Al cabo de media hora reaparece:
—Ya se han marchado. Ahora estamos libres.
Se sientan uno frente al otro y buscan en su imaginación.
—Nunca volveremos a encontrar una diversión como la del domingopasado—dijo Gertrudis suspirando.
Y, después de un momento:
—Escucha, Juan.
—¿Qué?
—¿Sabes que tú eres para mí un verdadero don del cielo?
—¿Por qué?
—Desde que tú estás aquí, soy tres veces más feliz. Ya ves...
él esbueno... y tú sabes que lo quiero mucho, mucho, pero...
¡está siempretan serio! ¡me trata con tanta altura! Cualquiera diría que yo soy unacriatura estúpida, sin sombra de inteligencia. Sin embargo, soylaboriosa y manejo la casa como una mujer madura. Si Dios me ha hechoalegre como un pájaro, yo no tengo la culpa; y, después de todo, eso noes un crimen.
Pero cuando estoy delante de él y él me mira con su caragrave y enfurruñada, se me pasan las ganas de hacer locuras... y deestar sentada e inmóvil una se aburre a menudo, una...
Se detiene y reflexiona. Querría quejarse pero no sabe de qué.
—Contigo, es otra cosa—continúa.—Tú eres un buen muchacho, que nodice nunca que no. ¡Contigo se puede hacer lo que una quiera!... Tú notienes la sonrisa desdeñosa que aparece siempre en sus labios, cuando sele refiere algo, y que quiere decir: «Te escucho, pero no estás contandomás que tonterías.»
Entonces se me ahogan las palabras en la garganta...Mientras que a ti... sí, a ti se te puede confiar todo lo que le pasa auna por la cabeza.
Apoya pensativa su rostro en las dos manos, mientras que con unmovimiento de vaivén balancea sus codos sobre las rodillas.
—¿Y qué te pasa por la cabeza en este momento?—pregunta Juan.
Ella se pone colorada y se levanta vivamente.
—¿A que no me pillas?—grita parapetándose detrás de la mesa.
Pero, cuando él va a perseguirla, ella se adelanta tranquilamente.
—¡Deja!... vamos a hacer algo. Ahí están las llaves... quizás se nosocurra alguna idea.
Juan descuelga el manojo de llaves y la sigue al patio, donde el sol delmediodía lanza sus rayos ardientes.
—Abre el molino—dice Gertrudis.—Allí hace fresco.
El obedece; y ella sube de un salto los escalones y entra en la penumbrade la sala, donde reina el silencio del domingo.
—Sola, tendría miedo aquí—dice, volviéndose hacia él y mostrando conel dedo la puerta del despacho, cuya madera reluce con brillo misteriosoen medio de la semiobscuridad.
La joven aparta los dedos y tiembla.
—¿Nunca te ha dicho nada?—susurra al cabo de un instante inclinándosehacia su oído.
El menea la cabeza. Se siente intranquilo en la sala húmeda y sombría;respira penosamente, tiene necesidad de aire y de luz.
Pero Gertrudis se encuentra muy bien en aquella atmósfera cargada devapores, en aquel mediodía misterioso; el sol, filtrándose por lasclaraboyas, arroja sobre el suelo sus rayos oblicuos, como cintas deoro, donde miriadas de partículas de polvo danzan una zarabanda.
El estremecimiento que se apodera de ella le causa una sensaciónagradable; baja la cabeza y trepa con precaución la escalera, como siquisiese cazar un fantasma. En lo alto, en la galería, lanza un grito;Juan, lleno de inquietud, le pregunta qué tiene; ella responde que haquerido simplemente dilatar el pecho.
Sube a una tolva, transpone labalaustrada y vuelve a bajar deslizándose por la escalera. Despuésdesaparece en la sombra de las máquinas, en el sitio en que las ruedaspoderosas alzan sus masas gigantescas. Juan la deja hacer; entonces nohay peligro, entonces todo está inmóvil.
Algunos segundos después, la joven reaparece. Se aprieta contra Juan, y,echando a su alrededor una mirada temerosa, saca del bolsillo unallavecita atada a un cordón de negro.
—¿Qué es esto?—pregunta en voz baja.
Juan lanza una ojeada hacia la puerta y mira a Gertrudis comointerrogándola.
Ella hace un signo con la cabeza.
—¡Colócala en su sitio!—exclama él asustado.
La joven balancea la llave en la mano, acariciando con los ojos el metalque brilla.
—Un día, por casualidad, se la vi ocultar allí—murmura.
—¡Colócala en su sitio!—exclama él, una vez más.
La joven frunce las cejas; después, con una leve risa.
—¡Esto es lo que podíamos hacer!...
Y, al mismo tiempo que habla, le echa de soslayo una mirada inquieta ytrata de leer en su rostro lo que piensa.
El corazón de Juan late violentamente. Surge del fondo de su alma elpresentimiento de que van a cometer una falta.
—La cosa quedará entre nosotros, Juan, dice Gertrudis en tono zalamero.
El cierra los ojos. ¡Qué hermoso sería tener un secreto con ella!
—Y además, ¿qué mal hay en eso?—continúa la joven.—¿Por qué es él tanmisterioso, sobre todo con nosotros, que somos sus más cercanosparientes, en el mundo?
—Por eso precisamente no deberíamos engañarle.
La joven golpea la tierra con el pie.
—¡Engañarle! ¡qué expresiones usas!
Y en tono enfurruñado añade:
—Vaya, no hablemos más.
Se dispone a llevar la llave a su escondite. Pero le hace dar dos o tresvueltas entre los dedos, y finalmente, con una alegre explosión de risa:
—¡Qué diablo! no es la misma.
Se acerca a la puerta y compara, meneando la cabeza, el agujero de lacerradura con el tamaño de la llave; después, con movimiento rápido,mete la llave en el ojo.
—¡Pues entra!...
Y, fingiendo sorpresa, mira por encima del hombro a Juan, que, de piedetrás de ella, sigue con ansiedad los movimientos de su mano.
—Hazla girar—dice ella en tono de broma y retrocediendo un paso.
Juan tiembla. ¡Oh, Eva tentadora!
—Hazla girar y déjame asomar la cabeza por la abertura—dice la jovenriendo.—Tú no tienes necesidad de ver nada.
Entonces, cediendo a un violento impulso, Juan hace girar la llave; porla puerta, abierta de par en par, les llega de la ventana un rayo deluz ofuscadora.
En el rostro de Gertrudis se pinta el desencanto. Tiene delante de ellosuna pieza muy sencilla, amueblada como el despacho de un comerciante,con las paredes peladas y blancas. En el centro se ve una gran mesa detrabajo, toscamente pintada y llena de muestras de granos y de libros decontabilidad; en una de las paredes están colgadas ropas usadas; en laotra, hay un estante cargado de cuadernos azules y le libros deencuadernación modesta. Juan echa a su alrededor una mirada tímida;después se acerca a los libros y se pone a leer los títulos.
¡Qué biblioteca tan lúgubre! Son obras de medicina, que tratan de lasenfermedades del cerebro, de las lesiones del cráneo y de otros asuntosdel mismo género; disertaciones filosóficas sobre la herencia de laspasiones: una Historia de los accesos de cólera y de sus terriblesconsecuencias, un Tratado del dominio sobre sí mismo, y una obra deKant, El Arte de dominar por la voluntad los sentimientos mórbidos.Hay también libros de literatura, casi todos sobre el fratricidio. Allado de novelas lúgubres, como El fin trágico de toda una familia enElsterwerda, se encuentran: La novia de Messina, de Schiller, y Julio de Tarento, de Leisewitz.
También la teología está representada por cierto número de pequeñostratados sobre el pecado mortal y su perdón. Al lado, en los cuadernosazules, están compilados cuidadosamente algunos
extractos,
diferentesestudios,
mezclados
con
consideraciones melancólicas sobre lasexperiencias y los pensamientos personales de Martín.
Juan deja caer las manos.
—¡Pobre, pobre hermano!—murmura, suspirando, con el corazónentristecido.
Entonces la mano de Gertrudis se posa sobre su hombro. La joven señalacon el dedo un rótulo colocado arriba de la puerta y pregunta en vozbaja y ansiosa:
—¿Qué significa eso?
En el rótulo se lee, en gruesas letras de oro, estas tres palabras: ¡Piensa en Fritz!
Juan no contesta. Se deja caer en una silla, oculta el rostro entre lasmanos y llora amargamente.
Gertrudis tiembla de pies a cabeza. Lo llama por su nombre, le echa losbrazos al cuello y trata de apartarle las manos del rostro; y, como todoes inútil, se deshace también en lágrimas.
Al ruido de sus sollozos se levanta Juan lentamente y mira a sualrededor, con mirada terrible. Ve unas ropas colgadas de la pared;ropas de niño de una época muy antigua. Las conoce perfectamente.
Su madre las conservaba como reliquias en el fondo del armario; se lashabía enseñado un día, diciéndole: «son los vestidos de tu hermanitomuerto.» Desde el día que ella había abandonado el mundo, los vestidoshabían desaparecido. Por lo demás, él no había vuelto a pensar en ellos.
Un frío estremecimiento le recorre todo el cuerpo.
—Ven—dice a Gertrudis, que no ha cesado de llorar.
Abandonan el despacho. Gertrudis quiere salir en seguida del molino.
—Guarda primero la llave—dice él.
Bajan juntos los escalones que conducen a las máquinas; y, cuando hancolgado la llave, se precipitan fuera, como si las Furias lospersiguiesen.
XIV
Desde entonces ya no hay en sus relaciones la inocente alegría de otrostiempos.
Se han convertido en cómplices.
¡Con qué alegría hubieran confesado a Martín la tontería que han hecho!Pero comparecer juntos ante él y decirle:
«¡Perdónanos, hemospecado!...» no es posible; sería un espectáculo demasiado teatral; y elque se encargase de hacer esa confesión tendría sobre su cómplice unagran ventaja; estando igualmente unidos a Martín, el primero querompiese el silencio pasaría necesariamente por el más sincero y elmenos culpable.
Además, se han prometido una discreción absoluta; yestán tanto más dispuestos a cumplir su promesa cuanto que temen tocarel asunto: ni siquiera se atreverían a hablar de eso entre ellosabiertamente.
Desde entonces comienzan a contraer la costumbre de las reservas y losmisterios; toda palabra pronunciada en la mesa, por inocente que sea,tiene para ellos un sentido particular más grave; toda mirada quecambian es para ellos la señal de una inteligencia secreta.
Martín no ve nada de eso; una o dos veces ha notado que «sus dos niños»han perdido mucho de su antigua serenidad, que las canciones no brotanya tan alegres de sus gargantas. Pero no dice nada; sospecha que hantenido alguna disputa y que están todavía incomodados.
A la semana siguiente, un día que Martín se ha encerrado en su despachoGertrudis se arma de valor y dice:
—Mira, Juan; es una locura que estemos atormentándonos de este modo.Dejemos dormir esa tonta historia.
—¡Si fuera tan fácil hacer como decir!—exclama él con expresiónmelancólica.
Ella lanza una alegre carcajada, y él ríe también.
—En realidad es muy fácil.
Pero han tomado gusto al misterio y no pueden perder el hábito. La menorbroma tiene un encanto más, porque es preciso
«a toda costa» que Martínno sepa nada; y, si por casualidad juntan sus cabezas parloteando, seseparan asustados al menor ruido, como si estuvieran tramando complotscriminales.
No han cambiado una palabra, una mirada, un pensamiento que pueda temerla luz del día; pero sus almas han perdido la flor de la inocencia.
Llega la víspera de San Juan. Sopla un viento caliginoso. La tierra estácomo embriagada; desaparece bajo las flores.
Las plantas de jazmines parecen cubiertas de blanca espuma, las rosasprimaverales abren sus cálices, y los botones de los tilos empiezan aabrirse.
Gertrudis, sentada en el emparrado, ha dejado caer su labor sobre lasrodillas y se abandona al ensueño. El perfume de las flores, el calordel sol le han turbado la cabeza; pero poco importa eso. Querría bañarsus miembros en ese soplo abrasado, querría vaciar todos los cálices sihubiera dentro de ellos algo que pudiera beberse.
En el molino ha cesado el trabajo un poco antes de lo acostumbrado; losmozos quieren ir a la aldea a festejar San Juan. Van a bailar, a quemartoneles de alquitrán, a hacer los locos mientras tengan fuerzas.
Gertrudis suspira. ¡Quién pudiera ir también! Martín querrá quedarse encasa; pero Juan, Juan debería ir...
Precisamente está a la entrada, haciéndole una seña con la cabeza.Después se sienta en el banco, a su lado... Está cansado, tiene muchocalor; ha trabajado rudamente.
Algunos minutos después se levanta:
—Yo no me quedo aquí. Hace un calor sofocante.
—¿Adónde vas?
—Voy al río. ¿Vienes?
—Sí.
Y ella deja la labor y se apoya en su brazo.
—Hoy van a bailar allá, en la aldea—dice.
—¿Querrías ir tú también, gatita?
Ella se tuerce las manos gimiendo, para expresar mejor su deseo.
—« Pero, como no puedo, me quedo en casa»—murmura él.
—¡No he bailado nunca contigo, y querría bailar!... Tú bailas muy bien.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Y tienes la desfachatez de preguntarlo?—dice ella afectando ciertodespecho;—acuérdate de la fiesta de los cazadores, hace tres años. Lasmuchachas contaban de ti cosas maravillosas; decían que eras encantador,que las llevabas muy bien bailando, ni muy sueltas ni muy apretadas; queeras un mozo arrogante. Esto bien lo veía yo ¿pero para qué me servía?Tus miradas desdeñosas pasaban por encima de mí como si yo no hubieraexistido.
—¿Qué edad tenías entonces?
Ella vacila un instante, y responde a media voz:
—Catorce años y medio.
—¡Ah! entonces...—dice él riendo.
—Pero estaba muy crecida... completamente desarrollada en aquellaépoca—replica
ella
vivamente.—No
habrías
comprometido tu dignidadhaciéndome dar una vuelta o dos por la sala.
—¡Bueno! Las daremos dentro de quince días en la fiesta de lostiradores.
—¿De veras?—pregunta ella con los ojos brillantes.
—Martín es uno de los jefes de la corporación de los tiradores;necesariamente ha de ir allá.
Gertrudis lanza un grito de alegría; después, de repente, exclama:
—Pero no tengo zapatos de baile.
—Mándalos hacer.
—¡Ah! ¡Son tan pesados los que hace el zapatero de la aldea!
—Entonces, voy a escribir encargando para ti unos a la ciudad.
Bastaráque me des la medida.
—Sí... ¿quieres? ¡mi querido, mi buen Juan!...
Y de pronto, soltando su brazo, se adelanta algunos pasos y grita:
—¡Atrápame!
Y huye como el viento.
Juan se pone a perseguirla; pero está fatigado y no puede alcanzarla.Atraviesan el puente levadizo y continúan su carrera por el pradoinmenso, que termina allá, en el bosque de abetos.
Gertrudis da unregate hábil, pasa como una flecha junto a Juan, y antes que él hayapodido seguirla está al otro lado del río. Sin aliento, toma la cadenacon que se hace mover el puente levadizo y tira con todas sus fuerzas:la pieza de madera chirría girando sobre sus goznes, y se levanta en elaire en el momento mismo en que Juan va a precipitarse sobre el puente.Sorprendido, lanza un grito, y con violento esfuerzo, agarrándose a laviga, consigue detener su impulso al borde del abismo.
Gertrudis se ha puesto lívida; toda desconcertada, lo mira fijamente.El, tratando de recobrar el aliento, hunde sus miradas en la sombríacorriente.
—¡No había pensado en ello, Juan!—balbucea la joven implorando superdón con los ojos.
Juan se echa a reír. Una alegría feroz, que le hace olvidar todopeligro, se apodera de él.
—¡Espera! ¡espera!—exclama, abriendo los brazos;—te pillaré de todosmodos.
Y, de un salto temerario, se lanza sobre la estrecha viga que atraviesael río como un puente.
—¡Juan!... ¡por el amor de Dios!... ¡Juan!
El joven no oye. Debajo de él las aguas hierven en el abismo; seesfuerza por conservar el equilibrio; avanza, tiembla, vacila; da unpaso, dos, tres, un salto atrevido... Ha pasado.
—¡Corre!—dice, lanzando un grito de alegría salvaje.
Pero Gertrudis permanece inmóvil. Paralizada por el espanto, lo mirafijamente. Con un salto de tigre, el joven se abalanza sobre ella, latoma en sus brazos, la aprieta contra él; ella cierra los ojos,respirando con dificultad. El la abraza y posa su boca ardiente yalterada sobre los labios trémulos de la joven; ella lanza un grito dedolor, y su cuerpo, sacudido por la fiebre, se estremece en los brazosde Juan. Entonces, él la deja en el suelo, y con mirada temerosa observaa su alrededor. ¿Los ha visto alguien?... No, nadie... ¿Y después detodo?... ¿Qué importa?...
El hermano de Martín puede besar muy bien a lamujer de Martín. ¿No exigió eso él mismo, un día?
La joven abre los ojos; parece salir de un sueño. Su mirada evita la deJuan.
—No está bien lo que has hecho, Juan. Te prohíbo que vuelvas a hacerloen adelante.
Sin responder, él se inclina para recoger la rosa que se ha caído de supecho.
—Quiero volver a casa—dice Gertrudis, paseando su vista en derredor,con expresión inquieta.
Marchan un momento en silencio, uno al lado de otro.
Ella fija sus ojos en el horizonte, mientras él respira ávidamente larosa que ha recogido.
—Huele bien—dice en tono inocente.
Ella dice que sí.
—¿Te gustan las rosas?—continúa él.
La joven vuelve los ojos hacia él. «¡Como si no lo supieras!»
dice sumirada.
—Oye—agrega él vivamente.—¿Por qué no pones ya flores en mi cuarto?
Ella no responde.
—¿Porque no las merezco?
—Me lo ha prohibido él—balbucea Gertrudis.
—¡Ah! eso es otra cosa—dice Juan, desconcertado.
La conversación termina de pronto.
XV
En el emparrado, Martín recibe a Gertrudis con reproches afectuosos:tiene un hambre de lobo y la cena no está servida todavía. Gertrudis sedirige apresuradamente a la cocina.
Cenan en silencio. Los dos jóvenes no alzan los ojos del plato.
Un calor sofocante, intolerable, pesa sobre la tierra. Un vientocaliginoso levanta pequeñas nubes de polvo; velos de vapor azuladodescienden lentamente sobre el suelo.
Juan apoya la cabeza en los vidrios de la galería; pero están calientescomo si hubiesen permanecido todo el día en un horno.
De pronto, Gertrudis se levanta.
—¿Adónde vas?—pregunta Martín.
—Al huerto—responde ella.
Un momento después se oyen sus pasos en la escalera que conduce a labuhardilla.
Cuando vuelve a entrar, echa tímidamente una mirada a Juan; después sesienta otra vez en su sitio, con los ojos bajos.
De la aldea llegan gritos de alegría, aclamaciones con las cuales semezclan las notas agudas del violín y los sonidos graves del contrabajo.
—¿Iríais de buena gana, eh?
Los jóvenes no responden, y Martín toma su silencio por unaaquiescencia.
—Bueno, vamos.
Se levanta. Gertrudis se despereza con semblante aburrido, mira a Juancon vacilación; después dice meneando la cabeza.
—No tengo ganas.
—¿Qué es eso?—exclama Martín completamente atónito.—
¿Desde cuándo notienes ganas de bailar? ¿Todavía estáis reñidos, eh?
Juan se ríe levemente, y Gertrudis vuelve la cabeza. De pronto, la jovense levanta, dice buenas noches y desaparece.
Un momento después los dos hermanos se separan.
Juan sube pesadamente la escalera, abre la puerta de su cuarto; unembriagador perfume de flores flota en el aire. Respira profundamente yexhala un suspiro de satisfacción. Por eso, sin duda, ha vuelto ella tantarde del jardín. Al lado de su almohada hay un gran ramo de rosas yjazmines. Se tiende en la cama como si quisiera hundirse en aquella masade flores. Por un instante, da rienda suelta a su fantasía; pero surespiración se hace cada vez más penosa, sus pensamientos se obscurecen;a cada pulsación, un dolor, penetrante como una aguja, le atraviesa lassienes; le parece que va a ahogarse bajo la intensidad de los perfumes.
Reuniendo todas sus fuerzas, se levanta y abre una de las hojas de laventana. Pero tampoco encuentra allí reposo ni frescura.
Una verdaderaoleada de perfumes sube del jardín hasta él, un soplo ardiente le azotael rostro, y gotas de lluvia tibia le acarician las mejillas. Pormomentos, los toneles de alquitrán que arden en la aldea lanzanllamaradas a través de las masas de vapor obscuro que velan elhorizonte.
Juan fija sus miradas abajo. Espera. El corazón salta en su pecho. Sudeseo le parece todopoderoso; va a forzar la ventana de abajo, a abrirlay... Oye un leve chirrido de goznes... después se abre una de las hojas;y, atrevidamente inclinado hacia fuera, envuelto en sus cabellosdestrenzados que flotan, el rostro de Gertrudis se levanta hacia él,mudo y apasionado.
Permanece así un segundo... y desaparece.
¿Debe gritar de alegría, debe llorar? No lo sabe.
Entonces puede entregarse a un embotamiento delicioso...
¿qué efectoejercerán sobre él los perfumes?
Se desnuda y se mete en la cama; pero, antes de disponerse a dormir, selevanta otra vez, coge el vaso con mano temblorosa y hunde su rostro enlas flores.
¡Qué semejanza con la primera noche y, sin embargo, qué diferencia!Aquella vez tranquilo y alegre; y entonces...
De pronto lo asalta un recuerdo que le hiela el rostro; sus dedosaprietan violentamente el vaso; presta oído... Le parece que la músicatan franca de aquella noche, cuyo sonido subió hasta él a través delsuelo, va a sonar otra vez. Escucha con una angustia creciente, hastaque su cabeza se llena de un zumbido que murmura, que estalla como unarisa aguda... Un horrible sentimiento de odio y de envidia se despiertaen él de repente; con una risa feroz, arroja lejos el vaso, que se rompeen medio del cuarto.
A la mañana siguiente, Juan está lleno de vergüenza. Todo eso le pareceun mal sueño. Recoge los fragmentos del vaso, los ajusta y piensa en ira comprar con qué pegarlos. Reflexiona y no alcanza a ver claramente elsentimiento que le ha hecho cometer ese acto estúpido; todo lo que sabees que era un sentimiento muy bajo, execrable. Aprieta la mano de suhermano más cordialmente que nunca, y lo mira en silencio en el fondo delos ojos, como si tuviera que hacerse perdonar una falta grave.
Gertrudis tiene la palidez que causa una noche de insomnio.
Su miradaevita la de Juan, y la taza de café que le ofrece suena en sus manostemblorosas.
No encontrando nada mejor, se pone a hablar de los zapatos de baile,para sondear al mismo tiempo las intenciones de Martín.
Este no oponeobjeción alguna; es preciso que Gertrudis se haga tomar las medidasinmediatamente; y, como la joven se niega a quitarse el zapato enpresencia de Juan, éste la llama
«remilgada.»
La joven se ofende, se pone a llorar y sale. Por la tarde aparece todaconfusa con la medida, y Juan puede enviar su carta.
Pero el recuerdo del vaso que ha roto le pesa sobre el corazón; y,cuando se encuentra solo con ella, se lo confiesa penosamente:
—Escucha, he hecho una mala acción.
—¿Cuál?
—He roto tu vaso.
—¡Ah!... ¿Y eso es una mala acción?
—¿Qué quieres que sea?
—Creía que lo habías hecho a propósito—replica ella, muy indiferenteen apariencia.
El no responde nada y Gertrudis menea dulcemente la cabeza comodiciendo: ¡Tenía razón, pues!
XVI
Pasan los días. Entre Juan y Gertrudis, las relaciones son más frías queantes. No se evitan, charlan juntos; pero no pueden emplear el tonoalegre, de franca y libre amistad, de otros tiempos.
«Ha tomado a mal que la besase», se dice Juan, sin darse cuenta que éltambién ha cambiado.
—¿Qué es lo que tenéis, muchachos?—dice una tarde Martín,gruñendo.—¿Os duele acaso la garganta, que ya no cantáis?
Los dos guardan silencio por un instante; después, Gertrudis, mediovuelta hacia Juan, le pregunta:
—¿Quieres?
El hace una seña afirmativa, pero, como ella no lo ha mirado, cree queno responde.
—Ya lo ves, no quiere—dice, dirigiéndose a Martín.
—¿Que no quiero?—exclama el otro riendo.
—¿Por qué no lo dices, entonces, en seguida?—replica ella, tratando deponerse en armonía con su alegre tono.
Entonces toma la actitud que le es habitual cuando canta; cruza lasmanos sobre las rodillas y fija la vista a lo lejos, en dirección alpalomar.
—¡Qué vamos a cantar?—pregunta.
—« ¡Ay! ¿cómo es posible eso? ...»—propone Juan.
Ella menea la cabeza.
—Nada que hable de amor—dice con sequedad.—¡Es siempre tan estúpido!
El le dirige una mirada sorprendida.
Después de un instante de reflexión, entona un aire de caza.
Atacavigorosamente su parte, y las dos voces se funden en una, como dos olasen el mar. Sorprendidos por esa armonía, se miran; nunca han cantado tanbien.
Pero concluyen en seguida; los alemanes tenemos pocos cantos popularesque no sean de amor.
Al fin, ella se decide:
Bello
rosal
florido,
Cuando veo a mi amor...
comienza con una especie de grito de alegría.
El la mira sonriendo, y Gertrudis, sonrojada, vuelve la cabeza.
Sus voces se animan con vida extraordinaria; parece que los latidos de