—Apóyate contra mí—dice él.
Y ella deja caer su cabeza sobre el hombro de Juan. Un estremecimientocorre por los brazos del joven pero no se atreve a enlazarle el talle;respira con dificultad; mira con fijeza el agua transparente a través dela cual resplandece el pie blanco de Gertrudis como una concha de nácarque hubiera en el fondo.
Uno al lado de otro, permanecen sentados, en silencio. Delante de ellos,en la presa, las aguas mugen formando torbellinos. La espuma tiende unaespecie de puente de plata a través del río, y la corriente se deslizatranquila a sus pies. De vez en cuando, el dulce viento de la noche lestrae sonidos amortiguados de la música; al gruñido monótono del timbalse mezcla el grito sordo del alcaraván.
De pronto, Gertrudis se estremece.
—¿Qué tienes?
—Tengo frío.
—Retira inmediatamente el pie del agua.
Ella hace lo que él le dice, y después saca del bolsillo el fino pañuelode batista que ha llevado al baile.
—No puede servir de mucho—dice Juan, y con mano temblorosa coge sugrueso pañuelo.—Déjame secarte el pie.
Muda, con una mirada tímida y suplicante, Gertrudis deja hacer; ycuando él siente entre sus manos ese pie suave y fresco, lo asalta unvértigo, lo invade un deseo ardiente y loco; se agacha y posa sobre élsu frente ardiente.
—¿Qué haces?—exclama ella.
El se incorpora... Sus miradas se cruzan llenas de embriaguez, y,lanzando un grito furioso, caen en brazos uno del otro.
Sus besos ardientes se posan sobre la boca de Gertrudis. Ella ríe yllora a la vez, le coge la cabeza entre las manos, le acaricia loscabellos, apoya la mejilla del joven contra la suya, y lo besa en lafrente y en los ojos.
—¡Oh! ¡cuánto, cuánto te amo!
—¿Eres mía?
—Sí, sí.
—¿Me amarás siempre?
—¡Siempre! ¡siempre! Y tú... no me dejarás nunca sola, como hoy... paraque Martín...
Se calla de golpe. El silencio pesa sobre ellos. ¡Y qué silencio!... Alo lejos suena el timbal... El agua muge...
Los dos se miran entonces pálidos como la muerte. Y ella se pone alanzar gritos penetrantes:
—¡Jesús! ¡Jesús!
Su voz suena en medio de la noche.
Con un gemido violento él se oculta el rostro entre las manos.
Unsollozo sin lágrimas sacude todo su cuerpo. Una llama se enciendedelante de sus ojos, llama sangrienta que se alza como si fuese aabrasar al mundo entero. Ha visto claro de repente. El resplandor que lavíspera de San Juan empezó a parecerle siniestro, y que la noche en queGertrudis estalló en sollozos en medio de su canto, cruzó su frente comoun relámpago para extinguirse un instante después, ese resplandor subeahora ante sus ojos como el disco chispeante del sol. Y cada una de susllamas lo incita al odio, cada chispa hace estremecer su alma con lastorturas de los celos, cada rayo le atraviesa el corazón con unsentimiento de terror y de remordimiento... Gertrudis se ha echado debruces en el suelo, y llora, llora amargamente...
Con la frenteinclinada y las manos juntas, él contempla fijamente el cuerpoencantador que yace delante de él, sumido en la desesperación.
—Entremos—dice con voz sorda.
Ella alza la cabeza y apoya los brazos en el suelo; pero, cuando élquiere levantarla, lanza un grito agudo.
—¡No me toques!
Por dos o tres veces trata de ponerse en pie; sus piernas se doblan.Entonces tiende los brazos sin decir palabra, y se deja levantar por él,que sostiene sus pasos vacilantes a través del patio del molino. Sesecan sus lágrimas; el estupor de la desesperación se lee en susfacciones rígidas y pálidas; ella vuelve el rostro y se deja arrastrarpor él como si no tuviera ya voluntad. En el umbral del emparrado,retira su brazo del de Juan y, reuniendo sus últimas fuerzas, seprecipita sola hacia la puerta.
Luego, desaparece en la sombra espesadel follaje.
Los aldabonazos suenan sordamente, una vez, dos veces.
Después se oyenpasos en el interior; la llave gira, y una luz amarillenta se esparcefuera, en la claridad de la luna.
—¡En nombre del cielo! ¡qué cara trae usted!—exclama asustada lacriada.
Y la puerta se cierra.
El se deja estar allí largo tiempo, con los ojos fijos en el sitio pordonde ella ha desaparecido.
Una sensación de frío que lo hace temblar de la cabeza a los pies lodespierta de su ensimismamiento. Maquinalmente se desliza a través delpatio, iluminado por la luz de la luna; acaricia a los perros que, conladridos alegres, lo saludan; echa una mirada estúpida a la ruedainmóvil, sobre la cual se desliza el agua sin ruido, como una brillanteserpiente. Una fuerza misteriosa lo arroja de allí; el suelo del patiole quema los pies.
Se dirige a través de la pradera hacia la presa, hasta el sitio donde haestado sentado con Gertrudis. Sobre el césped brilla el zapato azul, y apoca distancia la larga media, tan fina...
¡Gertrudis ha entradocojeando, con un pie desnudo, sin notarlo!
Lanza una risotada estridente, toma los objetos y los lanza lejos, a lasaguas espumosas.
¿Adónde ir entonces? El molino ha cerrado su puerta detrás de él, parasiempre. ¿Adónde ir? ¿Se tenderá, para descansar, sobre un montón deheno? ¡No podrá dormir!... ¡He ahí un grupo de muchachos alegres! Pocoantes los ha desdeñado, pero entonces llegan en buen momento.
XXII
Cuando, como a las dos de la mañana, Martín Felshammer ha conseguidodesasirse de sus compañeros, bebedores sempiternos, se acerca de buenhumor al lugar de la fiesta, donde la claridad insegura del día gris quenace ilumina las idas y venidas de los retrasados. Ve acercarse entoncesun grupo de mozos ebrios, que aullando cantos obscenos pasan en fila através de la gente; a la cabeza de ellos marcha el cerrajero Farmann,bribón famoso, y detrás de él van otros perdidos.
Resuelto a echarlos de allí, va directamente hacia el grupo; pero derepente se detiene petrificado, con los brazos caídos... En medio delgrupo, con los ojos terribles, avanza tambaleándose su hermano Juan.
—¡Juan!—exclama estupefacto.
Este se estremece; su rostro enrojecido se pone lívido; en sus ojosbrilla un resplandor de espanto; tiembla, extiende los brazos como paradefenderse, y retrocede, vacilando, dos o tres pasos.
Martín siente que se apacigua su cólera. El deplorable espectáculodespierta su compasión. Sigue a Juan, y, reteniéndole por el brazo, ledice con voz llena de ternura:
—Ven, hermano; es tarde; vamos a casa.
Pero Juan, haciendo un ademán de horror, retrocede más ante la mano quelo roza; y dirigiendo a Martín una mirada llena de angustia mortal, ledice con voz ronca:
—¡Déjame!... ¡no quiero, no quiero tener nada que ver contigo! ¡ya nosoy tu hermano!
Martín, sobrecogido, se agarra con las dos manos a la mesa que estájunto a él, y se deja caer, como herido de una puñalada, sobre el bancoinmediato!
Juan se aleja apresuradamente y desaparece en el bosque.
XXIII
Desde aquel día, la tristeza se cierne sobre la casa de los Felshammer.
Cuando Martín entró en su casa por la mañana, todo estaba tranquilo, enuna calma profunda. Descolgó de la pared la llave del molino y sedeslizó hasta la triste habitación de que había hecho una especie detemplo de su falta. Allí lo encontraron sus gentes a la hora delalmuerzo, tan blanco como la cal de los muros, con la frente entre lasmanos y murmurando sin cesar:
—¡Fritz, Fritz! ¡ésta es la expiación! ¡ésta es la expiación!
El espectro, el antiguo, el temible espectro, al que creía desterradopara siempre, se ha echado de nuevo sobre él, y sus garras le aprietanla garganta hasta estrangularlo.
Ha sido casi necesario emplear la fuerza para sacarlo de su retiro. Conpaso torpe ha salido tambaleándose del molino. Ha encontrado a su mujeracurrucada en un rincón, con las mejillas pálidas y la mirada temerosa.Entonces le ha cogido la cabeza con las dos manos, fijando un instantesobre la infeliz, toda trémula, sus ojos sombríos, y después hamurmurado esas palabras melancólicas:
—¡La expiación! ¡la expiación!
Al oír esta frase siniestra, un escalofrío recorre el cuerpo deGertrudis. «¿Sabe algo? ¿Se lo ha confesado todo Juan? ¿Ha descubiertopor casualidad el secreto?... ¿O no tiene más que sospechas?...»
Y desde entonces se llena de terror delante de ese hombre; y se consumede pasión por el otro, a quien ha despedido para siempre. Palidece yadelgaza; anda vagando de un lado a otro como una sonámbula. Alrededorde sus ojos se dibujan surcos azules que se ensanchan cada vez másalrededor de su boca se forma un pliegue que se contrae sin cesar.
Martín no ve nada de eso. Todo su ser está embargado por el dolor dehaber perdido su hermano. Durante los primeros días ha estado esperandohora tras hora verlo llegar; quizá no se ha dado cuenta de lo que decíaen su embriaguez... ¡y él, Martín, será ciertamente el último enrecordárselo!
Pero pasan los días, unos después de otros, sin que Juan reaparezca; suangustia crece entonces. Comienza a informarse del desaparecido, conpoco fruto al principio porque las relaciones de aldea a aldea son muyescasas. Sin embargo, poco a poco van llegando noticias al molino; lohan visto hoy aquí y ayer allí, como un vagabundo, pero rodeado siemprede alegres compañeros. En cuanto «el diablo de Juan», como le llaman, sepresenta en alguna parte, se llena la taberna, saltan los tapones ychocan los vasos; y, cuando la fiesta está en todo su apogeo, a travésde los cristales hechos añicos salen las botellas a la calle.
Pero «eldiablo de Juan» paga todo lo que rompe. Convida a todos los queencuentra por el camino... ¡Ah sí! es un gran compañero y un bebedorinsigne «el diablo de Juan.»
Poco a poco van apareciendo a la puerta del molino toda clase depersonajes tenebrosos como Löb Levi, de Beelitzhof, el acaparador degranos, y Hoffmann, de Grünhalde, el corredor de fincas; presentanpapeles amarillos y grasientos sobre los cuales la mano de Juan hafirmado cantidades a tanto por ciento y a tantos días... Martíncontempla largo rato las letras inciertas que se precipitan, comoebrias, unas sobre otras; después, va a su caja de caudales y paga, sindecir palabras, la deuda y los intereses exorbitantes. ¡De buena ganadaría la mitad de su riqueza por conseguir la vuelta de su hermano!
Al fin, manda enganchar el carruaje y él mismo va a buscarlo.
Andaleguas y leguas, pasa en vela noches enteras, sin conseguir nuncaatrapar a su hermano. Las noticias que obtiene de los taberneros sonincompletas y confusas; unos le responden de un modo incierto ycohibido, otros con aparato de misterio y en tono socarrón; todosparecen temer que tan pronto como el dueño del molino de Felshammer hayaencontrado al borracho de su hermano desaparecerán sus pingüesbeneficios.
Cuando Martín empieza a notar que lo engañan, se apodera de él eldesaliento. Regresa al molino y se encierra por dos días en su despacho. Durante ese tiempo, se pregunta si no sería convenientepedir ayuda a los gendarmes de Marienfeld. Con su autoridad, sería fácilarrancar la verdad a la gentes. Pero no...
hacer buscar a su hermano conla policía es cosa que no permite el honor del nombre de los Felshammer;su padre se estremecería en la tumba.
Un constipado adquirido en sus viajes nocturnos, lo obliga a guardarcama. Y, durante dos mortales semanas, en las que Gertrudis permanecesentada a la cabecera del lecho, noche y día, vive torturado por lasalucinaciones de su delirio, en el que sus dos hermanos, el muerto y elvivo, van a rondar alrededor de él, ora distintos ora confundidos en unsólo ser monstruoso, especie de espectro de dos cabezas.
Tan pronto está casi restablecido hace preparar su carruaje. Es fuerzaque acabe por encontrarlo.
XXIV
Al fin lo encuentra.
Una noche, muy tarde, a principios de septiembre, sus investigaciones lollevan a B... aldea situada dos leguas al norte de Marienfeld. A travésde las ventanas cerradas de la taberna, se oye un ruido confuso,pataleos, gritos y cánticos avinados.
Baja pesadamente del carruaje y ata el caballo a la puerta del patio. Lallama turbia de la linterna vacila al soplo del viento de la noche.Grandes gotas de lluvia golpetean el suelo.
Levanta el cerrojo y empuja la puerta, que se abre de par en par. Unadensa humareda azul, de tabaco, le da en el rostro, mezclada con el olorde la cerveza agria.
Y allí, en el extremo de una larga mesa, con las mejillas abotagadas,los ojos ribeteados de rojo y afectados por el brillo vidrioso propiode los borrachos, los cabellos revueltos, la camisa sucia y las ropas endesorden, cubiertas de aristas de paja, restos sin duda del últimolecho, estaba su hermano adorado, aquel que lo era todo para él y al queveía convertido entonces en un vicioso precoz, condenado a irremediabledesgracia.
—¡Juan!—exclama, y la fusta que tiene en la mano cae al suelo conruido.
Un silencio de muerte se esparce por la sala llena de gente, y losbebedores contemplan con la boca abierta al intruso.
El desgraciado se ha levantado de su banco, con el rostro rígido por unaangustia indecible; de su pecho sale silbando una especie de estertor;da un salto desesperado y trepa a la mesa, y haciendo otro esfuerzotrata de huir por sobre las cabezas de sus vecinos.
Es inútil; la mano de Martín lo sujeta.
—Quédate—gruñe a su oído una voz sorda.
Y al mismo tiempo se siente empujado con fuerza prodigiosa.
Martín abre la puerta; y, mostrando con el puño de la fusta laobscuridad de la noche, se planta en medio de la sala.
—¡Vamos! ¡fuera!—grita con una voz que hace temblar los vasos sobre lamesa.
Los bebedores, jóvenes calaveras en su mayor parte toman sus sombreros yse retiran intimidados; apenas se oye un murmullo ahogado.
—¡Vamos! ¡fuera!—repite Martín haciendo un gesto como para saltar a lagarganta del primero que proteste.
Dos minutos después han salido todos... Sólo el tabernero está allítodavía, paralizado por el miedo, detrás del mostrador. Al volverseMartín hacia él, con una mirada amenazadora, comienza a quejarse en tonollorón del transtorno causado en su tienda.
Martín mete la mano en el bolsillo, le tira un puñado de monedas deplata y le dice:
—¡Quiero quedarme solo con él!
Y cuando ha cerrado la puerta, detrás del tabernero, que saleinclinándose, se aproxima lentamente a su hermano, que, con el rostroentre las manos, permanece inmóvil, agazapado en un rincón. Colocasuavemente la mano sobre su hombro; y, con una voz trémula de dulzurainfinita y de inmensa tristeza:
—Levántate, hijo mío, y hablemos.
Juan no hace un solo movimiento.
—¿No quieres decirme qué tienes contra mí? El desahogo consuela...Alivia tu corazón contándome tus penas.
—¡Consolar mi corazón!... ¡Ay!...
La angustia que contraía sus facciones se ha cambiado en una arroganciasorda, reprimida.
Martín, lleno de disgusto y de lástima contempla aquel rostro, cuyasarrugas profundas apenas dejan conocer al Juan de otros tiempos, tanfranco de corazón, tan tierno. Es fuerza que las pasiones más viles sehayan apoderado de ese hombre para desfigurarlo de un modo tan terribleen seis cortas semanas.
Se incorpora entonces y lanza una mirada del lado de la puerta.
—Me has encerrado, ¿no es verdad?—dice con una nueva explosión derisa, que penetra a Martín hasta los tuétanos.
—Sí.
—¿Quieres, pues arrastrarme contigo como un criminal?
—¡Juan!
—Eres, en efecto, el más fuerte. Pero te declaro una cosa; que no soytan débil que no pueda defenderme. Me tiraré carruaje abajo y me romperéla cabeza contra una piedra antes que ir contigo.
—¡Piedad, Dios mío!—exclama Martín.—¿Qué han hecho de ti?
Juan se pasea a lo largo, y hace sonar a su paso las tapaderas de losfrascos de cerveza.
—¡Acabemos!—dice al fin, deteniéndose.—¿Qué quieres de mí para venira encerrarme de este modo?
Martín, sin decir nada, va a la puerta y corre el cerrojo; despuésvuelve a colocarse delante de su hermano. Su pecho jadea, como siquisiera sacar las palabras de lo más profundo de su alma. ¿Pero de quéle sirve eso? Su voz se queda en la garganta. Nunca ha sido elocuente elpobre rústico; ¿cómo encontrar de pronto conceptos expresivos paraarrancar aquel extraviado a su locura? No puede articular más que estaspalabras:
—¿Qué te he hecho? ¿Qué te he hecho?
Las repite dos veces, tres veces; las repite infinitamente. ¿Qué máspuede decir? Toda su ternura y todo su dolor están ahí.
Juan no responde nada. Se sienta en el banco y hunde las dos manos ensus cabellos incultos. Por su rostro vaga una sonrisa, una sonrisahorrible que no admite consuelo ni esperanza... Al fin interrumpe a sudesgraciado hermano, que repite interminablemente su frase, como siesperara verla causar un efecto mágico.
—Basta; no sabes qué decirme y no puedes decirme nada. He acabadoconmigo mismo, contigo y con el mundo entero. ¡Si supieras por lo que hepasado en estas seis últimas semanas!...
Desde que salí del molino no hedormido bajo techo, porque estaba convencido de que el techo meaplastaría...
—¿Pero, en nombre del cielo, qué tienes?
—No me preguntes nada; no conseguirás saberlo... Deja las palabras; soninútiles... y aunque me jurases por la memoria de nuestros padres...
—Sí; por nuestros padres...—balbucea Martín con alegría.
¿Por qué no he pensado en ello más pronto?
—¡Déjalos tranquilos en su tumba!—replica Juan con su sonrisaodiosa.—Eso no reza conmigo. ¡Ellos no pueden impedir que esté perdido;no pueden impedir que te odie!
Martín lanza un gemido violento y vuelve a caer, como aniquilado, sobreel banco.
—Siempre he pensado en ellos; siempre me he acordado de que MartínFelshammer es mi hermano. Y por eso he llegado adonde estoy... ¡Me hacostado un duro sacrificio, puedes creerlo!... Por lo tanto, no tequejes... Créeme... me he portado muy bien contigo... ¡ay, hermano!...muy bien.
Martín no tiene necesidad de averiguar más; ve claramente ya la solucióndel enigma: la víctima de otro tiempo sale de su tumba para pedirvenganza. Entonces, con las manos juntas murmura dulcemente:
—¡La expiación! ¡La expiación!...
El otro continúa:
—Pero haces bien en recordarme a nuestros padres; no tengo derecho aarrojar una mancha sobre su nombre, sobre el nombre de los Felshammer...Esa es una idea que me atormenta desde hace un tiempo... Y, a decirverdad, me alegro de haberte encontrado... Podemos hablar de ellotranquilamente... me voy a América.
Martín contempla por un instante su rostro abotagado; después murmuradulcemente:
—¡Que Dios te acompañe!
Y deja caer pesadamente su frente sobre la mesa.
—Muy pronto—continúa el hermano.—Ya me he informado; el primero deoctubre parte un buque de Brema; es preciso que salga yo de aquí lasemana próxima... Tú sabrás qué es lo que me corresponde por miherencia... Debo haber derrochado una buena parte... Dame a cuenta deella lo que tengas en dinero; envía los fondos a Franz Maas, que yo iréa casa de él a buscarlos...
—¿Y no vendrás siquiera una vez al... al?...
—¿Al molino? ¡Jamás!—exclama el joven, levantándose con un resplandorinquieto, de deseo y de angustia, en los ojos.
—¿Y te he de decir adiós aquí... aquí... en este lugar inmundo?...¡adiós para toda la vida!...
—No puede menos de ser así—dice Juan, bajando la cabeza.
Y Martín vuelve a su idea y murmura:
—¡Es la expiación!
Juan fija una mirada ardiente en su hermano, que, con el alma y elcuerpo quebrantados, permanece agobiado delante de él...
Está firmementeresuelto a no volverlo a ver... Pero es preciso que le tienda la mano...en el momento de la separación.
—Adiós, hermano—dice aproximándose a Martín, que se deja estarsentado, inmóvil.—Sé feliz y consérvate bueno.
Pero, de repente, siente como un chorro de calor dulce... Por su cerebropasan en un mismo instante, un sinnúmero de imágenes. Se vuelve a verniño, protegido, mimado por su hermano mayor; se vuelve a ver mozo,andando orgulloso del brazo de él; se vuelve a ver, de pie con él, juntoal lecho de muerte de los viejos padres; se vuelve a ver con él, en elmomento solemne en que, con las manos enlazadas, se prometieron nosepararse nunca y no dejar que nadie se introdujese nunca entreellos...
¡Y entonces!... ¡entonces!...
—¡Hermano!—exclama.
Y con ruidosos sollozos cae a sus pies.
—¡Mi nene! ¡mi querido nene!
Y Martín, en medio de sus lágrimas, lanza gritos de alegría y lo besa,lo aprieta contra él, como si quisiera no dejarlo marchar.
Al fin te encuentro... ¡Oh Dios! Ahora todo irá bien... ¿no es verdad?Di... todo esto no era más que pura fantasía, pura locura.
¿Tú no sabeslo que has hecho, eh? Ya no te acuerdas. Apostaría a que ya no tienes lamenor idea de eso ¿eh? Despiertas, ¿no es verdad que despiertas?
Juan, triste, aprieta los dientes y apoya su rostro en el pecho de suhermano. Pero, de pronto, se le ocurre una idea que le pesa sobre elcorazón y le zumba en los oídos, una idea semejante a un vampiro frío yviscoso que bate las alas a su alrededor; en ese brazo, en ese,Gertrudis se ha abandonado... ¡ese mismo día!
Y se pone en pie violentamente. ¡Tiene que salir de aquella sala, tieneque dejar de respirar aquella atmósfera, o va a volverse loco!
Da un salto hacia la puerta... Descorre el cerrojo y...
desaparece.
Rígido de estupor, Martín lo sigue con los ojos un momento; después sedice, como para librarse de la inquietud que se apodera de él.
—Está demasiado impresionado y necesita respirar el aire fresco;volverá.
Su mirada se fija en la percha que hay en el muro; sonríe completamentetranquilo:
—Juan ha dejado su gorra... afuera está lloviendo... el viento esfresco... volverá.
Después, Martín llama al tabernero; hace llevar su caballo a la cuadra ymanda preparar para su hermano un grog caliente y una cama: «porque,dice con una sonrisa, volverá...»
Y cuando todo queda preparado, se sienta y se absorbe en susmeditaciones. De vez en cuando murmura, como para reanimar su valor quese extingue:
—¡Volverá!
Afuera, la lluvia golpetea las ventanas, el viento de otoño silba sobrela taberna; y cada gota de lluvia, cada silbido anuncia:
—¡Volverá! ¡volverá!
Pasan las horas, la lámpara se apaga, Martín se ha quedado dormido en suespera y sueña con la vuelta de su hermano...
Al día siguiente por la mañana, lo despiertan. Asustado y tembloroso,mira a su alrededor. Sus ojos se posan sobre la cama vacía, en la quesu hermano debía acostarse, su primer lecho después de seis semanas. Sedeja estar allí tristemente, de pie, con la mirada fija.
Después manda enganchar el carruaje y se va.
XXV
Ese año, el otoño ha llegado muy pronto. Desde hace ocho días sopla unviento nordeste, agudo y penetrante, como si se estuviera en noviembre.Los aguaceros azotan en los vidrios, y ya se extiende sobre el suelo unacapa de hojas de tilo, de color amarillo obscuro que la humedadconvierte en barro.
¡Qué pronto llega la noche! En la tienda del panadero, la lámpara seenciende antes de la hora de comer. Franz Maas está sentado bajo laclaraboya, muy ocupado en hacer sus cuentas.
Delante de él, sobre lamesa, donde se ven casi siempre en orden, blancos y redondos, pequeñosmontones de harina de flor, brillan entonces pequeños montones demonedas de plata; y en lugar de los bretzel miserables se oye elcrujido de los billetes de banco.
Es el tesoro que Martín le confió el último domingo con el encargo deentregarlo a Juan.
Ha entregado igualmente una nota en la cual la cuenta de la herenciaestá detallada hasta el último céntimo. Después se ha presentado todaslas mañanas a hacer la misma pregunta: ¿«Ha venido?» y, al ver la señanegativa de Franz, se ha vuelto sin decir nada. Ese tesoro embaraza aljoven panadero. Todas las noches cuenta la suma sobre la mesa, paracerciorarse de que nada ha desaparecido durante el día.
En esos momentos está entregado precisamente a esa ocupación. Esviernes; por fuerza Juan tiene que estar allí entonces si quiere llegara tiempo de alcanzar el vapor que sale de Brema.
Juan ha abierto la puerta sin ruido y se detiene detrás del panadero,cuando éste se dispone a guardar bajo llave los cartuchos de monedas.
—¿Todo eso es para mí?—pregunta poniéndole la mano sobre el hombro.
—¡Alabado sea Dios! ¡Al fin has venido!—exclama Franz alegremente.
Después de una ojeada examina a su amigo, de la cabeza a los pies.Martín había exagerado cuando le anunciaba, con lágrimas en los ojos, laaparición de un ser miserable y abatido. Juan Felshammer lleva un trajemuy limpio y cuidado: tiene una linda capa nueva, un poco entreabierta,que deja ver un flamante traje gris; sus cabellos, bien peinados, caensobre el cuello; hasta se ha afeitado... Pero, a decir verdad, su miradaturbia, por la que pasan resplandores inquietantes, las bolsas bajo losojos, el horrible color de las mejillas, son tristes síntomas en eserostro, fresco y juvenil hasta hace poco.
Y Franz le toma entonces las dos manos.
—Juan, Juan, ¿qué te ha sucedido?
—Paciencia, ya lo sabrás todo—responde Juan.—Será preciso que loconfiese todo a un ser humano, a uno solo... o eso acabará por ahogarme.
—¿Es cierto entonces? ¿Quieres?...
—Esta noche me voy en la diligencia. Ya tengo billete... Antes de venira verte he atravesado la aldea por última vez. Había obscurecido; podíaaventurarme a eso; y me he despedido de todo. He ido hasta la tumba demis padres, delante de la puerta de la iglesia... y también a la Corona,porque debía aún una miseria al dueño...
—¿Y has olvidado el molino?
Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura:
—Ya iré.
—¡Oh! ¡qué alegría tendrá Martín!—exclama Franz Maas, rojo también porla emoción.
—¿He dicho acaso que iré a ver a Martín?—pregunta Juan entre dientes.
Y su pecho se levanta como para librarse del peso formidable que looprime.
—¿Qué? ¿acaso vas a introducirte furtivamente en la casa de tu padrecomo un ladrón, sin dejarte ver de nadie?