El Prisionero de Zenda by Antonio Hope - HTML preview

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—¡No haré semejante cosa!—dije.—¡Ni usted tampoco!

Desde ahora meniego rotundamente a engañar de tal modo a la Princesa.

Sarto clavó en mí sus ojillos penetrantes. Después apareció en suslabios sardónica sonrisa.

—Corriente, joven; como usted quiera. Vaya, limítese usted atranquilizarla un poco, como pueda. Y ahora hablemos de Miguel.

—¡A quien Dios confunda!—dije.—Ya hablaremos de él otro día.Tarlein, vamos a dar una vuelta por los jardines.

Sarto cedió inmediatamente. Bajo sus bruscas maneras se ocultabaprodigioso tacto y también, como lo fui reconociendo más y más cada día,un profundo conocimiento del corazón humano. ¿Por qué se mostró tan pocoexigente conmigo respecto de la Princesa? Porque sabía que la belleza deésta y mi natural impulso me habían de llevar mucho más allá que todossus argumentos, y que cuanto menos pensase yo en aquella trama, tantomás probable sería que la llevase adelante. No podía ocultársele ladesventura que acarrearía a la Princesa, pero esta consideración nadasignificaba para él. ¿Puedo decir, con toda sinceridad, que hacía mal?Suponiendo que el Rey volviese al trono, le devolveríamos la Princesa.Pero ¿y si no lográsemos libertarlo? Punto era éste del cual jamáshabíamos hablado. Pero yo tenía la idea de que, en tal caso, Sarto seproponía instalarme en el trono de Ruritania y sostenerme en él toda lavida. Al mismo Satanás hubiera él puesto en el trono antes que a Miguelel Negro.

El baile fue suntuoso. Lo inauguré yo con la princesa Flavia y con ellabailé también después, seguidos ambos por las miradas y los comentariosde la brillante concurrencia. Llegó la hora de la cena y en medio deella me puse en pie, enloquecido por las miradas de mi prima, yquitándome el collar de la Rosa de Oro se lo puse al cuello. Aquel actofue acogido con unánimes aplausos, y vi que Sarto se sonreía satisfecho,pero no Tarlein, cuya sombría expresión revelaba su disgusto. Pasamos elresto de la cena en silencio; ni Flavia ni yo podíamos hablar. Por fin,a una señal de Tarlein, me levanté, ofrecí mi brazo a la Princesa yrecorriendo el salón de uno a otro extremo, la conduje a una habitacióncontigua, más pequeña, donde nos sirvieron el café.

Las damas ycaballeros de nuestro séquito se retiraron y quedamos solos.

Los balcones de aquella pieza daban a los jardines del palacio.

La nocheera hermosísima. Flavia tomó asiento y yo permanecí en pie ante ella.Luchaba conmigo mismo y creo que hubiera triunfado si en aquel momentono me hubiese dirigido ella una mirada breve, repentina, que equivalía auna interrogación; mirada a la que siguió fugaz rubor.

¡Ah, si la hubieseis visto en aquel instante! Me olvidé del Reyprisionero en Zenda y del que reinaba en Estrelsau. Ella era unaPrincesa, yo un impostor. Pero ¿acaso pensé en ello un solo momento? Loque hice fue doblar la rodilla ante la bella y tomar su mano entre lasmías. Nada dije. ¿Para qué? Me bastaban los suaves rumores de aquellahermosa noche y el perfume de las flores que nos rodeaban, únicostestigos del beso que deposité en sus labios.

Flavia me rechazó dulcemente, exclamando:

—¡Ah! Pero ¿es verdad?...

—¿Si es verdad mi amor?—dije en voz baja, con apasionado acento.—¡Teamo más que a mi vida, más que a la verdad misma, más que a mi honor!

No pareció dar a mis palabras otro valor que el de una de tantasexageraciones del lenguaje de los enamorados.

—¡Oh, si no fueses Rey! ¡Entonces podría demostrarte cuánto te amo!¿Por qué te quiero tanto ahora, Rodolfo?

—¿Ahora?

—Sí, últimamente. Antes... antes no era así.

El orgullo del triunfo embargó mi ánimo. ¡Era yo, Rodolfo Raséndil,quien la había conquistado!

—¿No me amabas antes?—pregunté rodeándole el talle con mi brazo.

Me miró sonriente y dijo:

—¿Será tu corona? Este nuevo sentimiento se me despertó en mí el día dela coronación.

—¿No antes?—le pregunté ansioso.

Dejóme oir su argentina risa y contestó:

—Hablas como si desearas oirme repetir que no te amaba cuando no erasRey.

—Pero ¿es eso cierto?

—Sí—murmuró casi imperceptiblemente.—Pero tén cuidado, Rodolfo, séprudente. Mira que ahora estará furioso.

—¿Quién? ¿Miguel? ¡Oh, si no fuera más que eso!

—¿Qué quieres decir, Rodolfo?

Aquella era la última oportunidad que podía ofrecérseme.

Logrédominarme, no sin gran esfuerzo, y retirando mi brazo me aparté dos otres pasos de ella.

—Si yo no fuera Rey—comencé,—si fuese un simple caballero...

Antes de que pudiera añadir una palabra puso ella su mano sobre la mía,diciendo:

—Aunque fueras un miserable presidiario nunca dejarías de ser mi Rey.

—¡Dios me perdone!—dije para mí. Y estrechando su mano volví apreguntarle:—¿pero si no fuese Rey?

—Basta—murmuró.—No merezco que dudes de mí de esa manera. ¡Ah,Rodolfo! ¿Acaso una mujer que va a casarse sin sentir amor podríamirarte como te miro yo?

Después inclinó el rostro, procurando ocultarlo. Más de un minutopermanecimos unidos, abrazados; pero aun entonces, a pesar de suhermosura y de las circunstancias en que nos hallábamos, apelé a mihonor y a mi conciencia.

—Flavia—dije con voz tan alterada que no parecía la mía,—

has de saberque no soy...

Elevábanse sus ojos hacia mí cuando oímos, pesados pasos en el enarenadosendero del jardín y un hombre se detuvo ante el abierto balcón. Flavialanzó un ligero grito y se apartó de mí rápidamente. La frase que mislabios habían comenzado quedó interrumpida. Sarto, pues era él, seinclinó profundamente, grave y sombrío.

—Perdonad, señor—dijo,—pero Su Eminencia el cardenal espera hace uncuarto de hora, deseoso de ofrecer sus respetos a Vuestra Majestad antesde partir.

—No es mi voluntad hacer esperar a Su Eminencia—repuse.

Pero Flavia, que no se avergonzaba de su amor, radiantes los ojos yruborizado el rostro, tendió su mano a Sarto. Nada dijo, pero a nadieque haya visto a una mujer en la exaltación producida por el amor, podíaocultársele lo que aquel ademán significaba. Con triste sonrisa seinclinó el veterano y besó la mano que ella le tendía, diciendo concariñosa y conmovida voz:

—Alegre o triste, feliz o desgraciada, ¡Dios proteja siempre a VuestraAlteza!

Hizo una pausa y añadió, mirándome y cuadrándose como un soldado:

—Pero ante todo y sobre todo está el Rey. ¡Dios lo proteja!

Y Flavia, besando mi mano, murmuró:

—¡Así sea! ¡Oh, Dios mío, te ruego que así sea!

Volvimos a la sala de baile. Obligado a recibir los saludos dedespedida, me vi separado de ella. Cuantos me habían saludado sedirigían en seguida a la Princesa. Sarto iba de grupo en grupo, dejandotras sí miradas de inteligencia, sonrisas y cuchicheos. No dudé que, encumplimiento de su irrevocable resolución, iba dando a todos la noticiaque acababa de adivinar más bien que oir. Preservar la corona para elverdadero Rey y derrotar a Miguel el Negro; ese era todo su afán.Flavia, yo y aun el mismo Rey, no éramos más que otras tantas cartaspuestas en juego y nos estaba prohibido tener pasiones. No se limitó apropagar la nueva dentro de los muros del palacio, y así fue que aldescender yo la escalera principal dando la mano a Flavia y conducirla asu carruaje, nos esperaba en la calle densa multitud, que prorrumpió enaclamaciones entusiastas. ¿Qué podía hacer yo? De haber habladoentonces se hubieran negado a creer que no era el Rey; a lo sumohubieran creído que el Rey se había vuelto loco. Los manejos de Sarto ymi propia pasión me habían impulsado; la retirada no era ya posible y lapasión seguía llevándome hacia delante. Aquella noche aparecí ante todoEstrelsau como el verdadero Rey y el prometido de la princesa Flavia.

Por fin, a las tres de la mañana, cuando empezaba a romper el alba, mevi en mis habitaciones sin más compañía que la de Sarto. Contemplabadistraídamente el fuego; mi compañero fumaba su pipa y Tarlein se habíaretirado a descansar, negándose a dirigirme la palabra. Cerca de mí,sobre la mesa, se veía una rosa de las que Flavia había llevado al pechoaquella noche. Ella misma me la había entregado, después de besarla.

Sarto hizo ademán de tomarla, pero detuve su mano con rápido ademán,diciéndole:

—Es mía, no de usted... ni del Rey.

—Esta noche hemos ganado una victoria a favor del Rey—

dijo.

—¿Y quién puede impedirme ganar otra a favor mío?—

pregunté iracundo,volviéndome hacia él.

—Sé muy bien lo que está usted pensando—contestó.—Pero su honor se loprohibe.

—¿Y es usted quien viene a hablarme de honor?

—Vamos, la cosa no es para tanto. Una broma inocente que en nada puedeperjudicar a la muchacha...

—No prosiga usted, coronel, a no ser que me tenga usted por un villanodesalmado. Si no quiere que su Rey se pudra en su prisión de Zendamientras Miguel y yo nos disputamos aquí lo que vale más que lacorona... ¿Me comprende usted bien?

—Sí, adelante.

—Tenemos que libertar al Rey, o intentarlo cuando menos, y pronto. Siesta comedia, por usted preparada, continúa una semana más, va usted ahallarse con otro problema entre manos, y de los más difíciles. ¿Creeusted poder resolverlo?

—Sí lo creo. Pero si llegara usted a hacer lo que amenaza, tendría quehabérselas conmigo y que matarme.

—Con usted y con veinte más. ¿Qué significaría eso para mí?

Sin contarcon que en un instante puedo levantar a todo Estrelsau contra usted yahogarlo con sus propias mentiras.

—No lo niego.

—Como podría casarme con la Princesa y mandar y Miguel y su hermanoa...

—También es cierto—asintió el viejo soldado.

—¡Pues entonces, en nombre del Cielo—grité extendiendo hacia él lospuños,—corramos a Zenda, aplastemos a Miguel y traigamos al Rey a sucapital y a su trono!

Sarto se puso en pie y me miró fijamente.

—¿Y la Princesa?—preguntó.

Incliné la cabeza y tomando la rosa la oprimí hasta destrozarla entremis manos y mis labios. Sentí la diestra de Sarto sobre mi hombro y oíque decía, con turbada voz:

—¡Por Dios vivo! Es usted más Elsberg que todos ellos. Pero yo hecomido el pan del Rey y mi deber es servirle. ¡Iremos a Zenda!

Le miré y tomé su mano. Ambos teníamos lágrimas en los ojos.

XI

CAZA MAYOR

Asaltábame una tentación terrible. Quería que Miguel, obligado a ellopor mí, diese muerte al Rey. Me creía en situación de afrontar la ira yel poder del Duque y de retener a la fuerza la corona, no por ambición,sino porque el Rey de Ruritania era el esposo destinado a la princesaFlavia. ¡Sarto, Tarlein! ¿Qué me importaban? ¿Qué significan losobstáculos, ni cómo examinarlos y medirlos a sangre fría cuando lapasión ciega domina al hombre por completo?

Hermosa mañana aquella en que me dirigí a pie al palacio de la Princesa,llevando en la mano un ramo de preciosas flores. La razón de estadoexcusaba mi amor; y si bien las atenciones que prodigaba a mi supuestaprima eran nuevos incentivos a la pasión que me impulsaba, me uníantambién más estrechamente al pueblo de la gran ciudad, que adoraba a laPrincesa. Encontré a la condesa Elga cogiendo flores en el jardín y lerogué que ofreciese las mías a su señora. La amada de Tarlein parecíaradiante de felicidad, olvidada por el momento del odio que el duque deEstrelsau profesaba al predilecto de su corazón, único obstáculo quehasta entonces había empañado la dicha de ambos amantes.

—Y ese obstáculo—me dijo con picaresca sonrisa,—lo ha suprimidoVuestra Majestad. Llevaré gustosa estas flores a la Princesa. ¿QuiereVuestra Majestad que le diga lo primero que Su Alteza hará con ellas?

Nos hallábamos en una amplia terraza inmediata al palacio.

—¡Señora!—llamó alegremente la Condesa, y a su vez apareció Flavia enuno de los abiertos balcones del primer piso.

Me descubrí y saludé profundamente. La Princesa tenía puesta una blancabata y llevaba suelta la hermosa cabellera. Contestó a mi saludoenviándome un beso y dijo:

—Sube con el Rey, Elga. Le ofreceré siquiera una taza de café.

La Condesa me miró de soslayo sonriéndose y me precedió hasta lahabitación donde esperaba Flavia. Una vez solos nos saludamos de nuevocomo verdaderos amantes y en seguida me presentó dos cartas. Era una deMiguel el Negro, invitándola cortésmente a pasar el día en el castillode Zenda, como tenía por costumbre hacerlo una vez cada verano, cuandoel parque y los jardines del castillo ostentaban toda su belleza. Arrojéal suelo la carta con desprecio, lo que hizo reír a Flavia, que mepresentó la segunda misiva.

—Ignoro quién me la envía—dijo.—Léela.

Un momento me bastó para saber quién había trazado aquellas líneas. Erala misma letra de la esquela que me había dado cita en el cenador deAntonieta de Maubán, y decía:

«No tengo motivos para querer a Vuestra Alteza, pero Dios la libre decaer en poder del Duque. No acepte Vuestra Alteza invitación algunasuya. No vaya sola a ninguna parte; una fuerte guardia armada bastaráapenas para protegerla. Enseñe esta carta al que reina hoy enEstrelsau.»

—¿Por qué no dice «al Rey?»—preguntó Flavia inclinándose hacia míhasta que sus cabellos rozaron mi mejilla.—¿Será broma?

—Si tienes en algo tu vida, y aun más que tu vida, amor mío, haz al piede la letra lo que esa carta te dice. Hoy mismo enviaré fuerzasuficiente para proteger este palacio, del cual no saldrás sinocustodiada por numerosa guardia.

—¿Es esa una orden que me da el Rey?—preguntó altiva.

—Lo es, Flavia. Orden que obedecerás... si me amas.

—¡Ah!—exclamó, con expresión tal que le di otro beso.

—¿Sabes quién ha escrito eso?—preguntó.

—Creo saberlo. El aviso proviene de persona que es buena amiga mía, ymás diré, lo envía una mujer desgraciada. Precisa contestar que estásindispuesta, Flavia, y no puedes ir a Zenda.

Presenta tus excusas en laforma más fría y ceremoniosa que sepas.

—¿Es decir que te consideras suficientemente fuerte para desafiar lacólera de Miguel?—me dijo con orgullosa sonrisa.

—Nada hay que yo no esté dispuesto a hacer por tu propia seguridad—fuemi contestación.

Poco después me separé de ella, no sin esfuerzo, y tomé el camino de lacasa del general Estrakenz, sin consultar a Sarto.

Había tratado algo alanciano General, creía conocerlo y lo estimaba. No así Sarto, pero yohabía aprendido ya que éste sólo estaba satisfecho cuando él mismo lohacía todo, y que a menudo lo impulsaba, más que el deber, unsentimiento de rivalidad. La situación era tan crítica que Sarto yTarlein no me bastaban para dominarla, pues ambos tenían queacompañarme a Zenda y necesitaba una persona segura que velase por loque yo amaba más en el mundo y me permitiese dedicarme con ánimotranquilo a la empresa de libertar al Rey.

El General me recibió con afectuosa lealtad. Le hice confidenciasparciales, le encomendé la guardia de la Princesa y mirándole fija ysignificativamente le ordené que no permitiese a ningún emisario delDuque acercarse a Flavia, como no fuese en su presencia y en la de unadocena de nuestros amigos, por lo menos.

—Quizás no se engañe Vuestra Majestad—dijo, moviendo tristemente laencanecida cabeza.—A hombres que valían más que el Duque les he vistohacer peores cosas por amor.

Yo más que nadie podía apreciar el valor de aquellas palabras, y dije:

—Pero hay en todo esto algo más que amor, General. El amor puedesatisfacer su corazón. Pero ¿no necesita y procura algo más para saciarla ambición que le devora?

—Ojalá le juzgue mal Vuestra Majestad.

—General, voy a ausentarme de Estrelsau por algunos días.

Todas lasnoches le enviaré a usted un mensajero. Si durante tres díasconsecutivos no recibe usted noticias mías, publicará un decreto quedejaré en su poder, privando al Duque del Gobierno de Estrelsau ynombrándolo a usted en su lugar. En seguida declarará usted la capitalen estado de sitio, y mandará a decir al Duque que exige ser recibido enaudiencia por el Rey... ¿Me comprende usted bien?

—Perfectamente, señor.

—Si en el plazo de veinticuatro horas no consigue usted ver alRey—continué posando mi mano sobre su rodilla,—eso significará que elRey habrá muerto y que usted deberá proclamar al heredero de la corona.¿Sabe usted quién es?

—La princesa Flavia.

—Júreme usted por Dios y por su honor que la defenderá y apoyará hastamorir por ella, que matará, si es necesario, al traidor, y que la pondráen el trono que hoy ocupo.

—¡Lo juro, por Dios y por mi honor! Y ruego a Dios que proteja aVuestra Majestad, porque creo que la misión que se propone está llena depeligros.

—Lo único que espero es que esa misión no cueste otras vidas másvaliosas que la mía—dije levantándome y ofreciéndole mimano.—General—continué,—quizás llegue un día en que oiga ustedrevelaciones inesperadas concernientes al hombre que en este momento ledirige la palabra. Cualesquiera que sean ¿qué opina usted de laconducta de ese hombre desde el día en que fue proclamado Rey enEstrelsau?

El anciano, estrechando mi mano, me habló de hombre a hombre.

—He conocido a muchos Elsberg—dijo.—Y ¡suceda lo que quiera, usted se ha portado como buen Rey y como un valiente; y también como el másgalante caballero de todos ellos.

—Sea ese mi epitafio—dije,—el día en que otro ocupe el trono deRuritania.

—¡Lejano esté ese día y no viva yo para verlo!—exclamó Estrakenz,contraídas las facciones.

Ambos nos hallábamos profundamente conmovidos. Me senté para escribir eldecreto que debía de entregarle, y dije:

—Apenas puedo escribir; la herida del dedo me impide todavía moverlo.

Era aquella la primera vez que me arriesgaba a escribir, a excepción demi nombre y a pesar de los esfuerzos que había hecho para imitar laletra del Rey, distaba mucho de la perfección.

—La verdad es, señor—observó el General,—que este carácter de letrase diferencia bastante del que todos conocemos.

Circunstancia deplorableen este caso, porque puede despertar sospechas y aun hacer creer que laorden no procede del Rey.

—General—exclamé sonriéndome,—¿de qué sirven los cañones de Estrelsausi con ellos no puede disiparse una mera sospecha?

Tomó el documento en sus manos, sonriéndose a su vez de la ocurrenciamía.

—El coronel Sarto y Federico de Tarlein me acompañarán—

continué.

—¿Va Vuestra Majestad a ver al Duque?—preguntó en voz baja.

—Sí; al Duque y a otra persona a quien necesito ver y que se halla enZenda.

—Quisiera poder ir con Vuestra Majestad—dijo retorciendo el blancobigote.—Quisiera hacer algo por el Rey y su corona.

—Aquí le dejo a usted algo más precioso que la vida y la corona—ledije;—y lo hago porque en toda Ruritania no hay hombre que más merezcami confianza.

—Le devolveré a Vuestra Majestad la Princesa sana y salva, y si esto noes posible la haré Reina.

Nos separamos, regresé a palacio y dije a Sarto y Tarlein lo que acababade hacer. Sarto refunfuñó algo, pero lo esperaba, y en definitiva dio suaprobación a mi plan, animándose a medida que se acercaba la hora derealizarlo. También Tarlein se manifestó dispuesto a todo, aunque porestar enamorado arriesgaba más que Sarto. ¡Cuánto lo envidiaba yo! ParaTarlein el triunfo de mi empresa significaba también el de su amor, suunión con la joven a quien adoraba, en tanto que para mí, era aqueltriunfo señal cierta de sufrimientos más crueles que cuantos pudieraproporcionarme el fracaso de mis planes. Así lo comprendió él también,porque tan luego nos vimos algo apartados de Sarto, tomó mi brazo y medijo:

—Dura prueba es ésta para usted; mas no por ello disminuirá un ápice laconfianza que me merecen su rectitud y su hidalguía.

Desvié el rostro para no dejarle ver todo lo que pasaba en mi ánimo;bastaba que presenciase lo que me proponía hacer. Ni aun Tarlein mismohabía descubierto toda la verdad, porque no se había atrevido a elevarsus miradas hasta la princesa Flavia y leer en sus ojos, como lo habíahecho yo.

Quedó por fin acordado nuestro plan en todos sus detalles, los mismosque se verán más adelante. Se anunció que a la mañana siguientesaldríamos a una cacería, lo dispuse todo para mi ausencia y sólo unacosa me quedaba ya por hacer, la más penosa y difícil. Al anochecercrucé en coche las calles más concurridas y me dirigí a la residencia deFlavia. Fui reconocido y aclamado cordialmente, y a pesar de mistemores y tristezas, me sonreí al notar la frialdad y altivez con queme recibió mi amada. Había oído ya que el Rey se proponía salir deEstrelsau para ir de caza.

—Siento que no podamos divertir a Vuestra Majestad lo suficiente

pararetenerle

en

la

capital—dijo

golpeando

ligeramente el suelo con elpie.—Comprendo que yo hubiera podido ofrecer a Vuestra Majestad algunamayor distracción, pero fui bastante inocente para creer...

—¿Qué?—pregunté inclinándome hacia ella.

—Que aunque sólo fuese por dos o tres días, después de... de loocurrido anoche, quizás Vuestra Majestad se sentiría suficientementecomplacido para no necesitar otras distracciones.

Espero que losjabalíes consigan interesarlo y distraerlo más que yo—agregó.

—Precisamente voy en busca de un jabalí—dije,—y de los más feroces ycorpulentos—y luego, sin poderlo remediar, me puse a acariciar suscabellos, pero ella apartó la cabeza.

—¿Estás irritada conmigo?—pregunté fingiendo sorpresa y deseoso deaumentar un tanto su enojo. Nunca la había visto irritada hasta entoncesy la hallaba no menos graciosa bajo aquel nuevo aspecto.

—¿Tengo acaso el derecho de enojarme?—preguntó.—Cierto es que anochetuviste a bien decir que cada hora pasada lejos de mí era una horaperdida. Pero tratándose de un jabalí enorme ya es cosa muy diferente.

—Tan enorme que quizás sea yo cazado por él.

Flavia nada dijo.

—¿No te conmueve mi propio peligro?

Como continuase muda, acerqué mi rostro al suyo, que procuraba ocultar amis miradas y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Lloras porque corro peligro?

—Te portas ahora como solías ser antes, pero no como el Rey... como elRey que yo había aprendido a amar.

Lancé un gemido y la estreché sobre mi corazón.

—¡Amor mío!—exclamé olvidado de todo para no pensar más que enella;—¿has podido creer que yo iba a dejarte para ir de caza?

—Pero entonces, Rodolfo... ¿vas acaso?...

—Sí, en busca de esa fiera, de Miguel en su guarida.

Flavia estaba densamente pálida.

—Ya ves, pues, querida mía, que no soy el amante ingrato que suponías.Pero no permaneceré ausente mucho tiempo.

—¿Me escribirás, Rodolfo?

Aunque pareciese debilidad por mi parte, no podía decir cosa, algunaque despertase sus sospechas.

—Te enviaré mi corazón todos los días—respondí.

—¿Y no correrás peligro?

—Ninguno que pueda yo evitar.

—¿Cuándo volverás? ¡Oh, qué largos me parecerán ahora los días!

—¿Que cuándo volveré?—repetí.—No lo sé, no puedo saberlo.

—¿Pronto, Rodolfo, pronto?

—Sólo Dios lo sabe. Pero si no volviese, amada mía...

—¡Oh, cállate, Rodolfo! ¡Cállate!—y posó sus labios sobre los míos.

—Si yo no volviese—murmuré,—tendrías que ocupar mi puesto, porqueentonces tú serías la única representante de nuestra casa. Tu deberentonces sería reinar, no llorarme.

Irguióse con toda la majestad de una Reina y exclamó:

—¡Sí, lo haría! ¡Ceñiría la corona y representaría mi papel!

Pero ¡ah!mi corazón moriría contigo...

Se detuvo, y aproximándose otra vez a mí murmuró dulcemente:

—¡Vuelve pronto, Rodolfo!

Su voz, su acento, me dominaron.

—¡Juro—exclame,—verte una vez más, pero yo mismo, antes de morir!

—¿Tú mismo? ¿Qué quieres decir?—preguntó fijando en mi sus asombradosojos.

No me atreví a pedirle perdón; le hubiera parecido un insulto.

No podíadecirle entonces quién era yo. Flavia lloraba y me limité a enjugar suslágrimas.

—¿Es acaso posible—pregunté,—que hombre alguno no regrese al lado dela mujer más hermosa del mundo?—dije.—

¡Un centenar de Migueles nopodrían impedírmelo!

Se estrechó aún más contra mí, algo consolada.

—¿No permitirás que Miguel te mate?

—No, amor mío.

—¿Ni que te separe de mí?

—No, amor mío.

—¿Nadie podrá separarte de mí?

Y una vez más contesté:

—No, amor mío.

Y sin embargo, existía un hombre—no Miguel,—que debía de separarme deella y por cuya vida iba yo a arriesgar la mía. El recuerdo de aquelhombre, la arrogante figura que yo había contemplado por primera vez enel bosque de Zenda, el cuerpo inerte abandonado en el sótano delpabellón de caza, se me aparecía entonces como una doble sombra,interponiéndose, separándome de Flavia, que yacía pálida y casidesvanecida en mis brazos, pero fijando en mí una mirada llena de amor,como no he visto otra en mi vida; una mirada cuyo recuerdo me persigueaún y me perseguirá eternamente, hasta que la tierra cubra mis huesos y(¿quién sabe?) quizás aun más allá de la tumba.

XII

UN ANZUELO BIEN CEBADO

A dos leguas de Zenda y por la parte opuesta de aquella donde se alza elcastillo, queda un extenso bosque. En su centro y sobre la colina, cuyasladeras cubre el bosque, está construida la hermosa residencia del condeEstanislao de Tarlein, pariente lejano de mi amigo el joven Tarlein. ElConde visitaba aquella propiedad muy raras veces, la había puesto a midisposición y a ella nos dirigíamos. Elegida en apariencia por laabundante caza de sus cercanías, entre la que no escaseaban losjabalíes, lo había sido principalmente por su inmediación a la magníficaresidencia del Duque, situada, como dicho queda, al lado opuesto de lap