los
cultivadores
del
antiguo
teatrodesfiguraban la realidad.
—¿Nuestro modo de ser?—pregunta Bourget,—¿no es la obraindestructible de las miradas que nos han seguido y juzgado durantenuestra infancia?»
Tan hábil observación se cumple en Alfredo Capus, cuya obra literaria essagaz remedo ó disimulado trasunto de su propia vida.
A los veinte años, y mucho antes de concluir su carrera de ingeniero,Capus escribió varios juguetillos cómicos. Después, no queriendo salirde París, dedicóse al periodismo, y colaboró en Le Figaro casidiariamente, derrochando en notas breves, redactadas á vuela pluma ypor estilo desenvuelto y brillante, el espíritu socarrón del inmortalbarbero de Beaumarchais. Más tarde la firma de Capus sufrió uneclipsamiento de varios años, que acaso fueron muy tristes, y durantelos cuales el futuro autor, aleccionado por las hieles de la vida,adquirió esa filosofía bonachona y paciente que caracteriza toda sulabor.
La primera obra seria de Alfredo Capus fué una novela titulada «Quienpierde, gana», á la que siguieron de cerca otras dos: «Falsa partida» y«Años de aventuras». Aquellos libros pasaron inadvertidos ante el granpúblico. Capus, que sin duda conocía el mérito de su trabajo, esperó,sin abatimiento ni pesadumbres, á que la crítica le hiciese justicia.Como sus tipos mejores,
Capus
estaba
cierto
de
que
los
años
veniderosdesvanecerían la oscuridad en que la indiferencia del presente dejaba sunombre, y entretanto continuó estudiando, aguardando lo que él mismollamaba más tarde la ocasión, «la vena».
Alfredo Capus no sobresale como creador de caracteres; este dón,inagotable en Balzac, lo disfrutan muy pocos. Entre los personajes deCapus, el lector advierte puntos numerosos de semejanza, todos separecen y él lo reconoce así. «Hay—dice,—
una docena, una veintena,cuando más, de sujetos-tipos.»
«Quien pierde, gana», es el libro donde Alfredo Capus vertió laoriginalidad mayor de su espíritu; es el cimiento más fuerte de su obra,la sangre que riega la entraña de sus comedias mejores.
Su argumento es sencillo.
Farjolle, tahúr de profesión, se enamora de una planchadora llamadaEmma, con quien se casa, y lo hace sin escrúpulos, seguro de que loscelos retrospectivos no han de atormentarle.
Farjolle que es pobre, yano frecuenta los garitos, pero su espíritu de jugador continúa,esperanzado y alegre, aguardando «la suerte». Esta llega al fin. Unaantigua oficiala de Emma, que tiene relaciones con el director de undiario importante, protege á Farjolle, que se dedica al periodismo.(Asunto de «La Vena».) Entretanto, Emma burla á su marido con Vélard, que también ayuda áFarjolle. Este lo sabe, y acompañado de un comisario, sorprende á losculpables en delito flagrante de infidelidad.
Parece entonces que todova á concluir, que todo entre ambos cónyuges está roto; pero Emma seaferra al brazo del esposo, le demuestra que sus relaciones con Vélardconstituyen un capricho frívolo que terminará, sin denuestos nilágrimas, en cuanto ella quiera, y Farjolle, optimista y ecléctico, sedeja persuadir. Este resbaladizo incidente llenaba años después elchistoso segundo acto de «Los maridos de Leontina».
Como los negocios de Farjolle siguen rumbo próspero, el comandanteBaret, antiguo amigo suyo, le entrega una fuerte suma para que la empleeen algún buen negocio. Así lo hace Farjolle, mas con tan enemigafortuna, que lo pierde todo, y Baret, al saberlo y convencerse de queFarjolle no puede reembolsarle su dinero, le procesa y encarcela. Es unaescena magistral que reaparece casi íntegra en la comedia «Brignol y suhija».
Emma resuelve la situación rindiéndose al amor del banquero Letorneur,viejo y rico, quien, amén de pagar los cincuenta mil francos quesalvarán á Farjolle, ofrece á Emma un regalo de doscientos mil francos,y ella acepta, y el esposo perdona y se aplaca, porque aquella cantidadles asegura de una vez para siempre un porvenir sin luchas. Esteepisodio, que desenlaza el libro, inspira casi todo el tercer acto de«La bolsa ó la vida».
Farjolle, tolerante escéptico, despreocupado, sostenido por la tenazilusión de que la fortuna ha de visitarle alguna vez, personifica todala ética de su autor.
El teatro de Alfredo Capus registra éxitos inmensos. No me extraña.Capus, cruzado de brazos y sonriendo benévolo ante la superficialidad detodas las virtudes y defectos humanos, traduce fielmente el espíritu denuestra época; época sin ideales, en que los hombres, convencidos de lalevedad de sus méritos, perplejos y acobardados por el desplome de lavieja fe y el amanecer de una moral nueva, huyen de las afirmacionesrotundas, y sólo se complacen en la grandeza tolstoiana del perdón.
EDMUNDO ROSTAND
Doce años hace que conocí á Edmundo Rostand; fué una tarde de invierno,en la redacción de Le Gaulois. Días antes se había estrenado «Cyrano»,y aquel éxito, sin precedentes en la historia del teatro, parecía ceñirá la figura delicada del joven autor un halo de oro y de luz. Unapretado grupo de literatos y periodistas rodeaba al poeta. Era éste unhombre de mediana estatura, frágil, y vestido con arreglo á las leyes dela más estricta elegancia inglesa. Bajo la ancha frente, su rostro,según aparece en la hermosa caricatura que le hizo Cappiello, semodelaba sobre la línea vertical de un perfil lleno de voluntad. Hablabaen voz baja, y sus manos, débiles y blancas, accionaban muy poco.Parecía distraído. Su aspecto, al mismo tiempo, era amable y glacial.
Eugenio Rostand, padre del poeta, fué en sus mocedades un versificadorestimable que tradujo á Cátulo bastante bien, y que más tarde dedicóseahincadamente á la fundación de Bancos populares, de habitaciones paraobreros y otras obras benéficas.
De aquel filántropo, que ofrendó á lacaridad un inolvidable y largo poema de buenas acciones, heredó su hijola delicadeza sentimental, la exaltada ternura femenina que aroman todasu obra y ponen en cada una de sus estrofas la fragancia de una lágrimay el bálsamo evangélico de una caricia.
Nació Edmundo Rostand en Marsella en 1868. A los veinte años publicó unlibro de versos á lo Teodoro de Banville, titulado «Musardises»(Frivolidades ó Pasatiempos), que ofreció en una dedicatoria alada,rebosante de ingenio melancólico y dulce, á «sus buenos amigos losfracasados».
«Personnages
funambulesques,
Laids,
chevelus
et
grimaçants,
Pauvres
dons
Quichottes
grotesques
Et cependant attendrissants...»
Aquella obra sin pretensiones pasó inadvertida; era un libro que estababien y nada más. Poco después Rostand, en unión de Enrique Lee, un autorhoy completamente olvidado, escribió en cuatro noches, y con destino alteatro de Cluny, un «vaudeville»
en cuatro actos titulado «El guanterojo». La crítica actual nada dice de aquel vago engendro, del que nisiquiera tengo noticia que llegara á estrenarse. Al año siguiente elpoeta, modesto y obscuro, desposaba á cierta señorita de notable bellezay distinción, que también publicaba versos bajo el seudónimo de«Rosamunda Gérard», y á quien los literatos que concurrían á lasreuniones
de
Leconte
de
Lisle
habían
aplaudido
fervorosamente más de unavez.
«Rosamunda», que estudiaba la declamación con Féraudy, y EdmundoRostand, distraían sus ocios y los de sus amigos íntimos representandocomedias. En cierta ocasión, no teniendo nada que ensayar, el futurodramaturgo escribió un diálogo en verso titulado «Los Pierrots».«Rosamunda» cogió el manuscrito y se lo llevó á Féraudy para que loleyese, y éste, entusiasmado, habló de ello con Julio Claretie, quienimpresionable y optimista como buen meridional, llamó á Rostand á sudespacho de la Comedia Francesa para decirle que su obrita le habíagustado mucho y que pensaba estrenarla.
Reunido el Comité encargado de la admisión y revisión de obras, eldiálogo de Rostand, á pesar de los esfuerzos de Féraudy, que lo leyómagistralmente, fué rechazado por unanimidad.
Aquel mismo día había muerto Banville, y el recuerdo de sus
«Pierrots»emborronaba sin duda, el mérito de los de Rostand.
Claretie estabadesesperado. «Nunca me consolaré—escribía luego al futuro autor de«Cyrano»—de ver desvanecerse esa pompa irisada de jabón...» Pararecobrarse del descalabro sufrido, Julio Claretie pidió á Rostand «otroacto», asegurándole que, por lo menos, sería leído. El poeta (lo haconfesado él mismo después, corroborando así la teoría, un pocofatalista, de Capus), « sintió en aquel momento pasar la fortuna», yrepuso:
—Le traeré á usted tres actos.
Así fué; al mes siguiente, Edmundo Rostand, que trabaja muy de prisa,cumplía lo ofrecido, entregando á Claretie el manuscrito de «LesRomanesques». El poeta leyó su obra ante el Comité; la lectura duró unahora y quince minutos. Transcurrieron varios días sin que el fallo deaquél se conociese; molestado en su amor propio, Rostand reclamó deClaretie una contestación categórica.
Al cabo, los miembros del Comité,señores graves, llenos en casos tales de impertinente y campanudasuficiencia, declararon que la obra sería admitida «siempre que sulectura no durase más de una hora». Realmente no era mucho exigir.Alegre y confiado, Rostand empezó su tarea por acostumbrarse á leer másde prisa, suprimió las acotaciones, abrevió las explicacionesconcernientes á la «mise en scène», pero no sacrificó ni un solo verso.Reunido nuevamente el Comité, Mounet-Sully sacó su reloj, del que ni uninstante apartó los ojos. Esta vez la lectura de «Les Romanesques» duróuna hora justa; la obra fué admitida.
«Fué aquella—dice el poeta,—mi entrada en la escuela de la paciencia.»
Transcurrieron dos años. El poeta se hallaba en Luchon cuando elbondadoso Claretie le escribió rogándole que fuese á París, sin pérdidade tiempo, para leer su comedia á la compañía.
Hízolo así Rostand, y suobra ya estaba definitivamente corregida y sacada de papeles, cuando M.de Curel entregó el original de «L'Amour brode». El autor novel quedópostergado; era natural. Pasaron otros tres ó cuatro meses, y Rostand,¡al fin!... pudo leer su comedia. La impresión fué excelente: el papelde «Sylvette» lo interpretaría Mlle. Reichenberg; M. Le Bargy,representaría el de «Percinet»; Féraudy se embozaría en la capa yceñiría la espada del bravucón y delicioso «Straforel».
Inmediatamente comenzaron los ensayos, y, ¡caso raro!...
según losactores iban dominando sus papeles, su entusiasmo del primer momentodecrecía. Este malestar fué en aumento: Le Bargy, Féraudy, Leloir,Laugier... todos aconsejaban á Rostand que retirase su obra; aun eratiempo; ¿para qué ir á un fracaso que tantos comediantes experimentadosy meritísimos estimaban seguro?... El poeta llegó á creer que se habíaequivocado, y que sus amigos los actores tenían razón. Mlle. Reichenbergera la única que le animaba; ni un instante, en el tráfago enervante delos ensayos, decayó su fe; la exquisita actriz, confiada y alegre,sostuvo la voluntad, ya vacilante, de Rostand, y le infundió ánimos parallegar al estreno.
La obra, efectivamente, triunfó; el primer acto, sobre todo, risueño,pintoresco, rebosante de frescura y de elegante frivolidad, hipnotizó alpúblico; á cada verso de «Sylvette» ó de
«Straforel», contestaban losespectadores con un aplauso. Julio Claretie, el verdadero «descubridor»de Rostand, reventaba de gozo. Esto ocurría en la Comedia Francesa lanoche del 21 de Mayo de 1894.
Citaré, á propósito de «Les Romanesques», una anécdota muy curiosa:
Una noche, Edmundo Rostand, que, según decía Coquelin, posee facultadesextraordinarias de actor, interpretó en Marsella y en honor de susconterráneos, el papel de «Percinet». Al terminar la representación, unempresario inglés ofreció al poeta doscientos francos diarios portrabajar en Londres. Sonriendo, el ilustre autor repuso:
—¡Pero si yo no soy actor!... Soy Edmundo Rostand...
—¡Ah! En tal caso—replicó su interlocutor, imperturbable,—
mejoro mioferta. ¿Le convienen á usted cuatrocientos francos?...
La proposición, efectivamente, era tentadora, pero Rostand la rechazó;los tiempos varían: el gran Molière, en su lugar, seguramente lahubiese aceptado.
En 1895, y sobre el escenario de la Renaissance, estrenó Sara Bernhardt«La princesa lejana». Son cuatro actos brumosos y tristes, vagamentesimbólicos, escritos sin duda bajo la turbia luz de las literaturasseptentrionales, entonces en auge. No obstante, el verbo conciso ydiáfano, con limpidez meridiana, del excelso poeta latino, derramabasobre las vaguedades del conjunto relieves preciosos. El asunto de laobra tiene melancolías de égloga. Un viejo príncipe solitario concluyepor enamorarse ciegamente
de
cierta
princesa,
de
quien
todos
le
refierenbellísimos y peregrinos lances, y no quiere morir sin conocerla.
«Ils
en
parlèrent
tant
que
soudain,
se
levant,
Le
prince,
le
poète
épris
d'ombre
et
de
vent,
La
proclama
sa
dame,
et,
depuis
lors
fidèle,
Ne
rêva
plus
que
d'elle
et
ne
rima
que
d'elle,
Et
s'exalta
si
bien
pendant
deux
ans
qu'enfin,
De
plus
en
plus
malade
et
pressentant
sa
fin,
Vers
sa
chère
inconnue
il
tenta
le
voyage,
Ne voulant pas ne pas avoir vu son visage...»
La dotación del buque donde el anciano príncipe «enamorado de la sombray del viento», se embarca, la componen foragidos, piratas y aventurerosde la peor especie. No importa. La nave así parece un corazónavanzando, á despecho de los ruines instintos que lo muerden, hacia laperfección del Ideal.
La Prensa, que quería ver á Rostand más cerca de Regnard que de Ibsen,maltrató á «La princesa lejana». Pero ello no bastó para que su autor,que parecía complacerse en pulsar y examinar minuciosamente todos losregistros variadísimos de su inspiración, estrenase dos años después «LaSamaritana». A pesar de sus innegables bellezas líricas, esta obra, queel poeta calificaba de «evangelio en tres cuadros», gustó poco. El poetacometió la torpeza—su imprevisión merece llamarse así,—
de sacar áescena á Jesús, y la figura del divino apóstol del perdón, es demasiadosubjetiva, demasiado abstracta para encerrada entre bambalinas. Elpúblico, unánimemente, la rechazó; fué una caída á plomo.
«Cyrano de Bergerac» se estrenó el 28 de Diciembre de 1897.
¿Cómo enpoco más de tres años pudo Rostand salvar la enorme distancia deperfección que separa «Les Romanesques» del magnífico «Cyrano?»...Porque «Cyrano de Bergerac» es algo sublime, arquetipo, maravillosamentearmónico, donde todas las vibraciones innúmeras de la carne y delespíritu humanos dejaron prendidos
un
suspiro
y
un
matiz;
obraadmirable,
alternativamente
pintoresca
y
sombría,
alegre
y
trágica,caballeresca, triste, heróica unas veces á lo Bayardo, y otras,elegante, frívola y burlona á lo Luis XIV, noble siempre, latina, enfin, hasta en sus quintas esencias más íntimas y depuradas, ella solaembebió y conserva en la catarata refulgente y sagrada de susalejandrinos toda el alma y toda la inspiración de Edmundo Rostand.
El éxito alcanzado por «Cyrano» no tiene precedentes en la historia delteatro. A su autor, que asistió al estreno y aun tomó parte en larepresentación disfrazado de cortesano de Luis XIII y como comparsa, lacrítica le ensalzó, y diputándole inmortal, buscóle un puesto de honorentre los dioses del arte. Ningún dramaturgo había llegado á la gloriaantes que él; cuando iba por los «boulevards», el público se deteníaparia verle pasar; los autores le espiaban, le imitaban; diariamente laPrensa hablaba de él; hasta los mueblistas y los sastres explotaron lapopularidad sin
fronteras
del
poeta:
hubo
«sillones
Rostand»,
«chalecosRostand», corbatas y cuellos «á lo Rostand». Aquel nombre glorioso,repetido por millones de labios, volaba por los hilos del telégrafo deun continente á otro y llenaba el mundo: hasta las estrellas parecíansaberlo.
Después del estreno de «L'Aiglon», drama en seis actos, que si noemborronó, tampoco mejoró en un ápice el prestigio de su autor, éste,que siempre fué hombre de constitución delicada y voluntad apacible, ypor lo mismo inclinado á la vida rústica, se retiró á su magníficaposesión de Villa Arnaga, en Cambo.
Para ser feliz, cierto poeta oriental necesitaba fabricar una casa cuyossólidos muros hablasen de su breve tránsito por la tierra á laposteridad; engendrar un hijo que prolongase su raza, y escribir unlibro que eternizase su espíritu. De igual opinión debe de ser EdmundoRostand: sus hijos Juan y Mauricio aseguran la conservación de suapellido, y «Cyrano», por sí solo, le garantiza la inmortalidad. ¿Porqué no tener también una casa?... Y con este pensamiento, el gran poetalevantó esa Villa Arnaga, que, si no es la más excelsa de sus obras,tampoco es la peor.
Ocupa el palacete de Rostand la cima de un altozano situado en laconfluencia de los ríos Nive y Arnaga. Un trozo del bien cuidado jardínque la rodea es copia afortunada del «Petit Trianon» versallés. Losterrenos colindantes, sembrados de encinares, son feraces y agrestes, yen la quietud estrellada de las noches de estío se oye la voz del Nive,espumoso y violento. El paisaje, rudo y tranquilo, tiene una majestadreligiosa: á un lado, el terreno deriva en ondulaciones suaves haciaBayona; al otro aparecen los Pirineos, con sus lomas nevadas, y lavecindad de Roncesvalles habla al «turista» de heroísmos centenarios.
Elmismo Rostand dirigió y compuso la arquitectura, á trozos vasca y átrozos bizantina, de su hotel. Las habitaciones, decoradas por JuanVeber, Enrique Martín, Gastón La Touche, Mlle. Dufau y otros artistas,ofrecen perspectivas espléndidas. El gabinete de «Rosamunda» lo pintóVeber con asuntos tomados de los cuentos de Perrault: un mundoextravagante y encantador de ogros, de gnomos encapuchados, de paisajesfeéricos, donde los árboles tienen formas humanas, evocan lasextraordinarias aventuras de «La bella dormida en el bosque» y de«Cendrillon».
La luz y las pinturas de cada estancia están armónicamente dispuestas;entre aquellas elevadas paredes, que los azules cerúleos, los tonosverdes claros, los violetas y los amarillos llenan de sol y de panoramasde Arcadia, las habitaciones, amuebladas fastuosamente, parecen másgrandes.
En ese retiro, Edmundo Rostand pasó varios años, y su silencio, ¡casoraro! preocupaba á la opinión. De tarde en tarde los críticospreguntaban: «¿Qué hace Rostand?...»
A fines de 1902 llegó á París la noticia de que el desterrado de Arnagahabía concluído de escribir una comedia maravillosa, arquetipa:«Chantecler».
«Es superior á Cyrano de Bergerac», clarineaban los periódicos.
Inmediatamente el gran Coquelin toma el tren para Cambo.
Mame. Rostandle recibe, y sus grandes ojos, pensativos y dulces, reflejan melancolíaprofunda.
—No puede usted ver á Edmundo—dice;—Edmundo está enfermo.
El insigne comediante explica su deseo, ruega, se exalta, llega á lacólera, y al fin, consigue su propósito. Rostand se muestra abatido, yle estrecha las manos fríamente.
—Mi obra, en efecto—declara,—está terminada. Puse en ella toda mialma. Sólo me falta corregirla. Pero crea usted que estoy desanimado: átrozos me disgusta, á trozos me agrada. ¿La verdad?... Ignoro lo que hehecho.
Coquelin quiere conocerla: para eso ha ido á Cambo. El poeta sedefiende; al cabo, con la «bonhomie» de un dios que se resignase ádescender unos momentos de su altar, coge el manuscrito de «Chantecler»y lee. ¡Admirable! Coquelin se entusiasma, grita, llora; su corazón, sugran corazón, donde cupo
«Cyrano», estalla de júbilo. Rostand le escuchaconmovido: ¿es posible que aquella comedia sea su obra mejor? Alprincipio duda; luego, poco á poco, dignamente, se deja persuadir yofrece al actor emprender sin pérdida de tiempo la corrección de«Chantecler».
De regreso á París, Coquelin alquila un teatro para ir arreglando la«mise en scène» de la nueva comedia, y continuamente y en todas partesrepite los versos esplendorosos del «Himno al Sol», que oyó de labiosdel maestro y que se trajo robados en la memoria. Su entusiasmo escírculo de fuego donde se abrasan cuantos le rodean; los rotativospropalan la noticia, que, al rebasar las fronteras francesas, esrecogida por la Prensa de todas las naciones y vuelve á París ensalzada,magnificada. El estreno de «Chantecler» se convierte en un asunto deinterés mundial.
Transcurren varios meses, durante los cuales la curiosidad pública,lejos de descaecer con la espera, se exacerba é irrita. De pronto,Coquelin aparece desesperado: Rostand se halla gravemente enfermo deneurastenia; los médicos le han prohibido trabajar. Un periódicoindiscreto pregunta: «¿Está loco Edmundo Rostand?»... Y cuenta que suscriados le han hallado metido en un baño sin agua y completamentevestido ¡Pobre Coquelin!
Pasan otros dos años; de tarde en tarde, á intervalos prudentementecalculados, los diarios hablan del maestro: el recuerdo de «Chantecler»persiste triunfador.
Al cabo, el poeta, ya recobrado de sus achaques, llega á París paradirigir por sí mismo los ensayos y decorado de su obra; y cuando pareceque las dificultades que se oponían al estreno están vencidas... muereCoquelin.
La desaparición del famoso coq levanta entre los grandes comediantesparisinos formidable revuelo: todos quieren sustituirle: Le Bargydeclara que, por representar «Chantecler», está dispuesto á salir de laComedia Francesa; los «societaires»
de la Casa de Molière protestan; elasunto llega á la Cámara, y las discusiones continúan, hasta que EdmundoRostand entrega su comedia á Luciano Guitry. ¡Buena elección! Lentamentelas discusiones de los actores van encalmándose, y con la noticia de quelos ensayos han empezado, la curiosidad ardiente del público recibe unterrible y definitivo espolazo. También se habla de la
«mise en scène»,que será fastuosa y originalísima. Jusseaume, Paquereau y d'Amable, hanpintado las decoraciones; los trajes son soberbios: algunos han costadodoce mil francos. Las plumas empleadas en el vestuario pesan novecientoskilos y valen más de seis mil duros. Pero no hay que impacientarse:Rostand no quiere que su comedia se estrene hasta pasado el primeraniversario del fallecimiento de Coquelin. Es una delicadeza respetuosaque todos aplauden.
Al cabo, los periódicos fijaron la fecha del estreno de
«Chantecler», éinmediatamente una multitud hipnotizada se arremolinó ante las taquillasdel teatro de la Porte Saint-Martín.
En pocos días el importe de laslocalidades vendidas para las primeras representaciones de la obra,ascendió á la enorme suma de doscientos mil francos. «Todo París», orapor legítima curiosidad,
ora
por
«snobismo»,
quería
verla.
El
Sena,desbordándose, suspendió la tan esperada función.
Transcurrieron ocho ódiez días. El río comenzó á bajar, la circulación iba restableciéndoserápidamente, el sol devolvió su regocijo habitual á las callesinundadas... Y por cuarta ó quinta vez, los periódicos anunciaron elestreno de «Chantecler».
Este se celebró, al fin, en la noche del 7 de Enero de 1910, y ante lamisma batería que hace trece años alumbró los últimos momentosmagníficos de «Cyrano de Bergerac».
En la historia general de la literatura tropezamos con otras obrassimilitudinarias de la de Rostand: «Las aves», de Aristófanes, porejemplo, y «El reino de los caballos», de Swift; á Goethe también letentó el mismo asunto.
Julio Claretie dice que los antecedentes de «Chantecler» deben debuscarse en la famosa «Historia cómica de los estados é imperios delSol», que publicó en la primera mitad del siglo XVII aquel granextravagante, mitad sabio, mitad espadachín, que se llamó Cyrano deBergerac. En este libro memorable habla su autor de su odio á las avesnocturnas y de la libertad que dió al loro que una prima suya teníaencerrado en una jaula; y asegura que los pájaros sostienen entre sílargas conversaciones, y que él mismo había aprendido el arte deentenderse con ellos; añadiendo otros muchos pormenores donosos ápropósito del severo proceso que las aves incoaron contra él, y del quesalió libre y sano merced á la bondadosa intervención de cierta urracaamiga suya.
Edmundo Rostand ha dicho que el asunto de «Chantecler» se le ocurrióbruscamente una tarde que, al regresar á Villa Arnaga, entró en elcorral de una casa de labor á beber un vaso de leche.
Mientras leservían, el poeta examinó el sitio donde estaba: sobre un montón de pajay de estiércol había varias gallinas, un pato, un perro, un mirlo en unajaula... y todos parecían sostener animado diálogo. De pronto lasconversaciones cesaron: ¿por qué?... Lentamente, muy orondo, muyteatral, el mirar impertinente y dominador, un gallo se acercaba...
—«¡Chantecler!»...—pensó Rostand.
Y ya no vaciló: la obra estaba hecha.
Poco á poco, influenciado por la quietud montaraz y bravía de la regiónvasca, el poeta fué empapándose de todos los colores, de todos losgritos de la naturaleza, que habían de vibrar más tarde en las estrofasdel extraño poema que iba c