El policía mostraba empeño en que le admirase el otro. Toda la ginebradescendida á su estómago pareció alborotarse con la sospecha de que el gringo no creía en su valor y tenía por mentiras las hazañas quellevaba realizadas.
De su español aprendido en Buenos Aires, prefería el escocés una palabraque siempre había irritado á Morales. Cuando le contaban cosasinverosímiles, levantaba los hombros, diciendo con desprecio:
—¡ Macanas!... ¡Todo macanas!
Adivinó que en el pensamiento del gringo estaba resonandoincesantemente la misma palabra en aquellos momentos. «¿Las valentíasdel cabo Morales? ¡ Macanas! ¡Todo macanas!»
El deseo de verse admirado le hizo ser humilde y revelar su secreto.
—Vea, don Escocés. Si soy valiente, reconozco que no hay en ello granmérito. Aunque quisiera ser cobarde, no podría. Tengo un payé poderosísimo: llevo en el pecho tres plumas de caburé. Usted es casi delpaís; usted sabe lo que es eso. No hay hombre ni fiera que pueda nadacontra mí.
—¡ Macanas!... ¡Todo macanas!
Ya había surgido la terrible palabra. El policía empalideció al versedesmentido con un tono de desprecio.
—Pero ¿no le digo que tengo un payé?... Mírelo. A usted solo se loenseño.
Y se desabrochó la levitilla y la camisa, mostrando la pequeña bolsa decuero sudada y negruzca que pendía sobre su pecho.
—¡ Macanas!... ¡Macanas!—repitió el extranjero, apurando el resto dela botella de barro y empezando otra que acababa de traer el dueño delcafetín.
Irritado Morales, habló de su infortunado camarada Jaramillo, del doctorgermánico, del caburé, del caimán «el Abuelo»; contó toda su historia,sin que el otro cambiase de actitud.
El mestizo se puso de pie. Podía el gringo dudar de las virtudes de sumadre, si gustaba de ello; por eso no dejarían de ser amigos. Enrealidad, él no estaba seguro de quién había sido su padre.
Las gentesdel país prescinden con frecuencia del casamiento, por los muchospapelotes, molestias y gastos que exige. ¿Pero dudar de su talismán?...¿Tener por falsa su historia?...
—Oiga, don Inglés.
El escocés quiso protestar al oir que le llamaban así, paro se quedó conla boca entreabierta por la sorpresa, dándose cuenta de que este errorera intencionado y representaba un insulto.
—Oiga, don Inglés. Vamos á hacer una prueba.
Había sacado de un bolsillo de su pantalón una pistola de dos cañones deenorme calibre. Él tenía sus armas á la vista y sus armas ocultas.
Se la ofreció al extranjero; y éste, que también se había puesto de piecon mal gesto, la tomó sin saber lo que hacía.
—Yo puedo matarlo á usted, si quiero, y usted, en cambio, no puedehacerme nada á mí....
Pero no abusaré. Prefiero que se convenza por suspropios ojos. A ver si así se le ablanda esa cabezota dura de bruto quetiene.... ¡Tire!
Se abrió con ambas manos sus ropas, mostrando el pecho desnudo y laprodigiosa bolsita.
Podía el gringo hacer fuego sin cuidado. Se lo decíaél con aire de reto.
Macperson, á pesar de su embriaguez, reconoció que la proposición eraabsurda. Aquel mestizo se había vuelto loco, y en su soberbia confianzahasta parecía burlarse de él.
—Tiene usted miedo de tirar, y hace bien. La bala rebotará sobre mipecho y puede herirle á usted. Coloqúese de modo que no le alcance.
El otro, como si no entendiese estas recomendaciones, se había limitadoá poner horizontal la pistola, apuntando al pecho que tenía enfrente.
—¡Mira que tiro!—dijo al fin con tono de amenaza—. Déjate de macanas, ó tiro.
Se perdió entre los dos todo respeto. Se miraron como enemigos.
—¡Tira, gringo del demonio, para que puedas convencerte!... ¡Cuandote digo que tengo un payé!...
—¡Mira que hago fuego!—volvió á repetir el otro con voz aún mássombría.
—¡Tira de una vez, hijo de perra!... Tú no eres escocés.... Tú eres....
No pudo seguir.
—¡Ya que lo quieres!...
Y el gringo apretó los dos gatillos al mismo tiempo.
Una nube blanca se extendió ante sus ojos.
Al disolverse el humo y extinguirse el doble trueno, vió á Moralestendido á sus pies. Tenía los brazos abiertos, el pecho destrozado y unasonrisa helada, de soberbia confianza, de fe inconmovible, que iba á serel último de sus gestos.
I
Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huérfanas de un diplomático quehabía hecho desarrollarse su niñez en lejanos países del Extremo Orientey la América del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia,jóvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todaslas fiestas de París. Los tés de la tarde que se convierten en baileslas veían llegar con exacta puntualidad. Una ráfaga alegre parecíaseguir el revoloteo de sus faldas.
—Ya están aquí las señoritas de Maxeville.
Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brilloen el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándoseel bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás,apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas lasperversiones de la época.
Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanesexcéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encantopicante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientosperturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habían dado losprimeros pasos hacía la gloria bailando el cake-walk en los salones,hace muchos años, ¡muchos! cinco ó seis cuando menos, en la época remotaque la humanidad gustaba aún de tales vejeces. Después apadrinaron la«danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.
Su inconsciente regocijo, al ir más allá de los límites permitidos,escandalizaba á las señoras viejas. Luego, hasta las más adustasacababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville....
¡Pero tanbuenas!»
Todos conocían su existencia en un quinto piso, sin otra servidumbre queuna vieja doméstica que hacía oficios de madre, suspirando al recordarlas extinguidas grandezas de Su Excelencia el ministro plenipotenciario.Todos se daban cuenta de sus esfuerzos sonrientes y dolorosos paraconservar el antiguo rango con una modesta pensión procedente del padrey una corta renta de la madre; sus habilidades taumatúrgicas paramostrarse bien vestidas á poco precio; su adopción de modas audaces,destinadas al fracaso, para ocultar con pretexto de originalidad elescaso valor de su indumentaria.
Las gentes murmuradoras denunciaban sus ocultos convenios con modistas ysombrereras, que les proveían gratis para que propagasen susinvenciones. Pero aquí se detenía la maledicencia. De sus costumbres, desu vida en la casa, ni una palabra. Las rancias familias diplomáticasque habían conocido al ministro jamás tuvieron que amonestarlas por unaimprudencia irreparable.
El despecho de los hombres era también un certificado de su honestidad.Corrían hacia ellas, atraídos por su exterior desenvuelto. Seatropellaban unos á otros, como en una empresa fácil donde todo el éxitoestriba en llegar antes que los demás. Risas provocativas, ojeadasmisteriosas, palabras que parecían de esperanza.... Y poco después, unopor uno, los conquistadores desandaban el camino, cabizbajos yencolerizados, como un perro que se imagina encontrar un hueso y rompesus colmillos en una piedra.
—Unas astutas las pequeñas Maxeville; unas malignas, que, faltas dedote, buscan un marido á su modo.
Los mismos que decían esto habían acabado por designarlas con un mote.Las señoritas de Maxeville fueron en adelante «las vírgenes locas».
Todo resultaba exacto en este apodo, el defecto y la cualidad. Nadieponía en duda su locura, ni lo otro. Eran como los directores de ciertosBancos, que charlan en el ventanillo de la caja, sonríen, remueven lasllaves, infunden esperanzas, pero no hacen el más pequeño préstamo ácrédito, ni el más leve anticipo sobre promesas lejanas.
Las vírgenes locas iban á triunfar finalmente en su desesperada batallacon los hombres. La mayor, Berta, había conquistado la voluntad de uningeniero ruso, que se mostraba dispuesto á hacerla su esposa. La menorcasi había conseguido lo mismo con un oficial joven; sólo le quedaba porvencer la resistencia de una madre orgullosa y tradicionalista, quevivía en provincias....
En esto, un trompetazo desgarrador, insolente, brutal, cortó el ambientede músicas sensuales y danzas voluptuosas con que se adormecían loshumanos. Y la gente feliz corrió de un lado á otro, en pavorosorevoltijo, como los pasajeros de un trasatlántico que bailan en losdorados salones, vestidos de etiqueta, y de pronto escuchan, la voz dealarma de un tripulante: «¡Fuego en las bodegas!»
II
El segundo día de la movilización, la gente agolpada en lasinmediaciones de la estación del Este las vió llegar vestidas de negro,con un traje sobrio y casi monacal, un pequeño sombrero semejante á unagorra, un bolsito de mano y un paquete con lo más indispensable para lavida: dos camisas, dos pares de medias.
Las vírgenes locas se iban sin ruido, sin frases heroicas, sin doslíneas en los periódicos. Sus relaciones mundanas las habían aprovechadopara conseguir rápidamente sus deseos. Marchaban á Verdún, á lafrontera, al lugar del peligro, donde todos esperaban que ocurriese elprimer choque. Llevaban una carta para los directores del serviciosanitario. Parecían más altas, más robustas, de paso más firme. Subelleza de parisienses á la moda había desaparecido. Eran mujeresiguales á las que lloraban ó gritaban de entusiasmo al otro lado de laverja; sin colorete, sin artificios, con el pelo libre de postizos, conlas mejillas limpias y los ojos agrandados por una emoción que habíavenido á sustituir los antiguos retoques del lápiz negro: ojos serenosque miraban al porvenir heroicamente, adivinando la proximidad de ladesgracia.
Y se perdieron entre la multitud de hombres uniformados, caballos ycañones. Y su recuerdo se perdió igualmente en la memoria de todos losque una semana antes comentaban sus palabras y gestos. La gentenecesitaba pensar en su propia suerte; el peligro no dejaba tiempo paramirar el exterior. ¡Pobres vírgenes locas! ¡Infelices muñecas de Parísarrebatadas por la tempestad cuando daban vueltas y sonreían con susbocas pintadas, á los sones de una cajita de música!...
De tarde en tarde, las damas reunidas para hacer tejidos de lanadestinados al ejército evocaban su nombre al pasar revista á los muertosy los ausentes. «¿Las pequeñas Maxeville?...»
Realizaban proezas á sumodo en los hospitales del frente de guerra. Donde ellas estaban, loshombres se morían sonriendo. En algunas ocasiones habían llegado hastalos mismos lugares de combate, oyendo el silbido de los proyectiles. Elnombre de la mayor aparecía citado en una orden del día.
Y siempre el mismo comentario final: «Eran buenas. Algo locas, pero dehermoso corazón.»
Transcurrió un año de guerra. Un día circuló la noticia de que Bertahabía muerto, víctima de su abnegación. Poco después ya no la nombraron.¡Eran tan frecuentes los heroísmos!
¡Desaparecían diariamente tantosnombres conocidos!...
III
Detrás de la línea de combate, en un hospital instalado en un castilloruinoso, encontré meses después á la última virgen loca.
No la hubiese reconocido. Pasó por una avenida del parque, casisaltando, con la toca revoloteante y moviendo bajo la blanca falda elágil compás de sus piernas enjutas. Llevaba en las manos pálidas ytransparentes un paquete de ropas. Su nariz y sus orejas brillaban conuna claridad de vidrio sonrosado bajo la luz del sol. Parecía un cuerpodiáfano, con la transparencia malsana de la miseria física. Toda la vidase concentraba en sus ojos.
Un médico militar que venía conmigo me confirmó su identidad.
—Es la señorita de Maxeville: una joven del gran mundo antes de laguerra.
El doctor sólo la conocía algunos meses. Había presenciado la muerte dela otra, una muerte horrible, cuyo recuerdo le estremecía aún. Se habíacontaminado al curar las heridas de un moribundo perdido durante tresdías en el fondo de un embudo de tierra abierto por el estallido de unproyectil enorme. Su agonía duró cuarenta y ocho horas, ennegreciéndoselentamente con la expansión de la sangre envenenada, aullando entrenerviosos estertores, doblándose como un arco sobre la cabeza y lospies, que se clavaban en el lecho. Y la otra hermana se había negado ásepararse de ella, abrazando el cuerpo convulsivo, besando sus ojos queno veían, su boca que sólo sabía rugir.
—¡Berta, corazón mío! ¡No te mueras!... ¡No te mueras!
Toda la vida juntas; toda la vida unidas por la orfandad necesitada dedefensa, por la alegría que colorea la pobreza, por el deseo de crearseuna posición antes de que terminase su juventud,
¡y verla morir ante susojos, entre tormentos desgarradores, sin poder salvarla, sin encontrarel medio de hacer plácidos y dulces sus últimos instantes!...
—¡Pobre muchacha!—prosiguió el médico—. Ha visto perecer como unanimal rabioso á la que era toda su familia. Poco después se enteró dela muerte de cierto oficial que deseaba ser su marido. Todos en elcastillo admiran su energía.
»No sé cuándo come, no sé cuándo duerme. Se la ve en todas partes, y ápesar de esto, los heridos lamentan su ausencia. «Que venga la señoritaJulieta....» Es el médico moral de esta casa.
En muchos casos vale másque nosotros. Ella y su pobre hermana han realizado estupendascuraciones.
Las vi con la imaginación—mientras escuchaba al doctor—yendo de salaen sala como apariciones de salud que esparcían en torno la dulcealegría de vivir. Con los oficiales se mostraban algo recelosas. Eranhombres de su mundo, y tal vez por esto los juzgaban temibles, nopasando en su intimidad más allá de una solicitud natural y grave. Alentrar en las piezas ocupadas por el populacho doloroso, setransfiguraban, animando con su regocijo el ambiente cargado delamentos, de perfume de drogas y hedor de carnes rotas.
El recuerdo de madres y novias adquiría mayor relieve al ser evocado porsus labios.
Describían los paisajes risueños del suelo natal á losenfermos ilusionados que poco después habían de morir; cantaban á mediavoz las canciones del terruño; encontraban con su instinto de mujeres desalón las conversaciones que más podían agradar á cada uno. La mayorhabía pasado una semana hablando de Ulises y la Odisea con unlicenciado en letras que agonizaba lentamente, pensando en su tesis dedoctor que jamás llegaría á leer en la Sorbona. Mientras tanto, Julietaescribía cartas. El rudo marinero del Finisterre, el campesino de losdepartamentos centrales, el obrero burlón de la ciudad, el marroquísombrío, el negro pueril, veían abrirse ante su pensamiento bellezasdesconocidas, paisajes no sospechados. La señorita blanca era lapoesía, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.
—¡Besa!—ordenaba Julieta presentando ante sus labios descoloridos unaflor que acababa de arrancar del parque—. Un enamorado chic debeenviar estos recuerdos.
É introducía la flor en la carta escrita por ella, monumento deadmiración para el firmante, orgulloso y conmovido de suscribir talesternezas. Una hora antes de amanecer—la hora fatal en los hospitales—,cuando el día apunta y el moribundo se extingue, los estertores deagonía murmuraban siempre el mismo deseo: « Mademoiselle.... Unacualquiera de las dos señoritas.»
Y ellas, que acababan de adormecerse en el silencio de plomo que precedeá la llegada de la luz, acudían corriendo para presenciar una agoníamás, para animar la mano yerta con el contacto de su mano, paradisimular los pasos de la muerte con sus palabras que sonaban lo mismoque monedas de oro, con sus risas que parecían vibraciones de finocristal.
IV
—Y esta pobre—continuó el médico—prosigue la santa obra de laalegría. Cuando se ve sola, piensa en la otra, piensa en el oficialmuerto, y huye en busca de los agonizantes, como si el dolor ajeno fuesesu refugio. La sala de los incurables, de los que están condenados ámorir, es su lugar preferido. Y canta, cuando minutos antes suspiraba ásolas; ríe, con los ojos cargados aún de lágrimas.
»Nosotros fingimos no ver lo que hace. ¿De qué sirven los reglamentosante la muerte?... Lo que importa es que proporcione un poco de alegríaal que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendíempleando su método en la sala de los desesperados. Tenemos un tiradormarroquí con las piernas y el vientre deshechos. Va á morir de unmomento á otro; tal vez ha terminado á estas horas. Tenemos un alemánque está en la cama inmediata. Los colocaron así inadvertidamente; ahoraes tarde para moverlos.
»Los hombres de Europa olvidan sus rencores al verse en los límites dela vida. Este africano es de cólera larga. Cuando cree que no le ven,enseña el puño al enemigo inmediato, que le mira con unos ojos redondosy asombrados, lo mismo que si estuviesen aún en el campo de combate.
Laseñorita de Maxeville corre hacia él, fingiéndose irritada.
»—¿Qué es eso, Alí?... Quieto, ó me enfado contigo.
»—No te enfades, señorita—murmura el moro—. Lo respetaré, ya que lopides. Pero esta noche, cuando te marches, iré á su cama y le cortaré lacabeza.
»Y no puede moverse. Anoche rugía de dolor, alterando con sus gritos elsilencio del dormitorio, quitando el sueño á los otros heridos, pugnandopor levantarse para ir en busca del adversario y saciar en él su furia.
La señorita de Maxeville es la única que sabe calmar á estos hombres. Yovi, á la tenue luz del dormitorio, cómo empezó á bailar, con un plato enla mano. Este plato le servía de pandereta.
Movía las caderas, retorcíael busto, acompañaba con balanceos su monótona canturía oriental,sonreía lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la«danza del vientre».
Los heridos soñolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnandopor moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pálida;las miradas ardorosas seguían con avidez el cuerpo de la danzarina, queiba trazando en los muros una procesión de siluetas.
El marroquí se había incorporado, como un chacal que desea saltar ytiene las patas rotas. Su admiración se escapaba en roncos barboteos.
—¡Oh, sonrisa del anochecer!... ¡Alegría de la sombra!... ¡Señoritablanca!
I
El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que sehabía sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó lacabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie allado de su sillón.
—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos ála autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene ustedque alegar?
La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente alcomisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento desorpresa, lo mismo que si despertase.
—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rueLepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos losdel barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puestoambulante, y....
El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.
—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa comopuede y contesta como su inteligencia se lo permite.
El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos enalto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á losdelincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...
—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yoveintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de Parísy yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra losprusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve quetrabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única....Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.
Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo concerteza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado,junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo demadera y mirando al techo.
—Mi nieta—continuó la vieja, sin inmutarse por esta falta deatención—se llama Julieta, baila en los teatros, y es célebre. El señorcomisario debe haber visto su retrato muchas veces en los periódicos yen los carteles de las esquinas. Sólo la encuentro de tarde en tarde.Una mañana, cuando iba yo empujando mi carretilla, casi me atropelló suautomóvil. Esto la hizo llorar, asegurando que era por culpa mía, porqueyo no quiero vivir con ella y me empeño en seguir vendiendo verduras, lomismo que cuando Julieta y su hermano eran pequeños.... Cada uno es comoes. A mí, aunque soy pobre, no me gusta la manera de vivir de lasartistas. ¿Digo mal, señor comisario?...
El comisario había cesado de silbar y miraba á la verdulera con ciertointerés. Debía conocer á su nieta, la célebre bailarina. Iba á hacerlealguna pregunta sobre ella, cuando la vieja siguió hablando.
—Mi preferido fué siempre Alberto, un obrero aficionado á los libros.Yo, aunque deseo vivir independiente, iba todos los días á su casa,ayudaba á su mujer, jugaba con su hijo. ¡Un biznieto!
Imagínese quéalegría, señor comisario. No todos llegan á ser bisabuelos.
Se detuvo un instante, como embelesada por dulces recuerdos.
—¡Los días felices de la paz!—añadió—. Un domingo fuimos de campo;comimos junto al Sena para celebrar el ascenso de Alberto á primercontramaestre de su fábrica.... Dos semanas después estalló la guerra.
El comisario hizo un gesto, que la vieja creyó de cansancio.
—Sí; ya sé que llevamos cuatro años de guerra y á todos aburre hablarde estas cosas. No insistiré, señor comisario. Me han dicho que hasta enlos teatros y en los periódicos están cansados de la guerra y susaventuras. ¡Además, mi historia es la de tantas y tantas mujeres!...Alberto fué á incorporarse á su regimiento en los primeros días de lamovilización. No lo vi hasta un año después, que volvió del frentevestido de soldado. Luego vino otra vez. Yo había acabado poracostumbrarme á esta situación. Me imaginaba que sólo los otros hombrespodían morir, ¡pero mi Alberto!... Un día recibí un papel, que nos hizollorar á mí y á su mujer. Después nos visitó un compañero de mi nietopara traernos varios objetos suyos.
La voz de la vieja se enronqueció.
—Y ya no lo vi más, señor comisario.... Ellos me lo mataron.
Pero acordándose de su promesa, hizo un esfuerzo para serenarse y nohablar de la guerra.
—La viuda de Alberto trabaja ahora en una fábrica de municiones alotro lado de París, y yo sólo de tarde en tarde puedo ver á mi biznieto.Hay que ganarse la vida.... Además, ¿por qué no decirlo? desde que murióAlberto gusto de entrar en la taberna más que antes. Cada uno mata supena como puede. Estoy en los setenta, y á esa edad, cuando hay quelevantarse antes del alba para ir á los Mercados centrales á comprar elgénero, un vasito de vez en cuando es la mejor de las medicinas. ¿No locree usted así, señor comisario?...
El silencio del aludido quiso demostrar á la vieja lo inoportuna que erasu pregunta. Pero ella continuó, con cierta precipitación que revelabala proximidad de la parte más interesante de su relato.
—Hoy, al anochecer, estuve en la taberna con el tío Crainqueville. Elseñor comisario debe conocerlo. Sus desgracias andan escritas en librosy comedias.
Este nombre pareció despertar un vago recuerdo en la memoria delfuncionario. La afirmación de que con sus aventuras se habían escritolibros le hizo interesarse en una rebusca mental. Luego levantó loshombros é hizo un gesto de incredulidad.
—Su historia—continuó la vieja—la ha escrito un señor Anatole, quetrabaja al otro lado del Sena, en un taller de sabios. Es un palacio conuna cúpula, donde dan recetas para que la gente rica pueda hablar bien.
El comisario se incorporó en su sillón, impulsado por la sorpresa. Aqueltaller de sabios á la orilla del Sena era sin duda la Academia Francesa;la casa de la cúpula, el Instituto; y el tal Anatole no podía ser otroque Anatole France.
—¿Pero existe el tío Crainqueville?—preguntó con incredulidad.
—Treinta años lo conozco, señor. Vendemos en diferentes barrios, peronos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la nochevolvemos á encontrarnos en la misma taberna. ¡Un infeliz! Ahora susasuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseñómuchas cosas; él me las dice, y yo paso las horas muertas en la tabernaescuchándole.
Hizo una pausa antes de reanudar su relato donde lo había abandonado.
—Digo que nos encontramos al anochecer en la taberna. Luego, como á lasnueve, salimos, y sin saber por qué, me detuve en la puerta de uncinema, sintiendo deseos de entrar. Me atrajo un cartel con unaalsaciana muy hermosa defendiéndose de un alemán feroz. Yo adoro estaclase de historias. Soy muy patriota. Tal vez es porque he visto dosguerras.... Pero no hablemos de la guerra. El tío Crainqueville se negóá entrar, y eso que yo pagaba. No sé en realidad qué es lo que le gusta.Todo le hace sonreír con aire de lástima. Entré sola, y debí entrar conmal pie. ¿No ha notado el señor comisario cómo algunas veces todo nossale torcido, y cuando queremos agradar ofendemos á las gentes, lo mismoque si un demonio nos guiase?...
El comisario no se dignó contestar.
—Me disgusté con la señora que vende en la taquilla por si una monedaera buena ó falsa; discutí también con el que recoge las entradas porqueacudió en su defensa.... Dentro, en la sala, la misma mala suerte. Misvecinos de fila se quejaron, diciendo que había entrado con demasiadaviolencia. Mala voluntad de su parte, pues á mí no me gusta molestar ánadie. Una remilgada, cerca de mí, se atrevió á decir que yo olía ávino. Otro insolente aludió á mis anchuras, dudando de que cupiesen enel asiento. Les contesté como sé hacerlo y el público protestó á gritos,asegurando que perturbaba el espectáculo. Si me callé al fin, fuéporque había empezado la historia de la alsaciana y su perseguidor. Unahistoria interesante. Yo se la contaría á usted, señor comisario, perotemo molestarle. Además, no sé cómo termina; no me dejaron ver el final.
El comisario había vuelto á mirar al techo y á silbar por lo bajo paradistraer su impaciencia.
—Un señor que estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto delcinema, daba en voz baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, laalsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban áverse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los cañones.
Elseñor entendido decía que estas vistas no pertenecían en realidad á lahistoria; que eran, ¿cómo diré yo?