Y se restablece el silencio. Ella mira al suelo, frunciendo las cejas, ysu garganta se hincha y se deshincha acompasadamente.
—¿En qué está pensando?—le pregunto.
Ella se encoge de hombros.
—¿Pensar? ¿para qué pensar?—responde.—Estoy cansada, querría dormir.
—Y bien, duerma.
—Pero usted también.
—Bueno; yo también.
Y, me tiendo a medias, como ella, sobre el banco de enfrente.
—Pero cierre los ojos—me dice.
Y, sumiso, cierro los ojos... Veo soles, ruedas verdes y haces de fuego,sin parar un momento... eso tiene por causa la agitación de la sangre,señores... Y, de tiempo en tiempo, una idea, como un relámpago, cruzapor mi mente: «Hanckel, te estás poniendo en ridículo».
Todo está tan callado, que oigo a los escarabajos que trepan a lo largode las hojas... Hasta la respiración de ella ha cesado.
«Tengo que ver, sin embargo, lo que hace», me digo, con el deseo secretode admirarla a mi gusto durante su sueño. Pero, cuando, a hurtadillas,me aventuro a levantar un poco, un poquitito, los párpados, veo... ¡ahseñores, siento frío en la espalda todavía!... veo sus ojoscompletamente abiertos, fijos en mí, feroces, devoradores, me atreveré adecir.
—Yolanda, hija mía—exclamo;—¿por qué me mira así? ¿qué le he hecho?
Ella se estremece, se pasa, como si hubiera estado soñando, la mano porla frente y por las mejillas, y se esfuerza por reír, con la misma risabreve, entrecortada, de un momento antes, y en seguida estalla ensollozos y llora, llora a lágrima viva.
Me precipito hacia ella; querría acariciarle los cabellos, pero mi valorno da para tanto. Le pregunto qué es lo que la apena, si no quiere tenerconfianza en mí, y otras cosas por el estilo.
—¡Ah! ¡soy el ser más desamparado, más miserable del mundo!—exclamacon un gemido.
—¿Y por qué?
—Quiero hacer una cosa... una cosa terrible... y no tengo valor paraello.
—¿De qué se trata?
—No puedo decirlo... no puedo decirlo...
Y no sale de eso, a pesar de todos mis esfuerzos para que se decida ahablar. Pero, poco a poco, su fisonomía se transforma, adopta unaexpresión resuelta, sombría, y sus labios acaban por murmuraramargamente:
—Quiero salir de esta casa... Quiero fugarme...
—¡Gran Dios! ¿y con quién?—pregunto consternado.
Ella se encoge de hombros:
—¿Con quién? ¡Sí nadie en el mundo se interesa por mí!... ¡ni uncuidador de vacas siquiera!... Pero tengo que irme a la fuerza.
Aquí unaacaba por perder toda esperanza, por morirse... Y, como nadie viene,huiré sola.
—Pero, mi querida señorita, comprendo que se aburra usted un poco enKrakowitz; es muy aislado esto... y su señor padre tiene historias contodo el género humano... Pero, en fin, si usted tiene ganas de casarse,una mujer como usted no tiene más que hacer que levantar el dedomeñique.
—¡Oh, cállese!—me responde;—esas son frases. ¿Quién me querría a mí?¿Conoce usted a alguno que me quiera?
El corazón me late desesperadamente. Yo no quiero decirle...
sería unalocura... y, sin embargo, me pongo a asegurarle que yo no hago frases,que desearía probárselo, o cosa así... Porque, a hacerle una declaraciónen regla, por el momento ¡gran Dios! no me atrevo. Ella cierra los ojos,suspira profundamente, y, poniéndome la mano en el brazo, dice:
—Antes de que se vaya, tengo que hacerle saber una cosa, para que no sedeje engañar tan miserablemente. Mis padres no están durmiendo... Encuanto oyeron su coche, se encerraron... es decir, él fue el que laobligó a mamá... Esta entrevista nuestra en este sitio es una cosapreparada. Yo tengo que transtornarle a usted la cabeza para que ustedse case conmigo. Desde el día que hizo usted su primera visita, los dosno hacen más que atormentarme, él con sus reprensiones, ella con susruegos. «Que yo no debo perder esta ocasión, porque un partido así novolverá a presentarse nunca». Perdóneme señor, pero yo no quería; auncuando hubiera sentido simpatía por usted al principio, la insistenciade ellos habría bastado para desanimarme. Pero, ahora, que he abierto austed mi corazón, ahora sí, quiero. Si yo le gusto, tómeme, soy suya.
Pónganse ustedes, señores, en mi lugar. Una joven hermosa, una Tusnelda,una Venus, que en su orgullo y desesperación se echa en los brazos de unhombre valiente, corpulento, que frisa ya en los cincuenta años... ¿Nohubiera sido una especie de sacrilegio
apoderarse
de
esa
felicidad
yarrebatarla
apresuradamente, como un ladrón?
—Yolanda—le digo;—querida niña, ¿se da usted cuenta de lo que estáhaciendo?
—Sí—me responde con una sonrisa que da lástima;—me rebajo ante Dios,ante mis propios ojos, y ante los ojos de usted...
me hago esclava suya,cosa suya... y con esto, lo engaño, sin embargo...
—Quizá no pueda usted soportarme...
Entonces, ella me hace ojitos... me mira dulcemente con sus ojosinocentes, con sus queridos ojos de color azul pálido, y murmura con vozlánguida:
—Usted es el hombre mejor y más noble del mundo; yo podría amarlo,adorarlo, pero...
—Pero, ¿qué?
—¡Ah! ¡qué feo, qué bajo es todo esto!... Dígame que no quiere sabernada conmigo, que me desprecia. No merezco otra cosa.
Me parecía que el mundo entero daba vueltas a mi alrededor, y tuve quehacer un llamamiento a todo lo que me quedaba de buen sentido para nocogerla y estrecharla entre mis brazos.
Gracias a ese poquito de buensentido que me quedaba, le dije:
—Yo no quiero, mi querida niña, aprovecharme de un momento de emoción.Usted podría arrepentirse de ello después, y sería demasiado tarde.Esperaré ocho días; entretanto, usted reflexiona. Si, para entonces,usted no me escribe: «He cambiado de idea», queda convenido: vendré apedirla a sus padres. Pero pese bien el pro y el contra, antes dedecidirse; no se eche de cabeza en su desgracia.
Entonces, señores, ella se precipitó a tomarme la mano, esta manaza fea,curtida, rugosa; y, antes que yo pudiera impedirlo, apoyó en ella suslabios.
Sólo más tarde, mucho más tarde, he comprendido lo que significaba esebeso.
Cuando hubimos salido del cenador, yo otra vez en cuatro pies detrás deella, oímos de lejos al viejo que gritaba:
—¿Es posible? ¿Hanckel, mi amigo Hanckel, está aquí? ¿Por qué no me handespertado entonces, cretinos, idiotas, miserables? ¡Mi amigo Hanckelaquí, y yo roncando! ¡runfla de canallas!...
Yolanda se puso colorada de vergüenza; y, para hacerle menos penoso esemomento, le dije:
—Déjelo estar, que lo conozco bien.
Sí, sí, señores; yo conocía bien al viejo... pero a la hija, a ésa no laconocía.
IV
Ahí tienen ustedes, pues, en lo que estábamos. Al volver a casa, ibarepitiéndome incesantemente por el camino: «Hanckel, esto sí que estener suerte! ¡A tu edad, un tesoro como ese!...
¡Grita, pues, saltacomo un loco! ¡Es lo menos que puedes hacer después de un acontecimientosemejante!...»
Y, sin embargo, yo no sentía la más mínima gana de saltar o de gritar.Una vez en casa, arreglé mis cuentas de la semana y mandé que meprepararan un grog. Esa fue toda la fiesta que hice.
Al día siguiente, llega Lotario Pütz, de uniforme.
—Siempre de servicio, muchacho?—le pregunto.
—Mi dimisión no ha sido aceptada todavía—responde mirándome con ojosatravesados, como si yo fuera la causa de todas sus desgracias.—Porotra parte, mi licencia está por terminar y tengo que volver a Berlín.
Le pregunto si no podría conseguir una prórroga, pero bien veo que no laquiere: «Echa de menos el círculo...» Todos sabemos lo que es eso.
Y, además, tiene que vender sus muebles y que arreglarse con susacreedores.
—Vete, pues—le digo;—y Dios te acompañe, hijo mío.
Por un instante me pregunto si voy a confiarle mi nueva felicidad; perono me atrevo. Estoy seguro de que pondría una cara de imbécil al hacerleesa confesión, y me callo... además, podría ser que Yolanda cambiara deidea y, sondando el fondo de mi corazón, creo que anhelo eso tanto comolo temo.
Experimentaba un sentimiento... ¡bah! ¿para qué querer poner en limpiolos sentimientos? Los hechos hablarán.
A la mañana del octavo día, el cartero me trajo un sobre, con los bordesdorados... escrito por ella... Al principio me sobrecogió un gran miedo,y los ojos se me llenaron de lágrimas.
Me dije: «Ya está, querido amigo, te han mandado el hoyo...»
Pero, en seguida, sentí una gran tranquilidad. Mientras abría el sobrecon unas tijeras, deseaba casi encontrarme con una repulsa brutal ydefinitiva.
Y leí.
«Amigo mío: Mi resolución se ha afianzado, como usted deseaba. Esperoqué vendrá hoy a ver a mi padre.— Yolanda».
—¡Ah, qué felicidad!... No es fácil concebir la dicha de un momentosemejante.
Pero, después... ¡qué vergüenza, qué vergüenza! Sí, señores; me sentíaabochornado al pensar en las miradas socarronas y equívocas a que iba averme expuesto, y de buen grado me habría echado atrás.
Pero había llegado la hora. ¡Adelante, por la gloria!
Ante todo, traté de ponerme buen mozo. Al afeitarme me corté dos veces;uno de los palafreneros tuvo que ir corriendo hasta la farmacia, a dosmillas de distancia, en busca de tafetán inglés color carne... yo notenía más que negro en casa...
Después me apreté la hebilla del chaleco hasta quedarme sin respiración,y mi pobre hermana vieja estuvo a punto de perder la paciencia, a fuerzade hacer y deshacer, y volver a hacer, el nudo de mi corbata, al que noconseguía darle un aspecto bastante inspirado.
Y, entretanto, siempre este pensamiento lancinante: «Hanckel, te estásponiendo en ridículo.»
Sin embargo, mi llegada a Krakow fue magistral. Una yunta de caballos depelo gris, nacidos en mis tierras, el landó nuevo, acolchonado con rasogranate... La entrada de un príncipe no habría sido más triunfal; apesar de todo, me habría batido en retirada... tan cobardemente me latíael corazón.
El viejo me recibió en la puerta, como si no tuviera la menor idea de loque se preparaba... Y, cuando le pido un momento de conversación asolas, adopta el gesto reservado del que teme ser objeto de un pedidoimprevisto de dinero.
«Está bien; pronto levantarás bandera de parlamento», me digo; y esperola respuesta, que ha de dar lugar a una buena escena, muy conmovedora,con abrazos, lágrimas de alegría, y todo el aparato escénico del caso...Porque uno se hace terriblemente vanidoso, señores, cuando tiene elportamonedas bien provisto.
Pero el viejo zorro era entendido en negocios; sabía que, para dar valora la mercancía a los ojos del comprador, hay que hacérsela desear.
Cuando hube presentado mi demanda, me respondió hinchado por unadignidad repentina:
—Disculpe, señor barón. ¿Quién me asegura que ese matrimonio, esaunión... contra naturam, confiéselo... va a tener buen resultado?¿Quién me garantiza que, dentro de un año o dos, no volverá aquí mihija, en cabeza, en camisa, a declararme:
«Padre mío, yo no puedo vivirya con ese viejo... Téngame a su lado?...»
—¡Ah, señores! ¡eso era duro!
—Ahí tiene usted—continuó,—ahí tiene usted la razón de que, comopadre prudente, yo no me atreva a entregarle mi hija.
¡De modo que me manda a paseo!... ¡se burla de mí!...
Me levanto, porque la entrevista me parece terminada; pero el viejo seprecipita y me obliga a sentarme otra vez:
—...Sin embargo, se la entregaría guardando las formas que un hombrecomo yo se cree obligado a imponer a un hombre como usted... o, parahablar más claramente, observando las formalidades por medio de lascuales un padre debe asegurar el porvenir de su hija... o, para ser máspreciso todavía, la dote...
Entonces lo comprendo todo, y suelto la carcajada. ¡Ah, viejo fullero!¡viejo fullero! ¡Para no soltar dote era para lo que había representadotoda esa comedia! Al verme reír, manda al diablo el énfasis afectado, elpudor y la dignidad, y se echa a reír también con toda la boca; luego medice:
—¡Oh! desde el momento que usted toma así la cosa, amigo mío... Si yolo hubiera adivinado... Pero, usted bien lo sabe, hay que tantearsiempre el terreno... y si cuaja, tanto mejor...
De modo que estábamos de acuerdo.
Entonces se llamó a la baronesa; y, digámoslo en honor suyo, olvidó elpapel que tenía que desempeñar; se me echó al cuello en cuanto su maridohubo acabado, para salvar las apariencias, de explicarle la situación.
¿Y Yolanda?
Pálida como la muerte, con los labios apretados, los ojos entornados,apareció en la entrada del salón y me tendió silenciosamente las dosmanos. Después, con paso de autómata se acercó a sus padres y se dejóabrazar por ellos.
Vean, señores, esto me dio que pensar otra vez.
V
Lo que me temía, señores, no sucedió...
A lo que parece, yo no tenía la menor idea del aprecio y de la amistadde que era objeto dentro de nuestro círculo. Mis esponsales tuvieron laaprobación de la nobleza y también del grueso público; por todas partesno vi más que caras sonrientes y manos afectuosamente tendidas que mefelicitaban.
Es cierto que, en una ocasión como ésa, el mundo entero parececonjurarse contra uno para empujarlo, con gestos y ademanes de júbilo,hacia el destino; hasta el momento en que, como la cosa empieza aaburrir, todos se vuelven contra uno y le enseñan los dientes. Laverdad, sin embargo, es que poco a poco fui dejando de sentirmeavergonzado de mi felicidad; y hasta acabé por creer que tenía derechosreales sobre tanta juventud y belleza.
Mi pobre hermana vieja se mostró abnegada, hasta un extremo conmovedor;sin embargo, ella era la única persona a quien mi matrimonio causabadirectamente un daño: tenía que salir de Ilgenstein el día de la bodapara instalarse en nuestra pequeña posesión materna en Gorowen. Derramótorrentes de lágrimas, lágrimas de alegría, me aseguró que su plegariade todas las noches había sido oída, y se apasionó de mi prometida antesmismo de conocerla.
¿Qué hubiera dicho mi amigo Pütz, que había bajado a la tumba sin ganarla comisión que esperaba recibir por mi casamiento?
«A su hijo—me dije,—es a quien tengo que pagarla.»
Escribí a éste una larga carta; le pedí perdón casi por haber ido abuscar mujer en la casa de su enemigo hereditario;«pero—
agregué,—confío que de esta manera la vieja disputa se arreglarápor sí sola».
La respuesta se hizo esperar mucho tiempo.
Contenía unas cuantas palabras de felicitación bastante secas, y meanunciaba que Lotario aplazaría su regreso hasta después de micasamiento; le sería muy penoso encontrarse tan cerca de mí y no poderestar a mi lado ese gran día.
Esto, señores, me apenó; porque yo lo amaba de veras, al muy bandido.
Sí, sí... y mi novia también me tenía inquieto.
Seriamente inquieto, señores.
No veía en ella una alegría sincera. Siempre que llegaba, la encontrabacon el rostro pálido, la expresión fría, la mirada turbia por entre lospárpados bajos. Sólo cuando me la llevaba a un lado y le hablabaalegremente, acababa por animarse y por demostrarme una especie deternura filial.
Pero también, señores, ¡cuán delicado me mostraba yo con ella!¡extraordinariamente delicado, les aseguro!... La trataba como si fuerala princesa de un cuento de hadas; todos los días descubría yo en micorazón nuevas fuentes de delicadeza, y me sentía positivamenteorgulloso de mi refinada finura.
A veces, sin embargo, me asaltaban impulsos de contar un cuento picanteo de soltar un juramento gordo. Esta perpetua vigilancia sobre mí mismome abrumaba. Gracias a Dios, tengo el corazón bastante tierno y bastantegeneroso para comprender las exigencias de otro corazón, sin que hayaafectación de mi parte. Pero hasta cierto punto eso me hacía el efectode estar en la situación de un acróbata que avanza por la cuerda con losojos vendados. Un movimiento falso a la derecha, un movimiento falso ala izquierda... ¡patatrás!... al suelo.
De modo que, cuando me veía otra vez en mi vasta casa vacía, en la quepodía silbar, jurar, gritar, echar pestes y maldiciones a mi gusto, yhacer Dios sabe cuántas cosas más, sin chocar ni incomodar a nadie,experimentaba un verdadero bienestar y me decía más de una vez: «¡A Diosgracias! ¡todavía soy libre!»
Sí, pero no por mucho tiempo... Como nada se oponía al matrimonio, éstedebía celebrarse dentro de seis semanas.
Una horda de tapiceros, de carpinteros, invadió mi querido Ilgenstein ylo puso patas arriba. Todos mis deseos se veían contrarrestados por lafrase:
—¡Oh, señor barón! ¡eso no es de buen gusto!
Y, a fe mía, que los dejaba hacer; porque en aquella época yo sentíatodavía un santo respeto por el famoso «buen gusto». Sólo mucho mástarde fue cuando comprendí que, por lo común, eso no es más que unapantalla para disimular la pobreza de espíritu.
En fin, lo cierto es que, so pretexto del maldito buen gusto, en pocotiempo la banda devastadora no dejó ni un rincón intacto en Ilgenstein.No conseguí poner a cubierto de la invasión nada más que mi gabinete detrabajo. Allí sí; prohibí enérgicamente toda tentativa de buen gusto...Y mi viejo catre... naturalmente... nadie se había atrevido a ponerlelas manos encima.
¡Ah, sí, señores! esa cama...
Vean, oigan esto... Un buen día, viene a verme mi hermana...
Dicho seade paso, ella hacía causa común con toda esa gentuza... Entra, pues, enmi aposento, mostrando en sus labios la sonrisita falsa que adoptan lassolteronas cuando se hace alusión delante de ellas a la manera cómovienen al mundo las criaturas.
—Tengo
que
hablarte,
Jorge—me
dice,
tosiendo
afectadamente, sinmirarme.
—¡Bueno! ¡Empieza!
—Es a propósito...—balbucea,—es decir, me parece que...
¿qué piensastú al respecto?... tú no puedes continuar durmiendo en esa camaespantosa, sobre un jergón...
—¿Y si a mí me gusta dormir así?
—No me comprendes...—murmura, cada vez más turbada;—
después...cuando... en fin, una vez que te cases...
—¡Diantre! ¡no había pensado en eso!...—Y yo, un viejo lobo, me pongotan turbado como ella.
—Habrá que avisar al ebanista—digo.
—Mi querido Jorge—dice ella con importancia;—perdóname si creo queentiendo el asunto mejor que tú.
—¡Hum, hum!—le digo, amenazándola con el dedo, porque mi mayor placerha sido siempre plantar en el banquillo su pudor de solterona.
Ella se pone colorada de vergüenza, y continúa:
—He visto en casa de mis amigas, en casa de la señora de Houssel y dela condesa Finkenstein, dormitorios espléndidos...
es preciso que tengastú uno igual.
Yo pregunto:
—¿Cómo es?
Debo decir a ustedes, señores, que, al encontrarme con que el grantacaño de mi suegro no quería pagar ni siquiera el arreglo de la casa,yo había dicho que el mobiliario estaba completo y había encargado enseguida lo indispensable a Berlín y a Königsberg. Naturalmente, me habíaolvidado de la cama.
—¿Qué prefieres?—insiste ella;—seda rosa cubierta de tul ilusión oseda adornada con puntillas? Tal vez se podría decir también al pintorque está haciendo el cielo raso que lo adorne con unos cuantosamorcillos.
¡Ay, ay, ay, señores!... yo no me sentía a gusto... ¡Yo y Cupido!...
—En cuanto a la cama—prosigue ella, implacable,—no habría tiempo determinarla...
—¡Cómo!—replico;—¡seis semanas para hacer una cama!...
—¡Pero Jorge!... Los dibujos, los planos solamente requieren un mes.
Dirigí una mirada entristecida a mi vieja cama querida. Para ésa nohabía habido necesidad de dibujos. Me la habían hecho en medio día; seistablas y cuatro montantes.
—Lo mejor—continúa ella,—sería escribir a Lotario pidiéndole queelija en Berlín lo más bonito y más fino que encuentre en las tiendas.
—¡Haz lo que quieras, y déjame en paz!—le dije, enervado.
Y mientras la pobre se retira un poco ofendida, le grito:
—Y, sobre todo, encomienda al pintor que trate que los amorcillos se meparezcan.
Ahí tienen, señores, cuál era mi estado de ánimo durante el período denoviazgo... Y cuanto más se acercaba el día de la boda, tanto másincómodo me sentía.
No porque tuviese miedo... o más bien, sí... tenía un miedo horrible...pero, aparte de eso, experimentaba la sensación de haber cometido unafalta, de haber hecho daño a alguno... ¿cómo decir?... Pero, ¿aquién?... A ella no, por cuanto ella lo había querido así. A mí,tampoco, ¿no era yo el más feliz de los mortales? ¿A Lotario?... Muybien podría ser.
El pobre muchacho había contado conmigo como un segundo padre, y yo loabandonaba, pasándome al enemigo con armas y bagajes. ¡Vean ustedes cómocumplía yo la palabra que había dado a Pütz en su lecho de muerte!
Señores, aquel de ustedes a quien las circunstancias hayan obligado aalistarse en las filas de los bribones... y ¿cuál es el hombre honradoque no ha tenido que hacer eso alguna vez en su vida?... ese mecomprenderá.
Me devanaba los sesos día y noche, y me roía las uñas hasta hacermesangre; y, no encontrando otra manera de arreglar las cosas, resolvíreconciliar a mi costa a las dos partes.
Confieso que me costó algún trabajo decidirme a ello; porque nosotros,los cultivadores, estamos muy aferrados, señores, a nuestros cuartos...Pero ¿qué es lo que no haría uno, cuando lo han declarado oficialmente«un buen muchacho?»
Me voy, pues, una tarde a casa de mi futuro suegro, y entro en supretendido gabinete de trabajo. Estaba en preparativos para repantigarseen su diván, y lo incito, no sin vacilar, a que se reconcilie conLotario... naturalmente, para tantear ante todo el terreno. Como lohabía previsto, en seguida monta en cólera, jura, se sofoca, se ponelívido, y me señala la puerta.
—Pero—digo yo,—supongamos que él reconoce su error y abandona elpleito...
Señores ¿ha acariciado alguno de ustedes alguna vez un tejón?... quierodecir un tejón joven, medio domesticado. ¿Han notado ustedes los ojitos,medio burlones, medio dulces, con que mira mientras resuella suavemente?Enteramente igual fue la cara que puso el viejo; luego, me dijo:
—El no querrá.
—Pero, ¿y si consintiera?
—Entonces ¿eres tú el que paga los platos rotos?—me lanza a quema ropael viejo pícaro.
—Yo me pregunto: «¿Tengo que negar?»
¡Bah! ¡Que el diablo lo lleve!... y convengo en la cosa.
—Pues no—dice el otro secamente;—nada de eso, hijo mío, no acepto.
—¿Y por qué?
—A causa de los hijos, por supuesto... Tengo que pensar en los nietosque tu magnanimidad me otorgará sin duda. Yo no les doy dote; ¿y voy aquitarles también la paja del nido donde van a nacer? De todos modos,estoy seguro de ganar el pleito si las cosas se prolongan uno o dosaños más; puedo esperar.
Entonces, ensayo la persuación.
—El dinero quedará en la familia—digo;—yo pago, y tú guardas eldinero. Y, cuando te mueras, ese dinero volverá a mi poder.
—¡Ajá! ¡conque cuentas ya con mi muerte!—grita el viejo, montando otravez en cólera;—¡querrías seguramente enterrarme vivo y tirar en seguidael manotón a Krakowitz para redondear tus tierras! ¿Le has echado el ojoa mi Krakowitz desde hace tiempo, eh?
Imposible hacer entender razones a ese energúmeno; me decido a emplearlos grandes recursos.
—Oye entonces mi última palabra:—le digo.—Yo no puedo entrar en tufamilia sino con una condición: tu reconciliación con Lotario Pütz. Site niegas, tendré que romper mi compromiso.
Eso le puso blandito.
—¡Qué cabeza hueca!—dijo;—no hay medio de hablar de sentimientoscontigo. Yo pienso en tus hijos, en esas pobres criaturas que están pornacer todavía; y tú, tú no piensas más que en una ruptura y en otrasborricadas por el estilo... Arregla el asunto así, si eso te place; yono me opongo personalmente, no tengo nada contra Lotario Pütz. Alcontrario: debe ser un mocetón enérgico, muy caballero, bastanteaficionado a las muchachas lindas... Y, a propósito, hijo mío, te voy adar un buen consejo. Tú vas a tener una mujer joven. Si ella no fuera mihija, y no estuviera por eso mismo arriba de toda sospecha, yo te diría:«Riñe con él; no le prestes más dinero y reclámale lo que te debe...»Como tú comprenderás, la prudencia es una gran cosa.
Señores, hasta entonces, yo había tomado al viejo por su lado bueno;pero desde aquel momento se me hizo odioso. Bueno... el casamiento antetodo; que, después, ya sabré librarme de él.
Había que tragar todavía una píldora bastante gorda.
Convencer a Lotariode que el viejo había reconocido su error y renunciaba a seguir elpleito. Eso anduvo como sobre rieles.
Lotario se sorprendió tan poco quese olvidó de agradecérmelo...
¡En fin, qué quieren ustedes!
Ya les he hablado de mi prometida; suficientemente, me parece. Nuestrasrelaciones, con sus altibajos de confianza o de temor, de esperanza o deabatimiento, formaban una madeja demasiado complicada para que mismanazas pesadas pudieran desenredarla.
Debo decir, en honor de Yolanda, que ella se esforzaba lealmente pordarse conmigo... Trataba de adivinar mis gustos; sí, trataba de asociarsus ideas con las mías. Pero eso no era posible. Allí donde su joveninteligencia esperaba encontrar en mí la vida, el interés, no había, porlo general, más que un desierto seco, hacía ya mucho tiempo. Porque,vean ustedes lo que es terrible en la vejez: cada año atrofia un nerviomás en nosotros; y, cuando estamos por llegar a los cincuenta años, eltrabajo y el reposo nos son igualmente mortíferos.
Entonces estaban de moda las corbatas de color punzó; yo usaba, por lotanto, una corbata punzó; usaba también zapatos puntiagudos, e hiceponer forros de seda a mis trajes.
Hacía a mi novia costosos regalos: un collar de turquesas de quince milfrancos... y un solitario célebre que había sido rematado en París.Todos los días, el ferrocarril le llevaba rosas frescas y orquídeas,porque, en cuanto a las flores de mi jardín, el cultivo de ellas no medaba tan b