Desde entonces la vida de los dos se desarrolló con violentasalternativas: primeramente discusiones buscadas por ella, que terminabancon golpes, y luego, tras la mirada implorante del esposo, la felizreconciliación. Hasta le permitió que volviese al arte cinematográfico,siendo protagonista de varios films, cuyos argumentos se hacía relatarella anticipadamente. Su Lionel sólo debía aparecer en el círculoluminoso realizando hazañas nunca vistas.
Jamás había hablado con tanto entusiasmo de su esposo. Lo mismo enpresencia de él que estando á solas con sus amigas, hacía elogios delhéroe, ensalzando su fuerza irresistible, su valor temerario.
Lionel Gould era siempre el mismo. Estaba orgullosa de llevar su nombre.
Después de esto sonreía con verdadera satisfacción, halagada pororgullosos pensamientos que nadie podía adivinar.
Sí; su marido continuaba siendo el invencible, el único, «El rey de laspraderas», y con esto quedaba dicho todo.
Pero ella, en su casa, le pegaba al «rey de las praderas».
I
Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas losteatros de París. Media hora antes, cafés y restaurants han echadoigualmente su público á la calle.
Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras sedesliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Losfaroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamenteabsorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgorsideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo teníaestrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyoextremo amarillea el zepelín como un cigarro de ámbar.
Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritorfrancés, dos capitanes servios y yo. ¿Adonde ir en este París obscuro,que tiene cerradas todas sus puertas?...
Uno de los servios nos habladel bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para loshuéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quierentrasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secretoque se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasanunos días en París.
Entramos cautelosamente en el salón, profusamente iluminado. El tránsitoes brusco de la calle obscura á este hall, que parece el interior deun enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos deampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dosaños atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champaña, violines que gimenlas notas de una danza de negros con el temblor sentimental de lasromanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero enla concurrencia masculina no se ve un solo frac.
Todos los hombres llevan uniformes—oficiales franceses, belgas,ingleses, rusos, servios—, y estos uniformes son polvorientos ysombríos. Los violines los tocan unos militares británicos, quecontestan con sonrisas de brillante marfil á los aplausos y aclamacionesdel público.
Sustituyen á los antiguos ziganos de casaca roja. Lasmujeres señalan á uno de ellos, repitiéndose el nombre del padre, lordcélebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, quemañana hemos de morir.»
Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altarde la diosa pálida, beben la existencia á grandes tragos, ríen, copean,cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan unanoche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de latempestad.
II
Los dos servios son jóvenes y parecen satisfechos de que las aventurasde su patria les hayan arrastrado hasta París, ciudad de ensueño quetantas veces ocupó su pensamiento en la bárbara monotonía de unaguarnición del interior.
Ambos «saben relatar», habilidad ordinaria en un país donde casi todosson poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Serviafeudataria de los turcos, quedó asombrado de la importancia de la poesíaen este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocían elabecedario, emplearon el verso para guardar más estrechamente las ideasde su memoria. Los
«guzleros» fueron los historiadores nacionales, ytodos prolongaron la Ilíada servia improvisando nuevos cantos.
Mientras beben champaña, los dos capitanes evocan las miserias de suretirada hace unos meses; la lucha con él hambre y el frío; las batallasen la nieve, uno contra diez; el éxodo de las multitudes, personas yanimales en pavorosa confusión, al mismo tiempo que á la cola de lacolumna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblosque arden; los heridos y rezagados aullando entre llamas; las mujerescon el vientre abierto, viendo en su agonía una espiral de cuervos quedescienden ávidos; la marcha del octogenario rey Pedro, sin más apoyoque una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando sucalvario á través de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso,desafiando al destino como un monarca shakespiriano.
Examino á mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos,esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero picode ave de combate. Llevan erguidos bigotes.
Por debajo de la gorra, quetiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, seescapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el«artista», tal como lo veían las señoritas sentimentales de hacecuarenta años, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo yaudaz de los que viven en continuo roce con la muerte.
Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses, y parece querecitan las remotas hazañas de Marko Kralievitch, el Cid servio, quepeleaba con las wilas, vampiros de los bosques, armadas de unaserpiente á guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un bar de París han vivido hace unas semanas la existencia bárbara éimplacable de la humanidad en su más cruel infancia.
El amigo francés se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe surelato para lanzar ojeadas á una mesa próxima. Le interesan, sin duda,dos pupilas circundadas de negro que se fijan en él, entre el ala de ungran sombrero empenachado y la pluma sedosa de un boa blanco. Al fin,con irresistible atracción, se traslada de nuestra mesa á la otra. Pocodespués desaparece, y con él se borran el sombrero y el boa.
Me veo á solas con el capitán más joven, que es el que menos ha hablado.Bebe; mira el reloj que está sobre el mostrador. Vuelve á beber. Meexamina un momento con esa mirada que precede siempre á una confidenciagrave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormentabamemoria con una gravitación de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.
—Fué á esta misma hora—dice sin preámbulo, saltando del pensamiento ála palabra para continuar un monólogo mudo—. Hoy hace cuatro meses.
Y mientras él sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubiertode nieve, las montañas blancas, de las que emergen hayas y pinossacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo tambiénlas ruinas de un caserío, y en estas ruinas el extremo de la retaguardiade una división servia que se retira hacia la costa del Adriático.
III
Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres quefué una compañía y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se hanadherido campesinos embrutecidos por la persecución y la desgracia, quese mueven como autómatas y á los que hay que arrear á golpes; mujeresque aullan arrastrando rosarios de pequeñuelos; otras mujeres, morenas,altas y huesudas, que callan con trágico silencio, é inclinándose sobrelos muertos les toman el fusil y la cartuchera.
La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendode las ruinas. De las profundidades lóbregas contestan otros fulgoresmortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisiblesinsectos de la noche.
Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quién esel enemigo que se va amasando en la sombra. ¿Alemanes, austríacos,búlgaros, turcos?... ¡Son tantos contra ellos!
—Debíamos retroceder—continúa el servio—, abandonando lo que nosestorbase.
Necesitábamos ganar la montaña antes de que viniese el día.
Los largos cordones de mujeres, niños y viejos se habían sumido ya en lanoche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sólo quedaban enla aldea los hombres útiles, que hacían fuego al amparo de losescombros. Una parte de ellos emprendió á su vez la retirada. De pronto,el capitán sufrió la angustia de un mal recuerdo.
—¡Los heridos! ¿Qué hacer de ellos?...
En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, había más decincuenta cuerpos humanos sumidos en doloroso sopor ó revolviéndoseentre lamentos. Eran heridos de los días anteriores que hablan logradoarrastrarse hasta allí; heridos de la misma noche, que restañaban lasangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por lassalpicaduras del combate.
El capitán entró en este refugio, que olía á carne descompuesta, sangreseca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos losque conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del únicofarol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor,como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte.
Al oír que iban á quedar abandonados á la clemencia del enemigo, todosintentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron ácaer.
Un coro de súplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, llegó hasta elcapitán y los soldados que le seguían....
—¡Hermanos, no nos dejéis!... ¡Hermanos, por Jesús!
Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando susuerte con resignación. ¿Pero caer en manos de los adversarios? ¿Quedará merced del búlgaro ó el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojoscompletaron lo que las bocas no se atrevían á proferir. Ser servioequivale á una maldición cuando se cae prisionero. Muchos que estabanpróximos á morir temblaban ante la idea de perder su libertad.
La venganza balkánica es algo más temible que la muerte.
—¡Hermano!... ¡hermano!...
El capitán, adivinando los deseos ocultos en estas súplicas, evitaba elmirarles.
—¿Lo queréis?—preguntó varias veces.
Todos movieron la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso esteabandono, no debía alejarse la retaguardia dejando á sus espaldas unservio con vida.
¿No hubiera suplicado el capitán lo mismo al verse en idénticasituación?...
La retirada, con sus dificultades de aprovisionamiento, hacía escasearlas municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.
El capitán desenvainó el sable. Algunos soldados habían empezado ya eltrabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmañada,ruidosa: cuchilladas á ciegas, agonías interminables, arroyos de sangre.Todos los heridos se arrastraban hacia el capitán, atraídos por sucategoría, que representaba un honor, y admirados de su hábil prontitud.
—¡A mí, hermano!... ¡A mi!
Teniendo hacia fuera el filo del sable, los hería con la punta en elcuello, buscando partir la yugular del primer golpe.
— ¡Tac!... ¡tac!... —marcaba el capitán, evocando ante mi esta escenade horror.
Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de lassombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Él habíaintentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se lellenaban de lágrimas.... Pero este desfallecimiento sólo servía paraherir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor.¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!... ¡Tac!...
¡tac!...
—¡Hermano, á mi!... ¡A mí!
Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes deque el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendidoinstintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que elcuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible á la picaduramortal.
«¡Hermano, á mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostabansobre los otros cuerpos, que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.
El bar empieza á despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos congalones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos dearroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos, entrerisas de alegría infantil.
El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con elgesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará, nunca, siguegolpeando maquinalmente la mesa.... ¡Tac!...
¡tac!...
I
Morales iba á seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba,como él, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata delfusil, le dijo á gritos, para dominar con su voz el estruendo de lasdescargas:
—Es inútil que tires; no lo matarás. Ese hombre tiene un payé de granpoder.
Habían desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad.Dos vaporcitos los habían transbordado de la otra orilla del río Paraná.Eran poco más de cien hombres, reclatados en el Paraguay ó en lagobernación del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes,que andaban errantes, fuera de su país, por aventuras políticas ó deamor. Mezclados con estos rebeldes autóctonos iban unos cuantos hombresde acción, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban deuna á otra de las provincias excéntricas de la Argentina, allí donde eraposible que surgiesen revoluciones.
Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano,en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por lascalles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de lapolicía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban delas sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápidoavance de hombres armados.
Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cómo se cerrabansus puertas y cómo salían de sus ventanas los primeros fogonazos. ¡Golpeerrado! Pero nadie pensó en huir. Porque la sorpresa fracasase, no ibaná privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidoscontrarios.
—¡Viva el doctor Sepúlveda! ¡Abajo el gobierno usurpador!
Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á laplaza, disparando contra el cuartel.
Un hombre gordo y obscuro de color, oficial de la policía, se mostrabaen una de las ventanas con una tranquilidad asombrosa. Extendiendo unbrazo, disparaba su revólver contra los rebeldes:
—¡Canallas! ¡Hijos de...tal! ¡Perros!
Luego, sacando otro brazo, disparaba el segundo revólver, se metíaadentro para cargar sus armas y volvía á aparecer.
La mayor parte de los asaltantes parecieron olvidar el motivo políticoque los había traído hasta allí. Ya no pensaban en el «gobiernousurpador» ni en asaltar el cuartel. Toda su atención la concentraron enaquel hombre que seguía insultándoles sin tomar precauciones. Llovíanlas balas en torno de su persona, pero ni una sola lograba tocarle.
—No gastes tus cartuchos, hermano—continuó Jaramillo, con unaexpresión fatalista—. Ese hombre posee un talismán, un payé que lehace invulnerable como el diablo.... ¿Quién sabe si lleva en el pechoalguna pluma de caburé?
Morales cesó de disparar. Tenía una ciega confianza en la sabiduría desu compañero. Además, conocía desde su niñez el poder de una pluma decaburé.
—¡Viva el partido blanco! ¡Abajo Sepúlveda! ¡Mueran los colorados!
Era el refuerzo enemigo que llegaba. Sonaron nuevos tiros en el fondo delas calles. Pasada la primera sorpresa, acudían las otras fuerzas delgobierno en socorro del cuartel.
—Esto se acabó. Hay que retirarse—dijo Jaramillo.
Los dos camaradas corrieron hacia el muelle, doblando el cuerpo parahacerse más pequeños ante las balas con que los perseguía el enemigo.Otros siguieron defendiéndose rudamente á sus espaldas.
Llegaron al puerto á tiempo para ver cómo uno de los vaporcitos huía ríoarriba, perdiéndose en la noche, y cómo el otro empezaba á apartarse delmuelle de madera. Esto no extrañó á Jaramillo.
—¡Qué puede esperarse de extranjeros, de gringos que carecen defervor político y no son del partido!...
Es natural, tratándose de dos capitanes genoveses.
Pero él y Morales, con su agilidad de hijos de la selva, saltaron en elvacío negro, cayendo precisamente sobre el borde de la cubiertafugitiva. Unos milímetros menos, y se perdían en el agua lóbrega pobladade caimanes.... ¡Que Dios protegiese á los valientes que se quedaban entierra!
Cuando las luces del puerto empezaron á borrarse en la obscuridad,Jaramillo, considerándose seguro, empezó á formular sus protestas.
—¿A quién se le ocurre hacer revoluciones á media noche?... Es la peorde las horas, cuando todo el mundo vive y está despierto. Eso podrá seren los países donde hace frío y la gente se acuesta temprano, ¿peroaquí?... Aquí, la hora mejor para la revolución es la una de la tarde.
Todos los oyentes aprobaron con gestos silenciosos. Desembarcando á lahora de la siesta, habrían entrado por las calles sin que nadie losviese, lo mismo que á través de una ciudad muerta; habrían sorprendidoel cuartel, matando á la guardia, que seguramente estaría tendida á lasombra y roncando.
—Es una locura—continuó Jaramillo—intentar ataques de noche en unpaís como el nuestro.
No hay mas que acordarse de lo que pasa en laselva.
Como todos eran hijos de la selva, persistieron en sus muestras deaprobación. Durante las horas de sol y de calor era cuando la selvadormía, sin un estremecimiento, sin un latido, con una calma de tumba.Luego, al morir la tarde, despertaba la vida; los insectos empezaban ázumbar, los pájaros sacudían sus alas, los cuadrúpedos estiraban suspatas, y en la sombra todos se agitaban para ofender ó para defenderse,para devorar ó ser devorados. La vida renacía con el fresco de la noche,reanudando sus aventuras y sus tragedias.
Morales admiró una vez más la sabiduría de su amigo. Era hijo de unbrujo y había heredado muchos de los secretos paternales.
A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una largapausa de angustioso silencio.
Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintadaá redondeles, al que los indios guaraníes, en su lenguaje, apodan «elSeñor».
Otras veces, el silencio tenía un motivo más claro y determinado. Ungrito estridente rasgaba la lobreguez, un alarido feroz, que hacíaestremecer á los que lo escuchaban. Este grito inmenso salía de lagarganta de un pájaro poco más grande que el puño, una especie demochuelo del tamaño de un pichón de cría. Todas las bestias, las quevuelan, las que corren y las que se arrastran, se echaban á temblarcuando oían este alarido.
Morales no había logrado ver nunca al pájaro diminuto, soberano de laselva, pero lo conocía de fama desde su niñez.
Tenía por armas su pico, un terrible pico fuerte como el acero mejortemplado, y una infernal mala intención. Allí donde clavaba su armaabría orificio, y el golpe iba dirigido siempre á la cabeza deladversario, devorando inmediatamente su cerebro al descubierto. No habíacráneo que pudiera resistir á sus perseverantes picotazos, iguales ágolpes de barreno. Atacaba al toro, al tigre, al caimán, blindado deplanchas duras como un navío de guerra.
Este volátil pequeño y de malicia diabólica era el caburé.
II
Morales y Jaramillo debían tal vez sus apellidos y la poca sangreeuropea que corría por sus venas á dos conquistadores españoles llegadosal país siglos antes; pero en realidad eran dos mestizos guaraníes,pequeños, ágiles, débiles de miembros aparentemente, y con unaresistencia asombrosa para la fatiga y las privaciones.
Unidos por una amistad fraternal, se presentaban juntos á buscar trabajoen las cortas de árboles, en las explotaciones de hierba mate ó en losdesmontes de un ferrocarril que estaban construyendo los gringos.
Trabajaban con verdadero furor, como si se peleasen á muerte con unenemigo. Los capataces recién llegados de Europa parecían asombrados. ¿Yaún dicen que los indios son perezosos?...
Pero al cobrar el jornal dela semana desaparecían, y sus protectores y admiradores los esperaban envano todo el lunes siguiente. Sólo cuando quedaba consumido el últimocentavo en las tabernas donde hay acordeón y baile, pensaban en reanudarel maldecido trabajo.
Las beldades cobrizas, descalzas, de gruesa trenza entre los omoplatos yfalda blanca ó de color rosa, se asomaban á las puertas de sus ranchospara verlos pasar. Llevaban el calzón claro sujeto al tobillo por ligasde piel, los pies metidos en danzantes babuchas, un poncho avellanadocubriendo el busto, y un pañuelo rojo en el cuello. Este último era paraellos el detalle más precioso de su indumentaria. Podrían ir rotos y conlas carnes más secretas al aire, pero sin un pañuelo rojo, ¡nunca! Erala señal del partido, el símbolo de los «colorados», así como los otros,los adversarios, llevaban siempre en el cuello un pañuelo blanco.
Los dos traían bajo el brazo sus espadas; no espadas viejas y conagarrador de madera, como los pobretones, sino con empuñadura decoruscante dorado y vaina de cuero, iguales á las que usaban losguardias municipales de la ciudad. De sus remotos ascendientes de laconquista les quedaba un amor irresistible á la espada. Las armas defuego eran buenas para las revoluciones.
Las querellas de amor y debebida debían ventilarse, tizona en mano, á espaldas de la taberna.
Con el enfundado acero bajo el brazo, envueltos en su poncho y levantadael ala del fieltro sobre la frente, parecían dos caricaturas de loshidalgos de capa y espada, sus legítimos abuelos.
Cuando la policía visitaba los bailes indígenas, ocultaban ellos susarmas metiéndoselas en la faja, á lo largo del calzoncillo, lo que lesobligaba á continuar la danza con una pierna rígida, lo mismo que siestuviesen paralíticos.
Un día, en uno de estos bailes, Morales, que era el menos listo de losdos pero el más dispuesto á la pelea, metió su espada por el vientre decierto individuo que se empeñaba en danzar con la misma moza que él,echándole las tripas afuera.
—Aquí no ha pasado nada. ¡Siga la fiesta!
Se llevaron al muerto. Su familia se encargaría de levantarle unacapillita al borde del camino y de ponerle cirios todas las noches. Unsimple incidente; algo que se ve todos los días.
Pero la policía entrometida no quiso aceptar el suceso con la mismacalma que la gente, y prendió á Morales.
—Una venganza política—dijo éste al entrar en la cárcel—. Bien se veque mandan los usurpadores. ¡Como soy colorado!...
Al registrarlo en presencia del juez, encontraron que debajo de susropas llevaba el cuerpo cubierto de plumas de avestruz. Jaramillo hacíalo mismo. Era un secreto de su padre el brujo; el mejor medio paravencer en agilidad á los enemigos.
Le dió rabia ver cómo reía el juez ante tal descubrimiento. Todos losabogados jóvenes, que habían estudiado en Buenos Airea y despreciaban álos nativos, eran unos ignorantes.
—A no ser por estas plumas, doctor—dijo Morales—, el difunto tal vezme habría matado.
Mire cómo fui yo el más ligero y le clavé por elvientre.
Le quitaron las plumas, le quitaron la espada, é iban á quitarle lalibertad durante un buen número de años, por ser el muerto de los delpañuelo blanco, cuando Morales se escapó de la penitenciaría,refugiándose en el Paraguay, cuya frontera sólo está á dos horas dedistancia.
Jaramillo, que andaba desorientado durante su ausencia, quiso seguirle,y para justificar la fuga y no ser menos que su amigo, mató á otro«pañuelo blanco» antes de pasar á la vecina nación.
Trabajaron en los llamados «hierbales» donde se cosecha el mate, tédel país puesto de moda por los jesuítas en otros tiempos, cuandogobernaban la República teocrática de las Misiones, fundada por ellosentre el Brasil, el Paraguay y la Argentina.
Deseosos de volver á su patria, los dos interrumpieron su trabajorepetidas veces para tomar parte en las intentonas revolucionarias delpartido. El grande hombre de los «colorados», el doctor Sepúlveda, vivíatranquilamente en Buenos Aires, esperando el momento de regenerar suprovincia. Mientras tanto, los partidarios del doctor hacían toda clasede esfuerzos para lograr su triunfo: revoluciones de día, revolucionesde noche; sublevaciones en la ciudad, sublevaciones en el campo.
La gente de Buenos Aires apenas prestaba atención á estas hazañas yrevueltas en la lejanísima provincia. ¡La Argentina es tan grande!Además, todo esto ocurría en un extremo del país, vecino al Brasil y alParaguay; en una tierra que es argentina políticamente, pero por la razaes más bien paraguaya, y cuyos habitantes hablan generalmente elguaraní.
Después del sangriento fracaso de aquella intentona nocturna, los dosvolvieron á trabajar en el Paraguay, en la recolección del mate. Elloseran los más inmediatos consumidores, pues sentados al borde del granrio en las horas de descanso, chupaban incesantemente el canuto hundidoen la pequeña calabaza rellena de hierba olorosa y de agua caliente quesostenían en una mano.
Hablaban de la tierra natal con voz lenta y entornando los ojos, como sifueran á dormirse.
Algunas veces, la conversación recaía sobre Jaramillopadre y su prodigiosa ciencia.
—Yo le vi—decía Morales con respeto—curar á los enfermos en menos quese reza un credo.
Les chupaba la parte enferma ó ponía la boca en suboca, aspirando su aliento. Luego escupía un gusano, una piedra, unaculebra pequeña ó una araña. Era la enfermedad que acababa de sacarlesdel cuerpo.... Algunos se morían; pero era porque les faltaba pacienciapara esperar la curación y llamaban al médico.
—El mejor de sus secretos—insinuaba Jaramillo—es el que cura lamordedura de las víboras.
Me lo reveló poco antes de morir. Vale más queuna herencia de muchas talegas de onzas de oro.
—Dímelo, hermano—suplicaba Morales.
Su amigo parecía sobresaltarse.
—No lo esperes. Únicamente se puede revelar el secreto el día deViernes Santo. Si lo cuento otro día, perderé mi poder curativo hasta elViernes Santo del año siguiente.
Pero Morales empezó á importunar á su compañero con una tenacidadinfantil durante semanas y semanas. Se acordaba de haber visto operar áJaramillo padre cierto día que un vecino había regresado á su rancho conel brazo hinchado y negro por la mordedura de una serpiente. El brujo lehabía puesto unos remedios enérgicos sobre la herida, murmurando luegouna invocación misteriosa sobre el reptil, muerto de un garrotazo.
Tú no eres un buen co