Contestaráusted que sólo los Príncipes de la sangre tienen derecho a ello.
—Bueno se pondrá el Duque—replicó Tarlein echándose a, reír.
—¿Queda bien entendido?—repitió Sarto.—Si la puerta de la cámara realse abre durante nuestra ausencia, ha de ser después de muerto usted...
—No hay para qué recordármelo, coronel—repuso Tarlein con altivez.
—Ahora, envuélvase usted en esta amplia capa—continuó Sartodirigiéndose a mí,—y póngase esta gorra de cuartel. Es usted miordenanza, que me acompaña esta noche al pabellón de caza que ustedsabe.
—Hay un obstáculo—dije,—y es que no existe caballo capaz de recorrermás de quince leguas conmigo a cuestas.
—Por eso montará usted dos, uno aquí y otro en Zenda.
¿Estamos listos?
—Por mi parte lo estoy—contesté.
Tarlein me tendió la mano.
—Por si acaso—dijo;—y nos estrechamos la mano cordialmente.
—¡Nada de niñerías!—gruñó el coronel.—¡En marcha!
Pero en lugar de dirigirse a la puerta se acercó a la pared del fondo.
—En tiempo del viejo Rey—dijo,—hacíamos uso frecuente de este camino.
Le seguí y anduvimos cosa de doscientas varas por un estrecho corredor,hasta llegar a maciza puerta de roble, que Sarto abrió.
Salimos y noshallamos en una solitaria calle a la que daban los jardines de la partede atrás del palacio. Allí nos esperaba un hombre con dos caballos; unoalazán, magnífico, de gran alzada y el otro bayo, no menos fuerte ybrioso. Sarto me indicó que montase el primero y sin decir palabra nospusimos en marcha.
Animada y bulliciosa estaba la ciudad, pero tomamoslas calles menos concurridas, cubierta yo la mitad del rostro con lacapa y bien calada la gorra para ocultar en lo posible mis delatorescabellos. Hallamos pocos transeuntes en nuestro tortuoso camino, ycuando llegamos a las murallas se oía todavía el tañido de las campanasque daban la bienvenida al Rey. Eran las seis y media y no habíaobscurecido aún.
—Mano al revólver—me dijo Sarto al acercarnos a una puerta.—Si elguarda se da por entendido hay que cerrarle la boca para siempre.
Empuñé mi arma. Sarto llamó y vimos acercarse a una chiquilla de trece ocatorce años. La suerte nos favorecía.
—Mi padre ha ido a ver al Rey, señor oficial—dijo.
—Pues para eso mejor hubiera hecho en quedarse aquí—me dijo Sarto consorna y a media voz.
—Pero me encargó que no abriese la puerta.
—¿Sí, eh?—dijo Sarto desmontando.—Pues dame la llave.—
La mozuelatenía la llave en la mano. Sarto le dio una moneda de oro.
—He aquí una orden del Rey. Enséñasela a tu padre. ¡Abre esa puerta,muchacha!
Eché pie a tierra, abrimos entre los dos la pesada puerta y haciendosalir a nuestros caballos volvimos a cerrarla.
—Lo siento por el guarda, si el Duque averigua que estaba ausente de supuesto. Y ahora, joven, al trote. No conviene acelerar mucho el pasomientras sigamos cerca de la ciudad.
Ya algo más apartados de las murallas y cerrada la noche, disminuyó elpeligro y pusimos los caballos al galope. El magnífico animal que yomontaba iba tan ligero como si no llevase la menor carga. La noche erahermosa y no tardó en aparecer la luna. Hablamos poco y eso reducidocasi exclusivamente a los progresos que hacíamos en nuestra jornada.
—Quisiera saber el contenido de los despachos que recibió elDuque—dije una vez.
—También yo—se limitó a contestarme Sarto
Nos detuvimos para vaciar un vaso de vino y dar pienso a los caballos,con lo que perdimos media hora. No me arriesgué a entrar en el figón yme quedé con los caballos en la cuadra.
Continuamos la marcha yllevábamos recorrida más de la mitad del camino, unas nueve leguas,cuando Sarto se detuvo repentinamente.
—¿Oye usted?—me dijo.
Escuché atentamente. A lo lejos, detrás de nosotros, resonaban pisadasde caballos. Eran entonces las nueve y media y en el silencio de lanoche la fuerte brisa que se había levantado traía muy distintamentehasta nosotros aquel rumor lejano. Miré a Sarto.
—¡Adelante!—exclamó,—y poniendo espuelas al caballo se lanzó algalope.
Cuando volvimos a detenernos nada oímos, pero a poco se repitió elrumor. El coronel desmontó y aplicó el oído a tierra.
—Son dos—dijo,—y están a un cuarto de legua. Por fortuna el camino estortuoso y la dirección del viento nos favorece.
Galopamos de nuevo, logrando mantener la misma distancia entre nosotrosy los que sin duda nos perseguían. Habíamos llegado al bosque de Zenda ya la media hora nos hallamos en una bifurcación del camino. Sarto detuvosu caballo.
—El sendero de la derecha es el nuestro—dijo.—El de la izquierdaconduce al castillo y ambos son de unas tres leguas.
Desmonte usted.
—¡Pero nos alcanzarán!—exclamé.
—¡Pie a tierra!—repitió bruscamente; y obedecí.
El bosque era espesísimo desde la orilla misma del camino.
Ocultamosnuestros caballos entre los árboles, les vendamos los ojos ypermanecimos inmóviles junto a ellos.
—¿Quiere usted saber quiénes son?—murmuré
—Sí, y adónde van.
Entonces noté que su diestra empuñaba un revólver. Oíase cada vez máspróximo el trote de los caballos. La luna brillaba en toda su plenitudy el camino se destacaba como ancha franja blanca. Nuestras cabalgadurasno habían dejado el menor rastro sobre la tierra endurecida.
—¡Ahí están!—murmuró Sarto.
—¡Es el Duque!
—Me lo figuraba—contestó.
Era el Duque, en efecto; y con él un robusto gañán a quien yo conocía yque más tarde aprendió a conocerme a mí más de lo que hubiera querido;era Máximo Holf, hermano de Juan el guardabosque y criado de Su Alteza.Se hallaban frente a nosotros; el Duque detuvo su caballo y vi que eldedo de Sarto acariciaba el gatillo de su arma. Tengo para mí quehubiera dado diez años de su vida por pegarle un balazo a Miguel elNegro, a quien hubiera podido despachar en aquel momento con tantafacilidad como yo una gallina a diez pasos de mi revólver.
Posé la manosobre su brazo, y movió la cabeza negativamente, para tranquilizarme: eldeber ante todo era su máxima.
—¿Qué camino tomaremos?—preguntó el Duque.
—El del castillo, Alteza—aconsejó su compañero.
—Allí sabremos la verdad.
El Duque vaciló un momento.
—Me parecía haber oído pasos de caballo—dijo.
—No creo que nadie nos preceda, Alteza.
—¿Por qué no ir al pabellón de caza?
—Temo una celada. Si «todo va bien,» es inútil ir al pabellón.
En casocontrario el aviso no es más que una celada.
De repente el caballo del Duque relinchó. Un momento nos bastó paracubrir las cabezas de los caballos con nuestras capas y despuésapuntamos al Duque y su compañero con nuestros revólvers. De habernosdescubierto los hubiéramos matado allí mismo, o hécholos prisioneros.
—¡A Zenda, pues!—exclamó por fin Miguel y clavando las espuelas a sucaballo lo lanzó al galope.
Sarto siguió apuntándole, con expresión tan dolorida en el rostro que mecostó trabajo no soltar la carcajada. Permanecimos allí diez minutosmás.
—Ya lo ha oído usted—dijo Sarto.—Le han mandado a decir que «todo vabien.»
—¿Y qué quieren decir con eso?—pregunté.
—¡Dios sabe!—contestó Sarto frunciendo el ceño.
—Pero es innegable que el mensaje le ha hecho venir de Estrelsau en lamayor incertidumbre.
Montamos otra vez y tomamos el camino del pabellón con toda la rapidezque permitía el cansancio de nuestros caballos.
No pronunciamos palabradurante aquel último tramo de nuestra jornada y nos asaltaban miltemores. «Todo va bien.» ¿Qué significaba esa frase? ¿Le habría ocurridoalgo al Rey?
Llegamos por fin a la puerta del pabellón, en el que todo parecíatranquilo y silencioso. Nadie acudió a recibirnos y desmontamosprecipitadamente. De repente, Sarto oprimió mi brazo.
—¡Mire usted!—exclamó señalando al suelo.
Vi a mis pies cinco o seis pañuelos de seda hechos trizas y me volvíhacia él.
—Son los pañuelos con que até a la vieja—me dijo.
—Asegure usted los caballos y sígame.
La puerta cedió sin resistencia y entramos en la habitación dondehabíamos cenado la noche anterior, en la que se veían aún los restos dela cena y numerosas botellas vacías.
—¡Adelante!—exclamó Sarto, que por primera vez parecía próximo aperder su maravillosa serenidad.
Nos precipitamos por el corredor en dirección a la entrada del sótano.La puerta de la carbonera estaba abierta de par en par.
—Han descubierto a la vieja—dije.
—Eso ya lo sabía yo desde que vi los pañuelos—repuso el coronel.
Llegamos frente a la puerta del sótano, que estaba cerrada, y al pareceren el mismo estado en que la habíamos dejado aquella mañana.
—Entremos, todo va bien—dije.
Me contestó una violenta imprecación de Sarto, cuyo rostro palideció ala vez que señalaba al suelo con el dedo. Por debajo de la puerta seextendía una gran mancha roja que cubría parte del pasillo del sótano.Sarto se apoyó en la pared opuesta a la puerta. Traté de abrir ésta,pero estaba cerrada.
—¿Dónde está José?—preguntó Sarto.
—¿Dónde está el Rey?—fue mi respuesta.
El veterano sacó un frasco y lo llevó a los labios. Por mi parte volvícorriendo al comedor y tomé del hogar una sólida barra de hierrodestinada a atizar el fuego. Lleno de terror, desatinado, descargué conella fuertes golpes sobre la puerta y por último disparé mi revólvercontra la cerradura, que saltó en pedazos y se abrió la puerta.
—¡Venga una luz!—dije,—pero Sarto siguió apoyado en la pared,inmóvil.
Estaba, naturalmente, más conmovido que yo porque amaba profundamente asu señor. No temía por sí mismo, nadie hubiera creído de él semejantecosa; pero le aterrorizaba el pensar en lo que podía revelarnos aquelsótano. Fui al comedor, tomé de la mesa un candelero de plata y encendíuna vela: la esperma hirviente que cayó sobre mi mano, reveló cómotemblaba ésta, y cuán disculpable era la agitación de Sarto.
Llegué a la puerta del sótano, la mancha roja, de color más obscuro enlos bordes, se extendía al interior. Penetré unas dos varas en el sótanoy elevé la vela. Vi las pipas de vino formando hilera, algunas arañasque corrían por la pared, un par de botellas vacías en el suelo y másallá, en un rincón, el cuerpo de un hombre tendido de espaldas, con losbrazos abiertos y una sangrienta herida en el cuello. Me dirigí a él, mearrodillé a su lado y encomendé a Dios el alma de aquel fiel servidor.Porque era el cuerpo del pobre José, muerto en defensa del Rey.
Sentí que una mano se posaba sobre mi hombro y volviéndome vi los ojosbrillantes y espantados de Sarto.
—¡El Rey, Dios mío, Rey!—articuló sordamente.
Dirigí la luz de la vela a todos los rincones del sótano.
—El Rey no está aquí—dije.
VII
SU MAJESTAD DUERME EN ESTRELSAU
Rodeé la cintura de Sarto con mi brazo y sosteniéndole le hice salir delsótano, cuya destrozada puerta cerré lo mejor que pude.
Permanecimos enel comedor, sentados y silenciosos unos diez minutos. Después el viejoSarto se frotó los ojos, dio un profundo suspiro y pareció recobrar sucalma habitual. Al oir la una en el reloj de repisa, golpeó fuertementeel suelo con el pie y exclamó:
—¡Se han apoderado del Rey!
—Sí—contesté.—«¡Todo va bien!» como decía el despacho recibido por elDuque. ¡Qué rato pasaría al oir esta mañana las salvas que saludaban alRey! ¿Cuándo recibió el mensaje?
—Debió de ser por la mañana. Se lo enviaron probablemente antes de quellegase a Zenda la noticia de la presencia de usted en Estrelsau; porquesupongo que el mensaje lo mandaron de Zenda.
—¡Y lo ha llevado encima todo el santo día!—exclamé.—Bien puedodecir que no soy el único que ha pasado un día de prueba.
¿Pero quépensaría él de todo esto, Sarto?
—¿Qué nos importa? Pregunte usted más bien qué es lo que piensa ahora.
—Tenemos que volver a la capital—dije poniéndome de pieapresuradamente.—Importa reunir en seguida cuantas fuerzas hay allí yponernos en persecución de Miguel antes de mediodía.
Sarto sacó su pipa, la llenó y la encendió cuidadosamente en la vela quegoteaba sobre la mesa.
—¡Quizá estén asesinando al Rey mientras seguimos aquí cruzados debrazos!—exclamé.
Sarto continuó fumando en silencio.
—¡Maldita vieja!—gruñó por fin.—Lograría atraer su atención de algunamanera. Me figuro lo ocurrido. Vinieron a apoderarse del Rey y comodigo, de una manera ú otra dieron con él. Si no hubiera usted ido aEstrelsau, usted, Federico y yo estaríamos a estas horas en el reino delos Cielos.
—¿Y el Rey?
—¿Quién sabe dónde está el Rey en este momento?
—¡Partamos!—exclamé; pero Sarto siguió inmóvil. Y de repente se echó areír.
—¡Por vida de!—exclamó;—no le hemos dado mal sofocón a Miguel elNegro.
—¡Vamos, vamos!—repetí.
—¡Y no es malo tampoco el que le espera!—añadió con aviesa sonrisa queacentuó las arrugas de su atezado rostro.—Corriente, joven, volveremosa Estrelsau. El Rey estará otra vez mañana en su capital.
—¿El Rey?
—¡El Rey coronado hoy!
—¿Está usted loco?—exclamé.
—Si volviéramos y confesásemos la jugada que les hemos hecho ¿cuántodaría usted por nuestras vidas?
—Ni más ni menos que lo que valen.
—¿Y por el trono del Rey? ¿Se imagina usted que a los nobles y alpueblo les hará pizca de gracia verse burlados como los ha burladousted? ¿Cree usted que seguirán amando y respetando a un Rey que,demasiado borracho para ser coronado, les envió a su criado para que lorepresentase en aquel acto?
—¡El Rey fue víctima de un narcótico y yo no soy su criado!
—Me limito a dar la versión que hará de lo ocurrido Miguel el Negro.
Dejó su asiento, se me acercó y posando la mano sobre mi hombro, dijo:
—Raséndil, si se porta usted como un hombre, todavía puede usted salvaral Rey. ¡A Estrelsau otra vez, a conservarle su trono!
—Pero el Duque lo sabe todo, los villanos que le sirven hanaveriguado...
—Pero no pueden decir palabra!—gritó Sarto con expresión detriunfo.—Los tenemos en nuestro poder. ¿Cómo han de denunciarle a ustedsin denunciarse a sí mismos? ¿Osarán decir al país: «Ese hombre es unimpostor, porque al verdadero Rey lo tenemos nosotros prisionero y hemosasesinado a su servidor?»
¿Pueden hacer tal cosa?
La situación se me apareció de repente con toda claridad. Me conociese ono el Duque, tenía que callarse. ¿Qué podía hacer mientras no presentaseal verdadero Rey? Y si éste apareciese,
¿qué sería del Duque? Por unmomento me sentí convencido, pero no tardé en comprender todas lasdificultades del proyecto.
—Me descubrirán—dije.
—Quizás, pero entretanto cada hora que ganemos vale mucho.
Ante todo,es indispensable que tengamos un Rey en Estrelsau, o, de lo contrario,Miguel será dueño de la ciudad en veinticuatro horas. Y entonces ¿quévaldría la vida del Rey? ¿dónde estaría su trono? ¡Joven, tiene ustedque aceptar!
—¿Y si matan al Rey?
—Lo matarán si es que no lo mata usted.
—¿Y si lo han asesinado ya?
—En tal caso ¡voto a sanes! tan buen Elsberg es usted como Miguel elNegro y reinará usted en Ruritania. Pero no creo que le hayan dadomuerte; como tampoco lo harán mientras siga usted en el trono. Matar alverdadero Rey, en tales condiciones, sería en beneficio exclusivo deusted.
Era un plan descabellado, una empresa más loca y difícil aún que lajugarreta anterior tan felizmente terminada por mi parte; pero alescuchar a Sarto pude ver y apreciar las ventajas que teníamos a nuestrofavor. Además, era yo joven, activo y se me ofrecía un papel tal y entales circunstancias como jamás le había tocado en suerte a ningúnhombre.
—Me descubrirán—repetí.
—Quizás—volvió a decir Sarto.—¡Vamos a Estrelsau! Mire usted que siseguimos aquí nos van a coger como en una ratonera.
—¡Sarto!—exclamé.—¡voy a intentarlo!
—¡Bien, joven, bien! Ahora sólo falta que nos hayan dejado los caballosque tenía aquí de repuesto. Voy a ver.
—Pero tenemos que dar sepultura a ese infeliz—dije.
—No hay tiempo para eso.
—Pues he de hacerlo.
—¡El demonio me lleve!—gruñó.—Lo hago a usted Rey, y...
Bueno, pueslo enterraremos. Vaya usted a traerlo mientras yo procuro los caballos.No será muy profunda la fosa, pero dudo que al muerto le importe grancosa. ¡Pobre José! Era todo un hombre.
Salió y yo bajé al sótano. Tomé el cuerpo en mis brazos y lo llevé porel corredor hasta cerca de la puerta del pabellón, donde lo deposité enel suelo, recordando, que necesitábamos azadones para cavar la fosa. Enaquel momento regresó Sarto.
—Los caballos están ahí—dijo—Uno de ellos es hermano del que le trajoa usted aquí. Cuanto al oficio de sepulturero, puede usted ahorrarse esetrabajo.
—No me iré hasta dejar a José bajo tierra.
—¡A que sí!
—No, coronel; ni que me diera usted a todo Ruritania.
—¡Terco!—exclamó.—Venga usted aquí.
Me llevó a la puerta. La luna iluminaba el camino y vi a cosa dequinientas varas un grupo de hombres que se acercaban por el camino deZenda. Eran siete ú ocho, cuatro de ellos a caballo, y vi que llevabanal hombro palas y azadones.
—Esos le ahorrarán a usted el trabajo—dijo Sarto.—Vámonos.
Tenía razón.—Los que llegaban eran sin duda servidores de Miguel,enviados para hacer desaparecer las huellas de su crimen. Ya no vacilé,pero se apoderó de mí un deseo irresistible de castigarlos, y señalandoal cadáver del pobre José, dije a Sarto:
—Venguémoslo, coronel!
—¿Desea usted proporcionarle compañía, eh? Pero no deja de serarriesgado.
—No me voy sin darles una lección—insistí.
Sarto vaciló.
—Pues bien—dijo,—no es lo más acertado, pero se ha conducido ustedbien y hay que complacerle. Después de todo, si caemos nos habremosahorrado una porción de disgustos y cavilaciones. Yo le diré a ustedcómo sorprenderlos.
Cerró cuidadosamente la puerta—que teníamos apenas entreabierta,—ypasando por el interior de la casa llegamos a la puertecilla de atrás,junto a la cual estaban los caballos. En torno del pabellón había uncamino destinado a los coches.
—¿Tiene usted a mano el revólver? preguntó Sarto.
—No, quiero caer sobre ellos espada en mano—repliqué.
—¡Diantre! Veo que, se le ha despertado a usted el apetito esta noche.Corriente.
Montamos, desenvainamos las espadas y esperamos unos momentos ensilencio. Por fin oímos los pasos de los recién llegados en el camino decoches, al otro lado del pabellón, donde se detuvieron y uno de ellosexclamó:
—¡Id a buscar al muerto y traedlo aquí!
—¡Ahora!—murmuró Sarto.
Clavamos espuelas y dando vuelta a la casa nos precipitamos sobreaquellos bribones. Sarto me dijo después que había matado a uno y locreí, pero por lo pronto lo perdí de vista. Lo que sé es que de un tajole abrí la cabeza a uno de los jinetes, que cayó al suelo. Entonces mehallé frente a frente de un mocetón y vi también que a mi derechaquedaba otro enemigo. Era peligroso seguir allí y hundí otra vez lasespuelas en los ijares de mi caballo, a la vez que clavaba mi espada enel pecho del rufián que tenía delante. La bala de su revólver me rozóuna oreja; tiré de la espada, pero no pudiendo arrancársela del cuerpola solté y salí a escape en seguimiento de Sarto, a quien divisé enaquel momento a unas veinte varas de distancia. Agité la mano en señalde despedida, pero la bajé inmediatamente dando un grito, porque unabala me había alcanzado en un dedo. Sarto se volvió hacia mí y sonó otrodisparo, pero como sólo tenían revólvers pronto nos pusimos fuera detiro. Entonces Sarto se echó a reír.
—Uno yo y dos usted—dijo.—No lo hemos hecho mal y el pobre Josétendrá compañía.
—Sí, partida completa—repuse; estaba furioso y me alegraba de haberdespachado a dos de aquellos truhanes.
—Y con eso les ha caído también algún trabajo a losrestantes—prosiguió el coronel.—¿Cree usted que lo han reconocido?
—Al recibir la estocada el segundo, le oí exclamar: «¡el Rey!»
—¡Bravo! No vamos a darle poco que hacer a Miguel el Negro.
Nos detuvimos un instante para vendar mi dedo, que sangrabaabundantemente y me dolía no poco, pues la bala había interesado algo elhueso. Después galopamos de nuevo en silencio, disipada ya la excitaciónde la lucha. Despuntó el día, frío y despejado, y un labrador nosproporcionó algún alimento y pienso para los caballos. Pretexté un dolorde muelas y me cubrí la cara casi por completo. Tras larga carrerallegamos por fin a Estrelsau, entre ocho y nueve de la mañana. Todas laspuertas de la ciudad estaban abiertas como de ordinario, excepto cuandolas cerraban el capricho o las intrigas del Duque. Entramos en lacapital siguiendo el mismo camino que habíamos recorrido la nocheanterior, pero rendidos de cansancio, tanto jinetes como caballos. Lascalles estaban aún más desiertas que la víspera, como si los moradoresbuscasen en el sueño el necesario descanso tras las fiestas yprolongados regocijos de la noche precedente, y apenas hallamos almaviviente a nuestro paso.
Junto a la puertecilla de palacio nos esperabael fiel servidor de Sarto.
—¿No ha habido novedad, señor?—preguntó.
—Todo va bien—dijo Sarto,—a tiempo que su criado tomaba mi mano parabesarla.
—¡El Rey está herido!—exclamó.
—No es nada—dije desmontando.—Me lastimé el dedo cerrando una puerta.
—Y sobre todo silencio—dijo Sarto;—aunque a ti, mi buen Freiler, escasi inútil recomendártelo.
El interpelado se encogió de hombros.
—A todos los jóvenes les gusta hacer una salida de noche, de cuando encuando—dijo.—¿Por qué no ha de gustarle también al Rey?
La risa de Sarto pareció confirmar aquella interpretación de mi breveausencia.
—Mi sistema—dijo cuando hubimos entrado—es no confiar en nadie másallá de donde sea absolutamente necesario confiar.
Al abrir la puerta de mi antecámara vimos a Federico de Tarlein, vestidoy reclinado en el sofá. Parecía haber dormido, pero nuestra entrada lodespertó. Incorporándose vivamente me dirigió una mirada y con un gritode alegría se arrodilló a mis pies.
—¡Gracias a Dios, señor, que os veo sano y salvo!—exclamó, procurandoasir mi mano.
Confieso que me sentí conmovido. El rey Rodolfo—
cualesquiera que fuesensus faltas,—sabía hacerse amar de sus subditos. Por breves instantes nome atreví a hablar ni disipar la ilusión del pobre joven. Pero el viejoSarto no era de los que se conmovían y dando palmadas exclamó:
—¡Bravo, joven! ¡Cuando digo yo que todo marchará a pedir de boca!
Tarlein nos miró atónito y yo le tendí la mano.
—¡Estáis herido, señor!—exclamó.
—No es más que un rasguño—dije,—pero...—y me detuve.
Tarlein se puso en pie con expresión de profundo asombro en el rostro.Tomó mi mano, me miró atentamente y de repente retrocedió un paso.
—¡Pero, el Rey! ¿Dónde está el Rey?—gritó.
—¡Silencio, imprudente!—dijo Sarto.—No tan alto. Este es el Rey.
Oímos llamar a la puerta. Sarto asió mi mano
—¡Pronto, a su cámara! ¡Fuera esa gorra y esas botas! Métase usted encama y cubra bien todo el traje con las sábanas.
Hícelo así en un abrir y cerrar de ojos y momentos después aparecíaSarto, saludando, para anunciarme a un caballerete muy ceremonioso, quese acercó a mi lecho y tras grandes reverencias dijo que se hallaba alservicio de la princesa Flavia, y que Su Alteza lo enviaba a preguntarcómo seguía Su Majestad después de la fatiga de la víspera.
—Dé usted las gracias a mi prima—dije,—y asegúrele que jamás me hesentido mejor.
—El Rey ha pasado toda la noche en un sueño—agregó el viejo Sarto, aquien, según empezaba yo a descubrir, le gustaba endilgar una mentira devez en cuando, nada más que por el gusto de mentir.
El mensajero se deshizo otra vez en reverencias y salió de la cámara.Había terminado la comedia y el rostro pálido de Tarlein nos llamó a larealidad; por más que en definitiva la farsa proyectada iba aconvertirse para nosotros en única realidad.
—¿Ha muerto el Rey?—preguntó.
—¡Dios no lo quiera!—contesté.—¡Pero se halla en poder de Miguel elNegro!
VIII
PRIMA RUBIA Y HERMANO MORENO
La vida de un Rey tiene sin duda sus exigencias, pero la de un Reyapócrifo las tiene decididamente mucho mayores. Desde el siguiente díacomenzó Sarto a instruirme en mis regios deberes, a explicarme lo quetenía que saber y hacer, y la primera lección duró tres horas. Almorcéapresuradamente, con Sarto siempre frente a mí, diciéndome que el Reybebía vino blanco en el almuerzo y que detestaba los platos picantes.Después se presentó el Canciller, con quien me pasé otras tres horas y aquien le expliqué que habiéndome lastimado un dedo (y aquí me vino deperlas el balazo recibido) no podía escribir ni siquiera firmar; trasdiscutir mucho el punto y rebuscar precedentes, quedó acordado que mebastaría trazar una cruz al pie de los documentos y que el Cancilleratestiguaría la validez de aquella nueva firma regia con gran copia defórmulas y juramentos.
Recibí más tarde al embajador de Francia, que mepresentó sus credenciales; ceremonia en la que nada me perjudicó laignorancia del oficio, porque tampoco el Rey había recibido embajadoreshasta entonces. En los días siguientes se repitió el acto hasta quedarrecibido todo el cuerpo diplomático, formalidad que hay que cumplir cadavez que sube al trono un nuevo soberano. Por fin logré verme solo. Llaméa mi nuevo