Donde el gigante va de caza y Popito expone sus ideas sobre el gobiernode las mujeres Cuando el bondadoso Flimnap se presentó al día siguiente, Edwin le hizouna pregunta que tenía preparada desde la tarde anterior.
Adivinó que el profesor hembra le traía buenas noticias, a juzgar por laexpresión alegre de su rostro; pero antes de que se enfrascase en surelato y tal vez en la manifestación de sus tiernos sentimientos, quisosatisfacer la propia curiosidad.
-Dígame, doctor: ¿Momaren tiene una hija?
Al oir estas palabras, Flimnap perdió su alegre gesto. No se acordaba enaquel momento del mencionado personaje, y la pregunta del giganteresucitó en su memoria las molestias y los temores del día anterior.
-Sí, gentleman; tiene una hija, como usted dice, o como nosotrosdecimos, un hijo, que pertenece á la Universidad y podría ser una de susmejores glorias. Pero el doctor Popito, además de proporcionar al Padrede los Maestros abundantes molestias en el presente, le recuerda unpasado de sucesos muy tristes.
Viendo que Flimnap callaba, el gigante indicó con un gesto su deseo desaber algo más; pero el universitario se negó á seguir hablando si no secolocaba antes en una oreja aquel aparato que permitía oir las voces mástenues. Temía contar á gritos la historia de las desgracias familiaresde su poderoso jefe. Una indiscreción de tal clase aumentaría lafrialdad que le mostraba Momaren después de lo ocurrido en la tardeanterior.
Sólo al ver que Gillespie hacía uso del micrófono, siguió diciendo envoz baja:
—La historia del Padre de los Maestros es la historia de todas lasmujeres que concentran su felicidad y su porvenir en un hombre,entregándose á esa pasión absorbente y martirizadora que llaman amor.Hace veinticinco años, cuando aún no era jefe de la Universidad, peroocupaba un asiento por primera vez en el Senado y una cátedra deHistoria política, se enamoró de un hombre.
No crea usted, gentleman, que este hombre era un intelectual, digno delafecto de Momaren. Por el contrario, apenas sabía leer y escribir, peroera un buen mozo y disponía á su capricho de todas las artes quecultivan los varones metidos en sus casas para atraer y dominar á laspobres mujeres. Como la mujer vive preocupada por sus negocios y vuelveá su domicilio rendida de tanto trabajar, ignora el modo de precaversede tan diabólicas asechanzas.
Momaren, que aspiraba á ser un asceta del estudio, dedicando á laciencia su vida entera, sin las preocupaciones de familia, que estorbanla concentración silenciosa del pensamiento, fué débil, y cayó vencido,como cualquiera de esas muchachas del casco con aletas que estudian paraoficiales en nuestra Escuela militar. Durante tres años se consideró elprofesor más feliz de la República porque tenía á su lado á este hombreseductor y diabólico.
No era aún Padre de los Maestros, pero fué padre de Popito, que nació alaño de esta unión.
El caprichoso joven no pudo acostumbrarse á la gravedad amorosa delprofesor, á la calma de su casa, y un día se fugó con una cómica,célebre por su belleza, para vagar por los diversos Estados de nuestrapatria, llevando una existencia de aventuras y privaciones.
Debe haber muerto hace tiempo; nadie ha sabido más de él. Pero elilustre Momaren quedó herido para siempre después de esta traición, ymuy pocos le han visto sonreir.
El dolor es el agua que riega los jardines de la poesía y hace crecersus árboles más lozanos. (Esta imagen, gentleman, siempre que la uso enuna conferencia arranca murmullos de entusiasmo.) Quiero decir que lamala acción de aquel aventurero sirvió para que Momaren produjese susmejores obras. Como usted notó durante la lectura de sus versos, estegran poeta sólo canta armoniosamente al recordar sus dolores.
La educación de Popito le entretuvo durante los años de su infancia y suadolescencia. Pero ahora Popito es una mujer completa, un doctor de granporvenir, y si el Padre de los Maestros puede darle órdenes como jefe enlos asuntos universitarios, no le puede imponer su voluntad dentro de lafamilia.
Para Momaren, la mejor de las esperanzas era que su hijo viviese como élno supo vivir: observando el celibato, que conviene á toda mujer deestudios, pensando únicamente en la gloria propia y en el porvenir de lahumanidad, sin caer nunca bajo la tiranía del hombre. Un sabio que deseaser verdaderamente fuerte necesita despreciar el amor. Pero Popito haresultado completamente distinta á las ilusiones de su padre.
Debe tenerun alma igual á la de aquel aventurero enamoradizo y caprichoso queabandonó al más alto de nuestros sabios para irse con una cómica. Es delas pobres mujeres que consideran necesarios para su vida el hombre y elamor.
De seguir los consejos de su padre, la veríamos antes de pocos añossucederle en el alto cargo de Padre de los Maestros. Pero tiene un almadébil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en losprimeros días de la Verdadera Revolución lloraban é intercedían por losvarones. Por eso desprecia la más eminente posición universitaria denuestro país, prefiriendo vivir con un hombre amado, en cariñosaservidumbre, adivinando sus deseos para cumplirlos y dejándose despojarde los derechos de superioridad que le confirió, por ser mujer, nuestravictoria revolucionaria.
Su detuvo el profesor para añadir con timidez, bajando aún más el tonode su voz:
—Por desgracia, gentleman, yo tengo cierta culpa de la frialdad con queacoge Popito los sabios consejos de su padre. Esta muchacha ama á unhombre, y yo, sin darme cuenta, hice que los dos se conociesen.
La interrumpió Gillespie con una voz que para él era casi un susurro:
—Lo sé, profesor; el hombre se llama Ra-Ra….
—¡Más bajo, gentleman!—dijo el traductor—. Ese nombre no le convieneá nadie repetirlo en los presentes momentos. Digamos «él» simplemente, ynos entenderemos lo mismo. ¿Cómo le ha conocido usted?
Gillespie inventó una historia para hacer creer al profesor que por unazar había conocido á Ra-Ra, contra la voluntad de éste, llegando al finá ver su rostro.
—¡Imprudente!—murmuró Flimnap, refiriéndose á su protegido—. Hay quever cómo lo buscan por toda la capital. Muchas veces quise abandonarlo ásu suerte, en vista de sus absurdas predicaciones contra el excelentegobierno de las mujeres, ¡pero le quiero tanto!… Lo conozco desdeniño. Además, en los últimos días ha aumentado mucho mi afecto hacia él.¿Se ha fijado, gentleman, cómo se le parece á usted?…
Gillespie siguió contando el encuentro de Ra-Ra y Popito sobre su mesaen la tarde anterior, y cómo, extendiendo uno de sus brazos, creó unrefugio para que los dos amantes se hablasen entre caricias.
—¡Imprudentes!—volvió á repetir Flimnap—. Ahora comprendo por qué semostraba usted tan distraído y no contestó á mis preguntas. ¡Quéatrevimiento!… Tener una entrevista de amor á corta distancia delPadre de los Maestros, que odia á Ra-Ra y desea suprimirle, pues creeque es el único culpable del despego que le muestra su hija….
A pesar de las grandes muestras de escándalo que provocaba en Flimnap laaudacia de los dos amantes, se notó en su voz cierta admiración. Unosdías antes su protesta hubiese sido sincera, pero después de conocer áEdwin pensaba de distinto modo, mostrando veneración por todos los quesacrificaban la seguridad y las comodidades de su existencia en pro deun amor.
—Me asombro de su atrevimiento, gentleman, pero ¡quién sabe si estosenamorados valerosos ven la realidad mejor que nosotros y conocen losgoces de la vida más que los prudentes!… Yo, gentleman, tal vezhubiese sido como ellos, pero nunca tuve ocasión de conocer el amor. Mimundo no me daba facilidades para enamorarme. Siempre he soñado condedicar mi ternura á algo muy alto, muy extraordinario, que estuvierapor encima de las cabezas de los demás mortales…. Pero antes de queusted viniese esto equivalía á soñar con lo imposible.
Se ruborizó Flimnap, creyendo haber dicho demasiado, y miró á través desu lente el rostro del gigante. Este permanecía impasible, como si no lahubiese entendido, y el profesor juzgó oportuno no insistir. Por elmomento bastaba esta insinuación; más adelante se expresaría con mayorclaridad. Y pasó á hablar de aquellas noticias que dilataban de gozo sucara bonachona cuando entró en la antigua Galería de la Industria.
—Usted no puede estar metido aquí siempre, pues eso acabaría con susalud. Se lo he dicho al presidente del Consejo Ejecutivo, á muchossenadores, al gobierno municipal de la ciudad y á todos los periodistasque conozco, excelentes muchachas, que ahora me prestan alguna atención,después de no haberme hecho caso nunca, y se dignan repetir en susartículos todo lo que me oyen. En una palabra, gentleman: he creado unmovimiento de opinión á favor de usted para que su vida sea máshigiénica y divertida.
El gobierno me ha autorizado para que forme un programa de diversiones.¿Qué es lo que usted desea?…
Yo, espontáneamente, me he atrevido áproponer varias. Quiero que un día le dejen visitar la capital. Esto esmás difícil que parece á primera vista. Habrá que suspender lacirculación en las calles para que usted, al marchar, no aplaste á unoscuantos centenares de transeuntes y para que nuestros vehículosterrestres no le corten los pies con sus ruedas. La gente sólo le verádesde las ventanas y los tejados.
Como le digo, esto no es fácil, y sólo puede realizarse después que sereúna el gobierno municipal y decrete la suspensión del tráfico por unashoras.
También he hablado al ministro de la Guerra, y está dispuesto á enviarleun batallón de muchachas, las más jóvenes y ágiles, para que haganmaniobras sobre esta mesa y ejecuten varias danzas guerreras.
Otrasdiversiones tengo pensadas, pero sólo podrán realizarse más adelante,pues exigen larga preparación.
El recreo más inmediato será mañana. Usted necesita el aire del campo,dar un paseo digno de sus piernas, y el gobierno me ha autorizado paraque le lleve al parque secular, donde nuestros antiguos emperadores sededicaban á la caza durante sus veraneos. Tres días de viaje echabanaquellos déspotas en sus pesadas carretas para llegar á dicha selva,poblada de toda clase de animales feroces. Ahora, con nuestros vehículosautomóviles, vamos en tres horas, y usted, gentleman, tal vez haga elcamino en menos tiempo.
Verá usted cosas maravillosas en aquellas frondosidades, que, según lacredulidad de nuestros remotos abuelos, fueron habitadas por losprimeros dioses. Encontrará árboles casi de su estatura y tal vezbestias de caza muy interesantes.
Edwin aceptó la invitación con entusiasmo. Deseaba conocer algo más queel eterno espectáculo de la capital vista por los tejados, y el río, enel que únicamente le permitían moverse dentro de un reducido espacio.
Pasó la noche inquieto por esta novedad, despertándose con frecuencia, yapenas hubo empezado á apuntar el alba salió de la Galería,encontrándose con que el profesor Flimnap le aguardaba ya acompañado pordos individuos más del
Comité de recibimiento del Hombre-Montaña
. Undestacamento de amazonas armadas con arcos llenaba tres vehículosenormes, sin duda para recordar al gigante que no era mas que unprisionero.
Las dos máquinas voladoras que permanecían día y noche sobre el enormeedificio abandonaron su inmovilidad, lanzándose á través del aire comopara indicar la dirección al cortejo terrestre.
Caminó el gigante unas tres horas en pos del automóvil donde iba sutraductor, rodando detrás de él los otros vehículos llenos de soldados.Al entrar en la selva se hundió en una arboleda que tenía siglos y sólole llegaba á los hombros, pasando muy contadas veces sus ramas porencima de su cabeza. Los vehículos marchaban por caminos abiertos entrelas filas de troncos, pero el gigante, al seguirlos, tropezaba con elramaje en forma de bóveda, acompañando su avance con un continuo crujidode maderas tronchadas y lluvias de hojas.
La escolta tuvo que quedarse en el antiguo palacio de caza de losemperadores, que casi era una ruina, y Gillespie se lanzó á través de lomás intrincado de la selva, aspirando con deleite el perfume devegetación prensada que surgía de sus pasos.
Del fondo de la arboleda se elevaban nubes de pájaros, unas veces enforma de triángulo, otras en forma de corona, siendo las más grandes deestas aves del volumen de una mosca. Todos los habitantes de la selvaadormecida escapaban asustados al sentir la aproximación de estemonstruo inmenso. Bajo sus pies morían á miles las flores y losinsectos; cada una de sus huellas era un cementerio vegetal y animal.Las grandes bestias de caza, del tamaño de ratas, capaces de poner enpeligro la vida de un cazador pigmeo, corrían en galope furioso,temerosas y encolerizadas á la vez por la intrusión de esta montañaandante, que podía aplastarlas con sus piernas, tan gruesas como lostroncos de los árboles más antiguos.
Gillespie vió jabalíes de erizado pelaje y ciervos de complicadas yaltísimas astamentas, que parecían datar de los tiempos en que cazabanlos emperadores. Estas bestias de terrorífico aspecto hacían temblar deemoción al profesor Flimnap, á pesar de que las contemplaba desde unaaltura prodigiosa. El gigante, al salir del palacio ruinoso para correrla selva, había creído prudente llevar con él á su traductor.
—Así me acompañará alguien de la Comisión encargada de velar por miseguridad.
Y puso al catedrático sobre su pecho, aposentándolo en el bolsillosuperior de su chaqueta, donde antes guardaba el pañuelo perfumado quehabía sido el asombro de las damas masculinas en el palacio delgobierno.
Flimnap, asomado al borde del bolsillo, casi lloraba de miedo cada vezque el gigante extendía una mano pretendiendo apresar en plena carrera áalguna de aquellas bestias amenazantes dominadoras de la selva.
—¡No, gentleman!—gritaba—. ¡Tenga cuidado! En este momento recuerdoque uno de nuestros viejos cronistas relata cómo una fiera de esta clasemató, hace quinientos años, al emperador Deffar Plune, valeroso cazador.
Pero el gigante, excitado por los perfumes silvestres y sintiendorenacer su vigor con este deporte extraordinario á través de una selvaque tal vez tenía mil años y no era más alta que su cabeza, rió delmiedo de la traductora y de los emperadores de cinco siglos antes.
En una replaza abierta entre espesos árboles persiguió á un jabalí, que,al verse acorralado, le acometió con espumarajos de rabia, pretendiendohundir sus colmillos en el cuero de sus zapatos. Pero una patada delgigante lo envió por alto, yendo á estrellarse contra un árbol copudo yrobusto semejante á un cedro.
Luego, en un sendero, agarró á un ciervoen mitad de su fuga veloz y lo subió á la altura de su pecho,colocándolo á corta distancia de Flimnap, de modo que el asustadoanimal, al mover la cabeza, casi le tocaba con las puntas de sucornamenta.
El profesor cayó desmayado de miedo en el fondo del bolsillo, mientrasel gigante volvía á inclinarse sobre la tierra para dejar al ciervo enlibertad.
Tuvo que atender á su traductora, sacándola de su refugio, después deesta broma un poco ruda. Se sentó en el suelo, rompiendo bajo su pesovarios árboles. Luego metió una mano en un arroyo próximo, pasando dosdedos sobre la cara de su acompañante. Esta empezó á despertar bajo lacaricia húmeda.
—¡Oh, gentleman!—suspiró con acento de reproche—. ¿Por qué me ha dadoese susto?… ¡Yo que le amo tanto!
A pesar de este tono de queja, se notaba en su voz y en sus ojos unaexpresión adorativa, como si estuviese dispuesta á sufrir nuevosterrores á cambio de contemplar la majestuosa autoridad que ejercía suamigo sobre una selva donde habían temblado de emoción tantos cazadoresvalerosos.
El gigante la dejó por unos momentos sentada al borde del arroyo, parameterse otra vez entre los árboles.—
Quiero llevarme un recuerdo deesta visita—dijo á Flimnap.
Y el profesor vió cómo cogía con ambas manos un árbol que le llegaba ála cintura, empezando á moverle á un lado y á otro, cual si pretendiesearrancarlo del suelo.
Una nube de hojas envolvió al gigante. Varios pájaros se escaparonlanzando chillidos. El árbol crujía cada vez más ruidosamente, hasta queal fin se rompió junto á las raíces. Gillespie fué tronchando sus ramas,y así pudo fabricarse un bastón que más bien era una cachiporra, gruesade abajo, delgada de arriba y con varias púas que marcaban el ramajeroto.
Hizo un molinete con el tal bastón, que estremeció á los árbolesinmediatos, extendiendo una brisa ondulatoria sobre gran parta de laselva. Se sentía con esta cachiporra en la diestra menos esclavo de lospigmeos. Sonrió pensando que hasta era capaz de echar abajo el par demáquinas aéreas que le vigilaban haciendo evoluciones sobre su cabeza.Un simple garrotazo podía acabar con las dos si es que volaban, comootras veces, cerca de él para tenerle al alcance de su lazo metálico.
Al cerrar la noche volvió el Hombre-Montaña á su alojamiento. Tanta erasu alegría después de esta excursión, que durante el camino de regreso,influenciado por la dulzura del atardecer, empezó á cantar mientrasmarcaba el paso, llevando sobre un hombro el árbol convertido engarrote.
Su canción era una marcha belicosa de las que entonaba el ejércitoamericano durante la guerra en Francia.
Cuando se fatigaba de cantarsilbaba, y todos los del cortejo, contagiados por su alegría, intentabanimitarle.
Las muchachas de la escolta, no menos regocijadas yenardecidas por la excursión, acompañaban el canto del gigante golpeandosus casquetes con sus espadas. Las aviadoras de larga pluma coreaban lacanción ó los silbidos desde sus máquinas aéreas, que flotaban muy cercade Gillespie. Los habitantes de las cabañas y de los pueblecitos corríanhacia el camino, atraídos por esta música ruidosa que parecía venir delas nubes.
Aquella noche el profesor Flimnap escribió un largo informe dirigido ásus superiores, en el que relataba la alegría del prisionero,insistiendo sobre la necesidad de proporcionarle diversiones para quegozase de buena salud. Así los sabios del país podrían enterarse,gracias á sus confidencias, de la civilización de los Hombres-Montañas.
Después de redactar este documento sólo durmió unas horas. Debía partiral amanecer en la máquina volante que hacía el viaje á una de lasciudades más lejanas de la República. Le aguardaban allá para que diese,ante un público inmenso, otra de sus conferencias sobre el coloso.
Éste, fatigado por su excursión del día anterior, y sabiendo que Flimnapno vendría á verle, se levantó tarde.
Pasó dos horas en el río, dedicadoá su limpieza corporal, divirtiéndose al mismo tiempo en arrojarmanotadas de agua á la orilla de enfrente, donde los curiosos searremolinaban y huían riendo de estas trombas líquidas.
Cuando subió á su vivienda, vió que la servidumbre trabajaba ya en tornode las cocinas, preparando el gigantesco almuerzo.
Ocupó Edwin su escabel, apoyando los codos en la mesa; pero al abarcarcon su vista la planicie de madera, tuvo un agradable encuentro. Habíaalguien más que los atletas que dormitaban junto á la grúa. Sentados enel lomo del libro de poesías traído por Flimnap, y que hacía ahoraoficio de banco, vió á Popito y á Ra -
Ra. Los dos amantes conversaban conlas manos unidas y mirándose á corta distancia.
—No se molesten ustedes—dijo el gigante—. Continúen.
Pero estas palabras resultaban irónicas, pues ninguno de los dos sehabía movido al llegar el Hombre-Montaña ni parecieron enterarse de supresencia.
Gillespie no pudo ofenderse por este egoísmo, propio de enamorados.También él cuando había conseguido una entrevista con miss Margaret enun paseo de Nueva York ó en un jardín de California, era capaz de nomostrar el menor interés ni llevarse la mano al sombrero aunque pasasepor su lado el presidente de la República. El amor tiene bastante consus propios asuntos y no deja espacio á las otras curiosidades de lavida.
—Ha hecho usted bien, doctor Popito—continuó alegremente—, enaprovecharse cuanto antes de mi permiso. Hablen todo lo que quieran.Aquí tienen al Padre de los Enamorados, que los defenderá del Padre delos Maestros y de todos los Consejos que intenten su persecución. Sobreesta mesa pueden considerarse más seguros que sobre la más alta montaña.Me basta dar un puntapié á sus patas para demoler todos los caminos desubida, cortando el paso á los perseguidores.
Los dos amantes agradecieron al Gentleman-Montaña su protección. Pero ápesar de esta gratitud, se adivinaba en ellos que hubiesen preferidoverse solos, sin la obligación de conversar con el gigante.
Gillespie también excusó tal egoísmo; lo mismo le ocurría á él cuandohablaba con miss Margaret. Pero aquella mañana sentía un vivo deseo deponerse en comunicación con estos dos seres que reproducían su propiaexistencia como una miniatura reproduce un rostro humano.
—Desde que tuve el gusto de conocerle, doctor Popito—continuó—,llevo en mi memoria una pregunta, y aprovecho la oportunidad para que mela conteste. ¿Cómo usted, una mujer, ama á este hombre terrible quedesea la derrota del gobierno femenino y que la sociedad vuelva á estarconstituída como antes de la Verdadera Revolución?…
—Le amo—dijo Popito—por lo mismo que soy mujer y quiero continuarsiéndolo. No crea, gentleman, que todas las de mi sexo en este paísestamos contentas de la tiranía de nuestro gobierno y de la situaciónabyecta en que mantiene al hombre, haciendo de él un vencido. Del mismomodo que entre los varones se va formando el partido masculista, entrenosotras surge un movimiento de protesta dirigido por las mujeres queaspiran á una vida dulce y de concordia entre los sexos: una vida sinviolencias, sin que ninguno de los dos grupos en que se divide lahumanidad impere sobre el otro ni abuse de él. No queremos que el hombresea el déspota de la mujer, como en otros tiempos; pero tampoco que lamujer sea el tirano del hombre, como en la actualidad. ¿Por qué nopueden ser iguales los dos, manteniéndose en inalterable armonía graciasá la dulzura y, sobre todo, á la tolerancia?…
Además, gentleman, yo, como dice mi padre y otras mujeresintransigentes, tengo un alma de esclava, porque á todas ellas lesparece una esclavitud no ser las primeras en cualquier momento y nopoder dominar y maltratar al ser que marcha á su lado. A mí, la libertadá solas, la independencia áspera y egoísta, no me seducen. Necesitovivir acompañada, verme protegida, apoyarme en alguien, y sólo pido que,á cambio de mi sumisión cariñosa, me respeten, se muestren ciegos paramis defectos y, sobre todo, me amen.
Somos ya muchas las que pensamos así. Tres generaciones de mujeres hanvivido como embriagadas por su triunfo, vengándose de un largo pasado deesclavitud con disposiciones atroces. Nosotras no tenemos nada quevengar; hemos nacido dentro de unas familias en las que el hombre ocupauna situación inferior y humillante, y esto nos hace ver el presente conmás claridad y más independencia que pueden verlo nuestros progenitores.Es la reacción inevitable después de un período de violencias, elretroceso al buen sentido después de un avance exagerado.
—Pero su Ra-Ra—dijo el gigante—tiene otros pensamientos. Sueña conrepetir á favor de los hombres todas las violencias que realizaron lasmujeres al ocurrir la Verdadera Revolución.
—No crea usted sus palabras—dijo Popito con dulzura—. Ra-Ra esbueno, aunque parezca amargado y cruel por las persecuciones de que seve objeto…. Yo estoy á su lado, y cuando el amor une verdaderamente ádos seres, el hombre sólo es perverso si la mujer se lo consiente.
Hubo una larga pausa. Mientras Popito hablaba, su amante, con la vistabaja, parecía reflexionar.
—Además—continuó ella—, ¿cuándo triunfará Ra-Ra?… Yo lo deseo,aunque esta victoria signifique la desgracia de mi padre y ladesaparición del gobierno de las mujeres. Así podría vivir tranquila,sin las angustias que sufro actualmente, pues temo de un momento á otrover preso y condenado á muerte al hombre que amo. Pero ¿es posible esavictoria?… Cada vez la veo más lejana. Las mujeres triunfaron tal vezpara siempre al apoderarse de la fuerza.
Las palabras de Popito hicieron que Ra-Ra saliese de su abstracción.Tomó un aspecto de inspirado, de conductor de muchedumbres, una actitudheroica, que contrastaba con sus vestiduras femeniles.
—Nuestro triunfo llega—dijo con voz sorda—. Están contados los díasde la tiranía de las mujeres. Anoche recibí grandes noticias. Un esclavode la servidumbre de nuestro gigante me entregó un papel que le habíadado otro esclavo venido de una de las ciudades más remotas de laRepública. El número de nuestros adeptos aumenta. Tal vez somos ya unmillón.
Pero el número representa poco. Lo que vale es el trabajo de los hombresinteligentes que desean emanciparse de una vida de harén y apelan alestudio como único medio de conseguir la libertad.
Hemos encontrado á un octogenario que de joven hizo la guerra con elgeneralísimo Ra-Ra, mi heroico abuelo. Este anciano conoce el mecanismode todos los aparatos de combate que se conservan en las universidades.Acuérdate, Pepito, que tú y yo, cuando éramos muchachos y vivíamos en laUniversidad, nos hemos deslizado ocultamente en los almacenes de laFacultad de Historia para ver de cerca las bestias de acero, gloriosas ymudas, sin poder adivinar cómo funcionaron en otros tiempos….
—Pues bien—continuó Ra-Ra con entusiasmo después de una larga pausa—,ese anciano lo sabe; ese guerrero escapado á la venganza de las mujeresprepara la resurrección de un mundo de honor caballeresco y de heroísmo,comunicando sus conocimientos á los jóvenes.
—¿Y de qué puede servirles todo eso?—interrumpió Gillespie—. Yoconozco la historia de este país, que usted parece haber olvidado…. ¿Ylos rayos negros?
Ra-Ra levantó los hombros con una expresión de menosprecio.
—¡Oh, los rayos negros!—dijo al fin—. El invento de una mujer bienpuede sobrepujarlo el invento de un hombre. Nuestros sabios trabajan….y no quiero decir más. Vamos á encontrar algo que nos dará la victoria,y yo vendré á salvarle, gentleman, antes de que ordene su muerte elgobierno de las mujeres.