El Teatro por Dentro - Autores, Comediantes, Escenas de la Vida de Bastidores, Etcétera by Eduardo Zamacois - HTML preview

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gritos

ó

de

esas

modulaciones

que,

en

determinadosmomentos, son como miniaturas maravillosas de cuanto fuimos y hemos deser?

M. Andrieux dividía á los comediantes en tres grupos: los que

«cantan»,los que «gritan» y los que «hablan».

Vulgarmente, los artistas dramáticos empiezan «gritando» sus papeles.Esto suele indicar exceso de facultades, y también emoción, falta deimperio sobre sí. Es un defecto que la misma Sara Bernhardt ha padecido:á la vista del público, un estremecimiento nervioso la obligaba ácrispar los dientes, y por entre sus mandíbulas cerradas la voz pasabasibilante, con una dureza metálica que después muchos actores,equivocadamente, han querido imitar. Otros comediantes «cantan»; éstosson peores: son los esclavos del «latiguillo» odioso, los siervos delritmo, en quienes la costumbre de «oírse» mata el hechizo avasallante dela emoción. Para obviar ambos defectos, el actor necesita tener presenteque la perfección suma de su arte es «la naturalidad». El actor que,sabiendo de memoria su papel, lo diga, no como quien «repite», sino comoquien «improvisa», esto es, hablando desenfadadamente unas veces,tartamudeando otras, según acontece en la vida, habrá conseguido darnosla sensación de la realidad.

A estas excelencias, que pudiéramos denominar adquiridas ó de estudio,necesita el actor añadir una gran capacidad de asimilación y cualidadesfísicas nada vulgares. Un comediante bizco, patizambo ó jorobado, pormucho genio que tenga, nunca logrará imponerse ni agitar el corazón delas multitudes. Como los profetas, como los oradores, como todos los quetriunfaron con el gesto, el actor necesita ser bello. A despecho de lossiglos, Grecia y Roma viven en nosotros. Adoramos la línea.

A«Cuasimodo» le perdonamos el extravío de su espina dorsal, porquesabemos que, bajo su joroba de bufón, hay un buen mozo.

Dumas (hijo) creía que un comediante podía triunfar sólo con laemotividad, con lo que él denominaba «el demonio interior».

El veteranocrítico Francisco Sarcey, se muestra más iconólatra; proclama laimportancia de la forma. «Al público—dice,—se le seduce con una buenafigura y una voz expresiva. Lo demás es obra del instinto».

El antiguo comediante y luego profesor del Conservatorio, M.

Worms,también

reconoce

la

supremacía

de

la

escultura.«Primeramente—escribe,—las cualidades físicas son indispensables: lavoz, que tan decisiva influencia ejerce sobre el público; la mirada, esereflejo intenso del pensamiento, sin el cual no puede haber comediantebueno; un temperamento nervioso y sensible; la capacidad de«exteriorizar» rápidamente, un don de observación robusta, y memoria,capacidad que desempeña papel importantísimo en el funcionamiento ódinámica de todas estas facultades.»

Coquelin, más astuto, establece ciertas clasificaciones: para traducir álos clásicos exige una irreprochable «dicción»; para la interpretaciónde obras inferiores, una buena presencia, y en la voz un «tic»agradable.

Mounet-Sully, sólo quiere que el comediante tenga

«sensibilidad,imaginación». Pero esto es raro: los actores todos, desde Mélingue áLuciano Guitry, piden para sus compañeros, antes que genio, elegancia ybelleza.

A propósito de esto, podrían citarse muchas anécdotas.

Cuentan quecierta noche, M. Dormeuil, director del antiguo teatro del Palais-Royal,le dijo á Derval, al hermoso Derval, que entonces empezaba su carrera ytenía el pelo muy rubio y las cejas muy abundantes y negrísimas:

—Hijo querido, quítese usted esas cejas; hoy se las ha pintado usteddemasiado.

Sorprendido el actor, repuso:

—¿Cómo? ¿Que me las borre?... ¡Pero si son mías!

El bondadoso M. Dormeuil reparó mejor.

—Es cierto—dijo.—¡Oh! Usted triunfará pronto. En usted esas cejasconstituyen una originalidad y un contraste más.

La observación es justa. Como Derval, otros muchos actores han aceleradola hora de sus éxitos, merced á la expresión sugestiva de sus facciones.Sirva de ejemplo Antonio Vico: yo creo que la mitad de su poder trágicoresidió en el bosque hirsuto, terriblemente amenazador y elocuente, desus cejas irritables.

Claro es que, por obra de ese poder mejorador que la función ejercesobre el órgano, así como la gimnasia desenvuelve los músculos delacróbata, de modo análogo la costumbre de fingir una y otra vez lasmismas expresiones, perfecciona las particularidades fisonómicas de losartistas de teatro, educa la línea de los labios, dá expresión á lafrente y al mento, agranda los ojos, de suerte que hallaremosconstantemente en los actores veteranos una diversidad de miradas y deguiños, que nunca tiene el rostro del comediante joven.

Pero la educación del semblante no basta: la distancia que separa alescenario de las butacas, la riqueza de las decoraciones, y más quenada, el resplandor de la batería «comen» mucho; es decir, merman laimportancia de las figuras, las empequeñecen y emborronan, y de ello hanacido el maquillaje ó arte de fortalecer ó «abultar» las expresiones,de modo que éstas puedan llegar al público en su absoluta intensidad ypureza.

El maquillaje es al semblante lo que éste es á la idea: algo que loreanima, que le dá plasticidad y relieve, una especie de careta ó de«segundo rostro», que, unido al primero, al rostro real, coopera

á

la«materialización»

perfecta,

acabada,

del

pensamiento del autor.

Todos los grandes artistas de teatro han reconocido la importancia del maquillaje, cuya invención se atribuye á Daniel Bac, famoso actor bufode en tiempos del segundo imperio. El célebre Lafont no tardaba nuncamenos de tres horas en pintarse; y M. Febvre se extraña de que en losConservatorios no haya una clase

especial

donde

los

alumnos

puedanaprender,

razonadamente, el arte de caracterizarse.

El maquillaje, en efecto, constituye una especie de rinconcito de

laciencia,

cuyo

discreto

cultivo

requiere

ciertos

conocimientosanatómicos. Caracterizarse como suelen hacerlo José Santiago ó SimóRaso, que supo ofrecernos en «El rayo verde» y en «Los malhechores delbien» dos «cabezas»

inolvidables, es muy difícil. Requiere saber todoslos secretos habladores de la fisonomía: las arrugas por donde corre laburla, los pliegues del abatimiento, los surcos de la desconfianza y dela cólera; y conocer también, como un pintor, la armonía que debe mediarentre las pelucas y añadidos y las expresiones del semblante, el modo deensanchar los ojos, de aviejar la boca, de dar á los labios aquellaexpresión y aquel color más en consonancia con las palabras que han dedecir.

Además, estos minuciosos detalles coadyuvan á esa autosugestión, tanpreciosa para el arte del comediante. El traje influye en el actor: latrusa y la espada inspiran por educación, acaso por atavismo, pruritosromancescos de aventuras y conquistas; un traje de labriego predispone álas zancadas desvaídas, á los ademanes torpes; una peluca de «viejo»induce á encorvarse hacia adelante y á deslizar temblequeos deancianidad en las manos y en la voz.

Cuenta Ginisty, á propósito de esto, la historia tierna y conmovedora decierto actor fracasado que, no pudiendo ya presentarse en público,servía de segundo apunte y para hacer

«una voz» desde bastidores. Lanoche en que se estrenó la comedia «Un señor ó una señora», el ancianoactor debía representar, «desde dentro», el papel de un postillón. Paralo cual, cediendo á su inveterada costumbre de caracterizarse, se vistióde pies á cabeza, y se tiñó la nariz y las mejillas de rojo, dándose deese modo á sí mismo la impresión de que era un cochero borracho. Suscamaradas le embromaban por aquel celo, que estimaban inútil.

Pero él repuso:

—No lo creáis: esto me ayuda á «entonar las palabras».

Amén del examen constante, insaciable, de la obra que han derepresentar, los actores deben aplicarse á rebuscar en la realidadcuantos elementos puedan robustecer las impresiones que las lecturas lesproporcionan, y dar á la ficción escénica visos de hecho verdadero yvívido.

Como los pintores, como los novelistas, los actores buscan en la calle,en el ateneo ó en la taberna, datos ó croquis que luego adaptarán á lasfiguras ó caracteres que quieren interpretar.

Algunos comediantes que,como Coquelin y Pepe Santiago, saben algo de dibujo, tienen un álbumdonde apuntan ligeramente las cabezas y los gestos que más interesaronsu atención.

Regnier de Maligny, en su «Manual del comediante», dice que éstosnecesitan

conocer

los

tipos

reales

y

estudiar

principalmente:

«En «el campo», la voz, los ademanes, sencillos y francos, de loscampesinos. En «las iglesias», á los verdaderos y á los falsos devotos.En «las audiencias», á los abogados, á los fiscales y á los jueces. En«los hogares de los nobles y de los ricos», á los criados y á lossubalternos arrogantes. En «los palacios de los príncipes», á los quelos custodian y á cuantos van allí de visita.

En «los cementerios», álos parientes verdaderamente afligidos y á los herederos que aparentanestarlo».

Los consejos de este viejo «Manual», un poco pueril, son, en el fondo,de una exactitud insuperable. Jamás la agilidad creadora del genioiguala la fecundidad inexhausta de la naturaleza; todos los caracteresque novelistas y dramaturgos desde Corneille hasta Rostand, haninventado, no suman la muchedumbre de tipos, de temperamentos y defamilia, que pueden pasar ante nuestro balcón en el espacio brevísimo deuna hora. Algunas de esas «huellas» que la realidad dejó en la formaciónó ideación de un personaje escénico, han pasado á la historia. Garrickdeclara en sus «Memorias» que los gritos, muecas y lívida desesperaciónde cierto amigo suyo que perdió el juicio porque una hija de dos años sele había caído á la calle desde un balcón, le sirvieron después paracomponer el borrascoso carácter del «rey Lear».

Después de tan múltiples y prolijas meditaciones, llegan los ensayosllamados «de mesa», que algunos directores de escena tan peritísimoscomo Fernando Díaz de Mendoza, estiman adversos á la espontaneidad quedebe dar gracia y frescura á la labor del comediante; luego los ensayosde conjunto ó generales, donde cada actor se habitúa á conocer elverdadero sitio que ocupa en la obra con relación á los otrospersonajes, y, finalmente, la noche, siempre pavorosa y terrible, delestreno.

La actriz inglesa Cristina Nilsson, dice: «No son artistas los quepretenden ignorar esa hiperestesia dolorosa que precede á los

«débuts».

Son contados los artistas que, como el malogrado Antonio Perrín,conservan, en medio de la sobresaltada emoción general, el amistoso buenhumor de su sangre fría. Vico, en los entreactos, permanecía absorto.María Tubau rehuye toda conversación. Pepe Rubio busca la soledad y va yviene, la vista fija en el suelo, las manos cruzadas á la espalda. Sonnoches de fiebre en que, de telón adentro, nadie nos estrecha la mano,en que parece que nadie nos conoce...

El pánico de esas horas crueles obliga á muchos comediantes á adoptarciertas precauciones. Algunos buscan á sus nervios un acicate en elayuno; otros procuran irritarse momentáneamente, artificialmente, parano sentir el «miedo al público». Talma, por ejemplo, antes de salir áescena, arremetía á su criado, le abofeteaba, le insultaba:

—¡Traidor... miserable... ponte de rodillas!...

Esto le permitía autosugestionarse mejor; después se iba. En la mucha ópoca rudeza de aquellos golpes, conocía el pobre servidor la tensiónnerviosa en que su amo se hallaba.

—Hoy—decía,—M. Talma me ha pegado muy fuerte; trabajará bien.

Otros artistas, por el contrario, buscan la codiciada perfección en laserenidad, en cierta laxitud íntima que les deja sentir mejor.

Así,Adelaida Ristori, la víspera de los grandes estrenos, visitaba uncementerio, y leyendo los epitafios se conmovía hasta el llanto conaquellas expresiones del «humano dolor». Y Fanny Kemble, horas antes deinterpretar por primera vez el papel de

«Julieta», se fué al parque deSan Jaime á leer el libro de Blum, titulado: «Principales caracteres delas Santas Escrituras»,

«porque aquello—dice,—servía de excelentesedativo á la exaltación de mi cerebro».

El público, que al penetrar en un teatro adquiere con el billete de sulocalidad el derecho á que le diviertan, desconoce todos esos obstáculosque amargan los éxitos, fáciles al parecer, del comediante. Estos, porsu parte, también los ignoran. Si los supiesen, al salir delConservatorio, la carrera del arte escénico aparecería ante ellos comouna cuesta agria, inhospitalaria, casi inaccesible, que tratarían desubir muy pocos.

LA MONTANSIER

Hace un siglo que en cierta habitación reservada del teatro Vaudeville,de París, se conserva el sillón de aquella mujer extraordinaria que sellamó «la Montansier». El amigo que camina delante de nosotros, nosdice, deteniéndose y bajando un poco la voz:

«...Aquí se sentaba la Montansier para dirigir sus ensayos».

Es un sillón canonjil, amplio y cómodo, de respaldo y asiento cuadrados,entre cuyos brazos tranquilos creemos ver agitarse la figurilla picantey grácil, llena de movilidad y de iniciativas, de la famosísimaempresaria del Palais Royal. Y hay alrededor del viejo mueble olvidado,como una evaporación de silencio, de melancolía y de paz.

Margarita Brunet nació en Bayona el año de 1730. Sus padres eran obrerosmodestos. Una tarde llegaron á la ciudad varios artistas de aquellosque á mediados del siglo XVIII llevaban á través de Europa, y sobre unacarreta, la alegría pícara de sus almas ingraves. Los rostrospintarrajeados de los cómicos, sus trajes vistosos, los acordescarnavalescos de su charanga, que tronaba en la plaza, agitaron elespíritu, hasta allí tranquilo, de la joven, con un viento de libertad.Sería bonito huir, romper lo ordenado, entregarse á la atracción de esoshorizontes donde la diosa Aventura celebra diariamente, en la vaguedadondulante de todos los caminos, sus ritos de poesía y misterio.

Y alucinada por «la alegría que pasa», Margarita Brunet, sin despedirsede nadie y sin amar á ninguno de sus raptores, siguió á la farándula...

Cuando llegó á París, tenía veinte años, y fué á instalarse en casa desu anciana tía, Mme. Montansier, mercera de la calle San Roque. Lafutura actriz era entonces una muchacha menudita, pizpireta, granconversadora, diabólica de puro insinuante. Sus labios, rebosantes derisas y de gracia, su palidez meridional y la hermosura de sus ojosnegros, rindieron la admiración de muchos viejos nobles que, á la puestadel sol, paseaban la majestad de sus largos casacones bordados bajo losárboles de las

Tullerías.

Algunos

la

protegieron

generosamente,

yMargarita, á quien todos apellidaban «la Montansier», tuvo, como lasreinas medioevales, una «Corte de Amor».

A los treinta años conoció á Neuville, un actor que representaba enteatrillos de ínfimo orden papeles de segundo galán; el admirableNeuville, tolerante y discreto, con quien la Montansier ya vieja ygloriosa, había de casarse treinta y cuatro años más tarde. Realmente,Margarita Brunet, con este último rasgo de fidelidad, tan en desarmoníacon su olvidadizo temperamento,

no

hizo

más

que

pagar

una

deuda

sagrada:Neuville, en efecto, fué quien, al mismo tiempo que conquistaba aquelcorazón ingrato, fijó su destino. Deslumbrado bajo las pupilasfulgurantes y arcanas de su ídolo, el modesto actor repetía:

«Has nacido para actriz. ¿Por qué no te atreves? Yo te aseguro que enlos «papeles» de reina, habías de estar muy bien.»

Al cabo, la Montansier se decidió, y protegida por algunos personajesacaudalados, tomó en arrendamiento el teatro de Rouen. Así comenzó sucarrera de empresaria aquella mujer excepcional, que mandó construir elteatro del Havre y tuvo en París dos teatros suyos, por los cuales,durante sesenta años, desfilaron las actrices y actores más célebres deaquella época: Mlle. Mars, la intérprete feliz de Molière y de Marivaux;la Monvel, las hermanas Sainval, el célebre Dugazón, maestro de Talma;el gracioso Brunet, el solemne Grammont, que murió decapitado;Tiercelin... y otros muchos. Y los autores festivos entonces más enboga: Dorvigny, Martainville, Aude...

El primer «paso largo» hacia la Fortuna lo dió Margarita Montansier enVersalles, hallándose de directora en la «Sala» de la calle Sator.

Representábase aquella noche una obra de Fabart, titulada

«LosSegadores», y el coro cantaba alegremente alrededor de una olla en laque humeaba una sopa de coles. El olor de la frugal comida impresionó ála reina María Antonieta, quien de incógnito y acompañada de la princesade Lamballe, presenciaba la función desde un palco proscenio. MaríaAntonieta quiso probar la sopa, y de este modo, ella y la Montansier seconocieron y fueron amigas. Poco después, y merced al favor de la Reina,Margarita construyó en la calle Réservoirs otro teatro más grande ylujoso, que llegó á ser una especie de

«antesala» de la ComediaFrancesa, ya que allí debían examinarse todos los artistas que aspirabaná pisar el escenario sagrado de la calle Richelieu.

Tantos quehaceres no bastaban á satisfacer ni la actividad ni laambición de la joven actriz, quien la noche del 12 de Abril de 1790,abría, con el nombre de «Teatro Montansier», las puertas del clásicocoliseo del Palais-Royal. La inauguración fué un éxito completo.Representáronse «Los esposos descontentos», ópera cómica de Dubuisson yStorace, y «El sordo», comedia en tres actos, de Desforgues; y elpúblico, que había pagado los palcos á dos y tres libras, no cesó deaplaudir á los artistas. La Montansier y Neuville estaban encantados; elempresario, un buen

abate

llamado

Bouyon,

que

amaba

á

la

Montansierpaternalmente, y á quien años después, en un motín, colgaron de unfarol, se frotaba las manos...

Amén de una inteligencia siempre despierta y de una voluntad que jamásconoció los desmayos y cobardías de la fatiga, la Montansier poseía eldon de la oportunidad; esa rara virtud, casi omnipotente, que guarda elhito de todas las victorias.

En el mes de Junio de aquel mismo año, el Gobierno, que anhelabacelebrar el primer aniversario del asalto de la Bastilla y comprendíaque los trabajos de demolición estaban muy atrasados, invitó al pueblo átomar parte en ellos.

«Esta invitación cívica—dicen Bordier y Chartón en su

«Historia deFrancia»,—electrizó todas las cabezas; las mujeres participaron delgeneral entusiasmo y lo propagaron; los estudiantes, los seminaristas,hasta los mismos frailes, dejaban sus claustros y corrían al Campo deMarte, con un pico al hombro».

La Montansier no fué la última en corresponder al patrióticollamamiento, y secundada por el obediente Neuville, cerró su teatro yacudió al Campo de Marte, al frente de una risueña compañía compuesta deautores, músicos y comediantes.

Muchas mujeres imitaron su ejemplo, yesto aumentó su popularidad. Ella, finalmente, decretó el traje que lasparisinas que deseasen contribuir á la patriótica labor, debían de usar.Era algo muy frívolo, muy de bazar, pero muy bonito: un trajecillo demuselina gris, que disimulase bien el polvo; medias y zapatos del mismocolor, y un ancho sombrero de paja adornado por una escarapela. En losdiminutos azadones que esgrimían, ardían flores y cintas tricolores...

Además de actriz notable y de empresaria de iniciativas y recursosinagotables, fué la Montansier una de esas mujeres envolventes enquienes el arte de sumar simpatías y de saber servirse de ellas, es algoinnato y natural. Así, en su casa, que un corredor ponía en comunicacióncon su teatro, Margarita reunía todas las noches á los prohombres deaquella época de furiosas tormentas políticas, y bajo los ojosconciliadores, un poco burlones, de la actriz, los Montañeses y losGirondinos deponían sus odios pasajeramente y se daban las manos.Sentados indolentemente

sobre

los

largos

divanes

de

aquella

casaindulgente, artistas llenas de belleza y de gracia, y hombres temiblesllenos de voluntad, hablaban de política ó charlaban de amor: allí seconocieron el actor Volange y el duque de Orleans; allí nació la amistadde Bonaparte, desconocido aún, y de Talma; por allí pasaron también lascabezas poderosas que poco después, y una tras otra, habían deacrecentar la fama siniestra de Guillotín: Camilo Desmoulins, San Jorge,Barrás, Dantón, Marat, Robespierre...

Cuando Francia sufrió la acometida de las naciones coaligadas, laMontansier, queriendo disipar el mal recuerdo de su amistad con ladifunta María Antonieta, organizó y puso bajo las órdenes inmediatas deNeuville un lucido batallón compuesto de actores, autores, figurantes ymaquinistas. También se alistaron como cantineras y Hermanas de laCaridad, varias actrices. Este pelotón de voluntarios se portóbizarramente en la sangrienta jornada de Jemmaques, donde el generalDumouriez se cubrió de gloria. Entonces la Montansier, que así sabíavencer como

sacar

partido

de

sus

victorias,

formó

una

compañíadramática, al frente de la cual corrió á reunirse con sus compañeros, ysobre el mismo campo de batalla dió, para recreo y esparcimiento de lastropas, una función teatral al aire libre.

Estos rasgos magistrales de ingenio y de oportunismo, no bastaron, sinembargo, á serenar la desconfianza que inspiraba á los demagogos, y laComunne la encarceló, so pretexto de que el

«Teatro Nacional»,levantado por la Montansier en la plaza de Louvois, y que luego se llamó«Teatro de la República y de las Artes», fué construído «con objeto depoder quemar á mansalva la Biblioteca Nacional».

Cuando la Montansier recobró la libertad, su voluntad, nunca domada, auntuvo bríos para dirigir otras campañas teatrales, organizar compañíasnuevas y exigir al Gobierno, como indemnización á los daños que la habíaocasionado injustamente,

¡siete millones de francos!...

Pero ya la Montansier se sentía vieja, usada; sus antiguos amigos yprotectores habían muerto, y su espíritu, aunque siempre animoso, habíaperdido aquella elasticidad rebelde de los años tempranos. Entonces lacélebre aventurera miró á Neuville, el bondadoso Honorato, su primero ytambién su último amor, y se casó con él...

Falleció la Montansier el día 13 de Julio de 1820, á la edad de noventaaños. El público que concurría á los jardines del Palais-Royal, conocíade vista á esta viejecita de cabellos plateados, que todas las tardes,desde su ventana, posaba la mirada de sus largos ojos inteligentes sobreaquella multitud, donde ya no quedaba ninguno de los hombres que laamaron.

Con esta mujer empieza la historia del Teatro francés en el sigloXIX...

OCTAVIO MIRBEAU

Es Octavio Mirbeau, antes que nada, un gran descontento, un atrevidoremovedor de ideas, un «profesor de energías», que diría Barrés, ytambién un filántropo. Descendiente de una antigua familia de notarios,creeríase que en él se reconcentró el espíritu de protesta de todos sustataradeudos, almas mollares, pensamientos

apagados

sin

luchas,voluntades

pacíficas

envejecidas

mansamente

en

la

uniformidadperdurable,

horriblemente triste, de los despachos notariales. Mirbeausiente odio hacia aquella quietud que encorvó la espalda de suspredecesores y su verbo, á ratos impetuoso y flamante como el de Hugo,excita á los vastos combates, desdeña á los hipócritas, maldice de losrutinarismos sociales y descubre á los vencidos y á los débiles el fuegosanto de las rebeliones.

Mirbeau es normando; desde niño amó el peligro; era ágil, fuerte yviolento; sus compañeros le temían; muchas veces, para acreditar suvalor, se arrojaba ante los coches que pasaban por la carretera deTréviéres, su pueblo natal. Cursó la segunda enseñanza en un colegio dejesuítas, del que salió, como su desdichado «Sebastián Roch», llevandoen el alma, «el odio al cura, odio inagotable y fecundo, capaz de llenartoda una vida».

A los veintidós años entró, como crítico de artes, en la redacción de El Orden, desde cuyas columnas defendió los atrevimientosrevolucionarios de Rodin, Pissaro, Claudio Monet, etc.; pero la novedadde sus opiniones y las violencias de su estilo, le dejaban cesante pocodespués. Entonces, imitando el ejemplo de un amigo recién venido deConchinchina, dedicóse á fumar opio, deseando conocer por sí mismo lastorturas que tanto celebraron Baudelaire y Quincey. El exquisito venenode Oriente, le trastornó; dominado por una melancolía invencible, pasabalos días sentado, sumido en un largo ensueño sin impulsos, esperando lasrevelaciones de la Pereza, esa gran amiga de los artistas, que Gautierllamó «la décima musa»; comiendo un huevo crudo cada veinticuatro horasy fumándose algunos días ciento ochenta pipas. Esta situación duróvarios meses.

Después de ser subprefecto en Ariege una corta temporada, OctavioMirbeau regresó á París, donde reanudó en Le Gaulois sus tareasperiodísticas. De pronto, y cediendo tal vez á una pasión que había deserle fatal, acometió temerarias operaciones bursátiles, que leprocuraron ganancias copiosas. Pero luego, herido por una gran traición,huyó de Francia y compró un barco pesquero, sobre el que anduvonavegando dieciocho meses por los mares británicos, lejos de lahumanidad traidora que le había lastimado.

Vuelto á la vida literaria, publicó «El comediante», folleto terrible,que le valió una contestación inolvidable de Cocquelin y el odio detodos los actores, quienes, reunidos en asamblea general,

prometierondedicar

á

monsieur

Mirbeau

«su

indiferencia y su desdén». De estovengóse Mirbeau, fundando con Pablo Hervieu y Groselande, Las Muecas,hebdomedario satírico que fustigó con crueldades juvenalescas á lasfiguras capitales del teatro francés.

Las tres novelas que fijan