El Prisionero de Zenda by Antonio Hope - HTML preview

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Se detuvo un momento, y con voz que la emoción agitaba, continuó:

—¿No es una jugada soberbia? Pues, ¿y la apuesta? Para usted el trono yla beldad que desde allí nos mira; para mí una recompensa suficientey... la gratitud del Rey.

—Es usted el mismo demonio, señor de Henzar—le dije.

—Bueno, usted piénselo y tenga en cuenta también que no deja decostarme duro esfuerzo eso de ceder así tan fácilmente la muchachaaquella—y su insolente mirada volvió a fijarse en Flavia.

—¡Póngase usted fuera de mi alcance!—exclamé; sin embargo, un momentodespués la audacia misma de aquel malvado me hizo reír.

—¿Es decir, que usted haría traición al Duque?—pregunté.

Por toda respuesta aplicó a Miguel un epíteto que no merecía, pues erael Duque hijo de una unión legal, aunque morganática, y añadió en tonoconfidencial:

—Me estorba. ¿Comprende usted? Es un bruto celoso. Anoche mismo meinterrumpió tan inoportunamente que estuve a punto de clavarle un puñal.

Aquellos detalles me interesaban vivamente.

—¿Una mujer?—pregunté.

—Sí, y preciosa. Usted la ha visto.

—¡Ah! La del cenador, la noche aquella en que tres amigos de usted seestrellaron contra una mesita de hierro...

—¿Qué otra cosa puede esperarse de gaznápiros como Dechard y De Gautet?¡Ojalá hubiera estado yo allí!

—¿Y el Duque se mezcla en el asunto?

—No es eso precisamente. Quien quiere mezclarse soy yo.

—¿Y ella prefiere al Duque?

—¡Sí, la tonta! Pues bien, ya conoce usted mi plan, y piénselo—dijo; einclinándose, espoleó su caballo y partió en seguimiento del fúnebrecortejo.

Volví adonde me esperaban Flavia y Sarto, pensando en el extrañocarácter de aquel desalmado, cuyo igual no he vuelto a ver en mi vida.

—¡Qué arrogante tipo!—fue el comentario de Flavia, que, mujer al fin,no se había ofendido con las expresivas ojeadas de Ruperto Henzar.—¡Ycómo parece sentir la muerte de su amigo!—prosiguió.

—Más le valdría pensar en la suya propia que no anda lejos—

dijo Sartobruscamente.—Por mi parte me sentía descontento e irritado al pensarque en realidad yo no tenía más derecho al amor de la Princesa que elinsolente Henzar. Seguí silencioso a su lado hasta que, cerca ya deTarlein y habiendo anochecido, dejó Sarto que nos adelantásemos untanto, quedándose él atrás para impedir todo súbito ataque de nuestrosenemigos. Entonces Flavia me dijo con su voz dulcísima:

—Sonríete, Rodolfo, si no quieres verme llorar. ¿Estás enojado?

—¡Oh, no! La culpa la tiene ese malvado Henzar.

Lo cual no impidió que ambos llegásemos sonrientes a las puertas deTarlein, donde me entregaron una carta llevada para mí, según dijeronlos sirvientes, por un joven desconocido. Abrí el sobre y leí:

«Juan se encarga de llevar estas líneas a su destino. Soy la que leenvió a usted otro aviso en ocasión anterior. ¡Hoy le pido en nombre deDios, que me libre de esta guarida de asesinos!—A.

de M.»

Entregué la esquela a Sarto, en quien no hizo mella la súplica lastimerade la dama, limitándose a decir:

—Suya es la culpa. ¿Quién la llevó al castillo?

Sin

embargo,

no

considerándome

yo

enteramente

irresponsable de loocurrido, resolví compadecerme de Antonieta de Maubán.

XVI

UN PLAN DESESPERADO

Desde el día en que recorrí a caballo las calles de Zenda y hablé enpúblico con Ruperto Henzar, me fue forzoso prescindir de todo pretextode enfermedad. El efecto de mi presencia se notó desde luego en laguarnición de Zenda, cuyos oficiales y soldados desaparecieron de lapoblación y sus cercanías para encerrarse en el castillo, donde reinabala más perfecta vigilancia, como pudieron observarlo mis amigos en susexploraciones. No veía medio practicable de socorrer al Rey y a laseñora de Maubán. El Duque me retaba sin disimulo. Se había mostradofuera del castillo, no tomándose siquiera la molestia de explicar oexcusar su ausencia. El tiempo apremiaba.

Por una parte me preocupabanlos rumores e investigaciones de que he dado cuenta, con motivo de ladesaparición de Raséndil; y por otra, sabía que mi ausencia de lacapital ocasionaba vivo descontento. Mayor hubiera sido éste sin lapresencia de Flavia a mi lado y sólo por esta razón le permitía yoseguir en Zenda, rodeada de peligros y aumentando con sus encantos lapasión que me dominaba. Como si esto no bastase, mis celosos consejeros,el Canciller y el general Estrakenz se presentaron en Zenda, instándomea que designase día para la solemnización de mis esponsales, ceremoniaque en Ruritania es casi tan obligatoria y sagrada como el matrimoniomismo. Tuve que hacer lo que me pedían, con Flavia sentada a mi ladooyéndolo todo, y les anuncié que el acto se celebraría quince díasdespués, en la catedral de Estrelsau. La noticia fue recibida conextraordinarias manifestaciones de aprobación y alegría en todo elReino, y supongo que sólo dos hombres la deploraron: el Duque y yo.Cuanto al Rey, lo único que me atreví a esperar fue que no llegase a susoídos.

Juan volvió a salir ocultamente del castillo tres días después, a riesgode su vida pero impulsado por la codicia. Nos dijo que cuando el Duquesupo la noticia de la próxima ceremonia se puso furioso; que suexasperación aumentó al declarar Ruperto que yo era muy capaz de casarmecon la Princesa y que así lo haría indudablemente; y que Ruperto acabófelicitando a la señora de Maubán, allí presente, porque pronto severía libre de Flavia, su rival. El Duque echó mano a la espada, sin queal joven noble pareciese importarle un bledo la cólera de su señor, aquien felicitó también por haber proporcionado a Ruritania un Rey comono lo había tenido en muchos años. «Y lo que es la Princesa, terminódiciendo Henzar (según el relato de Juan), tampoco puede quejarse porqueel diablo le manda novio más galán que el que le había deparado elCielo.» El Duque le mandó retirarse de su presencia, pero Henzar noobedeció hasta haber obtenido de la dama el permiso de besar su mano,como lo hizo rendidamente ante las miradas furiosas de Miguel.

Noticia de más importancia para mí fue la que también nos dio Juan sobrela grave enfermedad del Rey. Juan le había visto, demacrado y débil; suestado llegó a ser tan alarmante que el Duque llamó al castillo a unmédico de Estrelsau, el cual examinó al Rey, salió del calabozo pálido ytemblando y rogó a Miguel que le permitiese volver a la capital y nomezclarse más en el asunto; pero Miguel se lo prohibió, anunciándole quequedaba preso con el Rey y que respondía de la vida de éste hasta el díaen que el Duque quisiera quitársela. A instancias del médico permitióque la señora de Maubán visitase al Rey, a quien prestó solícitoscuidados. La vida del monarca se hallaba, pues, en peligro inminente, ala vez que yo seguía sano y vigoroso; contraste que exasperó a losmoradores del castillo ocasionando continuos disgustos y reyertas. SóloRuperto Henzar continuaba tan contento como siempre, y según decía Juan,riéndose a carcajadas porque el Duque ponía siempre de guardia a Dechardcuando la señora de Maubán se hallaba en la celda del Rey; precaución nodel todo inútil por parte de mi prudente hermano.

Tal fue el relato de Juan, que le valió buena recompensa; y aunque mepidió que le permitiese quedarse en Tarlein, conseguí que regresase alcastillo, donde lo necesitaba mucho más, encargándole anunciase a laseñora de Maubán que estaba procurando auxiliarla y que ella dijese alRey en mi nombre algunas frases de esperanza y de consuelo.

—¿Cómo vigilan ahora al Rey?—pregunté, recordando que dos de los Seishabían muerto y que igual suerte había cabido a Máximo Holf.

—Dechard y Bersonín están de guardia por la noche y Ruperto Henzar y DeGautet, de día—contestó Juan.

—¿No más que dos a la vez?

—Pero el resto de la guardia está en el primer piso, precisamentesobre la prisión del Rey, y allí puede oirse todo grito o señal dadosdesde abajo.

—¿Sobre la prisión del Rey? No sabía yo eso. ¿Existe algunacomunicación directa entre el calabozo y la sala de guardia?

—No, señor. Hay que bajar algunos escalones, cruzar el puente levadizoy desde allí bajar al encierro del Rey.

—¿Está cerrada la puerta que lleva al puente?

—Sólo los cuatro caballeros tienen la llave.

—¿Y también la de la reja de entrada a la prisión?—

preguntéacercándome a Juan.

—Creo que esa únicamente la tienen Dechard y Henzar.

—¿Dónde habita el Duque?

—En la parte nueva del castillo, en el primer piso. Sus habitacionesquedan a la derecha del puente levadizo.

—¿Y la señora de Maubán?

—A la izquierda. Pero cuando se retira cierran la puerta por fuera.

—¿Para impedir que huya?

—Sin duda, señor.

—¿Y quizás también por otra razón?

—Es posible.

—¿Supongo que el Duque se reserva esa llave?

—Sí, señor. Y también la del puente, después de alzarlo, y nadie puedecruzar el foso por él sin que lo sepa y lo permita el Duque.

—¿Y tú, dónde duermes?

—En el cuarto que hay a la entrada del castillo nuevo, con otros cincocriados.

—¿Armados?

—Con picas, porque el Duque no quiere confiarles armas de fuego.

Aquellos informes me decidieron por fin y formé resueltamente un nuevoplan de ataque. Había fracasado cuando lo emprendí por la «Escala deJacob,» y me dije que fracasaría también intentándolo contra el cuerpode guardia. Resolví, pues, dirigirlo contra el lado opuesto delcastillo.

—Te he prometido diez mil pesos—dije a Juan.—Te daré veinticinco milsi mañana por la noche haces lo que yo te diga.

Pero ante todo ¿sabenesos criados quién es el prisionero?

—No, señor; creen que es un caballero enemigo del Duque.

—¿Y no dudarán que yo soy el Rey?

—¿Cómo han de dudarlo, señor?

—Pues escucha, Juan: mañana, a las dos en punto de la madrugada, abrede par en par la puerta principal del castillo nuevo, la que da alfrente ¿entiendes bien?

—¿Estará usted allí, señor?

—Nada de preguntas. Haz lo que te digo. Da cualquier excusa para salirde tu cuarto. Nada más exijo de ti.

—Y una vez abierta la puerta ¿puedo escaparme por ella?

—Sí, a todo correr. Toma esta esquela, que entregarás a la señora deMaubán. La he escrito en francés a propósito para que no puedasenterarte de ella. Y dile que si tiene en algo la vida de todosnosotros, no deje de hacer lo que en ella le indico.

Juan temblaba al oirme, pero no me quedaba elección posible y tuve quefiar en él. No me atreví a esperar más porque temí que el Rey muriese ensu prisión.

Despedí a Juan y sólo entonces di cuenta de mi plan a Tarlein y Sarto.Este último manifestó su desaprobación desde luego.

—¿Por qué no espera usted?—me preguntó.

—Porque puede morir el Rey. Y si no muere puede llegar el día de losesponsales.

Sarto se mordió el blanco bigote, y Tarlein, poniéndome la mano sobre elhombro, exclamó:

—Dice usted bien. ¡Probemos!

—Con usted cuento, Tarlein—le dije.

—Corriente—contestó.—Pero lo que es usted, Raséndil, se queda aquícuidando a la Princesa.

Los ojos de Sarto brillaron.

—¡Eso es, eso es!—exclamó.—Así burlaríamos los designios de Miguelcualquiera que fuese el resultado de nuestra empresa.

Al paso que siusted tomase parte activa en ella y lo matasen, como matarían también alRey ¿qué sería de todos nosotros?

—Servirían ustedes a la reina Flavia—repliqué,—y ojalá pudiese yohacer otro tanto.

Siguió una pausa y después dijo el viejo Sarto, con expresión tancómica, que Tarlein y yo nos echamos a reír:

—¿Por qué no se casaría el finado rey Rodolfo III con la bisabuelaaquella de usted, Raséndil?

—Al grano, al grano—le dije.—Se trata del Rey actual.

—Es verdad—asintió Tarlein.

—Además—continué,—si he consentido ser impostor en beneficio del Rey,jamás lo seré en provecho propio. Y si el Rey no se halla vivo y en sutrono antes del día fijado para la celebración de los esponsales,confesaré y proclamaré la verdad, sean cualesquiera las consecuencia.

—Irá usted con nosotros al ataque del castillo—dijo Sarto.

He aquí mi plan. Una numerosa fuerza mandada por Sarto se dirigiríasigilosamente a la puerta principal del castillo nuevo. Si se viesedescubierta, la consigna sería matar a cuantos hallasen a su paso,empleando exclusivamente el arma blanca. Si no se presentase obstáculoimprevisto, Sarto y su gente se hallarían a la puerta al abrirla Juan.Suponiendo que su sola presencia y el nombre del Rey no bastasen parasometer a los servidores del castillo, habría que apoderarse de ellos ala fuerza. Al mismo tiempo (y de esto dependía principalmente el buenéxito de mi plan) Antonieta de Maubán prorrumpiría en agudos gritos,pidiendo auxilio al Duque y alternando con el nombre de éste el deRuperto Henzar. Mi esperanza estribaba en que el Duque saliese furiosode sus habitaciones, situadas al lado opuesto de las de Antonieta ycayese vivo en manos de Sarto.

Continuarían los gritos, mi gente bajaríael puente levadizo y extraño sería que Ruperto, al oir su nombre a vocesen tales circunstancias, no bajase de su cuarto y procurase cruzar elpuente. Cuanto a De Gautet, su presencia dependía del azar.

Tan luego Ruperto pusiese el pie en el puente empezaría mi papel.Contaba yo tomar otro baño en el foso, llevando conmigo una pequeñaescala que me serviría en primer lugar para esperar con relativacomodidad, poniendo la escala contra el muro y apoyando en ella manos ypies mientras estuviese en el agua.

Llegada la hora, subiría por laescala al puente y de mí dependería que ni Henzar ni De Gautet locruzasen con vida.

Muertos éstos quedarían tan sólo dos de los Seis, conlos cuales esperaba acabar también a favor de la confusión y de unaviolenta acometida. Si ambos obedeciesen las órdenes recibidas delDuque, la vida del Rey dependería de la rapidez con que pudiésemosforzar la puerta exterior; y me felicito al pensar que Dechard y noRuperto era el encargado de la guardia nocturna del Rey. Aunque Dechardtenía serenidad y valor, carecía del ímpetu y la osadía increíble deHenzar. También contaba yo con que, siendo Dechard el único entre ellosverdaderamente adicto al Duque, dejase solo a Bersonín guardando al Reyy se precipitase hacia el puente para tomar parte en la lucha al ladoopuesto.

Tal era mi plan, verdaderamente desesperado. Para engañar al enemigodispuse que aquella noche iluminasen vivamente todas las habitaciones demi residencia, como si diera en ella una gran fiesta, congregando alefecto a muchos de nuestros amigos y mandando que la música tocase todala noche. Estrakenz era uno de los que debían de hallarse allí, conencargo de hacer todo lo posible para que la Princesa no notase mipartida. Le ordené que si a la mañana siguiente no estuviésemos deregreso, se pusiese en marcha hacia el castillo con todas sus fuerzas yexigiese públicamente la entrega del Rey. Si Miguel el Negro noestuviese allí, el General llevaría a la Princesa a Estrelsau, paraproclamar la traición de Miguel y la muerte probable del Rey,congregando en torno de Flavia a los mejores elementos del Reino. Adecir verdad, esto era precisamente lo que yo esperaba que sucedería.

En mi opinión, ni al Rey, ni a Miguel ni a mí nos quedaba más que un díade vida. Me resignaba a morir, sobre todo si conmigo moría tambiénMiguel el Negro y si por mi propia mano libraba a Ruritania de RupertoHenzar, ya que no pudiese salvar la vida del Rey.

Nuestra conferencia terminó bastante tarde y pasé a las habitaciones dela Princesa. Se mostró algo pensativa, pero al despedirnos me abrazócariñosamente, a la vez que deslizó una sortija en mi dedo. Usaba yo elanillo del Rey, pero tenía puesto también uno más pequeño, de oro liso,con la leyenda de las armas de mi familia: Nil Quæ Feci. Me lo quité yponiéndolo en el dedo de Flavia, le indiqué con un ademán que mepermitiese retirarme. Comprendió, y apartándose un tanto me miró con losojos llenos de lágrimas.

—Lleva puesto ese anillo aunque uses otro cuando seas Reina—le dije.

—Use o no otros, llevaré éste mientras viva y aun después demuerta—dijo besándolo.

XVII

A MEDIA NOCHE

Llegó la noche hermosa y clara, aunque yo la hubiera preferido tanobscura y tormentosa como la que protegió mi primera expedición, pero lafortuna no quiso mostrárseme favorable. No obstante, contaba deslizarmelo más cerca posible al muro, para no ser visto desde las ventanas delcastillo nuevo que daban a la parte del foso por donde me proponíaescalar el puente. Por Juan supe que habían fijado sólidamente al murola

«Escala de Jacob,» de tal suerte, que sólo empleando substanciasexplosivas o atacándola a golpes de pico hubiera sido posible moverla desu sitio y el estrépito producido por tales medios hubiera advertido enseguida a los del castillo. Pero esa nueva precaución había de sermefavorable, porque confiados en ella no vigilarían tanto el foso. Aunsuponiendo que Juan me hiciese traición, ignoraba aquella parte de miplan y sin duda esperaba verme atacar la puerta principal a la cabeza demi gente. Allí—como le dije a Sarto,—estaba el verdadero peligro.

—Y allí—agregué,—se hallará usted. ¿Todavía no está usted satisfecho?

No, no lo estaba. Lo que él quería era acompañarme, a lo cual me neguéterminantemente. Un hombre solo podía acercarse sin ser visto; con dosel riesgo hubiera sido mucho mayor, y cuando me dijo que mi vida erademasiado preciosa para arriesgarla solo, le mandé guardar silencio,asegurándole que si el Rey no escapase con vida aquella noche tampocoviviría yo.

La columna mandada por Sarto salió de Tarlein a media noche y tomó porla derecha un camino poco frecuentado que no pasaba por el pueblo deZenda. Si no ocurría tropiezo alguno, la columna debía de hallarsefrente al castillo a las dos menos cuarto, y tenía orden de dejar loscaballos a buena distancia de la fortaleza, en un punto convenido deantemano, acercarse después cautelosamente a la entrada y esperar queJuan abriese la puerta.

Si a las dos permaneciese cerrada, Sartomandaría a Tarlein a reunirse conmigo al otro lado del castillo, ysuponiendo que yo viviese todavía, decidiríamos entonces si convenía ono intentar un asalto decisivo. Si Tarlein no me hallase, él y Sartodeberían de regresar con su gente a Tarlein a toda prisa, llamar alGeneral y con éste y todas las fuerzas disponibles atacar abiertamenteel castillo. Mi ausencia significaría que yo había muerto y sabía que ental caso el Rey no me sobreviviría cinco minutos.

Dejando por el momento a Sarto y su gente, referiré lo que hice por miparte aquella memorable noche. Salí del palacio de Tarlein montando elmismo vigoroso caballo en que regresé del pabellón de caza a Estrelsauel día de la coronación. Iba armado con revólver y espada y envuelto enamplia capa, bajo la cual llevaba ceñido y abrigado traje de lana,gruesas medias y ligero calzado de lona, como lo requería mi plan. Habíatomado la precaución de frotarme bien todo el cuerpo con aceite y dellevar conmigo un frasco de licor, para contrarrestar en lo posible losefectos de mi prolongada inmersión. También me enrollé a la cintura unacuerda delgada y sólida y no olvidé la escala. Salí después de Sarto ytomé el camino más corto de la izquierda, que a las doce y media mellevó al lindero del bosque. Até mi caballo en el centro de espeso grupode árboles, dejando mi revólver en la pistolera porque me hubiera sidoinútil, y escala en mano me dirigí a la orilla del foso, donde atésólidamente la cuerda a un árbol cercano y asiéndola me deslicé en elagua. El reloj de la torre dio la una cuando empecé a nadar lo más cercaposible al muro del castillo y empujando ante mí la escala. Llegado alcilindro por donde pensaban arrojar el cadáver del Rey, sentí bajo mispies el reborde que allí formaban los cimientos; y haciendo pie meincliné bajo el enorme tubo, traté en vano de moverlo y esperé. Recuerdoque en aquellos momentos pareció disiparse toda mi ansiedad por el Rey yaun mi amor a Flavia, para no pensar más que en una cosa: el deseovivísimo de fumar.

Deseo que, como se comprenderá, me fue imposiblesatisfacer.

Apoyado de espaldas en el muro de la prisión del Rey, divisaba en loalto a unas diez varas a mi derecha la armazón elegante y ligera delpuente levadizo. Dos varas más acá y casi al mismo nivel del puente viuna ventana que, según los informes de Juan, pertenecía a la habitacióndel Duque. La ventana correspondiente al otro lado, era sin duda la deAntonieta. Temía vivamente que ésta olvidase mis instrucciones y elataque nocturno de que debía de fingirse víctima a las dos en punto.

Mereía al pensar en el papel que había destinado a Ruperto Henzar, perotenía con éste una cuenta pendiente y todavía me dolía la puñalada queme había dado en el hombro a traición y con sin igual audacia, enpresencia de todos mis amigos, en la terraza del palacio de Tarlein.

De repente se iluminó la habitación del Duque, cuyas mal cerradaspersianas me permitieron ver en parte el interior de la misma,poniéndome de puntillas sobre la sumergida roca. Luego se abrieron laspersianas por completo y distinguí el gracioso contorno de Antonieta deMaubán, destacándose con toda precisión en la viva luz del cuarto.Anhelaba decirle muy quedo:

«¡Acuérdese usted!» pero no me atreví, y fuefortuna, porque muy pronto apareció a su lado un hombre, que trató deenlazar con su brazo el talle de la dama. Apartóse ésta rápidamente y oíla risa burlona de su compañero. Era Ruperto, que inclinándose haciaella murmuró algunas palabras. Antonieta extendió la mano hacia el fosoy dijo, con voz resuelta:

—¡Antes me arrojaría por esta ventana!

Ruperto se asomó y volviéndose después hacia ella, dijo:

—¡Vamos, Antonieta, usted se chancea! ¿Es posible? ¡Por Dios, qué diceusted!

No obtuvo respuesta, o por lo menos nada oí; Ruperto golpeó varias vecesel repecho de la ventana y continuó:

—¡El diablo cargue con el Duque! ¿No le basta la Princesa? Y

ustedmisma ¿qué atractivos halla en él?

—Si yo le repitiera lo que usted dice...

—Repítaselo usted en buena hora—dijo Ruperto con la mayorindiferencia;—y viendola desprevenida, se le acercó de un salto y labesó, echándose después a reír y exclamando:

—¡Ahora tiene usted algo más que contarle!

De haber tenido mi revólver, la tentación hubiera sido quizás demasiadofuerte, pero desarmado como estaba, agregué aquel nuevo desmán a lacuenta que tenía pendiente con Ruperto.

—Y eso que al Duque—continuó,—maldito lo que se le importa. Está locopor la Princesa y no habla más que de cortarle el pescuezo al coquillo.

Bueno era saberlo.

—Y si yo le hago ese servicio ¿sabe usted lo que me ofrece?

La pobre mujer elevó ambas manos sobre su cabeza, no sé si suplicante odesesperada.

—Pero no me gusta esperar—dijo Ruperto; y comprendí que iba a poner denuevo sus manos sobre Antonieta, cuando oí el ruido que hacía una puertaal abrirse dentro de la habitación, y una voz que decía ásperamente:

—¿Qué hace usted aquí, señor mío?

Ruperto volvió la espalda a la ventana, saludó y dijo con su voz fuertey alegre de siempre:

—Pues estoy tratando de excusar la ausencia de Vuestra Alteza. ¿Podíadejar sola a esta señora?

El Duque se adelantó, asió a Ruperto por el brazo y señalando laventana, exclamó:

—¡En el foso hay lugar para otros además del Rey!

—¿Me amenaza Vuestra Alteza?—preguntó el joven.

—Una amenaza es más de lo que muchos obtienen de mí—

replicó Miguel.

—Lo cual no impide que Raséndil, a pesar de tantas amenazas, siga vivo.

—¿Soy yo acaso responsable de las torpezas de los que me sirven?

—En cambio Vuestra Alteza no corre el riesgo de cometertorpezas—replicó Ruperto con sorna.

No podía decírsele más claro a Miguel que evitaba el peligro.

Grandominio debía de tener sobre sí mismo, porque le oí contestar con calma:

—¡Basta ya! No disputemos, Ruperto. ¿Están en sus puestos Dechard yBersonín?

—Sí, señor.

—No le necesito a usted por ahora.

—No estoy fatigado...

—Sírvase usted dejarnos—ordenó impaciete Miguel.—Dentro de diezminutos quedará retirado el puente levadizo y supongo que no querráusted regresar a nado a su cuarto.

Desapareció la silueta de Henzar y oí la puerta que se cerraba tras él.Antonieta y Miguel quedaron solos y noté con pesar que el último cerrabala ventana. Todavía los vi hablar unos momentos, Antonieta movió lacabeza negativamente y el Duque se apartó de ella con ademán impaciente.Perdí de vista a la dama, volví a oir la puerta que le daba paso y elDuque cerró las persianas.

—¡De Gautet! ¡Eh, De Gautet!—llamó una voz desde elpuente.—¡Despacha, hombre, si no quieres tomar un baño antes de meterteen cama!

Era la voz de Ruperto y momentos después él y De Gautet dándose el brazocruzaban el puente. Llegados al centro de éste, Ruperto detuvo a sucompañero, se inclinó, mirando hacía el foso, y yo me oculté prontamentetras la «Escala de Jacob.»

Entonces Henzar se divirtió a su modo. Tomó de manos de su amigo unabotella que éste llevaba, la aplicó a sus labios y arrojándola furiosoal agua exclamó:

—¡Apenas una gota!

A juzgar por el sonido y por los círculos trazados en el agua, labotella cayó muy cerca del tubo que me ocultaba a menos de una vara. YRuperto, sacando el revólver, la convirtió en blanco de sus disparos.Los dos primeros no le acertaron, pero dieron en el tubo, y el tercerorompió la botella en mil pedazos. Supuse que con aquello se daría porsatisfecho, pero siguió disparando contra el tubo hasta vaciar su arma,el último de cuyos proyectiles me rozó los cabellos.

—¡Ah del puente!—gritó una voz con gran regocijo mío.

—¡Un momento!—exclamaron Ruperto y De Gautet, echando a correr.

Retirado el puente, todo quedó tranquilo. El reloj dio la una y cuarto,y yo me desperecé, bostezando.

Habían transcurrido diez minutos, cuando oí un ligero ruido a miderecha. Miré por encima del tubo y vi una sombra, la vaga silueta de unhombre, en la puerta que daba al puente. Reconocí la gallarda aposturade Ruperto. Tenía una espada en la mano y permaneció inmóvil algunosmomentos. Me pregunté alarmado qué nueva mal