El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Qué se sabe de la separación del promotor fiscal?

—No tenía noticias hasta ahora de que...

—Hombre, hombre... ¿Viene usted de la villa y no sabe que el gobernadorpidió al Gobierno la separación del fiscal? Al parecer es cuestión deelecciones...

—Como yo me entero poco de política...

—Hace usted bien, señorito; hace usted bien; hace usted bien. Lapolítica trae consigo muchos disgustos... Pero en España no hay otrocamino mejor para arribar á los altos puestos y hacerse hombre en unmomento. ¡Cuántos que hoy son grandes personajes y se sientan en lapoltrona andarían por su tierra escribiendo pedimentos y dando consultasá peseta si no hubiesen metido la nariz en la política!... La verdad es,querido, que el que no anda se queda atrás, y sólo la ocasión hace alhombre, y el que no la aprovecha es un tonto. Y en último resultado hayque tomarlo todo con calma... con calma... con calma; porque lo que esde tomarlo á pechos no se saca nada... La fe es muy buena para salvarlas almas, pero los cuerpos... nequaquam. En la política pienso yo queno basta ya aquello de ver y creer, sino que es necesario ver y tocar...¿no es verdad, mi amigo, no es verdad?... ¡eh! ¡eh! ¡eh!...

El malestar de Octavio iba en aumento. Apuntábale ya el deseo demarcharse. Sintió al mismo tiempo sed, porque el salchichón hacíaampolla en la lengua.

—¿Podrían traerme un vaso de agua, señor cura?

—No blasfeme usted, señorito... ¡Qué agua ni qué ocho cuartos! El aguapara las ranas y el vino para los hombres... Va usted á beber uno demisa mayor que tengo reservado para los amigos que estimo de veras...

—Gracias, gracias; tengo mucha sed, y el vino no me la apaga.

—Está usted en un error, señorito... en un error muy grande. Paraapagar la sed no hay nada mejor que el vino; está probado. No diré quesi usted bebe ese peleón que traen los arrieros de Toro, lleno decampeche y otras porquerías, no quede usted peor que antes; pero entratándose del vino de Rueda legítimo y con diez años en la bodega, comoel que tiene delante, diga usted que es una bendición del cielo, y queapaga la sed lo mismo que hace discurrir á un borrico... ¡Calle!...¡pues si no le he traído copa para beberlo!... ¡Válate Dios... válateDios... válate Dios!...

El cura se levantó, fué otra vez á la alacena y sacó de ella una copaextraordinariamente sucia. Después de haberla mirado al trasluz, fué álavarla á la jofaina con el mayor sosiego. Octavio bebió una copa delvino de misa mayor, y, en efecto, no le apagó la sed: La impaciencia yla rabia ayudaban también á abrasarle las entrañas.

—Pues, como iba diciendo, tiene usted razón, señorito. La política traemuchos disgustos; pero en último resultado vienen á recaer sobre los quedependen de ella y tienen el pan de cada día ligado á la voluntad de uncacique. Mas no sucede otro tanto cuando el que se mete en ella es unapersona independiente por su fortuna, como usted, pongo por caso,señorito. Mañana le da un disgusto la política á un hombre como usted;pues se mete en su casa muy tranquilo, diciendo: ¡Ahí queda eso!...Además, no es fácil comprender hasta qué punto facilita el camino de losaltos puestos la circunstancia de gozar una buena renta el que lossolicita... Créame que, averiguado que un hombre es rico, los obstáculosdesaparecen de su vista como por encanto... Pero así que se susurra quees pobre, todo el mundo corre á ponerle el pie delante para que caiga denarices. Yo no sé lo que tiene la pobreza, que á todos huele mal. ¿Noes verdad? ¿eh? ¿eh?

La charla del clérigo había conseguido marear á nuestro joven,poniéndole en completo desorden las ideas. La impaciencia que ledevoraba desde el comienzo de la escena, le había ido subiendo la sangreá la cabeza y bullía dentro de ella haciéndole pensar en cosas extrañasbien lejanas del asunto que debía ocuparle. Mientras la voz cascada delcura le martirizaba los oídos, estaba pensando en un perro que habíaencontrado por el camino con una pierna rota. ¿Quién habría puesto deaquel modo al infeliz animal? Tal vez algún muchacho le tiraría unapiedra. ¡Vaya una proeza!

Poco á poco se fué apoderando de su espíritu una gran repugnancia, unarepugnancia invencible. Al mismo tiempo empezó á brillar en sus ojos lafirme decisión de no decir palabra de su gravísimo asunto al hombre desotana que tenía cerca y de marcharse al instante de aquel sitio. Sehabía equivocado. Allí no encontró el salvador que buscaba.

Todavía, noobstante, permaneció clavado en la silla como si el cuerpo se negase áobedecer las órdenes apremiantes del espíritu. El clérigo prosiguiódiciendo:

—El único joven que en esta comarca se encuentra en condiciones de serun hombre influyente en la política es usted, señorito. Ya sabe que nosoy adulador y que se lo digo como lo siento... No porque la modestia lotape se deja de reconocer el mérito donde lo hay... Pero no se meafilie, por Dios, en ese rebaño de charlatanes y chorlitos como el hijode D. Lino Pereda, porque entonces no conseguirá nada... Si ustedcomprende sus intereses, no debe separarse del partido de los hombresserios y respetables... Los partidos avanzados están llenos de jóvenes,y para que uno de ustedes llegue á brillar es necesario que sea unaeminencia, y aun así jamás adquiere respetabilidad. En cambio el partidocatólico tiene consigo toda la riqueza del país y toda la aristocracia,pero le hacen falta jóvenes, por lo cual no es difícil que un muchachode valer como usted logre distinguirse pronto... Créame á mí, señorito,créame á mí... Es el Evangelio lo que usted está oyendo. Para alcanzardentro de pocos años una posición brillante y mandar como jefe en estedistrito y acaso en la provincia, no tiene más que hablar con prudencia,alternar con las personas sensatas del pueblo, cumplir con los preceptosde la Iglesia y dejarse estar... dejarse estar... Lo demás corre denuestra cuenta... Los curas valemos poco... es verdad... pero todavía...todavía... todavía... Hoy por hoy, lo que le conviene es apoyar condecisión la candidatura del señor conde de Trevia... Hará usted un granfavor á la buena causa y adquirirá la consideración de todos los hombressensatos. Mañana será otro día... El conde no ha de ser siemprediputado, señorito... y cuando llegue la ocasión, todos arrimaremos elhombro y le ayudaremos á empinarse...

Octavio sintió un fuerte estremecimiento al oir el nombre del conde deTrevia, como si despertase de un sueño profundo. De pronto se alzó de lasilla y dijo con tono resuelto que no admitía réplica:

—No me siento bien en este momento, señor cura. Otro día hablaremos delasunto que aquí me trajo. Hasta la vista.

Y sin aguardar contestación salió como un huracán por la puerta, dejandoaltamente sorprendido al clérigo. Al llegar á la calle, sin detenerse unpunto, dióse á correr por la margen del riachuelo en dirección á lamontaña. «Después de todo, se iba diciendo, el conde aún no sabe quiénes el amante de su mujer.»

Y los que por allí cruzasen á la sazón observarían, no sin sorpresa, queel pálido semblante del señorito resplandecía como el de las estatuas delos héroes, y su cuerpo afeminado parecía hecho de acero al escalar losprimeros riscos de la Peña Mayor.

XVI

Las heces del cáliz.

SALIERON solos. El conde había dormido mal y necesitaba todavía algúndescanso. Les dijo, por medio de uno de sus monteros, que podían irandando, pues no tardaría en alcanzarlos.

La mañana estaba nublada y fresca. El toldo de nubes que cerrabaherméticamente el horizonte no era, sin embargo, muy espeso: la luzpasaba por él sin trabajo. Del lado del Oriente se percibía la redondamasa inflamada del sol, prisionero entre cendales plomizos. Un vaportrasparente y azulado llenaba todo el espacio y descomponía y borrabalos contornos de los objetos dejando en ellos únicamente el color, y áveces sólo la mancha. Allá en los rincones del valle todavía seobservaban algunos jirones de niebla, algunos pedazos blancos demuselina que no consiguieron levantarse y que se movían temblorososentre el amarillo follaje de los árboles. La claridad sembraba devariados matices el llano y las montañas, compensando en cierto modo lamonotonía del cielo. Sobre el color verde dominante de las praderasresaltaban las grandes manchas negras y rojas de la tierra labrada. Allado de las blancas rocas calizas se alzaban los grupos de árbolesvestidos á medias de hojas amarillas. La tierra traspiraba copiosamente.El musgo de las laderas ahumaba bajo los tibios rayos del rebozado sol:de cada hilo de hierba pendía una gota de agua.

Nuestros cazadores caminaban lentamente. El aliento que salía de susbocas se cuajaba en la atmósfera. La condesa iba ceñida por un riquísimoabrigo forrado de pieles, y ocultaba su rostro, encarnado como unacereza por el fresco de la mañana, debajo de enorme y caprichososombrero de paja. Pedro, en traje de cazador, marchaba llevando sobre elhombro una carabina de dos cañones y la de su señora, que era unprimoroso juguete encargado exprofeso por el conde á Inglaterra. Elsemblante del mayordomo expresaba una melancolía grave y profunda que supareja no echaba de ver, á juzgar por el tono indiferente que imprimía álas palabras que de vez en cuando cruzaba con él. Pocas eran las quehabían salido de los labios de Pedro en la media hora que llevaban decamino. Marchaba distraído, con la mirada perdida en las nieblas delhorizonte, absorto en vagos y tristes pensamientos. Los celos le teníanasida el alma desde el encuentro que por la noche tuviera con Octavio.Mas era su amor tan tímido, á pesar de las victorias alcanzadas, que noosaba decir una palabra de tal escena á la condesa. Su corazón sencillono tenía conocimiento de las mil estratagemas que se emplean tan ámenudo para sorprender los pensamientos y las intenciones de los otros,sin dejar ver las nuestras. Por otra parte, su naturaleza ruda y lealrechazaba por instinto la perfidia. Así que, ante la presunción de serengañado por la mujer que amaba, su pensamiento se revolvía aturdidocomo el pájaro que penetra casualmente en una sala.

Al fin la distracción llegó á ser tan manifiesta que la condesa se lequedó mirando un rato y le preguntó con inquietud:

—¿Qué tienes?

—¿Yo?... Nada.

—Sí tal... Algo te pasa... ¿Por qué estás triste?

—No estoy triste.

—¡Oh! No puedes engañarme, Pedro. Si no te pasara algo que te causapena, dada la suerte que hemos tenido de salir solos, irías contentocomo otras veces... Á menos—

añadió lanzándole una mirada entre cándiday maliciosa,—á menos que no te vayas cansando de mí.

Pedro se puso rojo y balbució algunas palabras incoherentes paraprotestar de aquella suposición que le lastimaba el alma. Laura secercioró aún más de su tristeza, y poniéndole una mano sobre el hombro,le dijo con mimo:

—Vamos... díme, querido, ¿qué tienes?

El mayordomo dió todavía algunos pasos sin contestar. Una lágrima temblóen sus negras y largas pestañas, y bajó rodando silenciosa por lamejilla. Laura al verla exclamó con sobresalto:

—¿Qué es eso? ¿Por qué lloras?

—Porque no me quieres.

El semblante de Laura se serenó, y medio riendo repuso:

—¿Y cómo has llegado á averiguar eso, pícaro?

—No me martirices, por Dios... Tengo aquí en el lado izquierdo un dolortan vivo, que parece que me están abriendo el pecho con garfios...Quiero más morir que padecerlo... Escucha; voy á hacerte una pregunta...Según como contestes, así me matarás ó me darás la vida... ¿Prometesdecirme la verdad?... ¿Lo prometes por la salud de tus hijos?...

—No necesito jurar para decir verdad... pero sí... te lo juro por lasalud de mis hijos... Habla...

—¿Estás enamorada ó sientes algún interés por el hijo de D. BaltasarRodríguez, por ese joven rubio que viene á menudo al palacio?

—No.

La condesa pronunció esta negación con tal fuerza y mostrando tantaseriedad, que Pedro, sintiendo de improviso una alegría inmensa,infinita, quedó, sin embargo, confuso. No supo más que decir mirando alsuelo:

—¡Perdóname!

—Estás perdonado; pero mira... no vuelvas á hacerme preguntas tontas...Tenemos demasiadas cosas en que pensar, para ocuparnos en llorar celosridículos.

No necesitó más el mayordomo para quedar enteramente sosegado. Lapalabra de la condesa hizo la luz en su atribulado espíritu, y dejóescapar un suspiro de satisfacción, como si le hubiesen quitado una losade plomo de encima de los hombros. Ni se atrevió, ni quiso preguntarmás. Tenía bastante con la mirada límpida y franca que su dueña ledirigió al responderle. Tornó á brotar en su pecho la pura alegría quesiempre le acompañaba, manifestándose al exterior de una manerainfantil. Empezó á charlar por los codos y á caminar con más celeridad.De buena gana hubiese dado brincos.

Cuando alguna rama ó vástagoimportuno interrumpía el camino, ya de muy lejos se daba á correr parasepararlo y que la condesa pasase cómodamente. Si percibía entre laszarzas alguna madreselva, aunque se arañase las manos, ya estabasaltando á cogerla para ofrecérsela. Otras veces procuraba quedarseatrás para contemplarla á sabor. La condesa sentía sobre su espalda lamirada amorosa del joven, y sonreía.

Caminaban por la margen del río, cuyo declive hasta entonces había sidobastante suave. Poco á poco, y á medida que se iba estrechando lacañada, fué haciéndose más agrio y más violento. Cesaron las praderas yempezaron los bosques de hayas, que se extendían por entrambas laderashasta perderse de vista. Los perros se internaron por ellos rastreandoalgún corzo ó robezo; pero Laura no quería cazar, y Pedro los hizo venirinmediatamente con un silbido.

—¿No te parece que dejemos la caza para cuando él venga? Subamosmientras tanto al lago; no me canso de verlo. En la primer cabaña queencontremos podemos dejar dicho dónde estamos...

El mayordomo lo halló todo muy bien, y siguieron andando. La selvaofrecía un aspecto mágico. El otoño, dorando por entero muchas de sushojas, haciendo palidecer levemente á otras y dejando verdes las menos,la había convertido en un rico manto de brocado que cubría losformidables hombros de la montaña. El rumor que de ella venía no era,como en la primavera, dulce, sino desapacible. Los olores, acres ypunzantes.

Los pies de los cazadores trituraban las hojas secas de que estabasembrado el camino. Al cabo de algún tiempo terminaron los bosques yempezaron de nuevo las praderas, que se apartaban bastante de las delllano, pues no eran como éstas de un verde claro, sino oscuras y tersas:la hierba, en extremo tupida y menuda. Así que dejaron el bosque toparoncon una cabaña, donde hicieron alto. El pastor les sirvió leche acabadade ordeñar, y quedó avisado para decir al conde y á sus monteros que notardarían en descender. Y continuaron su interrumpida marcha por lasenda que serpeaba á la vera del arroyo. La pendiente se hizo muchísimomás agria. El arroyo, en vez de desatarse sereno y cristalino comoabajo, se despeñaba en espumosos tumbos asordando á los viajeros, loscuales se detenían con frecuencia á tomar aliento. Con el pechoanhelante y las mejillas pálidas, quedábanse uno frente á otrosonriendo.

—¿Estás fatigada?

—Algo.

—¿Quieres que te lleve en brazos un poquito?

—Ni un poquito, ni un muchito... Tú me juzgas demasiado débil,Perico... Es necesario que te vayas convenciendo de que soy una aldeanaen toda la extensión de la palabra... Y si no, mira... mira...

La condesa emprendía á correr desaforadamente por el monte arriba; peroá los pocos pasos dejábase caer jadeante sobre el césped, llamandoburlón y cazurro al joven porque se estaba riendo. Entonces éste acudíaá levantarla, cogiéndola por ambas manos. Pero la nueva aldeana sehacía la pesada: era necesario tomarla por la cintura para ponerla enpie. El viento del puerto, cargado de aromas saludables, los tornabaretozones como cabritillos. Escuchábase á lo lejos el sonido de loscencerros y veíanse pastar tranquilamente algunos ganados. Dejaron lasmárgenes del arroyo y se pusieron á ascender por una de las laderas,siguiendo un estrecho sendero que hacía eses. Pronto se borró el senderoy tuvieron que caminar sobre el musgo.

—Te advierto—dijo Pedro—que no tardaremos en tropezar con laniebla... Ya la ves ahí cerca...

—¿Y entonces?...

—Nada, yo tengo la seguridad de que no dura más de doscientos pasos yde que el corte de la Peña se encuentra á estas horas bañado por elsol... Pero si tienes miedo á la humedad podemos volvernos...

—No, no... de ningún modo... ¿Crees que vamos á ver el sol de veras?...Pues adelante.

En efecto, después de subir algo más por un áspero repecho, vestido casitodo él de tojo y retama, lo cual hacía muy penosa la ascensión, tocaronen la niebla y se internaron por ella. Pedro cogió de la mano á lacondesa para que no cayese, en el caso de tropezar. Al poco ratosintieron húmeda la cara y las manos y se rieron como si les hubiesepasado alguna cosa placentera.

—Debemos parecer dos fantasmas, Pedro... ¿Será cierto que estamosdentro de una nube?

—¡Ya lo creo!

—¿De una de esas nubes que vemos correr por el cielo?

—¿Pues de qué otras quieres que sea?

—¡Ave María!

Así como el mayordomo lo había predicho, no se habían pasado diezminutos cuando la niebla comenzó á enrarecerse, convirtiéndose en unagasa sutil que dejó percibir en vagorosa indecisión las peñas y losarbustos. Sintieron en el rostro calor, como si se aproximasen á unhorno, y observaron que el leve vapor que aún los envolvía se agitaba.Allá arriba, delante de sí, vieron una gran mancha de oro. Y de repente,despojándose de su cendal gaseoso, como el que deja caer una túnica delos hombros, quedaron anegados en luz, surgiendo como dos manchas negrasen medio del éter azul, debajo de un sol radiante. La condesa lanzó ungrito de entusiasmo.

Después, acercándose más á su amante y empinándosesobre la punta de los pies, le dió un beso claro y sonoro en la mejilla.Pedro la estrechó contra su corazón. Era la primera caricia que sehacían desde que salieron de casa.

Poco trecho necesitaron andar para colocarse sobre el mismo corte de laPeña. El espectáculo que entonces hirió su vista fué uno de los máshermosos, y sin duda el más sublime que pueden ver los humanos. Por todala región que la vista abrazaba se extendía un mar de leche, ligero yfluido, que cerraba por entero el horizonte. Sobre este mar resplandecíala esfera luminosa del firmamento, donde nadaba el sol, arrastrando conorgullo su majestuosa cabellera de oro. Allá á lo lejos, de uno y otrolado, se alzaban sobre el mar de leche algunos negros ó jaspeadosislotes que eran, sin duda, las crestas de las montañas más elevadas dela cordillera cantábrica. Parecía que echándose á nadar se podía llegará ellas al instante. El sol no teñía por igual la superficie de aquelocéano nubloso: en unas partes lo matizaba levemente de rosa, en otrasde oro; á trechos lo dejaba en sombra y á trechos lo hacía arder enresplandores.

Nuestra pareja se hallaba sobre la misma cresta de la PeñaMayor, que formaba una de las varias islas de que estaba sembrado.Debajo de ellos, á los cuarenta ó cincuenta pasos, las olas de leche yrosa cercaban la Peña y la batían dulcemente con su hálito sutil. Nadieimaginara que dentro de ellas, allá en el fondo, dormían las aguastristes y pesadas del lago Ausente su eterno sueño inalterable.

El corazón de los amantes se estremeció de alegría delante de aquelcuadro prodigioso, tan lejano de los que se acostumbran á ver en latierra. ¡La tierra! La tierra no existía en aquel sitio: era un mitosombrío, una pesadilla de la imaginación. ¡Quién se acordaba de latierra! Allí no había más que cielo; cielo arriba, cielo abajo, cielo entodas partes.

Sentados sobre la Peña bebían por su entreabierta boca el aire de lasalturas, nítido y fresco como el aliento de los ángeles. La luz sedesprendía en efluvios infinitos por los orbes azules, haciéndolescentellar. La soledad y el silencio, tan amargos en la tierra, eran allídulces y amables. Ningún ruido terrestre profanaba la majestad deaquella gloria. Sólo la mente, mejor que los oídos, escuchaba un rumorsolemne, una música grave y melodiosa, como el himno que las esferasentonan sin cesar al Eterno.

Poco á poco fué entrando el vértigo en el alma de Laura. Un deliquiovoluptuoso, dulcísimo, se apoderó de sus sentidos, dejando despierta tansólo la fantasía; y empezó á soñar. Imaginóse que ella y Pedro nollegaban del lodazal de la tierra, sino de los espacios lumbrosos quelos rodeaban. Habían atravesado en raudo vuelo el éter, y vinieron áposarse como dos pájaros celestes sobre aquella roca. Pero no tardaríanen alzarse de nuevo para sumirse otra vez en los senos azules delfirmamento y alcanzar otros sitios de mayor gloria. Ya estaban muertospara el mundo, y sólo bajaban á él de raro en raro, envueltos en labruma de la tarde ó en la ola de los mares, ó atados, tal vez, á un rayode sol. Habían sondado el inefable misterio de los cielos y formabanparte del coro de los santos que cantan las alabanzas del Señor.

Gozabanentre nubes de incienso y resplandores de la dicha perdurable reservadaá los buenos.

Pero este hermoso sueño fué turbado por un pensamiento cruel que heló sucorazón.

Ella no podía entrar en el cielo. Ya no era inocente y puracomo en otros tiempos, y no ofrecería en remisión de sus pecadosveniales una vida de martirios y humillaciones.

Había destruído con unavenganza ruin todos sus merecimientos. No era más que una infelizpecadora, una despreciable adúltera. Las puertas del infierno seabrirían para ella cuando muriese, y quedaría sepultada eternamente enlos tormentos de los condenados.

Se estremeció de horror. ¿Sería posible que Dios la perdonase aquel granpecado?

No dudaba de su misericordia infinita, mas para ser perdonadaera necesario arrepentirse. Entonces pensó vagamente en huir de suamante y hacer penitencia.

Acercóse más á él y le preguntó con voztemblorosa:

—¿Te has confesado, Pedro?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque estamos ofendiendo á Dios enormemente... porque estamos enpecado mortal... Si ahora nos muriésemos iríamos á dar al infierno.

—Yo sí... Tú no, porque eres una mártir.

—Yo soy una pecadora mucho peor que tú, porque he jurado delante deDios guardar fidelidad á un hombre y he violado este juramento... Soyuna mujer despreciable que está deshonrando á su marido... Mira, Pedro,te quiero con toda mi alma. Por ser libre y casarme contigo meresignaría desde ahora mismo á ganar el pan, como la última labradora,con el sudor de mi frente... aún más, me resignaría á mendigarlo depuerta en puerta... Pero no quiero perder mi alma ni la tuya... No puedoamar á mi marido, pero puedo serle fiel... Lo que estamos haciendo esmuy criminal, y tarde ó temprano caerá sobre nosotros el castigo delcielo... ¿Por qué no hemos de amarnos puramente, sin manchar nuestrasalmas? Tal vez esto sea lícito...

Yo me informaré del confesor... Detrásde ese cielo azul está Dios contemplándonos.

Si ahora refrenamos nuestrogusto, iremos á juntarnos á él después de la muerte y podremos amarnospor los siglos de los siglos...

Pedro bajó la cabeza sin atreverse á contradecirla. La condesa leinterrogaba con la vista. Al fin repuso:

—Ya no sé si es malo ó bueno lo que estamos haciendo. Tú dices que esmalo, y lo será. De lo que estoy seguro es de que si dejas de querermeiré para el infierno irremisiblemente... Y en último resultado,faltándome tu amor, el cielo y el infierno son iguales para mí...

—¡Calla, calla!—exclamó ella tapándole la boca con una de susmanos.—¡No digas blasfemias!

Todavía prosiguieron algún tiempo hablando seriamente sin hallar ningunasolución que les contentase. Cuando agotaron el tema permanecierontristes y silenciosos sin atrever á mirarse. Los ojos de entrambos seperdían en los repliegues del océano ondulante que se extendía á suspies y parecían seguir con atención el vaivén de sus olas argentadas. Alfin, la condesa volvió la cara hacia Pedro y le dirigió una tiernasonrisa. Después aproximóse más á él y reclinó la cabeza sobre sufornido pecho, sin dejar de contemplar en silencio el espectáculosublime de la Naturaleza.

Mas en aquel instante escucharon pasos á su espalda y se volvieron conpresteza. El señorito Octavio estaba delante de ellos. Sin esperarpregunta alguna ni hacer caso de la sorpresa que en sus rostros sepintaba, les dijo con tono imperioso:

—¡Huid! El conde puede llegar de un momento á otro.

—Le estamos aguardando—contestó Pedro secamente.

—Pues haces mal en aguardarlo. Lo sabe todo y viene á matarte.

—Razón de más para que no huya.

—¡Eso es, hazle frente, y después de haberle robado la honra,mátalo!... Los valientes hacen las cosas por redondo. Eres un necio y unfatuo... Si no amas la vida ahora, no mereces la dicha que haslogrado... ¡Huye, huye, insensato!... El valor no consiste en despreciarla vida, sino en saberla perder á tiempo.

El viento había derribado el sombrero del señorito. El sol bañaba surevuelta cabellera dorada, que despedía fugaces destellos como en lamañana que por primera vez le vimos. Su faz, pálida entonces por elsueño, lo estaba ahora por la emoción.

Pero sus ojos... ¡oh, sus ojosmudaron mucho desde entonces! Ya no eran aquellos ojos fríos y tímidosque resbalaban sobre los objetos sin penetrarlos. Brillaban coninusitado fuego.

Su figura delicada y endeble alzábase soberbia en el sitio más eminentede la roca y descollaba sobre el azul del cielo. Los dos amantes,situados en un lugar más bajo, desaparecían delante de él comodesaparecen de los ojos del público los actores secundarios cuando entraen escena el protagonista del drama. La condesa, que se estrechaba,muerta de susto y vergüenza, contra su amante, le encontró desconocido.

—Huye, huye, por Dios, Pedro—dijo Laura con voz temblorosa.

—Sí, pero tú conmigo.

—Yo no puedo huir... Tengo hijos... Además, te serviría de estorbo...

—¿Y si pone la mano sobre ti?

—Ya sabes que no puede ser... Por infame que tenga el corazón, nollegará á tanta cobardía... El conde no tiene derecho sobre mi vida...

El semblante de Octavio se iluminó de repente al escuchar estas palabrasy preguntó en seguida con ansiedad:

—¿Está usted segura, señora, de que su marido no intentará nada contrausted?

—Estoy segura.

—Ya lo oyes, Pedro... La condesa no necesita tu vida por ahora...Puedes marcharte sin temor.

Pedro comprendió que tenía razón; pero no hubiera cedido á noencontrarse con los ojos suplicantes de su amada. Al fin, posando lossuyos sobre ella, y envolviéndola en una mirada grave y tierna, le dijocon acento enérgico:

—Hasta luego.

Y lanzándose por la pendiente abajo, desapareció á los pocos momentos.

El que siguió fué solemne para los dos seres que quedaban en la roca. Lacondesa ocultaba el rostro entre las manos. Octavio la contemplaba ensilencio. Él fué quien primero lo rompió, exclamando:

—¡Está fuera de peligro! Conoce todos estos sitios á palmos. No daríacon él un batallón entero, cuanto más un hombre. Ya no debe ustedafligirse, señora...

—No me aflijo por él.

—¿Pues por quién?

—Por usted.

—¡Por mí!

—Sí; le he hecho á usted mucho daño... Conozco que tiene u