Vime, pues, en el tren camino de Rosemburg. Era el departamento unaberlina, colocada junto al furgón de equipajes.
Al otro extremo delconvoy, al lado de la máquina, iba el furgón mortuorio en que, rodeadade luces y flores, dormía la princesa Elvira. En dos coches del trenregio iban el Emperador, rodeado de los príncipes, grandes duques,prelados y altos dignatarios de la Corte. En el resto de los vagones, elEstado Mayor del soberano, los caballeros de San Teodorico, a quienes,según el ceremonial,
correspondía
llevar
el
féretro,
y
más
dignatarios,empleados, sacerdotes y militares. El convoy mortuorio caminaba rápido;sólo al pasar por las estaciones refrenaba el paso, para, entre losnobles acordes de las marchas guerreras, tocadas en sordina, desfilarmagestuosamente entre las multitudes, que permanecían en pie, aguantandola lluvia, descubiertas las cabezas e inclinados los rostros en un dolormudo y respetuoso. Al fin llegamos a Rosemburg. Hacía un tiempo deinvierno, frío y triste; llovía sin tregua, y el cielo gris, sucio,reflejábase en un mar de zinc. Una gran multitud invadía el andén, presade inmenso dolor, pero no del silencioso dolor de las otras poblaciones,sino de un dolor ruidoso, violento, agitado por ráfagas de intensadesesperación. Rosemburg adoraba a la santa princesa, y la amarguradesconsolada de aquel pueblo decía mejor que nada el historial de susvirtudes.
Habíase organizado el fúnebre cortejo. Cuatro caballeros de SanTeodorico, graves, impasibles, con quimérico aspecto de animadasestatuas, avanzaban, tocada la cabeza venerable con el birrete azul, ydejando arrastrar en el barro los largos mantos de lana blanca,caminaban delante, llevando en hombros el féretro, envuelto en un pañode terciopelo negro, bordado con las armas imperiales. Tras ellos,rodeado del alto clero, venía el patriarca de Oriente, revestido deatavíos de una magnificencia insólita, cubierto de bordados de oro ypedrerías. Seguíales un escuadrón de soldados de la Guardia Real, conalbos uniformes y argentados cascos, coronados por las sombrías alas deáguila.
Tocaba el turno luego al viejo Emperador, con uniforme rojo ygris, sobre el que caía patriarcal la nieve de la barba, cercándole lospríncipes y los grandes duques, y formando el séquito generales,ministros, magnates. Toda aquella brillante procesión desfilabalentamente a los heroicos acordes de las marchas guerreras por entre unamuchedumbre que sollozaba amargamente.
Seguía lloviendo, y bajo el velo de agua que implacable caía del cielo,la multitud permanecía quieta, inmóvil, rendida de pesar. Eran mujerucascampesinas, flacas y acartonadas, vestidas con los aldeanos atavíos decolorines, y toscos labradores rígidos, dentro de los bastos trajes defiesta, que contemplaban, entre tristes y embobados, la fastuosaprocesión, presidida por los cuatro fantasmagóricos caballerosconduciendo la urna cineraria con los restos de la princesa Elvira. Devez en cuando, sobre la quietud poblada de sollozos, alzábase una vozque gemía:
—¡Ha muerto nuestra madre! ¡Ha muerto la madre de los pobres!
Y un coro de plañideras hacía eco:
—¡Ha muerto la madre de los miserables!
Otras veces era una campesina que se arrojaba al paso del entierro, yarrodillada en el agua y el lodo, intentaba besar los enlutados pañosque cubrían la caja mortuoria. Entonces la multitud contagiada,prorrumpía en lamentos:
—¡Ha muerto el amparo de los menesterosos! ¡La paloma blanca ha voladoal cielo!
Algunas mujeres se desmayaban; otras, caídas en el suelo, mesábanse loscabellos; algunas, trágicas, alzaban en brazos a sus hijos, y lesmostraban el féretro como el destino inexorable.
El coro clamabasiempre:
—¡Ha muerto la madre de los desvalidos! ¡La estrella de plata se apagóen los cielos!
Y los himnos heroicos resonaban confundidos con los cantos litúrgicos.
Al fin, llegamos a la capilla del palacio; las puertas abriéronse, dandopaso al cortejo. El pueblo esperó con paciencia a que se le franqueasela entrada para contemplar una vez más a la que fue su amparo yconsuelo. En todos los labios había una palabra de loa, y en todos losojos una lágrima. Al fin, la gran puerta de bronce tornó a descorrerse,y la gente penetró en el templo. Al pisar el umbral, quedé deslumbrado.Jamás en correrías de viajero, ofreciose a mis ojos espectáculo de mayormagnificencia ni de arte más refinado y suntuoso. Admirables mosaicos,en que sobre el fondo de oro, de cegadora luminosidad, destacábanse conbrillante colorido; las figuras, llenas de hierática nobleza, cubríanlos muros. Representaban la ceremonia de ungir el papa Silvestre VEmperador a Fernando Augusto, y de ceñirle la corona de hierro de losReyes Santos. Las figuras, cubiertas de extrañas vestiduras, recamadasde piedras preciosas, tenían esa ingenuidad que prestaban los artíficesde la Edad Media a sus creaciones, y agrupadas, en posturasinverosímiles, rendían pleitesía al joven soberano, que, más que labelleza de las deidades paganas, tenía la elegancia un poco melancólicade los héroes de la leyenda cristiana. El viejo pontífice sostenía ensus manos la saya sagrada, y coronando la apoteosis, la Santa Virgen,apareciendo
entre
nubes
pobladas
de
ángeles
concertantes, bendecía alnuevo Rey. Monstruos quiméricos, dragones de lengua de fuego, aladosgrifos, unicornios y otras alimañas de la fauna fantástica, mezclábansecon los personajes reales.
A la entrada de la iglesia alzábanse dos altos pilares de mármol negro,soportando, el uno, espantable basilisco de dorado bronce; el otro, laimagen de San Miguel Arcángel pisando a Lucifer. Y por fin, en el centrodel templo, cuatro columnas de lapizlázuli sustentaban un baptisterio deoro enriquecido de esmaltes y diamantes.
Avancé con el gentío enloquecido en ruidosas manifestaciones de duelo, yotra vez me hallé la santa muerta. Mis ojos irreverentes buscaroninstintivamente la sonrisa de Gioconda, la enigmática mueca que meobsesionara siempre. Nada. El rostro conservaba su admirable serenidadde yacente estatua. Una palidez cerúlea cubría la mascarilla, encuadradaen las blancas tocas, y la paz de los bienaventurados había descendidosobre su frente.
V
Temblé. Aquello era peor que una impiedad o una profanación; aquello eraun sacrilegio. Hacía siglos que ningún viviente (excepción hecha de losfrailes), ni aun los mismos Emperadores, entraba allí. ¡El pudridero!Para penetrar en la trágica cripta, en que se descomponían los cuerposde los Westfalias,
era
preciso
haber
traspuesto
antes
ese
misteriosoumbral que se llama la muerte. Habitante ninguno de este mundo teníaderecho a visitar aquel recinto, que, como ciertos trágicos jardines deconseja, formaba parte del más allá.
Sólo los religiosos de la sombríaOrden del Descendimiento poseían el privilegio de entrar en los reinosde la muerte. ¿Y
acaso ellos pertenecían al mundo? Sus votos desilencio, de castidad, oscuridad y ayuno, hacían de ellos fantasmas quehabitaban un mundo imaginario de renunciamiento.
Sentí el frío de ultratumba y mis dientes castañeteaban. Miré enderredor. La pieza era una sala pequeña, alta de techo, con el suelo ylos muros revestidos de basalto. En la bóveda, una alegoría egipcia dela muerte; en el centro de la estancia, un lecho bajo de mármol negro; ala derecha, abierta en el muro, una puerta de ébano y plata. En eldintel, una estatua del Dolor, labrada en alabastro, doblada la cabeza,oculta por el largo velo; al otro lado, un ángel, con las alas plegadas,llevábase un dedo a los labios ordenando silencio.
¿Cómo estaba yo allí? El dinero es una gran arma que esgrimen hoy laspoderosas empresas periodísticas; pero yo, algunas veces creo que dineroe influencia no son sino armas de la Fatalidad, que, agazapada en lasombra, juega con los humanos. ¿Por qué estaba yo allí? Fuera de lassuntuosidades externas y del dolor popular, ¿qué interés podía ofrecermeel sepelio de aquella princesa? Y, sin embargo, aquella mujer a quien noconocía, a quien ni siquiera había visto más que en las páginas de lossemanarios gráficos, a quien unas veces creyera hábil política, otrasfanática, y algunas tocada de diletantismo de abnegación teatral, meatraía con fuerza superior a mi menguada voluntad.
Resonaron los cantos funerales que salmodiaban los frailes; a lo lejos,las charangas militares repicaban las bélicas notas del himno guerrerode Nordlandia; los cañones hacían las salvas de ordenanza, y lascampanas tocaban a muerto. Los batientes de la puerta se abrieron yapareció el féretro, llevado por cuatro hermanos, con el negro hábito,bordados sobre el pecho la calavera y las tibias, la capucha caída sobrelos rostros, de los que sólo se divisaban las barbas blancas, y deimproviso hízose un silencio absoluto.
Desde mi escondite, vi al viejo Emperador inclinarse, y luego, rodeadode su séquito, desaparecer. Los monjes colocaron el féretro sobre elmarmóreo lecho, rociaron el cuerpo con agua bendita y salieron,dejándome solo con el enigma de aquel cadáver. Entonces, haciendo acopiode valor, salí de mi encierro y me acerqué.
Apesar de los cinco días transcurridos desde la muerte, no se notaba enla muerta síntoma alguno de descomposición. El perfil correcto, loslabios pálidos, los ojos cerrados, todo el conjunto del rostroconservaba la misma beatífica dulzura. Ni una alteración de color, niuna mancha que denunciara la intensa fermentación; nada. La princesadormía su apacible sueño, como esas bienaventuradas milenarias queduermen en los pétreos sepulcros de las viejas catedrales. ¡Era unasanta!... Y, sin embargo, la imagen de la sonrisa equívoca volvíainquietadora.
Para ver mejor me arrodillé, y púseme a examinar elrostro, sin hallar vestigios de putrefacción. Ni una mancha, ni una deesas azuladas vetas que anuncian que vuelve el polvo al polvo cuando elalma, libre de su cárcel, vuela; ni esa sombra negruzca que sombrea loslabios y las aberturas de la nariz; nada, nada, nada. Súbitamente, meeché hacia atrás con un gesto instintivo de repulsión: un violentísimoolor a podredumbre, un hedor insoportable a cuerpo en descomposición, unperfume acre y macabro de tumba removida, acababa de herirme. ¡Y elrostro seguía inmutable, sereno, dulcísimo! Mi mano sacrílega tendíasehacia la cara de la santa, y mis dedos, en vez del helado horror de lamuerte, tropezaron con una sensación tibia. Resbalé; mi mano apoyose enel rostro de la difunta princesa, y entonces una careta de cera rodó portierra. Y mudo de espanto, alucinado, tembloroso, meciéndome sobre unabismo de locura, vi el rostro sanguinolento, deshecho, machacado, quecontemplara la noche trágica. Pero ahora, en la informe masa pululaba elnegro hervir de los gusanos.
LA CAJA DE PANDORA
I
Entró resueltamente en el cuarto, encendió luces, muchas luces, todaslas que encontró a mano; desposeyose, con un gesto amplio, teatral, delenorme abrigo de chinchilla, que arrojó desdeñosamente sobre unabutaquita; dejó caer al suelo el capuchón de raso negro que le envolvíade pies a cabeza, y en pie, ante el gran espejo de tres lunas, arreglosenerviosamente el peinado.
Tras ella, pesado, vacilante, el rostro pálido, los ojos turbios,despeinado el cabello, el sombrero caído a la nuca y la pechera sucia yarrugada, venía Esteban. Al penetrar en la estancia habíase desplomadoen una bergère, y allí, despatarrado, innoble, sin tomarse el trabajode quitarse el gabán ni el sombrero, parecía próximo a dormirse.
Filomena, siempre en pie ante el espejo, trepidaba de impaciencia. Erauna mujercita deliciosa, una figura frágil y quebradiza, llena de unagracia efímera de bibelot. Muy Luis XV, hacía pensar involuntaria enlas pastorelas de Watteau, en las escenas de Boucher y en los grabadoslibertinos del XVIII francés. Sus gestos de gracia alocada tenían, sobretodo, una elegancia
innata,
que
reflejábase
hasta
en
sus
menoresmovimientos, aun en las ocasiones en que desterraba la euritmia de susademanes, el enfado, la pasión o la alegría. Era una de esas mujeresque, sin saberse por qué, recuerdan una época; una de esas mujeres que acuanto tocan, imprimen el sello de un arte o de una moda, y que nosllevan a exclamar: ¡Así debió ser Teodora, o Margarita de Valois, o laPompadour, o la condesa de Dubacry, o Madame de Recamier!
Baja, menuda, aunque de firmes y apetitosas curvas; pie breve, manofina, con uñas sonrosadas como pétalos de flor; el rostro blanco y rosa,tenía los ojos de porcelana azul, de ese azul cielo cuyo secretoguardaba la fábrica de Sèvres; la boca de coral, en forma de corazón(una boca perversa e irónica, hecha a los besos furtivos y a losepigramas de Beaumarchais); y poseía también una cabellera sedosa yrizada, de un rubio miel tan pálido, que parecía empolvada. Al andar,tenía unas veces el ritmo ceremonioso de las pavanas; otras, la graciaalocada de las ninfas del Trianón (ninfas de pomposas sayas y altostacones rojos) jugando a las pastoras, con los corderillos lanados deazul.
El traje de gasa blanca, vaporoso, de una gracia casi irreal, prendidoen paniers por anchas bandas de seda celeste, salpicada de pálidasflores y sostenidas por diamantinas hebillas, contribuía a marcar laoriginalidad de la figura; y el cuarto, con su suntuosa elegancia muyVersalles, sirviéndole de fondo, hacíale resaltar aún.
Era aquella una habitación amplísima, alta de techo, con dos grandesbalcones, uno al jardín, otro a un antiguo callejón del viejo Madrid.Situado en el ángulo del palacio de los Quintalvo, habíale elegidoFilomena, a raíz de su boda con Florencio, como más independiente parahacer su habitación. Un damasco de color rosa muy pálido, cubría losmuros, encerrado en molduras blancas recargadas de conchas y hojarascasdoradas. Mofletudos amorcillos jugaban entre las nubes del techo, y aunrodaban al azar de sus retazos en las sobrepuertas, entre guirnaldas defrutas y flores. Algunos retratos de empolvadas damas y unos cuadros demaestros franceses, un tanto amanerados en su mitología convencional,pendían de largos cordones de seda sobre los muros. Muebles de boule,de moquetería y de dorada talla, llenaban la estancia, y por todaspartes, sobre las cómodas, tras los cristales de las vitrinas y sobrelas minúsculas mesas, puestas al alcance de divanes y butacas, antiguosgrupos de Sajonia y Capo di Monti, en que dioses y diosas se perseguían,y marquesas y abates danzaban pastorelas; admirables miniaturas yabanicos de prodigioso varillaje y chinescos países, lucían su bellezaquebradiza. Al través de amplia arcada, sostenida por columnas, y amedias defendida por antiguas cortinas de brocado, divisábase la alcoba,con su lecho muy bajo, muy ancho, de talla y seda, cubierto por bordadacolcha china, como un barco ideal próximo a bogar con rumbo a Citerea.
De pie siempre ante el espejo de tres lunas, sobre cuyo dorado marco dospalomas de talla se arrullaban, Filomena corregía nerviosamente laimaginaria rebeldía de un rizo. De vez en cuando, como chispazos queanunciasen la tempestad próxima, rumiaba algunas palabras en que rugíauna ira sorda y concentrada:
—¡Es una porquería!... ¡Una vergüenza!... ¡Indigno de un caballero!
Esteban, derrengado en la butaca, no parecía prestar valor a laspalabras de su querida. Ni aún removía siquiera, y hasta parecía habersedormido.
Filomena seguía:
—¡Qué asco!... ¡Dios los cría!...
Extrañada por la silenciosa indiferencia que oponía el muchacho a susapóstrofes, miró disimuladamente con el rabillo del ojo. ¡No faltabamás! ¡Estaba bonito aquello! ¡Se había dormido! ¡Ella desgañitándose, yel señor tan fresco!
Furiosa, abandonó sus cuidados capilares, y dando algunos pasos,plantose ante su amigo, y allí permaneció en actitud expectante, entreasombrada y rabiosa.
Esteban dormía con el pesado sueño de los beodos. El rostro desvastado,terroso; los ojos hundidos en anchos cercos plomizos; los labios secos yla frente cubierta de sudor, era aquello, más que descanso reparador,plúmbea modorra.
Filomena no pudo contenerse más, y con el pie, como se hace paradespertar a un bichejo que nos repugna, empujó al durmiente. El abriólos ojos, fijando en ella unas pupilas turbias, que permanecían lejanas,estúpidas, ayunas de toda luz de inteligencia, como si no se diesencuenta del lugar donde estaban ni de la personalidad de suinterlocutor.
Le apostrofó vehemente:
—¿Te parece bien esto? ¿Tú crees que es decente?... ¡Ja ja,—
riósarcástica.—¡Qué cara de idiota!—Y bajando el tono y hablando conreconcentrado furor:—¿Pero tú te has creído que yo soy una de esaspirujas amigas tuyas, una de esas tiorras que estaban en el Realcontigo?—Y siguió con creciente saña:—¿Tú te has figurado que voy aaguantarte esto, yo, yo, Filomena Roldán de Undaneta; yo, la condesa deQuintalvo? ¡Ja, ja!—
tornó a reír. Luego, cruel, segura de herir en lovivo, añadió:—
¡Tú te has creído que todas somos ese pendoncillo deConstantina Gil!
Un relámpago de ira y con él un fulgor de inteligencia, pasó por losojos del borracho al oír aquel nombre; pero pronto apagose, y unainexpresión de imbecilidad absoluta enseñoreose nuevamente del rostro.Había vuelto a cerrar los párpados y sumiose otra vez en el sopor de quepor breves instantes arrancáranle los furiosos apóstrofes de la irritadadama.
La ira ahogaba a Filomena con tal intensidad, que por un instanteprivola del habla. Sus ojos echaban chispas, y en el cuadrado descote,orlado de encajes, los senos, duros, redondos, procaces, palpitaban.¡Aquello era demasiado! ¡Dormirse otra vez! Al fin halló tonos épicosen que manifestar su justa indignación:
—¡Eres un canalla! ¡Ningún caballero, ninguno, ¿oyes?, ninguno hubiesehecho lo que tú has hecho esta noche! ¡Eso no tiene nombre! ¡Es unacanallada; peor, una grosería, algo innoble, repugnante, estúpido! ¡Sino me querías, hubiese preferido la franqueza; pero esos engaños sonbajunos, indignos de ti y de mí!... ¡Ja, ja, ja!—rió epiléptica:—Meparece estar viendo tu cara de pobrecito que en la vida ha roto unplato!
«¡Qué fastidio! Esta noche no podré llevarte al Real, porque mimadre no está buena y me quedo en casa...» ¡Ja, ja! ¡Y yo, bestia de mí,que me cuelgo, loca de contenta, del teléfono, para darte la noticia!«Florencio se va de caza y, como me quedo sin marido, me puedes pasearpor el baile». ¡Burra, burra de mí! ¡Te juro que no me vuelve a suceder!¡Tú no sabes de lo que yo soy capaz!
Era verdad. Nadie sabía, bajo su aire frágil y delicado de figurita deSajonia, de lo que ella era capaz, ni la suma de energía que se ocultababajo el picudo corpiño y la falda con pompones Luis XV. Apesar de lainexperiencia de hallarse en el segundo amante (no llevaba sino dos añosde casada), no había dudado en jugarse el todo por el todo. En vez de laescena de lágrimas y reproches que otra mujer cualquiera hubiese hechoen su caso, supo callar y disimular, para luego, sola, tener el valor deir al baile y allí sorprenderle. ¡De ella no se reía nadie! Y no habíaparado aquí la cosa, sino que, a fuerza de audacia, habíale arrancado asus rivales, y así, borracho y todo, aprovechando la ausencia de sumarido, habíalo llevado a su casa. ¡Ah, nadie la conocía, ni podíaadivinar la voluntad que dormía en el fondo de su cuerpo gracioso yliviano de muñeca bonita! Siempre había sido así. Famosa era de soltera,por arrostrar impertérrita lances que a otras mujeres más madurasamilanarían. Gustábale de hablar con gentes que pasaban por osadas,empujarles, lanzarles por despeñaderos peligrosos, y luego contenerlescon una mirada. Adoraba los ejercicios violentos; jugaba al tennis mediodesnuda, con un impudor inconsciente que desconcertaba a todo el mundo;nadaba como una sirena y arrastraba a sus adoradores mar adentro, paradejarles luego vencidos, casi en peligro de ahogarse; bailaba, entregadaen un pecaminoso abandono de voluptuosidad, hasta que sentía desfallecera su pareja; pero, sobre todo, gustaba de galopar en un loco vértigo develocidad. Quien la hubiese visto una vez, no podría olvidar aquellafigulina airosa, llena de chic, con la elegancia exquisita de lasestampas cinegéticas del siglo galante, que, de improviso, a lomos delardiente potro, seguida de su jauría de galgos, convertíase en uncentauro, que galopaba enloquecido a través de bosques y viñedos,saltaba obstáculos, salvaba ríos, en una loca carrera de pesadilla. Yhabía más, lo que sólo ella, el cielo, los árboles y las floresconocían: las tardes de Las Chumberas, aquellas tardes andaluzas de unbochorno imposible, cuando, tras inverosímiles galopadas, deteníase enun campo de labor, y entablando conversación con algún tosco campesino,iba poco a poco encendiendo en él la llama de todos los deseos. ¡Ah!
¡Lasalvaje, la bárbara voluptuosidad de sentirse deseada así! ¡El acreencanto de ir viendo alumbrarse en los ojos negros de abismo el fulgorde todos los malos deseos! ¡El placer feroz de sentir rugir la bestiaque despertaba, se desperazaba e intentaba herir! ¡Cuántas veces enaquel juego peligroso, el látigo frío y cruel abatió una mano audaz!Pero lo que no olvidaría nunca fue su lucha con José Manuel, el vaquero.Uno de los mayores placeres de Filomena era bajar a la dehesa, y allí, acaballo en su jaca, bien empuñada la garrocha, torear a los ferocesbrutos.
Pronto a aquel gusto unió otro. José Manuel, el garrochista, elhombre casi salvaje, le amaba. Desde entonces, la muñequilla comenzó ajugar con aquel amor. Los toros parecíanle inofensivos junto al brutonegro, velludo, sudoroso, que temblaba de deseo en su presencia. Ella leirritaba, le desafiaba, le exasperaba con sabias coqueterías, conamicales caricias llenas de ternura protectora, con una impudiciacándida e indiferente que mostraba a los inyectados ojos del galánprodigiosas desnudeces, turgencias de nardo, curvas suavísimas, como sise tratase de un viejo servidor o de una bestezuela familiar. Y un díasucedió lo que fatalmente tenía que suceder, lo que era ley quesucediese: el bárbaro saltó sobre ella. Fue una lucha feroz en que laninfa se defendió del fauno a golpes, a puntapies, a arañazos, amordiscos; él, jadeante, enloquecido, creciéndose al dolor como unanimal feroz, pugnaba por dominarla sin poderlo lograr. Cien vecessintió Filomena deseos de dejarse tomar, y otras tantas se rehizo. Alfin consiguió desasirse, y su látigo azotó muchas veces el rostro delsalvaje. Luego comenzó la retirada. ¡Ah! ¡La emoción tremenda ydeliciosa de aquella retirada entre los toros desmandados, teniendo quedar cara a la fiera vencida! ¡El escalofrío único, supremo, de aquellamarcha!
Ante su amante, ahora, dio una tregua a su ira para tomar respiro. Luegoreanudó:
—¿Pero es que tú te has creído que yo voy a tolerar esto? ¿Es que tefiguras que yo soy una pánfila, buena para todo? ¡No, hijo mío,no!—prosiguió, mientras su ira iba en crescendo—. ¡De mí no te ríestú, ni nadie! Prefiero la lealtad, aunque sea cruel (¡en este caso no lohubiese sido, porque me importas tú y todos los hombres habidos y porhaber, un comino!). Pero las mentiras son innobles!—Y como elindiferente parecía adormilarse, alzó el diapasón:—¡Esos líos y esosengaños no son dignos de personas bien nacidas! ¡Son tretas de chulo!
Detúvose de improviso. Una extraña semejanza acababa de herirle, y unaidea rara cruzaba su cerebro como la sombra de un pájaro extravagante.
Carlos permanecía siempre despatarrado, la camisa manchada de vino,arrugada y entreabierta, y la cabeza tronchada sobre el hombro; en elrostro, de amarillez enfermiza, las noches de crápula habían puesto unsello de cansancio, y los cabellos, despeinados, cayendo en un granmechón sobre los ojos, estrechaban la frente. ¡Un chulo! La extrañasemejanza que hallaba por primera vez en el elegante, causábaleindefinible turbación. Era verdad; así parecía un chulo. La rigidez depersona comme il faut huía con la borrachera y, en cambio, el cuerpoadquiría una elasticidad fofa de felino en reposo, esa extrañadistensión muscular que se observa en los golfos y en los gatos dormidosal sol. La cara hacíase más dura bajo la lividez malsana (una lividez dehombre que vive del amor y para el amor) que la cubría; la mandíbuladestacábase cuadrada, dura, cruel; un gesto cansado, malo, dañino,arrastraba la comisura de los labios avejentándole, y bajo la frentepequeña, terca, inexpresiva, frente de esclavo, de gladiador o detorero, que, deshecho el británico planchado del pelo, aparecía másestrecha, oculta por lacios mechones, los ojos, cerrados, dormían en elcansancio infinito de las ojeras parduzcas. ¡Un chulo! Carlos así no erael hombre elegante, el tipo chic, el moderno Brummel: era, lisa yllanamente, el macho, el chulo, el hombre de placer, como dicen lasfrancesas, el amante. En el sutil espíritu lleno de análisis de Filomenasurgió una pregunta inquietadora: ¿Le amaría por eso? La idea aumentó surabia. Apostrofole.
—¿Sabes lo que me das? ¡Asco!—Pero como viese que él sin indignarsetornaba a dormilar plácidamente, buscó algo que le hiriese mucho:—¡Esosí que no! Para dormir te vas a casa del pendón de Constantina.
El golpe dio en el blanco. Carlos abrió los ojos, y con voz broncatartamudeó:
—¡Deja a Constantina en paz!
Pero la otra acababa de ver deslizarse por las pupilas, tras los vahosde alcohol, una llamarada de ira, y sintió la necesidad perversa deazuzar a la fiera:
—¡Jesús! ¡Que no toquen a Constantina, que se rompe! ¡Haces bien, hijo,haces bien, porque la verdad que es una santa de mírame y no metoques!—Y como él, despejado a medias por la indignación, la mirasecasi amenazador, insistió:—¡No sé por qué me miras así! ¡Ni que fuesealguna novedad! ¡Todo el mundo está harto de saber que Constantina Giles una perdida!
Libre como por ensalmo de la torpeza, púsose en pie y, cogiéndola por unbrazo, conminola a callar:
—¡Cállate!
Forcejeó ella:
—¡Ja, ja! ¡Pégame, anda! ¡Era lo único que te faltaba!
¡Aunque memates, no me cansaré de decir que tú eres un chulo y ella una golfa!
Sombrío, amenazador, murmuró:
—¡Te prohíbo que la nombres! Sólo con nombrarla la manchas.
—¡Ja, ja!—rió otra vez, procaz, Filomena—. ¡Si sois el uno para elotro! ¡Un chulo y una golfa!
La ira le cegó, quitándole toda noción de decoro y delicadeza.
Como unvillano cayó sobre ella, y comenzó a vapulearla. Fue una escena bárbara,cruel y repugnante: la hembra, caída en el suelo, mordía, arañaba,pateaba, repelía la agresión con las uñas y con los dientes; él,golpeaba cruel, despiadado, borracho ahora de bestialidad. Al findominose y, desplomándose en una butaquita, ocultó la cabeza entre lasmanos con desesperada saña.
Filomena, caída en el suelo, medio desnuda, gemía quedamente.
II
—¡Ya no me quieres!
—¡Calla!
Puso Filomena en sus palabras un dejo de impaciencia, y sus ojos azulesclavaron una mirada rencorosa en el muchacho.
Estaban acodados al granbalcón que se abría sobre el jardín. La noche de junio bañaba la tierraen una paz llena de po