanzando un horrible grito:
—¡Acuérdate de Fritz!—exclamó alzando las manos con un ademán de locaangustia.
Y el enfurecido muchacho, dejando caer sus brazos como si los hubieraatacado la parálisis, se retiró tambaleándose y se tumbó deshecho enlágrimas a la entrada del molino.
Desde ese día la cólera pareció extinguirse completamente en él; una vezlo insultaron en la calle, le pegaron, y sin embargo dejó quieto en elfondo de su bolsillo el cuchillo que los aldeanos de aquel lugar empleande ordinario con gran facilidad.
III
Pasaron años... Martín acababa de llegar a la mayor edad cuando murió elmolinero. Su mujer no tardó en seguirlo. No tenía consuelo desde lamuerte de su esposo y se extinguió apaciblemente, sin una queja. Sehubiera dicho que no podía vivir sin las injurias con que su marido lahabía colmado diariamente durante veintitrés años.
Desde entonces los dos hermanos se quedaron solos en el molino. Nadaextraño era que se uniesen más estrechamente aún, que tratasen deconfundir sus existencias.
Sin embargo, se diferenciaban mucho en cuerpo y en alma.
Martín era unmozo robusto, de espaldas cuadradas y cuello corto, que se deslizabataciturno por entre las personas extrañas.
Las cejas espesas que lecaían sobre los ojos daban a su rostro un aspecto sombrío; las palabrassalían penosamente de sus labios, como si el hecho solo de hablarhubiera sido para él una tortura; sin la franqueza y la profundidad desu mirada, sin la sonrisa bonachona que iluminaba a veces como un rayode sol sus facciones duras y toscamente modeladas, se le habría tomadopor un hombre odioso.
Juan era muy diferente. Dirigía con atrevimiento a todo el mundo susmiradas alegres; sobre sus labios se leía, en una risa perpetua, laindiferencia y la malicia. Su figura esbelta tenía todo el encanto de lajuventud. No dejaban de notar esto las muchachas que le lanzaban alpasar miradas ardientes; y más de un confuso rubor, más de un apretón demanos expresivo, le decían: «Yo te amaría fácilmente». Juan no secuidaba de esas cosas. No estaba aún maduro para el amor; prefería alsalón de baile el ruido y movimiento del juego de bolos, a la amistad deRosa o de Margarita la de su hermano, taciturno junto al parapeto de laesclusa.
Ambos, en una hora solemne, en medio de la paz de la noche se habíanhecho la promesa de no separarse nunca y de no admitir junto a sí a unatercera persona, que llevaría el amor o el odio entre ellos.
No habían contado con el consejo real de revisión. Llegó el día en queJuan se vio obligado a hacer su servicio militar; tenía que ir muylejos, a Berlín con los hulanos de la guardia. Ese fue para los dos unrudo golpe. Martín, como de costumbre, ocultó su pesar sin decir nada;Juan de naturaleza más animada manifestó un dolor inconsolable, hasta elpunto de tener que sufrir, en el momento de la marcha, mil burlas de suscamaradas.
Pero su dolor no fue de larga duración. Las fatigas de los primerosejercicios, el movimiento confuso de la capital, tan nuevo para él, nole dejaban lugar para abandonarse a sus ideas; solamente cuando estabatendido sobre su catre, a la hora tranquila del crepúsculo, lamelancolía y los recuerdos lo asaltaban con una violenciaextraordinaria. Veía brillar entonces en la obscuridad, como un paraísoperdido, el molino en que había transcurrido su infancia y el tictac delas ruedas resonaba en su oído como un canto divino. Al sonar la dianase deshacía el encanto.
Martín era mucho más desgraciado en el molino, donde se había quedadocompletamente solo, pues no había que considerar compañeros suyos a losjornaleros y al viejo David, que su padre le había dejado al morir.Jamás había tenido amigos, ni en la aldea, ni en ninguna otra parte;Juan compendiaba para él todas las amistades. Silencioso y concentradoen sí mismo, vagaba al azar; su espíritu se obscureció cada vez más, sesumió en ideas tristes, y la melancolía acabó por rodearlo de talessombras que el espectáculo de su víctima empezó a asediarlo. Tuvobastante juicio para comprender que no podía seguir haciendo esa vida.Buscó entonces distracciones a toda costa; los domingos frecuentaba losbailes, iba a las aldeas vecinas, sobre todo para visitar a las gentesdel oficio.
Resultó de esto que un buen día, al comienzo de su segundo año deservicio, Juan recibió de su hermano una carta concebida en estostérminos:
«Mi querido hermano: Es preciso que te escriba aunque te incomodesconmigo. Me es imposible soportar por más tiempo la soledad, y heresuelto casarme. Mi prometida se llama Gertrudis Berling; es hija delpropietario de un molino de viento de Lehnort, a dos leguas de nuestracasa. Es muy joven todavía y yo la quiero mucho. La boda se efectuarádentro de seis semanas. Si puedes, pide permiso para venir. Queridohermano, te suplico que no me guardes rencor. Sabes perfectamente que elmolino será siempre tu hogar, haya o no en él, una mujer. La herencia denuestro padre nos pertenece en común. Gertrudis te envía sus saludos.Una vez os encontrasteis los dos en la fiesta de los cazadores. Tú legustaste mucho entonces, pero no te fijaste en ella absolutamente; y meruega te diga que eso la contrarió bastante. Adiós. Tu fiel hermano.»
Juan era un niño mimado; para él, puesto que se casaba, Martín hacíatraición al amor fraternal. A Juan le parecía que su hermano lo engañabay cometía un atentado contra sus derechos inalienables. En el mismolugar donde él había reinado hasta entonces como señor iba a instalarseuna extraña, y su situación, en su propia casa, iba a depender de lagenerosidad y de la condescendencia de aquella mujer.
Las muestras de cariño que por adelantado le daba tan familiarmente lahija del molinero no lograron calmarlo ni hacerle olvidar su despecho.Cuando llegó el día de la boda no pidió permiso, y se contentó conenviar un saludo por medio de su antiguo condiscípulo Franz Maas, quejustamente terminaba entonces su servicio.
IV
Seis meses más tarde, él también lo había terminado.
Bueno... ¿qué hizo Juan? Lleno de terquedad, no volvió a su pueblo; sefue primero a probar fortuna en tierras extrañas, viajando a diestro ysiniestro por montes y por valles. Y después, al cabo de tres semanas,reconociendo que, a pesar de la presencia de la hija del molinero deLehnort, la vida era mil veces más bella en el molino de Felshammer queen cualquier otra parte, emprendió alegremente el camino a su pueblo.
En un espléndido día de mayo, Juan hace su entrada en la aldea deMarienfeld.
El honrado Franz Maas, que durante el otoño último se ha establecidocomo panadero, está plantado delante de su tienda, con las piernasabiertas, mirando con complacencia como se balancean dulcemente lasrosquillas de hojalata, arriba de su puerta, a impulsos de la brisa delmediodía. De pronto, ve un hulano que avanza cantando por el camino;lleva la gorra de cuartel echada atrás y sus espuelas resuenan. Elpanadero siente palpitar su corazón de reservista bajo su delantalblanco; se quita la pipa de la boca y, haciendo una bocina con la mano,exclama:
—¡Juan! ¡Es Juan, no hay duda!...
—¡Eh! ¡Camarada!
Y caen uno en brazos de otro.
—¿De dónde vienes en esta época del año? ¿Has desertado?
—¡Vaya!... ¡Qué ocurrencia!
Después empiezan las preguntas y las confidencias. El capitán, el cabo,el cantinero, la muchacha rubia de la panadería, a la derecha delcuartel, a quien llamaban «Magdalena panecillo»; no se olvida a nadie.
—¿Y tú? ¿Te han reconocido en la aldea?—pregunta Franz, cuyainsaciable curiosidad se dirige entonces al suelo natal.
—¡Nadie!—dice Juan echándose a reír y retorciendo el bigote, cuyaspuntas insolentes amenazan al cielo.
—¿Y en casa?
Juan toma entonces una expresión seria y tiende la mano a su camarada.
—¡Ah sí!... todavía tienes que ir allá. Eso debe hacerte tictac ahídentro.
Y le da un golpecito en el pecho para cerciorarse. Una risa fugitivapasa por los labios de Juan, que reprime en seguida un suspiro, comoesforzándose por dominar una emoción.
Franz le pone la mano en el hombro:
—Vas a encontrar una linda cuñada...—dice haciendo un chasquido a lalengua y guiñando el ojo.
Juan, al oír estas palabras, siente despertar en él el despecho y lacólera. Se encoge de hombros con expresión desdeñosa, tiende otra vez lamano a su amigo y se aleja haciendo sonar las espuelas.
Tres minutos más de camino y llega al extremo de la aldea.
Allá abajoestá la iglesia, un poco desmoronada la pobre vieja.
Pero las campanashacen oír todavía la querida música que acarició sus tímpanos el día dela confirmación, como una promesa de ventura... A la izquierda, laposada... ¡mil truenos!...
tiene una puerta cochera nueva tallada depiedra y en la ventana se ven enormes botellas llenas de líquidos decolor rojo brillante y verde de arsénico. ¡Ha prosperado el posadero de«La Corona»!
Ese camino baja hacia el río... Y allá, en el fondo, aparece el molino,el objeto de sus sueños. ¡Cómo brilla el viejo techo de paja por arribade los grupos de árboles! ¡cómo hacen resaltar los cerezos en flor sublancura de nieve en el jardín! ¡Cuán alegremente le grita el tictac delas ruedas! «¡Bien venido seas, bien venido seas!» ¡Qué dulce canciónmurmura la vieja y querida presa, cubierta de musgos verdes!
Echa más atrás aún su gorra de hulano y toma una actitud resuelta, puesquiere dominar su emoción a todo trance.
Los campos que se extienden a derecha e izquierda del camino pertenecentodos al molino. A la derecha hay centeno de invierno, como decostumbre; pero a la izquierda, donde se plantaban en otro tiempo laspatatas, hay entonces una huerta en la que se alinean gravemente, enfilas regulares, los espárragos y los tallos de remolacha.
A unos cinco pasos próximamente del seto aparece una figura femenina, detalle esbelto y formas juveniles, que, encorvada hacia la tierra,trabaja con ardor.
¿Quién será? ¿Pertenecerá al molino? Una nueva criada quizás. Pero no;tiene una figura demasiado elegante; sus zapatos son demasiadodelicados, su delantal demasiado lujoso, y el pañuelo blanco que lecubre de un modo tan pintoresco es de tela demasiado fina para unacriada. ¡Si no ocultase tanto el rostro!
¡Ah! levanta los ojos... ¡Mil truenos! ¡qué encantadora muchacha!...¡Qué vivo color el de sus redondas mejillas! ¡qué brillo el de sus ojosnegros! ¡cómo piden besos sus labios finamente dibujados!
Al verlo a su vez, ella deja caer la azada; después lo mira fijamente.
—Buenos días—dice el joven llevando la mano a su gorra con ademán unpoco cohibido.—¿Sabe usted si el molinero está en casa?
—Sí, está en casa;—dice ella sin dejar de mirarlo.
«¿Qué diablos querrá contigo?» piensa el soldado tratando de vencer sutimidez. Después de su estancia en Berlín, Juan tiene algunos motivospara considerarse un poco conquistador, y es para él una cuestión dehonor aproximarse al seto y trabar conversación con la joven.
—¿Se trabaja?—pregunta, por decir algo.
Y, para disimular su turbación, se lleva la mano al bigote.
—Sí, se trabaja—repite ella maquinalmente, mirándolo siempre.
Después, de pronto tendiendo hacia él la mano y apartando los cincodedos como si quisiera señalarlo con todos a la vez, dice en medio deuna explosión de risa:
—Pero ¿no es usted Juan?
El balbucea:
—Sí... soy yo... ¿Y usted?
—Yo soy su mujer.
—¿Qué? ¿usted?... ¿la mujer de Martín?
Ella hace con la cabeza un signo afirmativo, adoptando una expresión dedignidad, mientras sus ojos se llenan de malicia.
—¡Pero si parece usted una muchacha soltera!
—No hace tanto tiempo que no lo soy—dice ella riendo.
Los dos, uno a cada lado del seto, se contemplan con curiosidad.
Pero
lajoven
reflexionando,
se
limpia
ceremoniosamente en el delantal lassucias manos de tierra y las tiende a través del cercado.
—¡Bien venido sea usted, cuñado!
El coge las manos que le ofrecen, pero guarda silencio.
—¿Está usted acaso incomodado conmigo?—pregunta ella lanzándole unamirada maliciosa.
Juan se siente completamente desarmado frente a la joven y lo único quepuede hacer es sonreír con expresión cohibida, diciendo:
—¿Yo... incomodado? ¿Por qué?
—¡Me parecía!
Y alzando el dedo con ademán de amenaza, la joven agrega:
—¡Oh! ¡Tendría que ver!...
Después, con la barbilla hundida en el cuello, deja oír una leve risa.
—Es usted muy graciosa—dice el militar un poco más sereno.
—¿Yo graciosa?... ¡de ningún modo! Continúe usted su camino; entretantoyo voy a atravesar rápidamente el huerto para avisar a Martín.
Iba a marcharse; de improviso se detiene pero se pone el índice sobre lanariz y dice:
—Espere; voy a pasar al otro lado para ir con usted.
Antes que el joven tenga tiempo de tenderle la mano para ayudarla, ellapasa, rápida como un lagarto, por entre las piedras del cerco.
—Ya estoy aquí—dice arreglando con la mano los pliegues de su falda.
Colócase en el cuello el pañuelo que tenía anudado en la cabeza, y suscabellos rizados y en desorden, que caen sobre la frente y la nuca, seponen a flotar al viento, felices por haber recobrado la libertad.
La mirada de Juan se detiene admirada sobre la belleza fresca y virginalde aquella joven, que tiene las maneras de una niña sencilla ytraviesa. Ella sorprende esa mirada, y ruborizándose un poco echa paraatrás los indomables bucles.
Caminan un instante en silencio, uno al lado del otro. La joven baja losojos y sonríe, como si de pronto se hubiera apoderado de ella latimidez.
Franquean los dos la gran puerta cochera sin haber reanudado laconversación.
Juan mira a su alrededor y suelta un grito de admiración. No quierecreer en sus sentidos. Todo ha cambiado, todo está embellecido. Elpatio, que la lluvia en otro tiempo convertía en un horrible pantano yque durante el verano era un hoyo lleno de polvo, luce entonces un verdecésped y parece una pradera cubierta de flores. Las puertas del graneroy de las cuadras brillan con un hermoso color obscuro y tienen númerospintados de blanco. En medio del patio se alza sobre la hierba unpalomar artísticamente construido, que recuerda los chalets de laSuiza.
Delante de la vivienda sube un