El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Casi al mismo tiempo que Octavio, entraron algunas señoras, lo quesirvió de señal para trasladarse los jugadores á la trastienda. Alllevarlo á cabo hubo apretura á la puerta y Carmen tuvo ocasión paraestrechar con disimulo la mano de su novio.

Octavio le devolvió lacaricia afectuosamente y le dirigió una mirada tierna y grave á la vez.Estaba un poco pálido, como el cirujano que va á acometer una operaciónimportante. Sentáronse todos con el estruendo acostumbrado, y como decostumbre también quedaron juntos los novios. Del otro lado de Carmen secolocó D.ª Demetria. Paco Ruiz, en su carácter de ídolo de la tertulia,andaba haciendo de las suyas en torno de la mesa. Mas al poco tiempo seacercó á D.ª Demetria y con su desenfado habitual le dijo en voz alta:

—Doña Demetria, yo no puedo vivir sin usted. Nada pueden contra mi amorlos desprecios. ¿Me concede usted un sitio á su lado?

La vieja, poniendo cara de vinagre y refunfuñando, apartóse hacia unlado, y el joven introdujo su silla entre ella y Carmen. Estaba empeñadaá la sazón entre ésta y su novio una plática suave como el gorjeo de lastórtolas. Octavio, á modo de un goloso que, ahito y empachado por losconfites, todavía, antes de retirar el plato, lleva las manos á él y seobstina en comer más, preguntaba á la niña blonda con acento melifluo:

—¿Me quieres mucho?

—¡Pero, hombre, qué matraca eres! ¡Cuántos millones de veces lo habrásoído en tu vida!

—Es que, vida mía, necesito oirlo hoy otra vez. Nunca lo he necesitadotanto como ahora.

Dijo estas palabras con voz un poco temblorosa. Carmen le dirigió unamirada de sorpresa.

—Pues si tanto lo necesitas, te lo diré otra vez. Sí: te quiero, tequiero... Ya está usted serbido, don Caprichoso. Pero no pongas esacara, hombre de Dios. ¡Si parece que estás haciendo testamento!

—¿Estas segura de que no lo estoy haciendo allá en mis adentros? Mira,Carmen, ya conocerás en mi semblante que me pasa algo grave. Te hequerido y te quiero muchísimo, porque eres una niña buena y hermosa, yporque sé el cariño que me profesas. El afecto que me inspiras es dulcey profundo, y tiene algo del amor fraternal. Todos los días risueños demi existencia van unidos indisolublemente á tu imagen bella. En el cursode nuestros amores, puedo decir que no tuve motivo serio para quejarmeuna sola vez de ti. Nuestras reyertas han sido siempre las de dos niñosy han terminado con la misma brevedad que las de los pájaros que riñenen el aire. Los pensamientos honrados que abrigo y las pocas accionesvirtuosas que en mi vida pueda llevar á cabo, también creo debértelas áti, y suena tu nombre en mis oídos tan suave...

La afortunada D.ª Faustina dió el alto en aquel momento. Carmen, quehabía estado escuchando con semblante inquieto y distraído el discursode su novio, tomó parte en el alboroto que se armó en la mesa con talmotivo. Las señoras decían, medio en broma, medio en serio, que aquellono se podía sufrir. D.ª Feliciana odiaba á D.ª

Faustina con todo sucorazón, pero se reprimía. Después que el orden se hubo restablecido,Carmen se puso á charlar como una cotorra con Paco Ruiz. Los chistes deljugador la hacían desternillarse de risa, hasta el punto de que algunasveces le mandaba callar, porque le dolía el pecho. Octavio habló tambiénun rato con la señora que tenía al lado. Mas aunque aparentaseindiferencia, claramente se leía en su rostro el disgusto que laconducta ligera de su novia le causaba. Irritado al fin le dió ungolpecito en el brazo y le dijo con acento irónico:

—¿Con cuál de los dos te quedas?

La niña mostróse un poco cortada y respondió mirando para los cartones:

—¡Qué tonto eres!

—Es que como te veo tan entusiasmada...

—Vamos, no digas disparates. ¿Qué tiene de particular que hable uninstante con Paco? Me parece que después del tiempo que llevamos enrelaciones ya podías tener alguna mayor confianza en mí.

—Sí la tengo, querida mía—repuso suavizándose de repente,—pero no sepueden evitar ciertos impulsos de celos que nacen, sin saber cómo, en elcorazón. Por lo demás, debes convenir en que has obrado con ligereza, yque sin querer me has colocado en una situación ridícula... Pero dejemosesto: tengo que hablarte de cosas serias, de las cuales tal vez dependatu felicidad y la mía. Necesito que me escuches con atención. No sé quéprofundidad habrán alcanzado las raíces de tu amor, porque esto jamás lollega á averiguar un amante. Eres aún muy niña y en tu edad los afectossuelen ser más bien caprichos que pasiones. Aunque hoy me quieras contoda el alma, si mañana dejases de verme y estuvieses separada de mí poralgún tiempo, quizá ese amor se fuera debilitando y al cabo concluyerapor extinguirse. No es que deje de tener confianza en ti, hermosa, perotodo cabe en lo posible. Esa separación acaso esté próxima... quizáempiece mañana mismo.

El joven daba vueltas entre los dedos desde el comienzo de su discursoá una bola de la lotería, y al proferir estas palabras se le cayó alsuelo. Bajóse rápidamente á cogerla, mas al hacerlo pudo observar conestupefacción que las manos de Paco Ruiz y de Carmen se hallabanenlazadas y que se soltaban á toda prisa al notar su movimiento.

Sintióla misma impresión que si hubiese tocado una víbora. Al levantarse lanzóuna mirada fulminante, abrasadora, sobre ambos. Paco Ruiz parecíaatender con cuidado al juego, mientras en sus labios se dibujabavagamente una sonrisa sarcástica. Carmen también atendía á sus cartones,pero roja y confundida.

El efecto que de repente produjeron á nuestro señorito no sólo aquellosdos seres miserables que tenía cerca, sino todos los allí congregados,no es fácil de describir. La indignación en que rebosaba su alma le hizover en ellos, por arte mágico, no una asamblea de seres humanos, sinouna piara de animales inmundos. Acometióle un asco invencible y unsentimiento vivo y enérgico de la superioridad de su persona. Ninguna deaquellas almas pequeñas podía gozar el privilegio de ofenderle. De buenagana les hubiera escupido á todos en la cara. Contentóse con arrojar ála tertulia una profunda mirada de desprecio, y tomando el sombrerosalió de la trastienda y de la tienda sin percatarse de la sorpresa delos circunstantes. Una vez en la calle detuvo el paso, y volviendo lavista atrás murmuró:

—Al fin no pudo desmentir su casta... ¡Su casta de villanos!—añadiócon acento más colérico.

Su cólera cedió, no obstante, muy pronto. No había sido más que unairritación pasajera levantada por el amor propio. Como la hija de donMarcelino no había vivido jamás en el fondo de su corazón (por más queél tratara de engañarse á sí mismo suponiéndolo), la herida no podíatener mucha profundidad. Después de todo, en el instante de contemplarsu perfidia, ¿no iba él también á engañarla y á hacerla una traición?Cierto que no era tan grosera, pero al fin era una traición. Por otraparte, tenía el espíritu tan henchido de sentimientos nebulosos yfiligranas espirituales, que no es maravilla si á los pocos minutos devagar por las calles se olvidase enteramente de la escena vergonzosa enque acababa de jugar papel tan desairado. ¡Ay! Otras escenas más lejanasse le representaron inmediatamente con mayor energía! Acudieron entropel á su mente los pensamientos dolorosos que á la tarde le habíanasaltado en su habitación cuando el sol se ponía y las sombras ibanenvolviendo lentamente los ámbitos de la sala.

La imagen celeste de la condesa vino sobre las alas del viento á soplarla llama que le estaba consumiendo. Era preciso alejarse ó morir. Lacarta lo decía... la carta que estaba guardada en su bolsillo. Llevó lamano allá y la sacó con violencia. No había claridad bastante paradescifrar sus caracteres, pero los tenía bien descifrados. Los estabaleyendo con los ojos del alma tan perfectamente como si los rayos delsol del mediodía cayesen de plano sobre ellos. La linda mano de lacondesa había pasado por encima de aquel papel. Lo llevó á los labioscon trasporte y lo tuvo largo espacio sobre ellos. La carta despedía unperfume suave y delicado. El joven lo aspiró con delicia cerrando losojos. Tornó á guardar la carta y siguió andando á la ventura.

Empezó á soñar despierto. Ofrecióle su imaginación inmediatamente uncuadro risueño y venturoso. La condesa le amaba. Se lo había dicho aloído cuando menos lo esperaba, despidiéndole en seguida roja devergüenza. Á esta confesión hubieron de seguir, como es lógico, horasmuy felices, horas de juventud, de amor y de ventura, como las llamael poeta. La fantasía encendida del mancebo no dejaba de recorrerlas unaá una, complaciéndose y recreándose en ellas, y adornándolas con losdetalles más inefables y primorosos. Una tarde reciente le había dichola condesa echándole los brazos al cuello: «Escucha, Octavio; tengomiedo, mucho miedo de perderte. Vivo en continuo sobresalto, que amargay emponzoña los instantes felices que paso á tu lado.

Si el condellegase á sospechar algo, ten por seguro que te mataría ó te haríamatar.

Sólo de pensarlo me estremezco. ¿No sería mejor que huyésemos,sí, que huyésemos á ocultar nuestra dicha y nuestro amor en cualquierrincón del mundo, á la margen de un río, en una casita rodeada delaureles y naranjos?» Después de algunas dudas y vacilaciones, seresolvieron á llevarlo á cabo. Hicieron sus preparativos y señalaron lanoche en que se había de consumar la fuga. Ya la noche había llegado. Lacondesa le aguardaba y no había que perder un instante. Detrás de él uncriado traía dos magníficos caballos que en pocas horas los podíanconducir á la orilla del mar, donde se embarcarían para algún paíshermoso y seguro.

Sacóle de su desvariado ensueño el ruido que produjo al caer á sus piesun erizo de castañas desprendido del árbol por la madurez, más que porel viento. Sin darse cuenta de ello, había tomado la carretera de laSegada, y notó con sorpresa que estaba ya bastante cerca del puente. Lanoche era fresca y apacible. El cielo parecía empedrado de nubecillasredondas y blancas, como pacas de algodón, que dejaban paso expedito ála claridad de la luna. En ocasiones se la veía por los intersticiosnadando serena por los abismos del aire. Alzó la vista y vió negrearencima de él los contornos fantásticos de la Peña Mayor. El mismoestremecimiento singular y doloroso que por la tarde le corrió ahora portodo el cuerpo.

—¡Cosa extraña!—exclamó, tornando á emprender la marcha. Hallósepronto al lado del puente. Después de vacilar un momento penetró enél.—Puesto que mañana parto—se dijo—quiero echar una última mirada álos balcones de su habitación; quiero recorrer los sitios en que tantasveces la he visto por mi desgracia. Cuando tenga noticia de mi marcha,¡qué ajena quedará de este viaje nocturno! ¡Oh, no puede concebir lo quela amo!

El río sonaba impetuoso debajo del puente. La claridad de la lunaprestaba fosforescencia á la espuma de sus remolinos. Un poco más lejosse extendía límpido y tranquilo en un remanso dilatado que sombreabanpor ambos bordes dos filas de espesos avellanos.

Después que hubo pasado el puente, entró por el estrecho y sombríocamino que le separaba de las casas de la Segada y del palacio condal.No tardó en llegar al pueblecillo y lo atravesó sin hacer ruido. Todoestaba en reposo. En las casas no había luz. Sólo al pasar por delantede una puerta escuchó las voces gangosas de algunas mujeres que rezabanel rosario. Dió la vuelta con precaución al palacio, pero no pudocolocarse delante de los balcones de la condesa, porque había demasiadaclaridad en aquel sitio. Entonces, con el objeto de contemplarlos á susabor y sin riesgo de ser visto, dió un pequeño rodeo. Saltó la cerca dela pomarada, que no era muy alta y ofrecía grietas donde apoyar lospies. Desde allí penetró en la huerta, empujando la puerta enrejada. Masapenas había avanzado algunos pasos, cuando se detuvo repentinamente conespanto. Le pareció escuchar ruido en uno de los cenadores próximos.Quedóse inmóvil como una estatua, conteniendo la respiración. Y, enefecto, pudo escuchar claramente el murmullo de dos personas queconversaban discretamente. El señorito, para quien las voces eran hartoconocidas, fué andando á paso de lobo hasta colocarse detrás de un árbolinmediato. Desde allí no se perdía una palabra de la conversación porbajo que se hablase. Apenas escuchó las primeras frases, se puso pálido.Una de las voces era masculina; la otra femenina. El diálogo era tansuave y discreto, que semejaba el ruido del viento al pasar por laenredadera. Á

nuestro joven, no obstante, aquel débil murmullo leatronaba los oídos como el estampido de cien cañones, á juzgar por elsusto y espanto pintados en sus ojos. La sangre iba huyendo á toda prisade su rostro, dejándole cada vez más pálido, hasta ponerse lívido. Tuvonecesidad de cogerse al árbol para no caer. Al cabo de pocos minutos yano escuchaba. Con la frente bañada en un sudor frío, los ojosextraviados y agarrado fuertemente al árbol, parecía hallarse enpresencia de un espectro. Su agonía se prolongó cerca de media hora. Porúltimo, la voz femenina pronunció un adiós y dejó de escucharse. Octaviopudo ver una figura breve y gentil que se deslizaba por la huerta ydesaparecía.

¡Pero el hombre aún estaba allí, á su lado, inmóvil debajo de laenredadera! La sangre subió otra vez aceleradamente al rostro y lo tiñóde fuerte color rojo. Una ola de fuego invadió su yerto corazónabrasándolo en ira. Dió tres ó cuatro pasos adelante. Al mismo tiempo elhombre salía del cenador y la claridad de la luna dejó ver las faccionesatezadas y varoniles de Pedro. El señorito no pudo contenerse.

—¿Eres tú, miserable?—exclamó con voz alterada poniéndoseledelante.—¿Eres tú, gañán asqueroso, el que se atreve á profanar lo quedebiera ser tan sagrado para ti como la Hostia?... ¿No sabes que loscriados no pueden atentar á la honra de sus señores?... Pues apréndelo,villano...

El junquillo del joven silbó al mismo tiempo en el aire y fué á cruzarla mejilla del mayordomo. Oyóse una exclamación de rabia. Pedro alzó lamano, y el señorito rodó por el suelo sin sentido.

—¡Oh, qué bárbaro, le he matado, le he matado!—profirió el mayordomoinmediatamente acercándose á su agresor.—¡Es un chico tan débil!...

Y arrodillándose en el suelo levantó suavemente la cabeza del herido.Pronto se cercioró de que no estaba muerto, sino desmayado. Pero detodos modos era gravísimo compromiso. Trató de volverle á la vidadándole aire con el sombrero (porque no había cerca agua), peroinútilmente. No era posible pedir auxilio en casa, por el escándalo quese armaría. Dejarlo allí era una acción indigna y expuesto, además, ácualquier percance... ¿Qué hacer?...

Después de meditar breves instantes, tomó de pronto una resoluciónviolenta.

Agarró al señorito por el medio del cuerpo y lo echó al hombrocon la misma facilidad que si fuese un canastillo de cerezas. Salió dela huerta, cruzó el pueblo rápidamente y entró en el camino de Vegalora.Pronto apareció en el puente y lo atravesó como una saeta. Despuéscorrió á lo largo de la carretera, ocultándose y desapareciendo porintervalos, según caminaba debajo de los árboles ó al descubierto. Alllegar cerca de la villa se detuvo á tomar aliento. Acto continuo sedeslizó con precaución rozando las paredes de las casas, consiguiendollegar sin ningún tropiezo á la del joven. El portal estaba oscuro.Después de buscar á tientas el llamador, lo hizo sonar dos vecesfuertemente. Tiraron desde arriba por un cordel y se abrió la puerta.Entonces Pedro no hizo más que depositar con presteza el cuerpo delseñorito en tierra, y echarse á huir como un gamo por las calles.

No fué pequeño el alboroto que se armó en la casa de D. Baltasar así quehallaron al joven en semejante estado. D.ª Rosario, creyendo á su hijomuerto, se dió á gritar como una loca. Convencidos, sin embargo,prontamente D. Baltasar y los criados de que no era más que un simpledesmayo, lograron calmarla. En efecto, Octavio no experimentaba más queun adormecimiento del cerebro producido por la conmoción.

Á fuerza deecharle agua en la cara y hacerle aspirar esencias, consiguieron querecobrase el conocimiento. Apenas estuvo vivo le abrumaron conpreguntas. ¿Qué había pasado? ¿Quién le había puesto de aquel modo?¿Quién llamó á la puerta?

Negóse á responder algún tiempo diciendo queno sabía, que no se acordaba de nada.

Pero haciéndose cargo de que noera posible que sus padres se contentasen con esto, prefirió idear unahistoria. Su imaginación poderosa le vino en ayuda inmediatamente.

Unhombre de barba con traje de obrero le estaba aguardando en el portalpara robarle.

Le pidió lo que traía amenazándole con un puñal, pero élretrocediendo había llegado hasta la puerta y pudo coger el llamador.Viéndose frustrado el ladrón le dió un fuerte golpe en la sien que lehizo venir al suelo. D. Baltasar salió inmediatamente á dar parte aljuzgado. Octavio, después de haber sorbido dos tazas de tila y deceñirse la cabeza con un pañuelo empapado en árnica, se retiró á suhabitación pidiendo que le dejasen descansar.

El descanso de nuestro señorito consistió por lo pronto en dar vueltaspor la sala como un lobo enjaulado, sin dignarse echar una mirada alarqueológico lecho. Así pasó algún tiempo en un estado de agitación queinspiraba lástima. Las mejillas se le iban inflamando. Sus ojos zarcosllegaron á inyectarse de sangre. Relámpagos siniestros brotaban de ellosde vez en cuando, y después de cada uno su cuerpo se estremecía como siacabase de cometer un asesinato. Y es la verdad que allá en losprofundos abismos del alma los estaba cometiendo, y á cual máshorrible: porque tantas veces como la imagen de Pedro se ofrecía á suimaginación, otras tantas le cosía á puñaladas con singular deleite.

—Este canalla (murmuraba unas veces y pensaba otras), después de haberabusado de su fuerza física, quiso burlarse de mí trayéndome á casa...¡Ah, si hubiera tenido un arma, hubiese matado á las dos víboras en sunido!... Pero todavía hay tiempo...

¡Miserable!... En mi vida pudepensar que un hombre tan soez llegase... ¡Si apenas es posible creerlo!Se necesita tener bien envilecido el corazón para entregarlo á un patáncomo ése. ¡Qué risa!... Digo, no... ¡qué vergüenza! ¡Lindo galán haelegido la condesa de Trevia!... Este invierno de seguro llamará laatención en las soirées de los duques de Hernán-Pérez.—(Octaviosonreía al pensar esto, pero de un modo que daba ganas de llorar.)—Pero¿es posible que no haya más que podredumbre en el corazón de lasmujeres?... ¡Y yo que no me hubiera atrevido á tocar con los labios laorla de su vestido!... Buen papel me han hecho jugar ese par de... Perono se reirán de mí mucho tiempo... Mañana salen de caza y se lasprometen muy felices...—(El joven se detuvo delante delescritorio.)—Pues bien, la felicidad no existe en este mundo. Tengo enmi mano el rayo que os puede pulverizar... ¡Allá os lo envío!

Al decir esto se sentó, y tomando pluma y papel trazó con agitación ydisfrazando la letra la siguiente carta:

Excmo. Sr. Conde de Trevia.

Si mañana sales á cazar con tu señora, abre mucho los ojos yquizás podrás ver á quien te roba la honra.

UN AMIGO.

Después de cerrarla y escribir el sobre llamó á la criada.

—¿Se ha acostado ya tu hermano?

—No, señorito.

—Pues hazme el favor de decirle que suba.

Al poco rato se presentó en la sala un muchacho alto y delgado.

—Díme, Juan, ¿te conocen en la Segada?

—No lo creo, señorito, porque como usted sabe, hace pocos días que hellegado de Castilla.

—Pues entonces te voy á confiar un encargo muy delicado. Toma estacarta.

Inmediatamente corres á la Segada, llamas en el palacio y dicesque la entreguen al señor conde. Y sin aguardar contestación ni entraren plática con los criados, te vienes á todo escape, no por el caminoreal, sino por los prados. ¿Serás capaz de hacerlo?

—No es cosa difícil.

—Pues te recomiendo mucho silencio para que esto quede sólo entre losdos.

Octavio introdujo al mismo tiempo una moneda de plata en el bolsillo delchico, que salió dando las gracias.

Una vez solo, llevó ambas manos á la cabeza. Se le partía de dolor.Desnudóse de prisa y se metió en la cama. Pero las emociones de la nochehabían alterado demasiado sus nervios para que pudiese dormir. Losgenios de la cólera y de la venganza batían las negras alas sobre sufrente pálida. Revolcóse sin fin entre las sábanas como si estuviesenllenas de alfileres. Sólo cuando rayaba el alba logró cerrar los ojoscon un sueño inquieto y fatigoso.

XIV

Á medianoche.

AÚN no ha caído la última hoja de los árboles y ya arde el fuego en lachimenea.

¿Quién tendrá frío?

El gabinete es rojo. Las espesas cortinas de damasco, que caen formandopliegues sobre la alfombra, no dejan paso á la claridad de la luna. Laestancia yacería en tinieblas si no fuese por los troncos de roble queforman allá en el fondo un rincón luminoso.

Arden en silencio; la mitad está convertida en brasa. Algunas llamasfugaces y azuladas los coronan y se extinguen alternativamente. Aldesaparecer dejan en su puesto blancos penachos de humo, que no tardanen ascender por el estrecho cañón á tomar el fresco de la noche. De vezen cuando se desprende, con ruido seco, algún pedazo de brasa, yrodaría hasta la alfombra sin la intervención salvadora de dos cabezasde bronce enlazadas por una barra de hierro que guardan la entrada delagujero.

La impasibilidad estoica con que se dejan tostar por loscarbones, antes que consentirles pasar á prender fuego á la casa, esdigna de encomio. Cuando salieron de la tienda eran doradas yrelucientes, y representaban dos mujeres hermosas. Ahora son negras ynadie sabe lo que representan.

Descansando á un lado están los hierros de la chimenea. La lumbre loshiere de través produciendo destellos. Delante del fuego y próximas á élhay dos butacas en actitud de conversar amigablemente. Pero están mudas,ó por lo menos no se oye lo que dicen. Quizá fatigadas de charlar yenervadas por el calorcillo agradable que templa la atmósfera delgabinete, se hayan entregado al sueño ó á la meditación. La claridad lasbaña á veces vivamente: otras las deja sólo medio esclarecidas.

Detrás de las butacas empieza ya la sombra; una sombra indecisa. En ellaflotan como masas negras los muebles de la cámara. En ocasiones, cuandouna llama más viva se despierta sobre los carbones, el círculo luminosoensancha sus dominios y arroja vivos reflejos á las paredes. Entonces,entre los vacilantes rayos de la llama, percíbense los contornos severosde los sillones arrimados al muro. Tal como aparecen, correctos, graves,inmóviles, semejan un congreso constituído en sesión permanente. Lassombras temblorosas aprovechan la huída de la llama para envolverlos denuevo en su manto tenebroso.

El gabinete está solo. Una fantasía algo viva, espoleada por el miedo,pudiera, sin embargo, fácilmente imaginar otra cosa. Porque á menudo seve correr una gran mancha negra por los muros, y pasar con la brevedadde un relámpago. Otras veces, la mancha negra surge de improviso detrásde las butacas, se arrastra lentamente por la alfombra y va á ocultarseentre los pliegues de las cortinas. Otras, baja por el cañón de lachimenea un zumbido, aunque leve, extraño por demás y medroso. Y en losángulos oscuros de la estancia, y debajo de las sillas, y en los huecosde los balcones, se agitan á la continua muchedumbre de fantasmas queesperan la hora de extinguirse el fuego para salir.

Reina el silencio. Es la medianoche. Afuera se oye una vez que otra elcansado latir de algún perro. De tiempo en tiempo se alza también delsombrío recinto del valle un grito agudo, prolongado, angustioso, uno deesos gritos de la noche que nadie sabe de dónde parten, y que hielan deterror el corazón del más bravo.

Óyese en la estancia el crujir de un vestido. Aparece una mujer defigura elevada y majestuosa, que marcha con lento paso á sentarse en unade las butacas que hay delante de la chimenea. La luz que de súbito labaña deja ver la fisonomía severa, pero bella, de la institutriz de losTrevia.

¡Oh, no; no hay mentira en declarar que es hermosa! Sus cabellos sonrubios y claros, y están anudados por detrás de un modo sencillo yoriginal: los ojos de un azul oscuro como el cielo de Andalucía: lafrente un poco estrecha, como la de las estatuas griegas: la narizdelicada y correcta: los labios delgados y rojos y siempre húmedos: labarba bien señalada, y el cuello mórbido y flexible. Pero lo que másresalta en este rostro es la blancura deslumbradora de la tez. No debecomparársela al marfil, á la nieve, al nácar ó á la leche, porque la tezde una mujer hermosa vale más que todas estas cosas juntas. Laimaginación no puede concebir nada más delicado, más terso y más suaveque el cutis de la blonda institutriz.

Todas estas perfecciones no han logrado, sin embargo, producir unafisonomía dulce y apacible. La expresión de aquel rostro admirable esdura y siniestra. Su frente está siempre ligeramente fruncida. Los ojosno despiden más que miradas altaneras, como si tuviese al mundo enteropostrado á sus pies. Pero tal expresión soberbia y feroz hacía aún másincitante su hermosura, porque gusta particularmente á la humananaturaleza lo inaccesible, y porque es opinión muy seguida entre lossabios que vale más el pellizco de la mujer arisca que el beso de latierna.

Miss Florencia, después de sentarse en la butaca, quedó con los ojosclavados en la lumbre. Una de las manos, prodigio de finura, descansabaen el regazo; la otra pendía fuera de la butaca. El fuego la envolviótambién en una mirada larga que prestó á su rostro mayor trasparencia.

El conde de Trevia vino silenciosamente á sentarse en la otra butaca yquedó mirándola fijamente. El aya no apartó los ojos de la lumbre.

—Ya estoy aquí—dijo con impaciencia al cabo de un rato decontemplación. Miss Florencia no movió un dedo siquiera.

D. Carlos le tomó una mano y la llevó suavemente á los labios. Tampocoel aya hizo el menor movimiento.

—¿No oyes, dí, no oyes?—dijo entonces sacudiendo aquella mano.—Soyyo.

—¿Qué hay?—repuso ella volviendo lentamente la cabeza.

—Te digo que tengo el humor muy negro, que me ahoga la bilis y que eneste momento al menos necesito que seas un poco más humilde que deordinario. ¿Lo entiendes?—profirió reprimiendo con esfuerzo la cólera.

La institutriz le miró con sorpresa á la cara, y después de contemplarlecon atención unos instantes, convirtió de nuevo sus ojos á la lumbre,haciendo una imperceptible mueca de desdén.

El conde siguió contemplándola con mirada colérica un buen espacio.Luego se alzó bruscamente y comenzó á dar paseos por la estancia. Alcabo de un rato miss Florencia levantó la cabeza y le dijo con acentomás suave:

—Siéntate. ¿Qué mala hierba has pisado hoy?

El conde vino de nuevo á acomodarse en la butaca, tomó uno de loshierros y escarbó la lumbre con ademán distraído. Después de larga pausadejó el hierro en su sitio y sacó del bolsillo un papel que presentó alaya.

—Mira lo que acaban de entregarme.

Miss Florencia lo acercó á la chimenea y pasó sus ojos por él.

—Un anónimo—profirió sonriendo y entregándoselo de nuevo.

—Sí, un anónimo... ¿Por qué sonríes?

—Porque me causa mucho placer que te agite tanto la pérdida del cariñode tu esposa.

—¡No es eso, no es eso!—exclamó D. Carlos con impaciencia, herido porel tono irónico de aquellas palabras.—Respecto al cariño que nostenemos, demasiado sabes á qué atenerte. Pero por encima del cariño hayotra cosa mucho más importante para mí, que es la honra.

—Dí el amor propio.