El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XV

Que trata de muchos sucesos interesantes, como podrá apreciarlo elcurioso lector Inclinó la cabeza para hablar á Popito, que se había asomado á laabertura del bolsillo.

—Sepa usted, miss—dijo—, que vamos en busca de Ra-Ra. Dígame dónde lotienen preso; guíe mis pasos.

Le fué indicando la joven las avenidas que debía seguir por las afuerasde la ciudad. Marchaban entre grandes edificios levantados cuando lacapital se ensanchó á consecuencia de la Verdadera Revolución.

La cárcel donde guardaban á Ra-Ra era un antiguo cuartel que las tropasfemeninas habían abandonado por insalubre.

—Aquí—dijo Popito.

Y le señaló con sus gritos y sus manoteos un edificio de paredessombrías, con las ventanas cerradas. Ante el paso del gigante huían las gentes dando gritos. Sus pies sóloencontraban un desierto repentino, mientras á sus espaldas se ibalevantando un bullicio enorme, pues el público se arremolinaba paraseguirle entre vaivenes de audacia y de pavor.

Aquella cárcel estaba guardada por una tropa numerosa, compuesta demujeres flecheras y hombres barbudos de la policía montada. Al veraproximarse al gigante por el extremo de la avenida, ó sea á unadistancia que habíese exigido de cualquier pigmeo mil pasos paracorrerla, todas estas tropas acudieron á las armas. Nadie pensó en huir.Las explosiones de entusiasmo y los cantos patrióticos de los díasanteriores habían infundido á todos una audacia heroica.

Con sólo media docena de zancadas llegó el coloso á la puerta de laprisión, hundiendo sus pies en la muchedumbre armada. Las amazonasenviaron á lo alto una nube de flechas contra su pecho y su cabeza,mientras los jinetes de las cimitarras intentaban herirle en laspantorrillas. Pero él, con un golpe de su garrote, abrió anchísimo surcoen la masa de enemigos, enviando por el aire docenas de éstos, y ácontinuación le bastaron varias patadas para desbaratar el resto de latropa. Todos los que aún se mantenían de pie huyeron, dejando el suelocubierto de camaradas inertes ó gimeantes.

Gillespie acometió inmediatamente á puntapiés, la gran puerta deledificio, y finalmente hizo de su cachiporra una catapulta, derribando álos primeros embates las dos hojas chapadas de acero.

—¡Ra-Ra, hijo mío—gritó á toda voz—, la salida está libre; huye y noperdamos tiempo! Saltando sobre las hojas rotas de la puerta aparecieron bajo su arcovarios hombres que parecían asombrados de su buena suerte y miraban entorno, no sabiendo por dónde escapar. Debían ser los compañeros deRa-Ra.

Éste apareció al fin, y al ver al gigante con su arma aplastadoray todo el suelo en torno de él cubierto de enemigos, gritó conentusiasmo:

—¡Victoria!… Marchemos inmediatamente contra el palacio y acabaremosen un instante con el gobierno de las mujeres. ¡Viva la emancipaciónmasculina!…

Pero Edwin se había inclinado sobre él, tomándole con sus dedos, y loelevó hasta el mismo bolsillo donde estaba oculta Popito. Al hacer estemovimiento cayeron de su pecho muchas flechas que habían quedado medioclavadas en el paño de la chaqueta.

—Lo que vas á hacer, querido Ra-Ra—dijo—, es quedarte quietecitodentro de este bolsillo, donde encontrarás una agradable sorpresa.¿Crees que voy á perder el tiempo mezclándome en esta ridícula guerraentre hombres y mujeres?… ¡A callar! Es inútil que protestes, porqueno te oiré. Ahora ya no necesito guías; puedo moverme solo.

Y como su estatura le permitía ver por encima de los tejados, se dirigióhacia el puerto por el camino más corto.

Ra-Ra, luego de quedar sumido en el fondo del bolsillo, se asomó á suabertura, braceando entre gritos de desesperación. Pero el gigante noquiso escuchar lo que juzgaba protestas políticas del revolucionario yle dió un golpe en la cabeza con uno de sus dedos, enviándolo otra vezal fondo del bolsillo.

Llegó Gillespie al puerto, teniendo siempre ante sus pies un anchoespacio de terreno libre de gentío. Todos huían á ambos lados de él,pero era para juntarse luego que había pasado, profiriendo gritos dealarma y amenazas.

A la cabeza de esta muchedumbre rodaba el automóvil-tigre de Flimnap. Elprofesor, puesto de pie sobre el vehículo, iba arengando al gentío.

—¡No le hagan daño!—decía—. Se ha vuelto loco; no puede ser otracosa; pero tratándolo con dulzura acabará por someterse.

Unos le escuchaban sin hacerle caso; otros, que habían visto de lejos elexterminio realizado por el gigante ante la cárcel, gritaban venganza.Esta masa enorme y alborotada, sin organización alguna, en la que seconfundían militares y civiles, mujeres y hombres, avanzaba cada vez másrápidamente, hasta que se detuvo de pronto con un movimiento deretroceso que se extendió hasta el centro de la ciudad, esparciendo laalarma en las calles transversales. El gigante se había detenido alllegar al puerto, y la muchedumbre que le seguía se detuvo igualmente.

Al ver llegar al Hombre-Montaña huyeron todos los que trabajaban en losmuelles trasladando á varios buques mercantes los víveres amontonadospara el avituallamiento del ejército y de la flota. El gigante avanzópor uno de estos muelles, anchísimo para los pigmeos, pero en el cualtenía que colocar sus pies con precaución, como si marchase por lo altode una pared.

La muchedumbre lanzó un grito de sorpresa y de rabia al darse cuenta dela dirección que seguía. Junto á este muelle se hallaba anclado el boteque le había traído de su remoto país.

—¡El Hombre-Montaña va á escaparse!—gritaron miles de voces.

Otros se alegraron de esto, aceptándolo como una solución beneficiosapara el país, ahora que necesitaba concentrar todas sus actividades enla guerra contra los hombres.

Todos vieron cómo se inclinaba sobre los peñascos que defendían el ladoexterior del muelle formando una línea de rompeolas. Con una roca encada mano, levantó la cabeza, mirando en torno de él inquietamente.Desde el principio de su fuga le preocupaban más los ruidos del aire quelas agresiones de los enemigos que marchaban sobre la tierra. Unaflotilla de máquinas voladoras representaba para él un peligro temible.

Sonó un zumbido de avión cerca de sus orejas y se puso en guardia; peroal ver que sólo era una máquina la que flotaba en el aire, sonriósatisfecho.

En aquel mismo momento los señores del Consejo Ejecutivo y sus ministrosdeploraban haber enviado contra los hombres sublevados todas las fuerzasaéreas existentes en la capital, y les ordenaban por medio de ondasatmosféricas que volviesen con toda rapidez para exterminar al gigante.Sólo había quedado un aparato volador, algo antiguo, para los serviciosextraordinarios, y su tripulación estaba compuesta de señoras maduras,movilizadas por la guerra, que habían permanecido largos años sinejercer sus habilidades de guerreras del aire.

La máquina, que tenía la forma de una paloma, no osó aproximarse muchoal Hombre-Montaña. Los aviadores que le aprisionaron durante su sueño aldesembarcar en el país tampoco se habrían atrevido á pasar ahora cercade su cabeza, como lo hicieron entonces. Había que temer un golpe deaquel árbol que le servía de bastón.

Gillespie oyó un silbido, viendo al mismo tiempo ondular en el espacioun serpenteo luminoso semejante á un relámpago blanco. Acababan dearrojar sobre él uno de aquellos cables de platino de los cuales nopodía defenderse. Pero echó atrás la cabeza, y el brillante hilo pasósin tocarle, retorciéndose y doblando su extremo hacia arriba, como unaserpiente furiosa.

Las matronas de la máquina volante, que veían debajo de ellas á todo elvecindario de la capital admirándolas, como si de su esfuerzo dependiesela suerte de la República, quisieron no marrar su segundo ataque, y paraello hicieron descender la máquina más cerca del gigante, aunquemanteniéndola á tal altura que no pudiera alcanzarla con su garrote.

El Hombre-Montaña levantó una mano y, antes de que los aviadoreslograsen enviar de nuevo su lazo metálico, asestó á la máquina unapedrada certera. El ave mecánica se desplomó herida, flotando algunosmomentos sobre la copa azul del puerto, mientras las matronasreservistas se salvaban á nado. Al fin se acostó sobre una de susaletas, desapareciendo entre los círculos concéntricos que había abiertoen el agua.

Como Gillespie no veía otros enemigos aéreos, saltó dentro de su bote,lo que produjo en el puerto una enorme ondulación que hizo danzar sobresus amarras á todos los buques de los pigmeos.

Rápidamente, el coloso había amontonado con ambas manos varias rocas dela escollera, arrojándolas en el fondo de su barca. Vió con placer quela marinería de la escuadra del Sol Naciente había dejado en suembarcación dos remos antiguos, así como una cesta, una paleta paraachicar el agua y otros objetos de menos valor. Todo lo demás, víveres yropas, se lo habían llevado el primer día de su llegada para exhibirloante el gobierno y guardarlo, finalmente, en los arsenales de la ciudad.

Lo primero que procuró fué librar el bote de las amarras puestas por lospigmeos. Lamentaba no tener un simple cortaplumas para terminar máspronto, partiendo los cables que lo tenían sujeto. Dos de éstos le uníanal muelle, atados á dos troncos de pino que hacían oficio de pilotes.Gillespie, para no perder tiempo desenredando los nudos hechos por lamarinería enana, tiró simplemente de estos cables, enormes para loshabitantes del país, pero menos gruesos que su dedo meñique, arrancandolos dos maderos de la tierra en que estaban clavados. Luego se dirigióhacia la proa para levantar las anclas hundidas en el fondo del puerto.

Estas anclas eran recuerdos venerables de la época posterior á Eulame,cuando las naciones, en implacable rivalidad marítima, se dedicaron áconstruir buques inmensos, fortalezas flotantes de numerosos cañones,guarnecidas por miles de combatientes. Para Gillespie resultaban de untamaño considerable, más allá de las proporciones guardadas por lasdemás cosas de los pigmeos, pues eran tan largas casi como sus piernas.Por esto tuvo que esforzarse mucho para arrancarlas del barro del fondo,subiéndolas hasta el bote.

De pronto suspendió su trabajo al oir que le hablaban en inglés desde elmuelle. Era Flimnap. Todos sus compatriotas permanecían alejados despuésde haber visto que el gigante del árbol amenazador sabía igualmenteaplastar á sus enemigos á gran distancia, valiéndose de rocas capaces dedestruir una casa ó un buque. Gritaban contra él, pero se manteníanaglomerados en las bocacalles, prontos á huir, sin atreverse á avanzaral descubierto sobre los muelles. Sólo Flimnap, siguiendo los consejosde su amor y seguro de la bondad del gigante, se atrevió á ir hacia él.

—¡Gentleman—dijo con voz llorosa—, lléveme con usted, ya que suintención es huir para siempre de esta tierra! ¡Piense en mí, se losuplico!… ¿Cómo podré vivir cuando el Gentleman-Montaña se hayamarchado para siempre?…

Pero el Gentleman-Montaña miró sonriendo al grueso capitán y levantó loshombros. Luego le volvió la espalda, empezando á forcejear para subir lasegunda ancla.

—¡Lléveme!—continuó—. ¿Qué voy á hacer en mi patria?… Al ver queusted quiere marcharse, todas mis creencias se han derrumbado. Nada meimporta que perezca el gobierno de las mujeres, que triunfen los hombresó que la guerra sea interminable. Lo único que me interesa es mi amor.

»Además, gentleman, este país me parece inmensamente triste y empiezo áaborrecer á los que lo habitan.

Creíamos terminada para siempre laguerra; era un monstruo de los tiempos remotos que nunca podíaresucitar; y ahora la guerra surge cuando menos lo esperábamos y nadiesabe cuándo acabará.

¿Viviremos esclavos eternamente de nuestra barbarieoriginal, sin que haya educación capaz de modificarnos?… ¿Será unamentira el progreso?… ¿Estaremos condenados á dar eternas vueltas, lomismo que una rueda, sin salir jamás del mismo círculo?…

Pero el coloso no oía sus ruegos ni prestaba atención á las preguntasque iba formulando Flimnap, de acuerdo con sus hábitos de conferencista.Lo que á Gillespie le preocupaba era salir del puerto cuanto antes.

Yatenía fuera del agua la segunda ancla, y empuñó los remos, empezando ábogar de pie y mirando á la proa.

—¡Gentleman, lléveme!—gritó el amoroso catedrático con un temblorhistérico en la voz y extendiendo sus brazos—. Yo no quiero vivir aquí.Tómeme en su navío gigantesco ó me arrojo al agua.

No supo nunca Gillespie si el enamorado capitán fué capaz de cumplir suamenaza, pues se negó á volver el rostro. Pronto dejó de oir la voz desu antiguo traductor. Remaba tan vigorosamente, que con unas cuantaspaladas se colocó en el centro del puerto. De los buques mercantesescapaban en masa las tripulaciones, por creer que el Hombre-Montañaquería tomarlos al abordaje. Pero Gillespie puso su proa hacia el otrolado del puerto, donde estaban los almacenes de víveres para las tropas.

Al saltar sobre el muelle, éste quedó desierto. Por encima de lastechumbres de los almacenes vió un patio donde estaban puestas á secarenormes cantidades de carne convertida en cecina. A puñados arrebatóesta reserva alimenticia, arrojándola en el cesto que había sacado delbote. También limpió otro patio de los víveres que guardaba formandomontones, y los depositó en el mismo cesto sin ningún orden.

Cuando estuvo otra vez en su embarcación notó que los muelles se ibancubriendo de pigmeos. Eran soldados vestidos con vistosos uniformes yque avanzaban denodadamente. Los que tenían arcos disparaban, pero susflechas caían mucho antes de llegar adonde estaba el gigante, lo quehizo sonreir á éste despectivamente, no queriendo responder á laagresión.

Hubo en la muchedumbre un movimiento de retroceso, y luego se abriódejando paso á algo que provocaba aclamaciones de entusiasmo. Gillespie,interesado por este movimiento, permaneció de pie en su bote, mirandohacia dicho sitio.

Era que el Consejo Ejecutivo, para remedio de la inferioridad agresivade sus tropas, acababa de enviar varios cañones de los más grandes quese conservaban en el Museo Histórico. Esta artillería gruesa databa delos tiempos de Eulame, y la componían ocho piezas de asedio del tamaño yel calibre de un revólver de marca mayor, de los usados en el mundo delos Hombres-Montañas.

Los guerreros femeninos empujaban con entusiasmo estas armas colosales,colgándose de los rayos de sus ruedas para hacerlas avanzar. Momaren,con la cabeza cubierta de vendajes y el aspecto dolorido, marchaba alfrente de varios profesores que se imaginaban conocer por sus lecturasel manejo de tales monstruos de acero. Lloró de emoción la muchedumbreal ver que el Padre de los Maestros, á pesar de hallarse gravementeenfermo, había abandonado su cama para servir á la patria.

Tres cañones fueron apuntados contra el gigante. Uno permaneció mudo,por más que los artilleros improvisados se agitaron en torno de él;otro, al disparar, se acostó de lado por haberse roto una de sus ruedas,aplastando á los que pilló debajo. El tercero funcionó normalmente, y suproyectil, en vez de tocar al coloso, echó á pique dos de los barcos queestaban á la carga.

El estruendo de las explosiones, completamente nuevo para la mayor partede este gentío, le hizo huir con más rapidez que el miedo al coloso.Gillespie no quiso dejar que sus enemigos continuaran ejercitándose enel manejo de la artillería, y tomó el achicador que estaba en el fondode su barca. Con esta paleta envió por el aire unas cuantas masas deagua, que vinieron á desplomarse algunos metros más allá, sobre losgrandes cañones y todos los que se movían en torno á ellos.

Momaren huyó con sus profesores, perseguido por el enorme diluvio, yhasta las amazonas más dispuestas á morir se refugiaron detrás de laspiezas de artillería y de los armones chorreantes.

Edwin, empuñando otra vez sus remos, procuró salir rápidamente delpuerto. Nada le quedaba que hacer en él. Pero fuera de su boca le salióal encuentro un obstáculo inesperado.

La escuadra del Sol Naciente había zarpado días antes, lo mismo que lasflotas aéreas, para combatir á los insurrectos, dejando solamente dosbuques á las órdenes del gobierno. Estos buques, mientras Gillespielevantaba sus anclas y saqueaba los almacenes, habían embarcado unaparte de sus tripulaciones que se hallaban en tierra con permiso,saliendo del puerto para combatirle, por creer sus capitanes que fuerade él podrían maniobrar mejor contra el barco gigantesco. Reconocían ladesigualdad de sus fuerzas al compararlas con el poder ofensivo de esteúltimo, pero habían recibido órdenes precisas de los gobernantes—todosellos de una ignorancia completa en las cosas del mar—, y marchaban alataque con el heroísmo sombrío del que sabe que va á morir inútilmente.

Uno de los navíos se colocó ante el bote de Gillespie, cortándole elcamino, al mismo tiempo que le enviaba una nube de pequeños guijarroscon sus catapultas; pero el gigante remó vigorosamente, cayendo sobre élen unos segundos, y lo hizo desaparecer bajo el rudo choque de su proa.

En el mismo instante el bote quedó inmovilizado con tal brusquedad, queEdwin casi cayó de espaldas.

Miró en torno de él, sin distinguir nadaamenazante en el mar; pero sobre una de las bordas de su embarcación viócómo se movía una especie de hilo de araña. Este filamento había acabadopor pegarse á la madera, como si fuese un ser vivo, mientras su extremoopuesto se perdía en la profundidad acuática.

Era un cable igual á los de las máquinas aéreas. Gillespie adivinó queel segundo buque se había sumergido y le enviaba desde el fondo sustentáculos metálicos, animados y prensibles, que parecían poseer lainteligencia de un ser viviente. Varios de estos cables debían estarpegados ya á la quilla de su bote. Otro salió del agua, como una lombrizde nerviosas contracciones, enroscándose en torno á uno de sus remos.Iba á quedar allí, prisionero del buque invisible, no más grande que unjuguete, el cual lentamente tiraría de él hacia el interior del puerto,ó le retendría inmovilizado, esperando que llegase la flota, avisada porlas comunicaciones atmosféricas.

Por primera vez en toda la tarde sintió el coloso la angustia delpeligro. Este adversario resultaba más temible que todas lasmuchedumbres aporreadas y perseguidas por él en las calles de lacapital. Cuando se consideraba libre para siempre de los pigmeos, era suprisionero y sólo podía esperar la muerte.

Asomó cautelosamente su cabeza por las bordas de la embarcación, prontoá retirarla antes de que un nuevo cable viniera á enroscarse en sucuello. Siguiendo la dirección de los filamentos hundidos en el agua,creyó ver un objeto negro que flotaba á pocos metros de la superficie.Agarró una piedra, arrojándola en el mar con una fuerza que hizo surgirchorros de espuma. Pero en vez de obtener su deseo, un nuevo cable seelevó amenazante sobre las aguas. Arrojó otra piedra, y luego otra,persiguiendo de este modo al terrible pez mecánico que daba vueltas entorno á su bote.

Sintió un escalofrío de angustia al darse cuenta de que sólo le quedabaun pedazo de roca como último proyectil, y lo arrojó con toda la fuerzade su desesperación, casi sin mirar, confiándose al instinto y á lasuerte.

Se obscureció el agua con una dilatación negra, como si se hubiese rotoen sus entrañas una gran bolsa repleta de tinta. Subieron á lasuperficie densas burbujas de gases, que estallaron con un estrépitohediondo, y todos los cables se soltaron á la vez, cayendo inertes, comolos segmentos de una serpiente partida, como los tentáculos de un pulpodesgarrado.

Libre ya de este obstáculo, Gillespie volvió á empuñar los remos,avanzando por unas aguas que la marina pigmea rehuía el frecuentar. Pusola proa hacia la barrera de rocas y espumas, obra de los dioses, quelimitaba el mundo conocido.

Después de una hora de violento ejercicio, Gillespie, cubierto de sudor,necesitó despojarse de la chaqueta.

Todavía pendían de su tejido muchasflechas, que le recordaron su primer choque con los soldados de laRepública femenina. La vista de ellas evocó en su memoria á los doscompañeros de viaje, completamente olvidados hasta entonces.

Sosteniendo la chaqueta con una mano, metió la otra en el bolsillosuperior, extrayendo uno tras otro á los dos pigmeos para depositarlosdulcemente en la popa de la embarcación.

Ra-Ra se mostró sombrío y ceñudo, mirando al Hombre-Montaña conhostilidad, como si recordase aún el golpe que le había dado con un dedopara que permaneciese dentro del bolsillo. Al ver que el gigante,hundiendo por segunda vez su mano en la tela, sacaba á su amada, legritó con dureza:

—¡Tenga cuidado, monstruo!… La pobre Popito tal vez va á morir.

Edwin miró con asombro á la delicada joven, que, no pudiendo continuarde pie, acababa de tenderse sobre la madera de la popa, mientras Ra-Rasostenía su cabeza, arrodillado.

¡Gran Dios!… Miss Margaret Haynes, por otro nombre Popito, tenía lasropas manchadas de sangre. Su rostro estaba empalidecido por una lividezmortal. Sus labios eran ahora azules, y una humildad dolorosa parecíahaber agrandado sus ojos.

Con acento de rencor, como si el gigante tuviese la culpa de la heridarecibida por su amada, Ra-Ra fué explicándole todo lo ocurrido desde quesalió de la cárcel. Al caer en el fondo del bolsillo oyó gemidosdolorosos, viendo á continuación cómo la dulce Popito chorreaba sangre.Una de las muchas flechas dirigidas contra el Hombre-Montaña, alclavarse en el paño de la chaqueta, la había alcanzado con su punta.Ra-Ra trepó inmediatamente á la abertura para advertir al gigante; peroéste, en vez de escucharle, lo golpeó con uno de sus dedos, haciéndolecaer de nuevo sobre el cuerpo de la joven herida. Así habían permanecidolos dos mucho tiempo, sufriendo el más horrible de los supliciosencerrados en aquella bolsa agitada continuamente por los movimientosque hizo el coloso para defenderse de la máquina voladora, paradesamarrar la barca, para inundar la artillería de los pigmeos y parabatirse al fin con los dos buques enemigos.

Era extraordinario que Popito viviese aún. Él había vendado la heridacon pedazos de tela arrancados á su traje, y temblaba al pensar que ladelicada joven tal vez no pudiera resistir tantos sufrimientos.

—Usted tiene la culpa, gentleman. ¿Por qué no nos dejó en nuestrapatria? ¿Por qué nos ha traído aquí, haciéndonos sus esclavos?

Edwin lanzó á su propia miniatura una mirada de desprecio.

—¿Vivirías ahora si te hubiese dejado en tu país?… ¿No era necesarioque me defendiese para que los tres nos viésemos libres?…

Y convencido de que Ra-Ra, por ser igual á él, sólo podía decirtonterías cuando estaba furioso, prescindió de su persona para ocuparseúnicamente de Popito. ¿Era posible que miss Margaret fuese á morircuando él la había salvado?… Volver atrás resultaba imposible; en latierra de los pigmeos sólo les esperaba la muerte.

Lo mejor era ir alencuentro de los gigantes de su especie, para que aquella pobre jovenrecobrase la salud.

Pensó además que los buques de la flota, avisadospor el gobierno, navegarían ya á estas horas para darle caza, y eranecesario pasar cuanto antes la barrera de los dioses.

Gillespie volvió otra vez á empuñar los remos, bogando con un vigormaravilloso del que no se habría considerado capaz días antes. Lepareció que el cansancio era algo que su cuerpo no podía conocer.También creyó sobrenatural que el día se prolongase más allá de suslímites ordinarios. El sol parecía inmóvil en el horizonte. Llevabahoras y horas remando, sin que sus brazos se fatigasen y sin que elastro diurno descendiese hacia el mar.

Popito, al permanecer fuera de su encierro, respirando el aire salino,pareció reanimarse. Sonreía dulcemente, con la cabeza apoyada en unarodilla de Ra-Ra. Sus ojos estaban fijos en los ojos de él, que lacontemplaban verticalmente. Después, estrechándose las manos, paseabanlos dos sus miradas por aquel mar misterioso y temible, poco frecuentadopor los seres de su especie. Pasaron junto á una roca cubierta deplantas marítimas, en la que Gillespie sólo hubiera podido dar unosveinte pasos.

—Aquí está sepultado mi glorioso abuelo—dijo Ra-Ra. El mar se ibarizando con largas ondulaciones que hacían cabecear al bote y hubiesenrepresentado un oleaje de tormenta para los buques de la escuadra delSol Naciente. Los dos amantes miraban con espanto el movimiento de laenorme nave.

—¡Atención, hijos míos!—dijo Gillespie—. Vamos á pasar la llamadabarrera de los dioses, y las rompientes nos sacudirán un poco.

Dobló su chaqueta sobre la popa y puso entre los pliegues á los dospigmeos. Luego siguió remando, de pie y con la vista fija en la línea deescollos, para enfilar á tiempo los callejones de espuma hirvienteabiertos en ella.

El bote se levantó sobre las olas y volvió á caer, tocando varias vecescon su quilla los obstáculos invisibles.

Terminaron los sacudimientos alquedar atrás la línea de rocas submarinas, y un mar de azul obscuro yprofundo se extendió sin límites ante la proa del bote.

—Entramos en el mundo de los Hombres Montañas—gritó alegremente Gillespie.

Después de estas palabras se hizo inmediatamente la noche, y Edwinsintió de golpe toda la fatiga de los esfuerzos que llevaba realizados.

Buscó en su cesto de provisiones lo que le pareció más exquisito,depositándolo á puñados sobre su chaqueta para que comiesen los dosamantes refugiados en sus pliegues. Él también comió, tendiéndosedespués en el fondo de la barca para dormir.

No pudo explicarse cómo el sueño le mantuvo bajo su dominio tantashoras. Cuando despertó, el sol estaba ya muy alto, pero no fué lacaricia cáustica de su luz la que le volvió á la vida. Unos gritos queparecían venir de muy lejos, entrecortados por llantos, fueron elverdadero motivo que le hizo salir de su sopor incomprensible. Ra-Ra lellamaba.

—¡Gentleman, Popito se me muere!… ¡Ya ha muerto tal vez!

Gillespie se irguió al escuchar esta terrible noticia. ¿Era posible quemiss Margaret pudiese morir?… La vió tendida entre dos dobleces del paño de su chaqueta, con la cabezasobre una arruga que había preparado y mullido su amante para que lasirviese de almohada. Estaba más blanca que el día anterior, como sihubiese perdido toda la sangre de su cuerpo. Abrió los ojos y volvió ácerrarlos repetidas veces después de mirar á Ra-Ra y al gigante.

—¡Oh, miss Margaret!—suplicó Edwin—. No se muera. ¿Qué haré yo en elmundo si usted me abandona?…

Y el pobre coloso tenía en su voz el mismo tono desesperado del pigmeo Ra-Ra.

Como si necesitase contemplarla de más cerca, pasó una mano con suavidadpor debajo del cuerpo de Popito y puso igualmente sobre la palma á sulloroso compañero, para no privarle ni un instante de la presencia de suamada.

Sentado en el centro del bote permaneció mucho tiempo, con la diestracerca de los ojos, contemplando el grupo que formaban los dos pigmeosenamorados.

Ra-Ra, arrodillado junto á ella, le tomaba las manos, hablándolaansiosamente para que abriese los ojos una vez más, y creyendo quecuando los cerraba era para siempre.

—¡Oh, hermano de mis ensueños! ¡Madre de mis alegrías! ¿Me oyes?… Note mueras; yo no quiero que mueras. Aún quedan para nosotros muchossoles dichosos y muchas lunas de amor. El Gentleman-Montaña nos llevaráá su país, y las esposas de los gigantes sentirán asombro al verte tanhermosa. Para las reinas de aquellas tierras será una gloria llevartedormida sobre su pecho, pues no hay joya que pueda compararse enhermosura contigo. ¿Me oyes … di … me oyes?

Y el gigante, con su bronca voz, se unía á este lamento acariciador,repitiendo monótonamente:

—No se muera usted, miss Margaret…. ¡No se muera!

De pronto Ra-Ra lanzó un chillido casi femenil:

—No me contesta…. ¡Ha muerto!… ¡ha muerto!…

Así era. Hacía mucho tiempo que él hablaba, sin que la joven parecieseoirle. Su última sonrisa se había inmovilizado, convirtiéndose en unamueca fría y lúgubre.

Ra-Ra levantó uno de los brazos de su amada, y el brazo volvió á caercon la inercia de la muerte.

Entreabrió sus párpados, y sólo pudoencontrar un globo vidrioso y empañado, del que había huído toda luz.

—¡Ha muerto, gentleman!—gritó llorando como un niño.

Y el gentleman permanecía cabizbajo, mirando fijamente su mano, en cuyapalma acababa de desarrollarse la tragedia amorosa de su propia vida.

Pasó mucho tiempo … ¡mucho! Ra-Ra, tendido junto al cadáver y abrazadoá él, lloraba y lloraba incesantemente. Gillespie seguía inmóvil, sinhacer ningún gesto de dolor, considerando inútil la exteriorización desu pena, pues contaba con un «otro yo» ocupado en derramar sus propiaslágrimas.

A la caída de la tarde, un fuerte deseo de actividad hizo salir á Edwinde esta inercia. Un gentleman debe al cadáver de la mujer amada algo másque una dolorosa contemplación.

Pensó en los cementerios de su América, verdes, rumorosos, abundantes enflores y mariposas, verdaderos jardines que sirven de lugar de cita álos enamorados y asoman sus tumbas entre frescas arboledas al borde deriachuelos que se deslizan bajo puentes rústicos. De estar allá,construiría en uno de estos paseos, que con su sonrisa primaveralparecen burlarse del miedo á la muerte, un gracioso monumento paradepositar á Popito, y la