El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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XIV

Lo que hizo el Gentleman-Montaña para que Popito no llorase más Al día siguiente los periódicos lanzaron en sus ediciones de la tarde lanoticia de un suceso que interesó mucho al público.

Golbasto, el gran poeta nacional, había sido encontrado por unospescadores, poco antes de la salida del sol, tendido en la playa sobrela línea divisoria del agua y la arena. Lo habían conducido moribundo ásu vivienda, pero á la hora en que aparecieron dichas ediciones losmédicos mostraban esperanzas de salvarle la vida.

Cada uno comentó la noticia según la repulsión ó la simpatía que leinspiraba el poeta. Los hubo que hablaron de un exceso de inspiraciónque, haciéndole olvidar la realidad, le había impulsado á arrojarse alagua. Otros, más malignos, suponían un suicidio por decepcionesamorosas.

Muchos pretendieron establecer una relación entre esta noticia,anunciada con grandes rótulos de plana entera, y otra más humilde, singrandes títulos, que había que buscar en la última página de losdiarios, haciendo saber que el Padre de los Maestros estaba en camagravemente enfermo.

Como un vago rumor empezó á circular la murmuración de que también áMomaren lo habían llevado á su casa, en las primeras horas de la mañana,unos hombres que lo encontraron cerca del puerto. Pero como se tratabade un personaje oficial, fué imposible conocer la verdad. Nadie pudoencontrar á los empleados universitarios que habían cometido laindiscreción de contar la llegada de Momaren conducido en brazos porunos marineros. Al contrario, todos declaraban que esta noticia eraabsurda, pues el jefe de la Universidad estaba en cama desde tres díasantes.

Pero esto no evitó que la murmuración siguiese haciendo su camino, y losnoveleros empezaron á afirmar que la misteriosa enfermedad del poeta eraigual á la del Padre de los Maestros, teniendo ambas el mismo origen. Elsenador Gurdilo, ansioso de venganza, insinuó á los periodistas queMomaren y G olbasto se habían batido de noche en la playa por algunarivalidad amorosa, pues los dos, á pesar de su exterior solemne, eranunos hipócritas de perversas costumbres y tal vez se disputaban elmonopolio de algún esclavo atlético.

El vecindario de la capital se acostó pensando en estas dos enfermedadesmisteriosas, con la esperanza de que al despertar conocería detalles másinteresantes sobre la existencia privada de tan célebres personajes.Ninguno de los dos había podido hablar hasta el presente. Al poeta se loprohibían los módicos hasta que recobrase su perdido vigor. Momaren,aislado en su palacio, no era accesible á las averiguaciones de losperiodistas…. Pero al día siguiente todo este misterio iba ádesvanecerse, como ocurre en los grandes sucesos que interesan alpúblico.

Sin embargo, al despertar ocho horas después los habitantes de laciudad, ni uno solo se acordó del poeta célebre ni del Padre de losMaestros. Un suceso inaudito llenaba las páginas de los periódicos, ytal era su novedad, que paralizó la vida corriente, aglomerando á todoslos habitantes en las plazas y calles céntricas.

Un temblor de tierra,la erupción de un nuevo volcán, un gran naufragio ó una catástrofe aéreano hubiesen acaparado tanto la atención. Lo que ocurría era aún másextraordinario.

Después de tantos años de paz, cuando nadie se acordaba de la existenciade las antiguas guerras, acababa de surgir una guerra.

En Balmuff, uno de los Estados más lejanos y pobres, se habían sublevadoel día anterior todos los hombres contra el gobierno de laConfederación, dirigidos por algunos jóvenes excéntricos de los quefiguraban en el partido masculista. Su primer acto había sido constituirun gobierno provisional, todo de varones, que redactó un manifiestodirigido al pueblo. En él se decretaba para siempre la abolición de lasupremacía de las mujeres, declarando que éstas debían ser por elmomento inferiores al hombre, y tal vez más adelante, cuando hubiesenperdido su presente orgullo, se accedería á que fuesen sus iguales.

La noticia de tal sublevación, así como el manifiesto de sus jefes, hizoreir mucho al público femenino.

Algunos caricaturistas habíanimprovisado á última hora dibujos para los periódicos, representando lastropas revolucionarias compuestas de hombres todos con faldas y convelos, llevando además lanzas y espadas. Las esposas masculinas de losindividuos del gobierno y de sus altos empleados, así como laspertenecientes á las familias ricas de la capital, eran las que más seindignaban contra esta sublevación de sus compañeros de sexo.

—El hombre—decían—debe permanecer quieto en su casa, ocupándose delos hijos y de la fortuna conyugal. Eso de gobernar es oficio de lasmujeres. ¿Adonde iríamos á parar si nosotros, con nuestra inexperiencia,nos metiésemos á dirigir las cosas públicas?…

Y los que pedían más crueles castigos para la revolución de los hombreseran los hombres. En cambio, había mujeres que permanecían en silencio,como si temiesen hacer pública su opinión sobre este suceso.

Pero senotaba en su mutismo algo que hacía recordar la doctrina de Popitoacerca de la armonía entre los dos sexos.

Se sucedían con rapidez las noticias de Balmuff. Las transmisionesaéreas hacían vibrar el espacio incesantemente, y cada media horadescendía una máquina voladora sobre el palacio del gobierno, viniendode los últimos confines del mundo conocido.

Los curiosos ya no reían de la grotesca revolución de los hombres.Lanzaban los periódicos edición tras edición para contar la historia deeste suceso, el más inaudito é inesperado desde que las mujeresconstituyeron los Estados Unidos de la Felicidad. Los insurgentes deBalmuff se habían lanzado con piedras y palos sobre la Universidad de sucapital, apoderándose de ella sin más esfuerzo que repartir unos cuantosgarrotazos entre los profesores femeninos y otros empleados de igualsexo que dependían del lejano y omnipotente Momaren. Luego se habíanesparcido por el Museo Histórico, apoderándose de los fusiles y cañonesque figuraban en sus salas. Precisamente el gobierno de laConfederación, para satisfacer sin gasto alguno la vanidad de lasmujeres patriotas de este Estado remoto, había enviado, poco después deltriunfo femenil, enormes cantidades del antiguo material de guerra delos hombres, para que con esta ferretería inútil adornasen su palaciouniversitario.

El jefe militar de Balmuff era una amazona membruda y de labiosbigotudos, desterrada de la capital á causa de sus costumbres demasiadolibres. Este guerrero rió al saber que la canalla masculina—que hacíasus delicias en secreto—se armaba con los artefactos inútiles delpasado, y se limitó á ir en su busca con unas cuantas máquinasexpeledoras de rayos negros. De este modo no necesitaría que susamazonas persiguiesen á los insurrectos á flechazos. Ellos mismos iban ámatarse, pues los rayos prodigiosos harían estallar entre sus manos lasmáquinas anticuadas que acababan de adquirir ilegalmente.

Pero al dirigir contra los revolucionarios los rayos negros, siemprepoderosos, quedó absorto viendo su ineficacia. De los grupos rebeldes nosurgió ninguna explosión. Además, estos grupos eran casi invisibles,pues en torno de ellos se notaba la existencia de una neblina gris, unhalo denso, que los envolvía y los acompañaba como una armadura aérea.En cambio, de la masa insurrecta surgió de pronto el trac-trac de lasametralladoras, semejante al ruido de las antiguas máquinas de coser, ellargo y ruidoso desgarrón de las descargas de fusilería, el puñetazoseco y continuo de los cañones de tiro rápido, y en unos segundosquedaron en el suelo la mayor parte de las tropas del gobierno, huyendolas restantes con un pánico irresistible.

Las gentes de la capital, al leer esto, se miraban aterradas, noencontrando en su atolondramiento palabras capaces de expresar suasombro. Los más locuaces sólo sabían decir:

—¿Será posible?… ¿Será posible todo eso?

La actitud del gobierno les hacía ver que era posible eso y aun algomás, que no decían los periódicos, pero que las gentes se comunicaban envoz baja.

Ya no era Balmuff el único país ganado por la revolución. Los hombres deotras regiones inmediatas se habían sublevado igualmente, y parecíancontar con el mismo invento de la coraza vaporosa repeledora de losrayos negros. Todos ellos se pertrechaban á estilo antiguo en losmuseos, venciendo instantáneamente con sus armas de repetición á lastropas gubernamentales. Indudablemente algún hombre dedicado á laciencia había hecho en favor de los de su sexo un invento semejante alde aquella sabia mujer venerada en el templo de los rayos negros.

Ahora las máquinas voladoras que iban llegando al palacio del gobiernoprocedían de los más diversos extremos de la República. En casi todaslas provincias acababan de sublevarse los hombres. En unas habíanvencido, en otras habían fracasado, porque las autoridades supieronguardar y defender á tiempo los depósitos de armamento antiguo.

Poco antes de cerrar la noche, los altos señores del gobierno, deacuerdo con las instituciones parlamentarias, declararon en estado deguerra á toda la República. Al mismo tiempo decretaron la movilizaciónde las mujeres menores de cuarenta años, para que tomasen las armas, yel alistamiento voluntario de los hombres que quisieran trabajar en losservicios auxiliares y en los hospitales.

En el Senado, el público lloró de emoción escuchando á Gurdilo el másdesinteresado y sublime de sus discursos. Todo lo olvidaba ante lainminencia del peligro común. Besó y abrazó á los señores del ConsejoEjecutivo, odiados por él hasta un día antes. Ya no resultaban oportunoslos rencores políticos; todos eran mujeres y tenían el deber de morirdefendiendo el orden social, puesto en peligro por las utopíasanárquicas de unos cuantos varones ambiciosos ó locos, olvidados de lasvirtudes, respetos y jerarquías que forman la base de un paíssólidamente constituído.

El gran orador fué breve y luminoso en su arenga, repleta de consejospara los gobernantes. Ya que un nuevo invento masculino hacía inútilespor el momento los salvadores rayos negros, las mujeres sabrían valerseigualmente del antiguo material de guerra de los hombres olvidado en lasuniversidades. También sabrían inventar y fabricar nuevas armas máspoderosas, apelando á la colaboración de las mujeres científicas y delas que dirigían la industria.

¡Antes la guerra, una guerra larga y sangrienta como las de Eulame, queverse vencidas y esclavizadas por el hombre, lo mismo que en otrossiglos!

La muchedumbre aglomerada ante el palacio rugió de entusiasmo al ver enun balcón al siempre descontento tribuno sonriendo á los señores delgobierno y abrazándose con ellos.

Bajo el resplandor sonrosado de las iluminaciones nocturnas desfilarontodas las tropas de la capital. El entusiasmo femenino estalló en gritosestridentes al ver pasar los batallones de muchachas arrogantesacompañadas por el centelleo de sus espadas, de sus casquetes y de susuniformes cubiertos de escamas metálicas. ¿Cómo los hombres, groseros ycortos de inteligencia, iban á poder resistir el empuje de estasamazonas robustas, esbeltas y de ligero paso?… Después, las hembrasmás rabiosas rectificaban sus opiniones para aplaudir igualmente al sexoenemigo.

No todos los hombres eran dignos de abominación. Los jinetes de lapolicía, aquellos barbudos de la cimitarra, tan odiados por el pueblo,desfilaban igualmente. Todos habían pedido que los enviasen á combatir álos insurrectos. Y detrás de ellos pasaron miles y miles de voluntariosque acababan de alistarse: atletas semidesnudos, máquinas de trabajo quehabían vivido hasta entonces en una pasividad estúpida y parecíandespertar á una nueva existencia con la aparición de la guerra. Lasmujeres los admiraban ahora como si fuesen unos seres completamentediferentes de los siervos que habían conocido horas antes.

—¡Viva el gobierno! ¡Viva la Verdadera Revolución! ¡Vivan lasmujeres!—gritaban al pasar entre el gentío.

Y sus gritos los lanzaban de buena fe, sin ninguna ironía. Lo importantepara ellos era hacer la guerra, no parándose en averiguar contra quiénla hacían. Marchaban á combatir á los hombres porque estaban en lacapital; de haberse encontrado en Balmuff, hubiesen ido á combatir á lasmujeres, profiriendo gritos radicalmente contrarios con el mismoentusiasmo y la misma voluntad de ser héroes.

El Hombre-Montaña adivinó desde las primeras horas del día que algoextraordinario estaba ocurriendo en la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.Los constructores de la escollera le ordenaron, valiéndose de gestos,que suspendiese el trabajo de acarrear grandes piedras. Los obreros quelas acoplaban se habían marchado, y el universitario que traducía lasórdenes no apareció en todo el día.

Los buques de guerra que navegaban siguiendo la costa para impedir queel gigante se lanzase mar adentro se metieron en el puerto ó se alejaroná toda máquina, perdiéndose en la línea del horizonte, como si se lesacabase de ordenar un rápido viaje. Los aparatos aéreos emprendieron elvuelo, desapareciendo igualmente, y sólo quedó uno flotando en elespacio, con el pico vuelto hacia la ciudad, pues á sus tripulantesparecía interesarles más lo que pasaba en ella que la vigilancia delHombre-Montaña.

También había disminuído considerablemente el número de los esclavosencargados de su cuidado y vigilancia. Sólo quedaban los más viejos, yfué para él una fortuna que hubiesen traído al amanecer la diariaprovisión de pescado. Gracias á esto, los servidores pudieron prepararel caldero, y Gillespie, al cerrar la noche, encontró algo que comer, ápesar del abandono que notaba en torno á su persona.

Pasó una gran parte de la noche de pie, mirando hacia la ciudad. Suestatura le permitía abarcar con los ojos la mayoría de sus barrios. Elhalo rojo de la iluminación duró hasta altas horas de la noche. Llegabaá sus oídos el vocerío de la inmensa muchedumbre, sus aclamacionesentusiásticas, las canciones patrióticas entonadas á coro y el estruendoenardecedor de las músicas militares. Al mismo tiempo surcaban elespacio, como si fuesen cometas de distintos colores, los ojos de lasmáquinas voladoras con sus largas colas de luz.

Abajo, en la obscuridaddel mar, se deslizaban igualmente otras estrellas con todos los fulgoresdel iris. Por el aire y por el agua, un movimiento continuo yextraordinario iba llevándose fuera de la capital miles y miles deseres.

Sus servidores le gritaban de vez en cuando una palabra en el idioma delpaís, que él no podía entender. Le dió, sin embargo, dos significadossemejantes, y estaba casi seguro de no equivocarse. Aquellos hombresquerían decir «guerra» ó «revolución».

Indudablemente había surgido el movimiento insurreccional que veníapreparando Ra-Ra. ¿Qué sería de Popito?…

Acabó por acostarse en la arena para dormir el resto de la noche,diciéndose que al día siguiente tendría noticias más exactas de loocurrido. No le iban á dejar olvidado en aquella playa. Fuesen losvencedores unos ú otros, se acordarían de él para tributarle honorescasi divinos, como lo prometía Ra-Ra, ó para obligarle á trabajar ydarle mal de comer, como venía haciéndolo el gobierno de las mujeres.

Al despertar en la mañana siguiente, se vió completamente solo. Todossus acompañantes habían huído.

Esta soledad inquietó al Hombre-Montaña.Nadie iba á traerle el pescado para el diario alimento, ni el aguanecesaria, ni la leña para hacerle hervir el caldero. Lo único que letranquilizó, dándole la seguridad de no morir de hambre, fué ver que noquedaba nadie en torno de él capaz de cortarle el paso.

El destacamento de soldados que vivaqueaba antes entre el puerto y laplaya había desaparecido. Sobre su cabeza no vió una sola máquinavoladora ni sus ojos encontraron ningún buque enfrente de él. Salían dela ciudad verdaderas nubes de aviones, algunos de ellos enormes hasta elpunto de poder transportar varios centenares de pasajeros. Pero todos sealejaban en dirección opuesta, y lo mismo hacían las escuadras de buquesque abandonaban el puerto.

Llevaba una hora de pie, mirando hacia la ciudad, espiando las ampliasavenidas que alcanzaba á ver entre los aleros, y en las cualeshormigueaba un público continuamente renovado, cuando sintió coninsistencia un cosquilleo en uno de sus tobillos. Al volver sus ojoshacia el suelo, vió erguido en la arena, sobre las puntas de sus botaspara hacerse más visible y moviendo los brazos, á un pigmeo, mejordicho, á un soldado, con casco de aletas y espada al cinto, el cual dabagritos para llamar su atención. Un poco más allá vió también una máquinarodante en figura de tigre, que había traído sin duda á este guerrero, yera guiada por otro de la misma clase, aunque de aspecto más modesto.

El gigante se sentó en la arena lentamente, para no dañar con elmovimiento de su cuerpo al enviado del gobierno. Porque Gillespie sólopodía imaginar que fuese un emisario del Consejo Ejecutivo este oficialque brillaba al sol como si fuese todo él vestido de vidrio y ademásllegaba montado en un vehículo automóvil de aspecto tan fiero.

Puso sobre la arena una de sus manos, y el militar montó en la palma concierta torpeza, que hizo sonreir al coloso. Para ser una mujer deguerra, estaba demasiado gruesa y tenía los pies inseguros. Fué subiendola mano poco á poco para que el emisario no sufriese rudos balanceos, yal tenerla junto á sus ojos lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Profesor Flimnap!

La traductora saludó quitándose el casquete alado, mientras apoyaba sumano izquierda en la empuñadura de su espada.

Iba vestida con un traje de escamas metálicas muy ajustado á sus formasexuberantes, y pareció satisfecha del asombro del gentleman, viendo enél un homenaje á su nueva categoría y al embellecimiento que leproporcionaba el uniforme. Con una concisión verdaderamente guerrera,dió cuenta á Gillespie de todo lo ocurrido.

El gobierno acababa de decretar la movilización contra los hombresinsurrectos, y ella, aunque por su carácter universitario estaba libredel servicio de las armas, había sido de las primeras en ofrecerse parapelear por la buena causa. Consideraba esto un deber ineludible, por sernieta de una de las heroínas de la Verdadera Revolución. Pero Gurdilo,su ilustre amigo, que mandaba ahora tanto como los altos señores delgobierno, se había negado á permitir que un profesor de sus méritosfuese simple soldado y lo había nombrado capitán, aunque en realidad nomandaba tropa alguna.

Su obligación militar iba á consistir en permanecer jauto al gobiernoescribiendo la crónica de la guerra y revisando las proclamas dirigidasal país, por si era posible agregarles nuevos toques de retórica.

—Venceremos, gentleman—dijo con entusiasmo—. Desde anoche estánsaliendo tropas para los Estados donde se han sublevado los hombres. Yale he dicho que éstos disponen de una invención, de una especie de nubeque los pone á cubierto de los rayos negros; pero aunque esto parezca degran importancia á ciertos varones ilusos, influirá poco en el resultadofinal. Si ellos pueden valerse, gracias á su descubrimiento, de lasarmas antiguas que inventaron los hombres, nosotros también podemoshacer uso de ellas, y las guardamos en mayores cantidades. Esta mañanahemos extraído de los archivos de la Universidad Central una estadísticade todos los depósitos que existen en las otras universidades y sehallan en poder del gobierno. Por cierto que esto me ha permitidoadquirir noticias sobre el Padre de los Maestros, que está enfermo degravedad, lo que originó ayer muchos comentarios.

Y con serena indiferencia, como si hablase de algo ocurrido muchos añosantes, relató á Gillespie la misteriosa aparición del poeta Golbastotendido en la arena de la playa y medio ahogado, así como la dolenciaextraña de Momaren y las murmuraciones de los que afirmaban que á lamisma hora lo habían llevado inánime á su palacio unos desconocidos.

Parpadeó el gigante oyendo estas noticias, pero sin pronunciar unapalabra de comentario. No hubiera podido tampoco decirla aunque talfuese su voluntad, porque el profesor siguió su relato de la sublevaciónde los hombres.

—Los derrotaremos, gentleman. Hay que someter á esa canalla quepretende resucitar las vergüenzas y los crímenes de otros siglos. Lo queellos quieren es que volvamos á la guerra y al militarismo.

Y al decir esto se irguió, acariciándose con una mano las melenasmientras apoyaba la otra en la empuñadura de su espada, cuya hoja seextendía horizontalmente más allá de sus exuberancias dorsales.

—Yo siento expresarme así—continuó—porque usted es un hombre. Perohay hombres de distintas clases.

Hubiese usted sentido orgullo anoche yesta mañana al ver cómo desfilaban miles y miles de varones que hanabrazado nuestra causa y desean morir en defensa del beneficioso régimenorganizado por las mujeres.

El flamante capitán se interrumpió para mirar abajo, extrañándose de lasoledad de la playa. Todos los servidores habían desaparecido.

—Esto no puede seguir así—dijo con autoridad—. Afortunadamente, yovuelvo á ser alguien en los presentes momentos, y remediaré taldesorden. No le prometo volverle hoy mismo á la Galería de la Industria,donde usted se encontraba tan bien. Sería demasiado rápido el cambio ylos señores del Consejo Ejecutivo podrían ofenderse. Pero yo hablaré ami ilustre jefe Gurdilo, y es casi seguro que dentro de unos díasocupará usted su antigua vivienda. Mientras tanto, cuidaré directamentede su alimentación. Ahora manda su amigo Flimnap, y no morirá usted dehambre.

Sonrió el profesor al acordarse de sus preocupaciones pecuniariasalgunos días antes, cuando intentaba ayudar á la alimentación delgentleman con sus modestos recursos.

Como era un guerrero influyente, podía regalar hasta la saciedad á suadorado gigante distrayendo una parte mínima de los grandes depósitos dematerias nutritivas requisadas por el gobierno para las necesidades delejército.

—Va usted á comer mejor que en los últimos días—dijo con el tonomaternal que emplea toda mujer cuando se ocupa de la alimentación delhombre que adora—. ¿Le siguen gustando á usted los bueyes asados?…¿Cuántos quiere para hoy, dos ó media docena?

Iba á contestar el coloso, cuando un ruido extraordinario vino del ladode la ciudad. Para el oído de Gillespie no era gran cosa: hubieseequivalido en el mundo de los seres de su estatura al ruido que produceel choque de dos guijarros, ó al de varias bolas de espuma de jabóncuando estallan. Pero el capitán Flimnap, que tenía más limitadas y porlo mismo más sensibles sus facultades auditivas, se estremeció de lospies á la cabeza, vacilando sobre la mano del gigante.

Escuchaba por primera vez estos ruidos pavorosos, y aunque había leídoen las crónicas antiguas muchas descripciones del estruendo de las armasinventadas por los hombres, nunca pudo suponerlo tal como era en larealidad.

—¡Grandes dioses!—gritó—. ¡Son tiros! ¡Disparos de armas de fuego!…¡Y suenan cerca de la Universidad!… Adivino lo que ocurre. También sehan sublevado los hombres en la capital, intentando apoderarse denuestro Museo Histórico. Pero el gobierno ha previsto el caso, y lossublevados, en vez de llevarse las llamadas armas de fuego, sonrecibidos en este momento por nuestras tropas, que emplean contra elloslas mismas armas…. ¡Otra vez disparos! ¡Gentleman, déjeme en el sueloinmediatamente!

Necesito ir allá…. Allá no; al palacio del gobierno,donde me buscan tal vez á estas horas para pedirme datos.

Y era tal su nerviosidad, que el gigante temió que se arrojase desde loalto de su mano. Dejó al profesor -

guerrero en la arena, y vió cómocorría hacia su automóvil-tigre y cómo escapaba éste á toda velocidadhacia el puerto.

—¡Con tal que no olvide su promesa!—pensó el Hombre-Montaña, queempezaba á sentir el tormento del hambre.

El enamorado capitán era incapaz de abandonar un instante el recuerdo desu protegido, y á la caída de la tarde, cuando ya desesperaba éste desatisfacer su apetito, empezando á calcular la posibilidad de unainvasión de la capital en busca de comida, vió cómo avanzaban por laplaya unas cuantas máquinas rodantes, negras y sin adornos, de las queservían para el avituallamiento del ejército. Sostenido por dos de ellasreconoció un plato enorme, de los empleados en su servicio allá en laGalería de la Industria. Sobre este plato se elevaban, formandopirámide, cuatro bueyes asados. En los otros vehículos llegaban montañasde panes—cada uno de ellos del tamaño de un grano de maíz ante los ojosdel gigante—, pirámides de frutas enormes para los pigmeos, pero quevenían á ser del volumen de un cañamón, y montones de quesos.

Unasección de atletas agregados al ejército traía en varios vagones unadocena de toneles de agua.

Cuando toda esta gente se marchó, anunciando que volvería al díasiguiente con nuevos víveres, el gigante, sentado en la arena, pudosaciar su hambre con holgura. Hacía mucho tiempo que no había saboreadouna comida igual. Hasta encontró agradable la existencia á laintemperie, siempre que Flimnap cuidase de su alimentación. Luego pensóque su enamorado capitán acabaría por volverle á la Galería de laIndustria, apreciada ahora por él como un palacio maravilloso.

Pasó la noche en un sueño profundo, á pesar de que llegaban hasta laplaya los rumores de la ciudad en continuo movimiento.

—Mañana—pensó—á primera hora, cuando me traigan el almuerzo, sepresentará Flimnap con nuevas noticias.

Pero transcurrieron muchas horas de la mañana sin que llegase elalmuerzo ni el amable capitán. Pasado mediodía, cuando el coloso, malacostumbrado por las abundancias de la noche anterior, empezaba á sentirel tormento del hambre, vió avanzar á través de la playa solitaria á unpigmeo que, sin duda, venía en su busca.

No llevaba uniforme militar ni le seguía vehículo alguno. Su vestiduraestaba compuesta de túnica y velo, como la de todos los hombres que noeran esclavos.

Gillespie pensó inmediatamente que tal vez era Ra-Ra ó Popito, aunquesin decidirse por ninguno de los dos, pues se sentía desorientado por lainversión de sus trajes. Cuando el recién llegado, hombre ó mujer,estaba todavía á unos cuantos pasos, Edwin puso una mano en el suelopara que montase en ella, y así lo hizo el pigmeo. Llevaba la caraenvuelta en velos, pero al quedar cerca de los ojos del coloso descubriósu rostro.

Experimentó Gillespie una sorpresa que no por haberse repetido muchasveces resultaba menos intensa.

«¡Miss Margaret Haynes!…» Luego tuvoque pensar, como siempre, que miss Margaret, aunque pequeña, grácil ydelicada, no era tan diminuta, y que esta beldad pigmea sólo podía serPopito.

Vió una Popito llorosa y humilde, que en nada hacía recordar al doctorjuvenil y seguro de sí mismo conocido días antes.

—¡Gentleman—gimió—, van á matar á Ra-Ra!

Y fué contando rápidamente todo lo que había ocurrido el día anterior enla Ciudad-Paraíso de las Mujeres.

Los hombres de la capital se habían mostrado menos audaces que los deotros Estados. Tal vez influía en ello la proximidad del gobierno y delos grandes medios defensivos acumulados por éste. Además, dichavecindad resultaba corruptora. La mayoría de los varones, en vez deseguir á los que peleaban por la emancipación de su sexo, habíanpreferido ayudar al gobierno de las mujeres.

—Esto no es extraordinario, gentleman. También creo que en el mundo delos Hombres-Montañas las gentes dan su sangre y mueren por interesescompletamente opuestos á sus propios intereses. Los pobres, vestidos conun uniforme, pelean por conservar á los ricos su riqueza; los soldados,cuando terminan las guerras, viven en la miseria, mientras los que sequedaron tranquilos en sus casas se reparten las cosas conquistadas; lasmujeres ignorantes apoyan á los hombres que se oponen á lasreivindicaciones del sexo femenino. Así son los absurdos de la vida.

El gigante asintió con un movimiento de cabeza, mientras Popitocontinuaba su relato.

La insurrección había tenido que retrasarse un día, hasta que, al fin,en la mañana anterior, Ra-Ra, con unos cuantos miles de esclavos yllevando como oficiales á muchos jóvenes de los clubs «varonistas», selanzó al asalto de la Universidad para apoderarse de las armasdepositadas en el Museo Histórico. Se creían seguros de obtener lavictoria gracias á las máquinas productoras de una coraza vaporosa queneutralizaba el efecto de los rayos negros. Una ligera interrupciónocurrida á última hora en el mecanismo de estas máquinas habíaocasionado el retraso del movimiento insurreccional.

Pero el gobierno estaba advertido de él, y un batallón de muchachas dela Guardia defendía la Universidad.

Muchas de éstas se lanzaronespontáneamente á manejar las armas antiguas, inventadas por loshombres, siguiendo los consejos de un profesor que creía haber adivinadosu uso leyendo libros rancios.

La mayor parte de los fusiles no funcionaron. En otros se rompieron loscañones, matando á las amazonas que los manejaban. Pero los muy contadosque por casualidad pudieron enviar sus proyectiles contra los asaltantespusieron á éstos en dispersión. Además, los hombres, que no habíanescuchado nunca el estrépito de las armas de fuego, sufrieron elsobresalto propio de la falta de costumbre.

El resto de la Guardia atacó á flechazos á los insurrectos tenaces queno querían huir, y Ra-Ra, con muchos de sus oficiales, cayó prisionero.

—Hoy lo juzgan, gentleman, y es seguro que lo condenarán á muerte. Sólousted puede salvarlo. No desoiga mi ruego.

Gillespie quedó mirando á Popito con una fijeza dolorosa. La pobremuchacha gemía, sin apartar de él sus ojos lacrimosos, como si fuese unadivinidad en la que ponía todas sus esperanzas. Empezó á sentir lacólera de un celoso al ver que miss Margaret Haynes se preocupaba tantode Ra-Ra y lloraba por su suerte.

—Yo seré su esclava—decía