El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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En el que se ve cómo el Hombre Montaña conoció al fin la Ciudad-Paraísode las Mujeres, y la deplorable aventura con que terminó esta visita

Después de numerosas peticiones al municipio de la capital y de no menosentrevistas con los personajes allegados al gobierno, consiguió Flimnapver aceptado el programa de diversiones que había ido formando pararecreo de su amigo el gigante.

Una noche guió al Gentleman-Montaña hasta una colina desde cuya cumbrese podían contemplar verticalmente dos grandes avenidas de la capital.Gillespie encontró interesante el hormiguero que rebullía y centelleababajo sus pies.

Un resplandor de aurora ligeramente sonrosado iluminaba las calles, sinque él pudiese descubrir los focos de donde procedía. Tal vez emanaba demisteriosos aparatos ocultos en los aleros de los edificios. Pero lo quemás admiró fué el continuo tránsito de los vehículos automóviles. Todosafectaban formas un poco fantásticas del mundo animal ó vegetal,llevando en su parte delantera faros enormes que fingían ser ojos ycruzaban el iluminado espacio con chorros de un resplandor todavía másintenso.

La Ciudad-Paraíso de las Mujeres le pareció muy grande y digna de servisitada.

—No tardará usted en verla toda—dijo el profesor—. Ya tengo elpermiso del gobierno. Aprovecharemos la gran fiesta de los rayos negros.

Y fué explicando á Gillespie sus gestiones para conseguir estaautorización y el motivo de que el gobierno hubiese fijado para dos díasdespués la visita del Hombre-Montaña á la capital.

Había que aprovechar una conmemoración histórica, porque en tal fecha lamayor parte del vecindario abandonaba sus viviendas para visitar ciertotemplo de las inmediaciones. Era el glorioso aniversario de la invenciónde los rayos negros, considerada como el origen de la VerdaderaRevolución. Todos en dicho día querían ver la casita y el laboratoriodonde la benemérita sabia había hecho su descubrimiento: modestosedificios cubiertos ahora por la techumbre de un templo majestuoso, entorno del cual se extendían vastísimos jardines.

La capital casi quedaba desierta después de mediodía. Únicamente laspersonas de distinción continuaban en sus casas ó se reunían enaristocráticas tertulias, para no mezclarse con la gente popular. Elresto del vecindario acudía á la peregrinación patriótica, y hasta loshombres se agregaban á la fiesta, sin acordarse de que la inventora delos rayos negros había sido su peor enemigo.

Una gran feria, abundante en diversiones para la muchedumbre, ocupabalos jardines del templo. De lejanas ciudades llegaban por el espacioflotillas de aparatos voladores, depositando en el lugar sagrado nuevosgrupos de peregrinos.

El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobiernomunicipal, había compuesto un programa dando á la vez satisfacción á lacuriosidad del gigante y á la curiosidad del pueblo. Gillespie debíacolocarse en las primeras horas de la mañana á la entrada de la ciudad,en el camino conducente al templo de los rayos negros. Así le podría vertodo el vecindario mientras marchaba á la peregrinación nacional. Cuandola muchedumbre se hubiese alejado, el gigante podría entrar por lascalles casi desiertas, sin riesgo de aplastar á los transeuntes.

Así fué. El día señalado, Gillespie, siguiendo á una máquina terrestremontada por su traductora y varios individuos de su Comité, llegó alcitado lugar. La muchedumbre había emprendido ya su marcha hacia eltemplo, y la presencia del gigante produjo enorme desorden. En vano losjinetes de la cimitarra dieron varias cargas para dejar un espacio librede gente en torno de Gillespie. A estas horas de la mañana lamuchedumbre era de los barrios populares, y mostró un regocijo agresivoy rebelde. Bailaba al son de sus instrumentos, obstruyendo el camino, yse negaba á obedecer á la fuerza pública cuando ésta pretendía alejarladel Hombre-Montaña.

Todos querían tocarle después de haberle visto. Se subían sobre suszapatos, se metían en el doblez final de sus pantalones. Algunoscuriosos que eran de gran agilidad, por exigirlo así sus oficios,intentaron subirse por las piernas agarrándose á las asperezas queformaba el entrecruzamiento de los hilos del paño.

Hubieron de intervenir finalmente las autoridades que vigilaban estasalida de la ciudad. Un destacamento de la Guardia gubernamental,llegando en auxilio de la policía, libró al gigante del asalto de lamuchedumbre. Al fin se encontró el medio de que todos pudierancontemplar al Hombre-Montaña sin que el desfile se cortase y sin que eltemplo de los rayos negros se viera abandonado por primera vez desde sufundación.

Como el gigante, colocado en medio del camino, era á modo de un diqueque contenía el curso de la gente, le hicieron alejarse un poco de laciudad, hasta llegar á una fortaleza antigua situada al borde de unbarranco, la cual había servido para la defensa de esta ruta en tiempode los emperadores.

Edwin se sentó sobre la tal ciudadela, que no llegaba á tener dos varasde alta, y en este sillón de piedra descansó mucho tiempo, mientrasseguía el desfile del vecindario.

Varias líneas de infantes y jinetes extendidas ante sus pies leseparaban de la inquieta muchedumbre, evitando nuevas familiaridades.

A la gente popular de la primera hora sucedieron otros grupos menosbulliciosos y de mejor aspecto, que pasaban en automóviles propios ó engrandes vehículos de servicio público.

Los establecimientos de enseñanza habían enviado á sus alumnos enformación militar para que visitasen la tierra de donde surgió laliberación femenil. Las tropas pasaban también, con sus músicas alfrente, para desfilar ante la tumba de aquella mujer de laboratorio quese había ido del mundo sin sospechar su gloria.

Cerca de mediodía el profesor Flimnap volvió en busca de su protegido.

Empezaba á aclararse la muchedumbre de peregrinos.

—Ya puede entrar usted en la capital. El jefe de la policía dice quelas calles están casi desiertas. Un pelotón de jinetes marchará delantepara que se alejen los curiosos, si es que verdaderamente queda alguno.Además van con ellos numerosos trompeteros, que anunciarán ruidosamenteel paso de usted para evitar accidentes.

Cuando se sienta cansado, puedehacer una seña á la escolta y volverse á casa. Usted sabe el camino.

El Gentleman-Montaña se extrañó de estas palabras.

—¿Me abandona usted, profesor?… Yo me imaginaba que sería mi guía átravés de la capital.

—Inconvenientes de la gloria—dijo Flimnap, bajando los ojos comoavergonzado de su deserción—. Mi deseo era acompañarle, pero ahora soyun personaje popular; según parece, estoy de moda gracias á usted, y losseñores del gobierno municipal quieren que vaya con ellos al templo delos rayos negros para pronunciar un discurso en honor de nuestra sabialibertadora. Todos los años escogen á la mujer más célebre para que hagaeste panegírico. Ahora me toca á mi, y no me atrevo á renunciar á unadistinción tan extraordinaria.

Flimnap afirmó al coloso que acababa de dar órdenes para que loacompañase un buen traductor en su visita á la capital. Una hora anteshabía enviado un mensajero á la Galería de la Industria avisando á Ra-Raque viniese á esperar á Gillespie en la puerta más próxima. Tal vez eraesto una imprudencia, pero ya no había tiempo para disponer algo mejor.El Gentleman-Montaña debía cuidar de que Ra-Ra conservase oculto surostro y no incurriese en las audacias de otras veces.

Marchó Gillespie hacia la ciudad, precedido de un escuadrón de jinetes ynumerosos trompeteros. Las murallas de la capital, levantadas en tiemposde los viejos emperadores, habían sido destruidas años antes para elensanche urbano. Pero quedaba en pie una de las antiguas puertas,flanqueada por dos torres de una arquitectura elegante y original, quehabía contribuído á que la respetasen.

El Hombre-Montaña se fijó en varias mujeres que estaban en lo alto dedicha puerta para verle pasar, y en un hombre, el único, envuelto enpúdicos velos.

—Gentleman, soy yo—dijo á gritos, agitando sus blancas envolturas.

El gigante extendió la mano sobre las torres, y tomando entra dos dedosá Ra-Ra, lo puso delicadamente en la abertura del bolsillo alto de suchaqueta. El joven le guiaría en su excursión, como el cornac que vasentado en la testa del elefante.

Siguiendo sus indicaciones, se metió entre las dos torres y las casaspara seguir una amplia avenida. Durante varias horas Gillespie visitó la capital, admirando la audaciaconstructiva de aquellos pigmeos. La mayor partes de los edificios erande numerosos pisos, y algunos palacios tenían sus azoteas altas al nivelde su cabeza. Las casas, de nítida blancura, estaban cortadas por fajasrojas y negras, y muchos de sus muros aparecían ornados con frescos,gigantescos para los ojos de sus habitantes, que representaban sucesoshistóricos ó alegres danzas.

Entre las masas de edificios vió el gigante abrirse floridos jardines,que á él le parecían no más grandes que un pañuelo, y en cuyos senderosse detenían las mujeres para levantar la vista, admirando la enormecabeza que pasaba sobre los tejados. A pesar de que los trompeteros ibanal galope y soplando en sus largos tubos de metal por las calles queseguía Gillespie, los ojos de éste tropezaban á cada momento conagradables sorpresas que le hacían sonreir. Los diarios habían anunciadosu visita á la ciudad; nadie la ignoraba, pero la fuerza de la costumbrehacía que machos olvidasen toda precaución y siguieran viviendo en lashabitaciones altas sin miedo á los curiosos.

Edwin vió que se cerraban algunas ventanas con estruendo de cólera.Muchos puños crispados le amenazaron cuando ya había pasado. Por estasaberturas completamente desprovistas de cortinas sorprendió sin quererlolas desnudeces matinales de numerosas mujeres que se acostaban tarde yse levantaban tarde igualmente, procediendo á sus operaciones de higienecon la ventana abierta, sin acordarse de que había gigantes en el mundo.

Delante y detrás de él evolucionaba la caballería, dando trompetazos yagitando sus sables. Los transeuntes y los vehículos que se habíanquedado en la ciudad huían delante de estas cargas, y más aún de losinmensos pies, que con un simple roce se llevaban detrás de ellos laparte baja de una esquina.

Ra-Ra creyó estar gozando anticipadamente una parte del triunfo con quesoñaba á todas horas. Asomado al bolsillo del gigante, se considerabatan enorme como éste, viendo empequeñecidos á todos sus adversarios.Siempre que el Hombre-Montaña pasaba junto á un edificio público, élescupía desde la altura, como si pretendiese con esto consumar sudestrucción. Varias veces rió viendo moverse abajo, como despreciablesinsectos, á los que estaban encargados de perseguirle. Como su voz sólopodía oirla el gigante, se expresaba con una insolencia revolucionaria.

—Gentleman—dijo designando con una mano el palacio del gobierno—,éste es el antro de la venganza femenina.

Edwin dió una vuelta en torno á la enorme construcción, asomándose porencima de los tejados á sus patios y jardines. Lo mismo hizo en variosedificios públicos. Vió de lejos otro palacio grandioso, y comoadivinase que era la Universidad por las grandes lechuzas doradas quecoronaban las techumbres cónicas de sus torres, quiso ir hacia él; peroRa-Ra le disuadió.

—Más tarde, gentleman. Allí descansará usted.

Y dirigió su marcha hacia el puerto.

A pesar de que el día era festivo, los buques anclados en él empezaron áhacer funcionar los aparatos mugidores que usaban en los días de niebla,dedicando al gigante un saludo ensordecedor. En los navíos de laescuadra del Sol Naciente, las tripulaciones, formadas sobre lascubiertas, agitaron sus gorros, aclamándole. El Hombre-Montaña contestóá este saludo general moviendo sus dos manos y luego se inclinócortésmente.

—¡Cuidado, gentleman! ¡Acuérdese que estoy aquí!—gritó Ra-Ra.

Con el inesperado movimiento de su conductor, el pigmeo había saltadofuera del bolsillo y se mantenía agarrado al borde.

La mano misericordiosa del coloso le volvió á su seguro refugio; perodespués de esta aventura mortal parecía haber perdido las ganas deprolongar el paseo y guió á su protector hacia la Universidad.

Siguiendo sus consejos, Gillespie marchó lentamente para fijarse entodas las particularidades del edificio que Ra-Ra le iba explicando.

Por su parte, el proscrito, sin dejar de hablar, examinaba los tejados,las terrazas y las galerías cubiertas de este palacio, grande como unpueblo, en el que había pasado su adolescencia.

Hizo que el gigante detuviera su marcha, y echando medio cuerpo fueradel bolsillo, empezó á dar gritos para que acudiese el jefe de laescolta. Cuando éste, conteniendo la nerviosidad de su caballo, que seencabritaba al husmear la proximidad del coloso, pudo colocarse al finjunto á los enormes pies, Ra -Ra le habló desde arriba en el idioma delpaís. El Hombre-Montaña deseaba hacer alto, empleando como asiento unode los pabellones bajos de la Universidad. La escolta, podía descansarigualmente durante una hora echando pie á tierra.

El guerrero aceptó con alegría la orden. Su tropa llevaba varias horasde correr las calles, luchando con la rebelde curiosidad del público yrepeliendo á los transeuntes y las máquinas terrestres. Cesaron de sonarlas trompetas y los jinetes se desparramaron en las vías inmediatas.

Cuando todos desaparecieron, Ra-Ra volvió á examinar la parte alta ysinuosa del palacio universitario, donde estaban las habitaciones de losdoctores jóvenes. Los más de ellos se habían ido á la peregrinaciónpatriótica, y así se explicaba que las terrazas y las galeríaspermaneciesen silenciosas, sin el ordinario rumor de peleas dialécticas.

Sólo quedaban algunos doctores melancólicos meditando ante un libroabierto. Al ver la cabeza del gigante distraían su atención estudiosapor unos segundos; pero luego reanudaban la lectura, como si sólohubiesen presenciado un accidente ordinario. Todos ellos recordaban suvisita á la Galería da la Industria, y tenían al Hombre-Montaña por unanimal enorme, cuya inteligencia estaba en razón inversa de su grandezamaterial.

Gillespie había empezado por segunda vez la vuelta del edificio.

—Deténgase aquí, gentleman—dijo de pronto Ra-Ra, ahogando su voz.

Edwin no comprendió tales palabras. ¿Qué deseaba este pigmeo, cada veamás exigente?…

—Digo, gentleman, que me deje aquí, en esa terraza. Dentro de una horavuelva á tomarme. Mientras tanto, puede usted descansar sentándose encualquiera de los pabellones anexos á la Universidad. No tema, sonfuertes y soportarán bien su peso.

Gillespie comprendió los deseos de Ra-Ra al ver en una terraza interior,separada de la fachada por los profundos huecos de dos patios, á unamujer con gorro universitario que agitaba los brazos, sorprendida yalegre. No pudo reconocerla porque le faltaba su lente de aumento, peroestaba casi seguro de que era Popito.

—Diviértanse mucho—dijo el gigante.

Y tomando á Ra-Ra otra vez con el pulgar y el índice de su mano derecha,lo sacó del bolsillo para depositarlo en un alero. Luego rió viendo cómocorría, con una agilidad de insecto saltador, de tejado en tejado,agitando sus velos como las alas de una mariposa blanca, bordeando elabismo de los profundos patios, para llegar hasta la mujercita debirrete doctoral que le aguardaba llevándose ambas manos al pecho,henchido de emoción.

Al quedar solo, el gigante se movió con lentos pasos á lo largo de laUniversidad, cuyas balaustradas finales le llegaban á los hombros. Noveía ningún edificio que pudiera servirle de asiento. Apoyó un codo enun alero mientras descansaba en su diestra la sudorosa frente, y almomento echó abajo tres estatuas de doble tamaño natural que adornabanla balaustrada, representando á otras tantas heroínas de la VerdaderaRevolución.

Tuvo miedo de causar nuevos daños en el monumento de la Ciencia, ycontinuó su exploración, buscando algo más sólido donde apoyarse.

Siguiendo el contorno del edificio llegó á una plaza sobre la queavanzaba un palacete anexo á la Universidad. Era una construcción detres pisos, cuya altura no pasaba de la mitad de sus muslos, y en cuyatechumbre, libre de emblemas y de barandas, podía sentarse cómodamente.

Así lo hizo Gillespie con suspiros de satisfacción. Llevaba varias horascaminando, con la atención extremadamente concentrada y moviendo suspies entre prudentes titubeos para no aplastar á nadie.

Casi celebró que la audacia de Ra-Ra le hubiese dado motivo paradescansar en esta plaza solitaria, rodeado del silencio de una granciudad desierta. Hasta tuvo la sospecha de que si no venían á buscarleen su retiro acabaría echando un ligero sueño. Encontraba agradabletener por asiento una dependencia del enorme palacio donde reinaba sinlímites la autoridad del Padre de los Maestros.

Aquella tarde, Golbasto, el gran poeta nacional, había salido de su casaapenas notó que las calles empezaban á quedar solitarias. El gloriosocantor sólo gustaba de las muchedumbres cuando se reunían para aclamarley escuchar sus versos. Fuera de estos momentos, encontraba al puebloestúpido, maloliente y peligroso.

La fiesta patriótica de los rayos negros sólo había sido notable un año,según su opinión. Fué el año en que el gobierno le encargó un poemaheroico en honor de la inventora de los rayos libertadores, coronándolodespués de su lectura y dándole el título de poeta nacional. En los añossiguientes, la tal fiesta nunca había pasado de ser una feriapopulachera, durante la cual pretendían inútilmente parodiar su gloriaotros poetas escogidos por el favoritismo político. Hasta una vez—¡oh,espectáculo repugnante!—el designado para cantar tan sublimeaniversario había sido una poetisa, es decir, un hombre, cosa nuncavista después de la Verdadera Revolución. Este año, el poeta de lafiesta era una jovenzuela recién salida de la Universidad, un rebelde,que osaba comparar sus versos con los de Golbasto y además criticaba lostrabajos históricos del grave Momaren, su antiguo maestro.

Los tres caballos humanos del poeta, que soñaban desde muchos días antescon unas cuantas horas de libertad empleadas en asistir á las fiestas delos rayos negros, sólo vieron abierta su cuadra para ser enganchados alcarruajito en figura de concha. Como los tres hombres medio desnudos semostraban algo reacios y hasta osaron murmurar un poco, Golbasto losrefrenó con varios latigazos. Luego, afirmándose la corona de laurelsobre las melenas grises, subió al carruajito y dió una orden á su tiro,acariciándolo por última vez con la fusta.

—Vamos á la Universidad, á la casa del doctor Momaren.

En el camino oyó la trompetería que anunciaba el paso del gigante, y sevió obligado á dar un largo rodeo por calles secundarias para notropezarse con él.

—¿Hasta cuándo nos molestará el animal-montaña?—murmurórabiosamente—. El senador Gurdilo tiene razón: hay que desembarazarsede ese huésped grosero é incómodo.

A pesar de que el poeta vivía de sus continuas peticiones á los altosseñores del Consejo Ejecutivo y de las munificencias de Momaren, quetambién era personaje oficial, sentía hoy cierto afecto por el jefe dela oposición y encontraba muy atinados sus ataques contra un gobiernoque no sabía velar por las glorias establecidas y apoyaba las audaciasde los principiantes.

Entró en la Universidad por la gran puerta de honor; dejó en un patio suvehículo, amenazando con los más tremendos castigos á los trescaballos-hombres enganchados á él si no eran prudentes y osaban moversede allí. Siguiendo un dédalo de galerías y pasadizos, únicamenteconocidos por los amigos íntimos de Momaren, llegó al pequeño palaciohabitado por el Padre de los Maestros.

Ninguna de las recepciones vespertinas del potentado universitario sehabía visto tan concurrida como la de esta tarde. Todos los queabominaban del contacto de la muchedumbre acudían á una tertulia queproporcionaba á sus asistentes cierto prestigio literario.

Además, la reunión de esta tarde tenía un alcance político. El Padre delos Maestros quería darle cierto sabor de protesta mesurada y grave porla ofensa que Golbasto se imaginaba haber recibido del gobierno.Momaren, haciendo este alarde de interés amistoso, se vengaba al mismotiempo del joven poeta universitario que había osado criticarle comohistoriador.

Golbasto, que allá donde iba se consideraba el centro de la reunión,entró en los salones saludando majestuosamente á la concurrencia. Casitodos los altos profesores de la Universidad habían venido con susfamilias. Las esposas masculinas y los hijos, con blancos velos,coronados de flores y exhalando perfumes, ocupaban los asientos. Lasmujeres triunfadoras y de aspecto varonil se paseaban por el centro delos salones ó formaban grupos junto á las ventanas.

Los universitarios hablaban de asuntos científicos; algunos doctoresjóvenes discutían, con la tristeza rencorosa que inspira el bien ajeno,los méritos del camarada que en aquel momento estaba leyendo sus versosá una muchedumbre inmensa sobre la escalinata del templo de los rayosnegros. Varios oficiales de la Guardia gubernamental y del ejércitoordinario se paseaban con una mano en la empuñadura de la espada y laotra sosteniendo sobre el redondo muslo su casco deslumbrante.

De los grupos masculinos vestidos con ropas de mujer surgía un continuozumbido de murmuraciones y pláticas frívolas. Los varones, divididos engrupos, según las Facultades á que pertenecían sus maridos hembras,hablaban mal de los del grupo de enfrente. La esposa de un profesor deleyes provocaba cierto escándalo. Según sus piadosos compañeros de sexo,debía andar más allá de los sesenta años, y sin embargo tenía elatrevimiento de rasurarse la cara lo mismo que un muchacho casadero, envez de dejarse crecer la barba como toda señora decente que ha dichoadiós á las vanidades mundanas y sólo piensa en el gobierno de su casa.

Los jóvenes ansiosos de que alguien se fijase en ellos se preguntaban sihabría baile en la tertulia de Momaren. La entrada del poeta nacionalsembró la consternación entre las señoritas masculinas aspirantes almatrimonio.

—¿Cómo vamos á bailar si ha llegado Golbasto, el más acaparador de lospoetas?… Toda la reunión será para él.

Y las varoniles doncellas se mostraban tristes, resignándose á una largainmovilidad en la que sólo verían de lejos á los hermosos militares,mientras aguantaban un chaparrón interminable de versos.

Al ver entrar al poeta laureado, corrió inmediatamente á su encuentro elgran Momaren. Ambos se abrazaron, y algunos aduladores del Padre de losMaestros sintieron que no estuviesen presentes los fotógrafos de losperiódicos para retratar el abrazo de los dos genios más célebres delpaís.

—Gracias, amigo mío—dijo Golbasto—. Jamás olvidaré lo que hace ustedpor mí en este día…. Los gobiernos se suceden y caen en el olvido,mientras que nuestra amistad llenará capítulos enteros de la historiafutura.

Luego el poeta se empequeñeció voluntariamente, hasta ocuparse de laexistencia doméstica de su amigo.

—¿Y Popito?—preguntó.

Momaren hizo un gesto de contrariedad y de tristeza.

—Se ha negado á asistir á nuestra fiesta. Prefiere pasar la tarde ensus habitaciones de estudiante. Tiene allí una terraza, donde cultivaflores, cuida pájaros y se entretiene con otras cosas fútiles, indignasde su sexo.

—¡Qué juventud la que viene detrás de nosotros!—exclamó tristemente Golbasto.

Momaren hizo un gesto igual de melancolía.

—Si no lo hubiese llevado en mis entrañas—murmuró—dudaría que fuesemi hijo.

Después el gran poeta tuvo que separarse de Momaren para atender á susadmiradores. Todos protestaban del hecho escandaloso que se estabarealizando en aquellos momentos sobre las gradas del templo de los rayosnegros.

—¡Ya no hay categorías, ni respeto … ni vergüenza! El primerjovenzuelo se cree un genio. ¡Qué escándalo!

Golbasto movía la cabeza aprobando estas protestas, y los admiradoresinsistían en sus lamentos, como si fuera á llegar el fin del mundoaquella misma tarde.

El solemne Momaren cortó á tiempo este concierto de quejas, pues los querodeaban al versificador habían agotado ya todas sus palabras deindignación y no sabían qué añadir.

—Ilustre amigo—dijo el Padre de los Maestros con una voz untuosa—,las señoras y señoritas aquí presentes me piden que interceda para quenuestro gran poeta nacional las deleite con algunos de sus versosinmortales.

Esto era mentira; las señoritas masculinas sólo deseaban bailar, y encuanto á las matronas barbudas, odiaban los versos, porque sudeclamación las obligaba á permanecer silenciosas, estorbando suscomentarios y murmuraciones. Pero como todas pertenecían á familiasuniversitarias dependientes de Momaren, creyeron prudente acoger elembuste de éste con grandes muestras de aprobación.

—¡Sí, sí!—gritaron—. ¡Que hable Golbasto!… ¡que recite versos!

El poeta nacional se inclinó como si quisiera empequeñecerse delante de Momaren.

—¡Recitar—dijo con énfasis—mis humildes obras, incorrectas yanticuadas, en la casa donde vive el más grande de los poetas, al quereconoceré siempre como maestro!…

Y mientras permanecía con el espinazo doblado, y Momaren, rojo deemoción, miraba á unos y á otros para convencerse de que todos se dabancuenta de tan enorme homenaje, dos matronas barbudas murmuraron bajo susvelos:

—De seguro que piensa pedirle algo mañana mismo para alguna de susamigas.

—Y lo que se lleve lo quitará á nuestros maridos—contestó la otra.

Mientras tanto, Momaren, saliendo de su nimbo de vanidad, decía conacento conciliador:

—Nada de maestro … nada de gran poeta. Los dos somos iguales:compañeros y amigos para siempre.

Golbasto palideció, hasta tomar su cara un tono verdoso. Parecíadispuesto á protestar de tanta igualdad y tanto compañerismo; pero elrecuerdo de muchas cosas que deseaba pedir al Padre de los Maestrossofocó la protesta instintiva de su vanidad, haciendo que se mostrasedulce y bondadoso.

—Para que yo recite algo mío, ilustre Momaren, será preciso que antescumpla una obra de justicia y de respeto declamando una poesía de usted.

El universitario aceptó con humildad.

—¡Si usted se empeña!… ¡Es usted tan bondadoso!…

Sabía Golbasto por experiencia que nada halagaba á este compañero comooir sus versos recitados por su boca. El poeta del cochecillo en formade concha, de los tres caballos humanos y del látigo sangrientodeclamaba con una dulzura celestial que hacía verter lágrimas. Además,era para Momaren la más alta de las consagraciones literarias tener áGolbasto como lector de sus obras. Después da esto se sentía pronto ádarle la Universidad entera si se la pedía.

Para que el acto resultase más solemne, Momaren creyó necesario reunirtodo su público, esparcido en los diversos salones, y agolparlo en unosolo que ocupaba la parte saliente del edificio, con dos ventanalessobre una plaza.

Este salón lo apreciaba mucho por estar amueblado á la moda de otrossiglos, cuando reinaban los emperadores de la penúltima dinastía. Comorecuerdos de aquella época guerrera y bárbara adornaban las paredesgrandes panoplias con lanzas, espadas en forma de sierra, sablesondulados y otros instrumentos mortíferos. El alma pacífica de Momarense caldeaba en este salón, sintiendo al entrar en él entusiasmosheroicos que le hacían engendrar versos tan viriles como los deGolbasto.

Siguiendo las indicaciones suaves del Padre de los Maestros, más temidasque si fuesen órdenes, todo el público se fué agrupando en este salón.Las damas y las señoritas formaron varias filas al sentarse, lo mismoque en un teatro. Las mujeres, por ser más fuertes, quedaron de pie y seaglomeraron en las puertas y una parte de los salones vecinos.

Golbasto estaba erguido entre las dos ventanas de la gran pieza, mirandoal público como un águila que se prepara á levantar el vuelo. Momarensonreía con la cabeza baja, sintiéndose encorvado prematuramente por elhuracán de las alas de la gloria que iba á descender sobre él.

Como el poeta nacional pensaba siempre en sus asuntos, hasta cuandofingía favorecer á un amigo, tosió repetidas veces para imponersilencio, y dijo así:

—Ya que deseáis que recite, permitid que empiece por las obras delPadre de los Maestros. El gran Momaren no es conocido como merece serlo.Hay muchos que se engañan con la mejor buena fe dividiendo nuestrapoesía nacional en dos reinos, uno de los cuales le atribuyen á él yotro á mí. Esos mismos añaden que Momaren es inimitable en la poesíaamorosa y Golbasto en la poesía épica. ¡Error, enorme error!

Momaren esgrande en todos los géneros, y para probarlo voy á recitar su cantoheroico á la Verdadera Revolución, obra inimitable de la que quisieraser autor.

Una salva de aplausos saludó la descarada adulación al jefeuniversitario y la interesada modestia del gran poeta.

—Quiero recitar ese canto heroico—continuó Golbasto—para que se veala diferencia entre la verdadera poesía y las miserables y cínicasfalsificaciones que se sirven á nuestro pueblo, tal vez en este mismoinstante.

La alusión al joven y odiado poeta que estaba declamando su obra en eltemplo de los rayos negros fué