Dirigió su caballo hacia mí, pero lo detuvo a corta distancia y alzandola mano preguntó:
—¿Qué ha hecho usted en el castillo?
—He matado a sus tres amigos—respondí.
—¡Cómo! ¿Bajó usted a la prisión?
—Sí.
—¿Y el Rey?
—Fue herido por Dechard, a quien di muerte, y espero que el Rey viva.
—¡Necio!—exclamó Ruperto jovialmente.
—Otra cosa hice.
—¿Y fue?
—Perdonarle a usted la vida. Me hallaba detrás de usted en el puente,revólver en mano.
—¡Digo! ¡Pues estuve entre dos fuegos!
—¡Apéese usted—le grité,—y luche como un hombre!
—¿En presencia de una dama?—dijo señalando a la muchacha.—¡Qué cosastiene Vuestra Majestad!
Entonces, furioso, sin saber lo que hacía, corrí hacia él.
Parecióvacilar un instante, pero después refrenó el caballo y me esperó.Continué mi carrera, enloquecido, así las riendas y le dirigí unaestocada, que paró, devolviéndome el golpe. Retrocedí un paso y renovéel ataque, pero aquella vez le abrí la mejilla y salté atrás antes deque él pudiera alcanzarme. Parecía desconcertado por la violencia de miataque, pues de lo contrario creo que hubiera acabado conmigo. Caí sobreuna rodilla, jadeante, esperando verme atropellado por su caballo.
Asíhubiera sucedido indudablemente, pero en aquel instante resonó un gritoa nuestras espaldas y volviéndome vi a un jinete que acababa de dejar laavenida y galopaba por el sendero, revólver en mano. Era FedericoTarlein, mi fiel amigo. Ruperto lo reconoció también, y comprendió quehabía perdido la partida.
Tomó la debida posición en la silla, perotodavía se detuvo un momento, para decirme con su eterna sonrisa:
—¡Hasta la vista, Rodolfo Raséndil!
Después, sangrándole la mejilla, pero apuesto y gallardo siempre,moviéndose en la silla con la facilidad y maestría de costumbre, mesaludó; se inclinó también hacia la joven campesina, que se habíaacercado fascinada; y con un ademán se despidió a su vez de Tarlein, quehabiéndose puesto a tiro levantó el revólver y disparó. La bala estuvo apunto de acabar con Ruperto, porque le hizo pedazos el puño de la espadaque en la diestra tenía. Soltó el arma, sacudiendo los dedos, golpeó loscostados del caballo con los talones y lanzando una blasfemia, partió algalope.
Le miré alejarse de la larga avenida, con tanta soltura como si setratase de un paseo a caballo, como si no fuera desangrándose por susheridas.
Todavía se volvió una vez más para saludarnos con la mano, y se ocultó anuestra vista, indomable y airoso como siempre, tan valiente comoperverso. Y yo arrojé al suelo mi espada y supliqué a Tarlein que lopersiguiese. Pero lejos de eso detuvo su caballo,
desmontó
y
corriendohacia
mí
me
abrazó
estrechamente. A tiempo llegaba, porque la herida querecibí en la lucha con Dechard había vuelto a abrirse y la sangre corríaabundante, formando roja mancha en el suelo.
—¡Pues entonces déme usted su caballo!—grité, apartándolo de mí.—Dialgunos pasos hacia el caballo, tambaleándome, y caí de bruces. Tarleinse arrodilló a mi lado.
—¡Federico!—dije.
—Sí, amigo mío, amigo querido—me contestó con la dulzura de una mujer.
—¿Vive el Rey?
Sacó su pañuelo, limpió con él mis labios y me besó en la frente.
—¡Si, vive, gracias al más valiente caballero que heconocido!—contestó en voz baja.
La pobre campesina seguía allí, llorosa y sorprendida, porque me habíavisto en Zenda y creía que el Rey yacía pálido y ensangrentado a suspies.
Al oir aquellas palabras de Tarlein quise gritar:
«¡Viva el Rey!» pero no pude, y recliné la cabeza en los brazos de miamigo, lanzando un gemido; mas temeroso de que él interpretase mal misilencio, volví a abrir los ojos y procuré articular aquellas palabras:«¡Viva!...» ¡Imposible! Mortalmente cansado, transido de frío, me cobijéen brazos de Tarlein, cerré los ojos y quedé desvanecido.
XX
EL PRISIONERO Y EL REY
Para que se comprenda bien lo ocurrido en el castillo de Zenda, tengoque completar el relato de lo que yo en persona vi e hice aquella nochecon una breve reseña de lo que más tarde supe por Tarlein y la señora deMaubán. Esta me explicó por qué el grito que yo le había mandado darcomo señal se había convertido de estratagema en siniestra realidad yoídose mucho antes de la hora convenida; grito que por un momentoapareció ser la ruina de todas nuestras esperanzas, pero que vino afavorecerlas en definitiva. La desgraciada mujer, impulsada, según creo,por verdadero afecto al duque de Estrelsau, no menos que por labrillante perspectiva ofrecida a su ambición, había seguido al Duque, apetición de éste, de París a Ruritania.
Era Miguel hombre de violentaspasiones, pero de voluntad más poderosa todavía. Con frío egoísmo lotomó todo sin dar cosa alguna en cambio, y Antonieta no tardó endescubrir que tenía una rival en la princesa Flavia; desesperada, noreparó en medios para conservar el amor del Duque. Al propio tiempo sevio mezclada en las audaces maquinaciones de éste. Resuelta a noabandonarlo, unida a él por los lazos de su impura pasión y por suspropias esperanzas, no quiso, sin embargo, servirle de pretexto parallevarme a la muerte. De aquí las cartas que me había escritorevelándome el peligro. No pretenderé averiguar si las líneas dirigidasa Flavia las habían dictado el afecto o el odio, la compasión o loscelos: pero nos fueron también de gran servicio. Cuando el Duque fue aZenda ella le acompañó; y allí pudo comprender por primera vez lacrueldad de Miguel en toda su extensión y se apiadó su alma deldesgraciado Rey. Desde aquel instante estuvo de nuestra parte. Pero porlo que ella misma me dijo comprendo que, mujer al fin, seguía queriendoal Duque y esperaba obtener del Rey la vida de aquél, cuando no superdón, en recompensa de sus propios servicios a nuestra causa. Nodeseaba el triunfo de Miguel, abominaba su crimen y mucho más el premioque con él se proponía alcanzar el Duque, la mano de su prima, laprincesa Flavia.
Otros elementos que figuraron en el drama de Zenda fueron el libertinajey la audacia de Ruperto. Quizás se sintió atraído por la belleza deAntonieta; quizás le bastara saber que ésta pertenecía a otro hombre yle odiaba a él. Por muchos días habían menudeado los conflictos y lasdiscusiones entre Miguel y Ruperto, acrecentándose su odio, y la reyertaque yo presencié entre ellos en la habitación del Duque no fue más queuna de tantas. Cuando revelé a la señora de Maubán las ofertas que mehabía hecho Ruperto, no se mostró admirada; ella misma había aconsejadoa Miguel que desconfiase de Ruperto, aun en los momentos en que meescribía rogándome que la rescatase del poder de ambos. Aquella nocheresolvió Ruperto realizar sus inicuos designios y proporcionándose unallave de la habitación de Antonieta, la había sorprendido en ella. Susgritos atrajeron al Duque, lucharon ambos en la obscuridad, dio Rupertoun golpe mortal a su señor y al precipitarse los criados en lahabitación, escapó él por la ventana, como dejo referido. Ignorando lamuerte del Duque, había regresado al puente para renovar el combate. Nosé lo que se propondría hacer con los otros tres secuaces de Miguel ycómplices suyos, pero creo que no había formado plan alguno, porque lamuerte del Duque fue impremeditada por su parte. Sola Antonieta con elherido, procuró restañar la sangre, pero inútilmente; y habiendoexpirado el Duque poco después, oyó ella las voces de reto de Ruperto yacudió a castigarlo y vengarse. A mí no me vio hasta que me lancé alfoso, en persecución de nuestro común enemigo.
En aquel instante entraron mis amigos en escena. Habían llegado alcastillo nuevo a la hora convenida, y esperaron cerca de la puerta, queno se abrió porque Juan se vio arrastrado con los otros en auxilio delDuque; es más, deseoso de disipar toda sospecha, se había distinguidomuy especialmente atacando a Ruperto en persona, lo que le había validouna estocada de éste.
Sarto esperó hasta cerca de las dos y media, ydespués, en cumplimiento de mis órdenes, había enviado a Tarlein abuscarme por las cercanías del foso. No hallándome, habían conferenciadoambos, proponiendo Sarto seguir al pie de la letra mis instrucciones yregresar a escape a Tarlein; pero el buen Federico se negó rotundamentea abandonarme, cualesquiera que fuesen las órdenes recibidas.Discutieron algunos minutos, cedió Sarto, envió un destacamento mandadopor Berstein al palacio de Tarlein en busca del general Estrakenz, y elresto de la fuerza atacó furiosamente la gran puerta del castillo.Resistióles ésta unos quince minutos y cayó por fin, en el momento mismoen que Antonieta disparaba su revólver contra Ruperto. Sarto y ocho desus soldados se precipitaron en el castillo; la primera habitación a quellegaron fue la de Miguel, que yacía tendido en el suelo, atravesado deuna estocada. Entonces lanzó Sarto el grito que yo había oído: «¡ElDuque ha muerto!» y atacó a los servidores de Miguel, que aterrorizadosse rindieron a discreción.
Antonieta se arrojó sollozando a los pies deSarto, a quien sólo pudo decir que me había visto lanzarme al agua desdeel otro extremo del puente.
—¿Y el prisionero?—le preguntó el coronel.
Pero ella se limitó a mover negativamente la cabeza, y Sarto, Federico ysus acompañantes cruzaron en silencio el puente, hasta tropezar con elcadáver de De Gautet.
Escucharon ávidamente, pero ningún rumor llegó hasta ellos desde lasceldas, lo que les hizo temer que el Rey había sido asesinado por susguardianes y su cuerpo arrojado al foso, escapando aquéllos a su vez porla «Escala de Jacob.» Sin embargo, el hecho de haber sido visto ya cercade allí les infundía alguna esperanza (así me lo dijo el buen Tarlein);por lo que volviendo a la habitación de Miguel, en la que estaba orandoAntonieta, hallaron un manojo de llaves y entre ellas la de la puertade la prisión que yo había cerrado tras mí al salir.
Abrieron; laescalera estaba a obscuras y al principio no quisieron encender unaantorcha, temiendo servir de blanco a sus enemigos. Pero no tardó enexclamar Federico: «¡La puerta está abierta! ¡Y hay luz en la celda!»Bajaron resueltamente y en la primera celda sólo hallaron el cadáver deBersonín, lo que les impulsó a dar gracias a Dios, exclamando Sarto:«¡No hay duda!
¡Raséndil ha pasado por aquí!»
Precipitándose después en la inmediata estancia, vieron el cuerpoexánime de Dechard sobre el del médico y a pocos pasos el del Rey,tendido de espaldas, junto a su derribada silla.
«¡Muerto!» exclamóTarlein; y Sarto los hizo salir a todos, excepto Tarlein, yarrodillándose junto al Rey no tardó en descubrir que vivía y que consolícitos cuidados su salvación era segura. Le cubrieron el rostro, lotransportaron a la habitación de Miguel, en cuyo lecho lo pusieron yAntonieta suspendió sus preces para bañar la ensangrentada frente delRey y vendar sus heridas, en tanto llegaba un médico. Y Sarto,convencido más que nunca de mi reciente presencia allí y habiendo oídoel relato de Antonieta, envió a Tarlein en mi busca, por foso y bosque.Federico halló primero mi caballo, tembló por mi suerte y me descubrióal fin, guiado por el grito con que yo había retado a Ruperto. Su gozofue tan intenso como si de su propio hermano se tratara, y en su cariñoy ansiedad por mí, desdeñó cosa tan importante como la muerte de RupertoHenzar. Sin embargo, yo hubiera sentido no haberlo castigado por mipropia mano.
Una vez realizado tan felizmente el rescate del Rey, le tocaba a Sartoocultar a todos el cautiverio de éste. Antonieta de Maubán y Juan elguardabosque (bastante malparado este último por el momento para andaren chismes) habían jurado guardar secreto; y Tarlein se había adelantadoen busca, no del Rey, sino del ignorado amigo del monarca que se habíaaparecido por un momento en el puente, ante los sorprendidos servidoresdel Duque. Se había verificado la sustitución, y el Rey, heridogravemente, según a todos se dijo, por los carceleros que tenían cautivoa uno de sus fieles amigos, había vencido por fin y se hallaba en lahabitación de Miguel el Negro. Allí lo habían conducido, cubierto elrostro, desde su prisión subterránea y allí se había dado orden dellevarme sigilosamente tan luego me encontrasen. También se despachó unmensajero al palacio de Tarlein, con encargo de anunciar al generalEstrakenz y a la Princesa, que el Rey se hallaba en salvo y deseabaconferenciar con el General sin pérdida de momento. Cuanto a Flavia,debía permanecer en Tarlein hasta que el Rey le enviase nuevasinstrucciones. Así había preparado Sarto las cosas mientras se reponíaun tanto el Rey, después de haber escapado casi por milagro de lasasechanzas de su inicuo hermano.
El ingenioso plan del astuto coronel prosperó sin tropiezo, hastaencontrar un obstáculo que a menudo trastorna los proyectos mejorcombinados: la voluntad o el capricho de una mujer. En este caso,cualesquiera que fuesen las órdenes del Rey, las instrucciones de Sartoy los consejos del General, Flavia se negó a permanecer en Tarleinmientras su amado se hallaba herido en Zenda, y el carruaje de laPrincesa siguió de cerca al General y su escolta cuando éste se puso encamino del castillo.
Así pasaron por el pueblo, donde se decía ya quehabiéndose dirigido el Rey al castillo la noche anterior, parareconvenir amistosamente a su hermano por el trato dado a uno de losamigos del Rey prisionero en la fortaleza, se había visto atacado atraición; que tras una lucha desesperada habían perecido el Duque yvarios caballeros suyos, y que el Rey, aunque herido, había logradoapoderarse del castillo. Todos estos rumores causaron, como secomprenderá, profunda sensación; empezó a funcionar el telégrafo, perocuando las noticias llegaron a la capital, ya se había recibido allí laorden de poner tropas sobre las armas, e impedir toda manifestaciónhostil en los barrios donde predominaban los partidarios del Duque.
Subía el carruaje de la princesa Flavia el pendiente camino delcastillo, con el General cabalgando al estribo y rogándole todavía quevolviese a Tarlein, a tiempo que Federico y el supuesto prisionero deZenda llegaban al lindero del bosque. Al recobrar el sentido me puse enmarcha, apoyado en el brazo de Federico, y próximos ya a salir delbosque vi a la Princesa. Una mirada de mi amigo me hizo comprenderrepentinamente que no debía verme ni hablar otra vez con Flavia y caí derodillas tras unos arbustos. Pero habíamos olvidado a la jovencampesina, que nos había seguido y no estaba dispuesta a perder aquellaocasión de congraciarse con la Princesa y de ganar unas monedas de oro;así fue que apenas nos ocultamos, salió corriendo al camino y saludando,exclamó:
—¡Señora, el Rey está allí, detrás de aquellas matas! ¿Quiere VuestraAlteza que la guíe hasta él?
—¿Qué tontería es esa, muchacha?—dijo el General.—El Rey está en elcastillo, herido.
—A que no. Herido sí, pero está allí, con el conde Federico, y no en elcastillo—insistió la moza.
—¿Está en dos lugares a la vez, o es que hay dos Reyes?—
preguntóFlavia sorprendida.—¿Cómo sabes que está allí?
—Lo vi persiguiendo a un caballero, señora, y pelearon hasta que llegóel conde Federico; el otro me quitó el caballo de mi padre y se escapó,pero el Rey está allí con el Conde. ¡Cómo, señora! ¿Hay acaso otrohombre como el Rey en Ruritania?
—No, hija mía—contestó Flavia dulcemente, (me lo dijeron después); yse sonrió y dio dinero a la muchacha.—Voy yo misma a ver a esecaballero—dijo haciendo ademán de bajar del coche.
Pero en aquel momento llegó Sarto al galope, procedente del castillo, yal ver a la Princesa resolvió sacar el mejor partido posible de lascircunstancias y comenzó por decirle que el Rey estaba perfectamenteatendido y fuera de peligro.
—¿En el castillo?—preguntó Flavia.
—¿Pues dónde había de estar, señora?—repuso el coronel inclinándose.
—Es que esta muchacha dice que ha visto al Rey allí, con el condeFederico.
Sarto miró a la moza sonríendose y con expresión de incredulidad.
—Estas chicas en cuanto ven un apuesto caballero, se creen que es elRey—dijo.
—Pues entonces, el que yo digo y el Rey se parecen como si fueranhermanos—replicó la campesina, algo vacilante pero insistiendo todavíaen su tema.
Sarto miró en torno. En el rostro del General se adivinaba mudainterrogación. Los ojos de Flavia no eran menos elocuentes. La sospechacunde con facilidad portentosa.
—Voy a ver quién es ese hombre—dijo Sarto.
—No, iré yo misma—exclamó la Princesa.
—Pues en tal caso, venga Vuestra Alteza sola—murmuró Sarto.
Y ella, obedeciendo a aquella extraña indicación y notando también lasúplica que se veía en el rostro del veterano, rogó al General y suséquito que esperasen allí; dijo Sarto a la muchacha que se apartase adistancia, y él y Flavia se dirigieron a pie hacia donde estábamos.Cuando los vi acercarse, me senté, agobiado, en el suelo y oculté lacara entre las manos. No podía mirarla.
Federico se arrodilló a mi lado,puesta la mano en mi hombro.
—Hable Vuestra Alteza en voz baja—dijo Sarto al llegar con la Princesaa nuestro lado; y después oí un grito ahogado, que parecía expresaralegría y temor a la vez, y su voz que decía:
—¡Es él! ¿Estás herido, sufres?
Corrió a mi lado y con suave esfuerzo apartó mis manos, pero yo seguícon los ojos fijos en tierra.
—¡Es el Rey!—exclamó.—¿Quiere usted decirme, coronel Sarto, quésignifica la broma de que hace poco pretendía usted hacerme objeto?
Nadie contestó; los tres seguimos silenciosos ante ella.
Prescindiendode testigos, me abrazó y me dio un beso. Entonces dijo Sarto, con vozronca y baja:
—No es el Rey. No lo acaricie Vuestra Alteza; no es el Rey.
—Pero, ¿acaso no conozco yo a mi amado? ¡Rodolfo, amor mío!
-No es el Rey—repitió Sarto; y el acongojado Tarlein no pudo reprimirun sollozo.
Entonces, al oir aquel sollozo, comprendió Flavia que había en todoaquello algo más que una chanza o una equivocación.
—¡Sí, es el Rey!—exclamó.—Es su cara; su anillo, el mío.
¡Oh, sí, esmi amor!
—Vuestro amor, señora, sí—dijo Sarto.—Pero el Rey está allí, en elcastillo. Este caballero...
—¡Mírame, Rodolfo! ¡Mírame!—gritó, oprimiendo mi rostro entre susmanos.—¿Por qué permites que me atormenten así?
¡Dime, qué significaesto!
Entonces hablé, fijos mis ojos en los suyos.
—¡Dios me perdone, señora!—dije.—No soy el Rey.
Sentí en mis mejillas el temblor convulsivo de sus manos.
Miró fijamentemi cara, escudriñándola, como no ha sido mirada jamás la cara de unhombre. Y yo, mudo otra vez, vi nacer y agrandarse en sus ojos elasombro, la duda, el terror. Disminuyó gradualmente la presión de susmanos; miró a Sarto, a Federico y volvió a clavar los ojos en mí;después, repentinamente, vaciló, cayó hacia adelante en mis brazos, yyo, con un grito de dolor, la estreché sobre mi pecho y besé sus labios.Sarto me tocó el brazo. Le miré, deposité suavemente el cuerpo de Flaviasobre la hierba, y de pie a su lado, contemplándola, maldije al Cielopor haberme salvado de la espada de Ruperto para hacerme sufrir aqueldolor tan intenso, tan atroz.
XXI
¡HAY ALGO MÁS QUE AMOR!
Había cerrado la noche y me hallaba en la celda que acababa de serprisión del Rey en el castillo de Zenda. Había desaparecido el tuboapodado «Escala de Jacob» por Ruperto Henzar, y en la obscuridadbrillaban las luces de una habitación situada al otro lado del foso.Reinaba profundo silencio, en contraste con el fragor de la recientelucha. Yo había pasado el día en el bosque, con Federico, después desepararme de la Princesa, a quien dejamos en compañía de Sarto.Protegido por la obscuridad, me habían conducido al castillo e instaladoen la celda. Nada me importaba el recuerdo de que un poco antes habíanmuerto allí tres hombres, dos de ellos por mi mano. Me había arrojadosobre un colchón inmediato a la ventana y contemplaba las negras aguasdel foso. Juan, pálido todavía a consecuencia de su herida, me habíaservido la cena. Me dijo que el Rey iba reponiéndose, que había visto ala Princesa y conferenciado largamente con Sarto y Tarlein. El Generalhabía regresado a Estrelsau, Miguel el Negro yacía en su ataúd y junto aél velaba Antonieta de Maubán. Desde mi retiro había oído el fúnebrecanto y las preces de los religiosos.
Fuera circulaban extraños rumores. Decían unos que el prisionero deZenda había muerto; otros que había desaparecido pero estaba vivo;aseguraban algunos que era un buen amigo del Rey a quien había prestadovalioso servicio en Inglaterra, en cierta aventura; y no faltaba quiensabía que, habiendo descubierto las tramas del Duque, se había ésteapoderado de él y arrojádolo en una mazmorra. Pero los más avisadosprescindían de suposiciones y comentarios, limitándose a decir que sólose sabría la verdad cuando el coronel Sarto tuviese a bien revelarla.
Así charló Juan hasta que lo despedí, y me quedé solo, pensando no en loporvenir, sino, como sucede a menudo después de las grandes crisis, enlos sucesos de aquellas últimas semanas, pasándoles mental revista converdadero asombro. Allá en lo alto se oía, interrumpiendo el silencio dela noche, el ruido producido por las banderas del castillo flotando alviento o golpeando sus astas. En una de éstas, ondeaba el estandarte delDuque y sobre él la real insignia, el pabellón de Ruritania. Y
nosacostumbramos tan pronto a todo, que me costó algún esfuerzo convencermede que ya no ondeaba, como hasta entonces, en honor mío.
No tardó en presentarse Federico de Tarlein. Me dijo brevemente que elRey deseaba verme, y juntos cruzamos el puente levadizo y entramos en laque había sido cámara del duque Miguel.
El Rey yacía en el lecho, tendido por el médico que nosotros habíamosllevado a Tarlein y que se apresuró a decirme en voz baja que abreviasemi visita. El Rey me tendió la mano y estrechó la mía. Federico y elmédico se apartaron, dirigiéndose a una de las entreabiertas ventanas.
Retiré el anillo del Rey que tenía en mi dedo y lo puse en el suyo.
—He procurado llevarlo con honra, señor—le dije.
—No puedo hablar mucho—repuso con voz débil.—He tenido una vivadiscusión con Sarto y el General, quienes me lo han dicho todo. Yoquería llevarlo a usted a Estrelsau, tenerlo allí a mi lado y decir atodos lo que ha hecho; quería que usted fuese mi mejor y más queridoamigo, primo Rodolfo. Pero me dicen que no debo hacerlo y que se ha deguardar el secreto... si tal cosa es posible.
—Tienen razón, señor. Permítame partir Vuestra Majestad. Mi misión aquíha terminado.
—Sí, y la ha cumplido usted como ningún otro hombre hubiera podidohacerlo. Cuando vuelvan a verme habré dejado crecer mi barba, sin contarque estaré desfigurado por mi enfermedad. Nadie se sorprenderá de que elRey parezca tan cambiado. Pero fuera de eso, procuraré que no noten enmí ningún otro cambio. Usted me ha enseñado a ser Rey.
—Señor—dije,—no merezco ni puedo aceptar los elogios de VuestraMajestad. Sólo a la bondad del Cielo debo el no ser hoy un traidor mayoraún que el mismo Duque.
Me miró con alguna extrañeza, pero no es de enfermos graves descifrarenigmas y renunció a interrogarme. Su mirada se fijó en la sortija deFlavia que yo llevaba puesta. Creí que iba a hablarme de ello, perodespués de tocar distraídamente el anillo algunos instantes, dejó caerla cabeza sobre la almohada.
—No sé cuándo volveré a verle—dijo con voz apenas perceptible.
—Tan luego vuelva a necesitarme Vuestra Majestad—
contesté.
Cerró los ojos. Tarlein y el médico se acercaron. Besé la mano del Rey ysalí con Tarlein. No he vuelto a ver al joven soberano.
Ya fuera de la habitación, noté que Federico, en lugar de dirigirse a laderecha y al puente levadizo, torció a la izquierda y sin decir palabrame hizo subir una escalera y nos hallamos en un amplio corredor delcastillo.
—¿Adónde vamos?—pregunté.
—Ella ha enviado a llamarle—respondió Tarlein sin mirarme.—Cuandohaya terminado esta entrevista, vuelva usted al puente. Allí loesperaré.
—¿Qué desea?—dije respirando agitadamente.
Me indicó con un ademán que no podía contestar a mi pregunta.
—¿Lo sabe todo?
—Sí, todo.
Abrió una puerta, me hizo entrar impulsándome suavemente y cerró trasmí. Me hallé en una sala pequeña y lujosamente amueblada. Al principiocreí hallarme solo, porque las dos velas encendidas sobre una mesatenían pantallas y despedían escasa luz. Pero casi en seguida vi a unamujer, en pie, cerca de la ventana. Me dirigí a ella, doblé una rodillay tomándole una mano la llevé a mis labios. No habló ni se movió. Melevanté y, a pesar de la indecisa luz, noté la palidez de sus mejillas,vi la aureola que le formaban sus hermosos cabellos y sin darme cuentade ello pronuncié dulcemente su nombre:
—¡Flavia!
Se estremeció ligeramente y miró en torno.
Después se lanzó hacia mí y asiéndome el brazo dijo:
—¡No estés en pie! ¡No, siéntate! Estás herido. ¡Aquí, siéntate aquí!
Me hizo sentar en el sofá y apoyó la mano en mi frente.
—¡Cómo te arde la frente!—dijo cayendo de rodillas a mi lado.
Reclinó la cabeza sobre mi pecho y la oí murmurar:
—¡Pobre amor mío! ¡Cómo te arde la frente!
Por mi parte había ido allí con el propósito de humillarme, de implorarsu perdón; pero lejos de eso, lo único que dije fue:
—¡Te amo, Flavia, con todas mis fuerzas, con toda mi alma!
Porque el amor nos permite leer en el corazón del ser amado, porque loque la turbaba y la hacía sentirse avergonzada, no era su amor por mí,sino el temor de que así como yo había sido fingido Rey, hubierarepresentado también el papel de amante y recibido sus besos burlándomeinteriormente de ella.
—¡Con todas mis fuerzas, con toda mi alma!—repetí, y su rostro oprimiómás fuertemente mi pecho.—¡Siempre, desde el primer instante en que tevi, allá en la catedral! Para mí no ha existido desde entonces más queuna mujer en el mundo y jamás existirá otra. ¡Pero Dios me perdone elengaño de que te he hecho víctima!
—¡Te obligaron a ello!—dijo prontamente; y luego, alzando la frente yfijos sus ojos en los míos, añadió:
—Quizás hubiera sucedido lo mismo aun revelándome la verdad. ¡Porque miamor eras siempre tú, no el Rey!
Y levantándose, me dio un beso.
—Me proponía confesártelo todo—dije.—Iba a hacerlo la noche delbaile, en Estrelsau, pero Sarto me interrumpió.
Después... no pude, nome atreví a correr el riesgo de perderte antes... ¡antes de que llegaseel momento en que por fuerza había de perderte! Adorada mía, ¿sabes quepor ti p