El Tesoro Misterioso by William Le Queux - HTML preview

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Ansiaba febrilmente volverme a Londres, pero no podía hacerlo hasta noterminar por completo mis investigaciones. Pasó una semana entera, yCarlini, con su hijo político como auxiliar en el asunto, joven decabellos negros y de la clase baja, estableció vigilancia, día y noche,sobre la casa del número 8, pero fue inútil. Paolo Melandrini noapareció a reclamar la carta llegada de Inglaterra, que lo estabaesperando.

Una noche, Carlini me trajo la carta para que la viera, pues habíaconseguido que la vieja sirvienta se la diera, mediante un prudentesoborno de veinte francos. En mi pieza pusimos a calentar una pava, conel vapor despegamos el sobre y sacamos la hoja de papel que habíadentro.

Era de Blair. Estaba escrita en inglés, fechada dieciocho días atrás enLondres, plaza Grosvenor, y decía lo siguiente:

«Me veré con usted, si en efecto lo desea. Llevaré los papeles yconfiaré a usted la misión de emplear personas que sepan guardarsilencio. Dirija su contestación a la dirección siguiente: Señor JuanMarshall.—Birmingham.— B. B. »

El misterio aumentaba. ¿Por qué Blair deseaba emplear personas quesupieran guardar silencio? ¿De qué índole era el trabajo que necesitabatanto secreto?

Evidentemente, Blair tomaba todas las precauciones posibles para recibirlas cartas del italiano, indicándole que se las dirigiese, bajodiferentes nombres, a los hoteles adonde iba por una noche, y allí lasreclamaba.

Mabel habíame hablado a menudo de las frecuentes ausencias de su padre,ausencias que duraban algunas veces una, dos y hasta tres semanas, y enque no se sabía su destino ni dejaba su dirección. Ahora habían quedadoaclarados sus extraños viajes errantes.

Consumido por la mayor ansiedad, esperé día tras día, pasando horasenteras tratando de descifrar el enigma enloquecedor de la carta dejuego que tenía en mi poder, hasta que, en la mañana del 6 de marzo, enpresencia de que Carlini no tenía éxito en Florencia, me fui con él a lavieja ciudad de Lucca, adonde llegamos por la vía de Pistoya, a las dosde la tarde.

En el hotel Universo me dieron, para alojarme, ese inmenso dormitoriocon esas maravillosas pinturas al fresco, que fue ocupado por Ruskindurante tanto tiempo, y antes que el Ave María resonara a través de lascolinas y planicies, me separé de Babbo y encamineme, como turista, a lamagnífica iglesia medioeval, cuya obscuridad sólo la atenuaban las velasque ardían en los altares laterales y delante de la imagen de NuestraSeñora.

Cuando entré, estaban en el momento de las vísperas, y el silencio demuerte que reinaba en el inmenso interior del templo, era sólointerrumpido por el murmullo bajo del reverente sacerdote.

Había una docena de personas en la iglesia, todas mujeres, salvo uno—unhombre que, de pie detrás de una de las columnas circulares, esperabaallí, pacientemente, mientras las demás estaban de rodillas.

Diose vuelta rápidamente luego que oyó resonar sobre el mármol mis pasosligeros, y entonces pude verlo cara a cara.

Contuve la respiración, y luego quedé como clavado en el sitio,completamente azorado y pálido.

El misterio era enormemente más profundo de lo que yo me habíaimaginado. La realidad que se me presentaba ahora, era como para atontary hacer vacilar.

VIII

EN EL QUE SE HABLA LA VERDAD

La hermosa iglesia antigua, con sus pesados dorados, sus altaresrelucientes y sus magníficas pinturas al fresco, estaba tan entinieblas, que, al principio, recién entrado de la calle, no pudedistinguir nada bien, pero así que mis ojos se fueron acostumbrando a lasombría luz, vi, a unas pocas yardas de donde yo estaba, un rostro queme era familiar, una cara que me hizo quedar con la respiración ensuspenso y me llenó de inquietud.

De pie allí, detrás de esas pocas mujeres arrodilladas, con la débil luzoscilante de las velas de los altares iluminando suficientemente surostro, estaba aquel hombre con su cabeza inclinada reverentemente, y,sin embargo, sus obscuros ojos como cuentas parecían lanzar miradasescudriñadoras a todos lados.

Por sus facciones, facciones duras, más bien siniestras, y su barbacanosa y enmarañada que conocía por haberla visto una vez en Inglaterra,comprendí que ese era el hombre con quien Burton Blair debía habercelebrado la entrevista secreta; pero, contrario a lo que yo esperaba,me hallé que vestía el tosco hábito carmesí y el grueso cordón del monjecapuchino, presentando una figura triste y silenciosa en su actitud depie y con los brazos cruzados, mientras el sacerdote, en su espléndidavestidura, murmuraba las oraciones.

En medio de aquella silenciosa semiobscuridad sentí caer sobre mishombros un frío helado, sepulcral. El suave perfume del incienso parecíaaumentar, con ese ambiente de increíble magnificencia, de melancólicasoledad encantada, de opulencia extrañamente desproporcionada con lapobreza y suciedad que reinaba en la plaza exterior. Más allá de dondeestaba el silencioso monje, cuyos penetrantes ojos misteriosos estabanfijos en mí de una manera tan inquisitiva, se veían lejanos puntosobscuros, atravesados de trecho en trecho por rayos de lucesmulticolores que penetraban por alguna gran ventana, y mucho más allácolgaba del alto y abovedado techo la roja luz tenue de la lámpara delsantuario.

Las columnas, junto de una de las cuales estaba yo de pie, se elevabanhasta arriba, apiñadas como altos árboles del bosque, dando pruebas delpaciente trabajo de toda una generación de hombres; todas ellas talladasen la piedra viva, infinitamente durables, a pesar de la delicadeza dela obra, y transmitidas a nosotros a través de lejanos siglos deexistencia.

El monje, ese hombre cuya cara barbuda había visto en Inglaterra unavez, se había arrodillado, y estaba murmurando sus oraciones y pasandolas cuentas del enorme rosario que colgaba de su cintura.

Una mujer vestida de negro, con la cabeza cubierta con la santuzza negra que usan las mujeres de Lucca, había entrado sin hacer ruido, yestaba arrodillada a unos pocos pasos de mí. Oprimía contra su pecho auna miserable criatura de pocos meses, en cuya carita arrugada la muerteya había impreso su marca. Rezaba con fervor por ella, mientras loscirios iban gastándose gradualmente, los pobres cirios que estadesgraciada mujer había colocado delante de la humilde imagen de SanAntonio.

El contraste entre la prodigiosa opulencia del templo y losharapos de la pobre suplicante; entre la persistente durabilidad deaquellos miles de santos con vestiduras de oro, y la fragilidad de esepequeño ser sin esperanza, era cruel y aplastador.

La mujer seguía arrodillada, repitiendo en vano y obstinadamente susoraciones. Me miró, con sus ojos llenos de aflicción, adivinando lacompasión que había despertado en mí; luego volvió su mirada hacia elcapuchino, hacia ese hombre de cara dura y barba canosa que poseía laclave del secreto de Burton Blair.

Yo permanecía de pie detrás de la pesada columna, inclinadoreverentemente, pero alerta. La pobre mujer, después de una rápidamirada por todo aquel esplendor que la rodeaba, volvió, con mayoransiedad que antes, sus ojos hacia mí... sí, hacia mí, que era unextranjero desconocido. Y pensé: ¿le escucharán sus plegarias esasmagníficas imágenes divinas? ¡Ah! no lo sabía.

Yo, en su lugar, habría preferido llevar a la pobre criatura a uno deesos nichos que hay en los caminos, donde reina soberana la Virgen delos Contadini. Las madonnas y santos de Ghirlandago, Civitali y DellaQuérica, que moran en esa espléndida iglesia antigua, parecen seresceremoniosos, insensibilizados por la pompa secular. Por extraño queparezca, yo no podía creer que se ocuparían de esa pobre mujer, o de suhijo deforme y moribundo.

Las vísperas terminaron. Las figuras obscuras que habían estado enoración, se levantaron, atravesaron el piso de mármol hasta la puerta ydesaparecieron, mientras las luces eran rápidamente apagadas. La mujer,con su hijo agonizante, quedó perdida en medio de las tinieblas.

Deseando que el capuchino pasase por junto a mí, con el objeto depoderlo ver mejor, me dejé estar en la iglesia. ¿Le hablaría, opermanecería silencioso y haría que Babbo lo vigilase?

Se aproximó lentamente hacia mí, con sus grandes manos metidas en susanchas mangas de su hábito carmesí, vestidura que sólo una vez cada diezaños la renuevan los de su orden, y que usan constantemente, estén enpie o en cama.

Me había parado delante de la antigua tumba de Santa Tita, la patrona deLucca, a la cual menciona el Dante en su Infierno. En la pequeñacapilla ardía una sola luz en una gran lámpara antigua de oro, puestaallí por los orgullosos hijos de la ciudad tres siglos atrás, cuandotemieron la invasión de la peste negra. Al darme vuelta, vi que, auncuando me observaba atentamente, parecía estar esperando todavía alhombre que

¡ay! ya no existía.

Ahora que con mejor luz podía ver bien sus facciones, no vacilé enconfirmar mi anterior sospecha: era el mismo hombre que un año anteshabía conocido en la mesa de Burton Blair, en su mansión de la plazaGrosvenor.

Recordaba muy bien la ocasión. Era en junio, en el período álgido de la season londinense, y Blair me había invitado, en compañía de variosamigos solteros, a comer en su casa y después a ir al teatro Imperio. Elhombre que había encontrado vestido de religioso, con sandalias usadas,se había presentado entonces de una manera muy diferente, como unverdadero hombre de mundo, en situación próspera, con un hermosodiamante en la pechera de su camisa y en traje de comida, de corteespecialmente elegante. Burton nos lo había presentado como el señorSalvi, el renombrado ingeniero, y se había sentado en la mesa enfrentede mí, conversando en excelente inglés con todos.

Me impresionó como un hombre que había viajado mucho, especialmente porel Extremo Oriente, y, por ciertos conceptos que emitió, saqué laconclusión de que, como Burton Blair, había pasado varios años en elmar, y que era un amigo de los antiguos tiempos, anteriores al gransecreto que tan provechoso le había sido. Los demás convidados erantodos conocidos y de mi relación; dos de ellos financistas de la City,cuyos nombres eran bien familiares entre los habitués del StockExchange; el tercero, heredero de un condado, del cual ya está enposesión, y el cuarto, sir Carlos Webb, un elegante joven, de tipomoderno, perteneciente al Cuerpo de Guardias.

Después de gozar con la exquisita comida que se nos sirvió, preparadapor el famoso chef francés de Burton Blair, partimos en coche alteatro Imperio, y después de pasar un par de horas en el Grosvenor Club,concluimos la noche en el de Bachelors (solteros), del cual era miembrosir Carlos.

Mientras estaba allí parado en la penumbra silenciosa de la majestuosaiglesia, mirando aquella obscura figura misteriosa que se paseabapacientemente a lo largo de la nave, esperando al que no vendría nuncamás, recordé lo que en esa lejana noche, había despertado en mí unextraño sentimiento de disgusto contra él. En breves palabras referiréel incidente.

Después de salir del Imperio, nos paramos en la plaza Leicester parasubir a los coches que habíamos tomado, cuando oí al italiano que ledecía a Blair en su idioma:

«No me gusta ese amigo vuestro, ese que sellama Greenwood. Es demasiado curioso e inquisitivo.» Mi amigo se rió aloír esto, y le contestó: «Ah, caro mío, no lo conocéis. Es mi mejoramigo.» El italiano replicó gruñendo: «Me ha estado haciendo preguntasde importancia toda la noche, y le he tenido que mentir.» De nuevo Blairse rió, murmurando: «No es la primera vez que habéis tenido que cometerese pecado.»

«No, replicó el otro en voz baja, con la intención de queyo no lo oyera, pero, si me presentáis a vuestros amigos, tened cuidadode que no sean tan astutos o tan inquisitivos como este Greenwood. Podráser un buen sujeto, pero, aun cuando lo sea, no debe conocer,ciertamente, nuestro secreto. ¡Si lo llegase a saber, eso puedesignificar la ruina para nosotros, recordad!»

Y luego, antes de que Blair pudiera contestarle, subió a un hansom queen ese mismo momento habíase aproximado y detenido junto de la acera.

Desde entonces había alimentado una manifiesta antipatía contra esehombre que me había sido presentado con el nombre de Salvi, no porque yomire con recelo y prevención a todo extranjero, como lo hacen algunosingleses que participan tan neciamente de ese prejuicio insular, sinoporque se había esforzado en prevenir a Blair contra mí. Sin embargo, alcabo de una semana el incidente habíase borrado de mi memoria y no mehabía vuelto a acordar más de él, hasta que este inesperado y extrañoencuentro lo había renovado.

¿Sería posible que este monje, de cara bronceada por el sol, fuera elmismo hombre que tenía alquilado ese pequeño departamento en Florencia,y cuyas apariciones eran tan misteriosas y subrepticias? Tal vez sí,porque todo ese secreto de que rodeaba su domicilio, podía atribuirse alhecho de que a un capuchino no le es permitido poseer casa alguna fuerade su convento.

Esas visitas a Florencia, de tarde en tarde, era probable que lashiciera cuando lo mandaban a recorrer la campiña para recoger lasdonaciones y limosnas de los contadini, que se destinan para lospobres de la ciudad.

En toda la provincia de Toscana, ya sea en la choza del pobre, ya en elpalacio de un príncipe, el paciente, humilde y caritativo frailecapuchino es bien acogido; en la casa de todo contadino está siemprepreparado para él un pedazo de pan y una botella de vino, y en lasvillas y palacios de los ricos encuentran siempre un lugar en la sala delos sirvientes. Sería imposible calcular cuántos italianos pobres sesalvan anualmente de perecer de hambre por la sopa y el pan que todoslos días reciben en la puerta de todo monasterio capuchino. Basta decirque esta orden de hábito carmesí y de casquete negro es la más grande ysincera amiga que tiene la clase más necesitada y pobre.

Indudablemente, Babbo Carlini me debía estar esperando afuera, sentadoen las gradas de la iglesia. ¿Reconocería en este monje, reflexionabayo, la descripción que había conseguido de Paolo Melandrini, eldesconocido que debía ocupar el puesto de secretario y consejero deMabel Blair?

Las últimas personas que habían quedado rezando en la antigua capilladel Santísimo Sacramento, se habían ido, resonando sus pisadas sobre lasbaldosas hasta que hubieron desaparecido, y yo me encontré solo con lafigura silenciosa y casi extática del hombre a cuyo lado, un año antes,había estado de pie en el Grand Circle del teatro Imperio, mirando ycriticando una danza.

¿Me dirigiría a él y le recordaría nuestro conocimiento? Su abiertamanifestación contra mí me hacía vacilar. Era evidente que habíaabrigado dudas sobre mi persona aquella noche de la comida en la plazaGrosvenor; por lo tanto, en las actuales circunstancias sus sospechasaumentarían, no había duda. ¿Lo encararía audazmente y de este modo ledemostraría mi intrepidez, como también le haría saber que estaba altanto de sus subterfugios? ¿O me retiraría y vigilaría sus movimientos?

Decidí al fin hacer lo primero, por dos razones. En primer lugar, porquetenía confianza de que me hubiera reconocido como amigo de Burton; y ensegundo lugar, porque, teniendo que habérselas con un hombre de esaclase, es siempre más ventajoso y da mejor resultado proceder de unamanera franca y declarar el conocimiento de las cosas, que ocultarcuidadosamente hechos como los que yo sabía. Si le establecíavigilancia, sus sospechas serían mayores, mientras si procedíaabiertamente, podía conseguir desarmarlo.

Girando sobre mis talones, me dirigí directamente adonde se había paradoa esperar pacientemente la llegada de Blair, según parecía.

—Perdone, signore—exclamé en italiano,—pero creo, si no estoy en unerror, que nos hemos conocido... en Londres, hace un año... ¿no esverdad?

—¡Ah!—replicó, dulcificando su cara con una sonrisa al tenderme sumano grande y endurecida,—he estado cavilando todo este tiempo, señorGreenwood, si me reconocería en este traje. Me alegro mucho, muy mucho,de poder renovar nuestra relación.

Y dio mayor énfasis a sus palabras, significativas o fingidas, con unfuerte y estrecho apretón de manos.

Le expresé la sorpresa que me causaba encontrar al hombre de mundo yviajero, convertido en un monje morador de un claustro, a lo querespetuosamente me respondió en voz baja, pues estábamos dentro de unrecinto sagrado:

—Después le diré a usted todo. No es tan notable ni sorprendente comosin duda le parece a usted. Le aseguro, en mi condición de capuchino,que mi vida tranquila y meditativa es mucho más preferible que la delhombre de mundo que, como usted, se ve obligado a llevar la existenciafebricitante de la época moderna, en que se aprecia como meritorio alafortunado sin conciencia ni escrúpulos y se consideran el más grandepecado las desgracias de la vida de uno cuando llegan a descubrirse.

—Sí, comprendo bien lo que usted me dice—repliqué, sorprendido sinembargo de su afirmación y cavilando si, después de todo, no estaríatratando simplemente de engañarme.—La vida del claustro debe ser deinfinita calma y dulzura. Pero si no me equivoco—añadí,—está ustedaquí en espera de nuestro común amigo, Burton Blair, con quien teníaconcertada una entrevista.

Levantó ligeramente sus negras cejas, y podría haber jurado que mispalabras lo sobresaltaron; pero, sin embargo, ocultó con el mayorcuidado la sorpresa que le causaron, y me respondió en un tono natural ytranquilo:

—Así es. Estoy aquí para verlo.

—Entonces, siento tenerle que decir que no lo volverá a ver nuncamás—le dije en voz baja y con toda gravedad.

—¿Por qué?—tartamudeó, abriendo desmesuradamente sus negros ojosllenos de estupor.

—Porque—contesté,—porque el pobre Burton Blair ha muerto... y susecreto ha sido robado.

—¡Qué!—gritó, con una mirada de terror y una voz tan fuerte, que suexclamación repercutió bajo el alto y abovedado techo.—¡Blair muerto...y el secreto robado!

¡Dios! ¡es imposible... imposible!

IX

LA CASA DEL SILENCIO

El efecto de mis palabras sobre el corpulento capuchino, cuya figuraparecía casi gigantesca, debido al grosor de su poco artístico hábito,fue tan curioso como inesperado.

El anuncio de la muerte de Blair pareció dejarlo totalmente enervado.Parecía que había estado allí esperando, en cumplimiento al compromisohecho, completamente ignorante del fin prematuro cabido en suerte alhombre con quien lo había ligado tan íntima y secreta amistad.

—Cuénteme... cuénteme cómo ha sido—tartamudeó en italiano,—y su metalde voz era casi un murmullo, como si hubiese temido que algún curiosopudiera estar escondido en aquella soledad tenebrosa.

En pocas palabras le expliqué lo sucedido, y él me escuchó en silencio.Luego que hube terminado, murmuró algo, se persignó, y, como nosdespertaron los pasos que se aproximaban del sacristán, salimos afuera ynos dirigimos hacia la ancha plaza, que ya estaba envuelta en unasemiobscuridad.

El viejo Carlini, que estaba sentado en un banco acabando de fumar uncigarro, nos vio en el acto que aparecimos, y yo noté que abrió los ojosllenos de asombro, pero, fuera de eso, no manifestó sospecha ni hizo elmenor movimiento.

¡Poverino! ¡Poverino! —repetía el monje al caminar lentamentecosteando las viejas murallas de la en un tiempo orgullosaciudad.—¡Pensar que nuestro pobre amigo Burton ha muerto tanrepentinamente... y sin decir una palabra!

—No exactamente una palabra—le dije:—Antes de morir dio variasinstrucciones y dejó algunos encargos, entre los cuales está el haberpuesto a su hija Mabel bajo mi cuidado.

—Ah, la pequeña Mabel—suspiró.—Ya hace ciertamente diez años desdeque la vi en Manchester. Era entonces una criatura como de once años,alta, de cabellos negros, bonita, muy parecida a su madre... ¡pobremujer!

—¿Conoció usted a su madre?—le pregunté con cierta sorpresa.

Movió afirmativamente la cabeza, pero se negó a dar mayores informes.

Cuando nos encaminábamos hacia el Ponto Santa María, la puerta de laciudad, donde los empleados de uniforme del dazio estaban sin hacernada pero listos para cobrar el impuesto sobre todo artículo de consumo,aun cuando fuese bien insignificante, que entrara por allí, se volvió depronto a mí y me inquirió:

—¿Cómo ha sabido que yo tenía combinada una cita para esta noche connuestro amigo?

—Por la carta que le escribió usted, y que se encontró en su valijadespués de su muerte—respondí con franqueza.

Lanzó un gruñido de evidente satisfacción. Yo supuse, en verdad, quedebía estar receloso de que Burton antes de morir me hubiera dado aconocer algunos detalles de su vida. Recordé en ese momento el curiosoenigma cifrado que se encerraba en la carta de juego, pero no hice lamenor alusión sobre ello.

—¡Ah! ¡ya veo!—exclamó al punto.

Pero si esa pequeña bolsita, o lo que fuera, que siempre llevabaconsigo, oculta entre sus ropas o suspendida alrededor de su cuello, seha perdido, ¿no significa que ha habido en esto una tragedia, es decir,un robo y un asesinato?

—Hay marcadas sospechas—contesté,—aun cuando, según los médicos, hamuerto debido a causas puramente naturales.

—¡Ah! ¡no creo!—exclamó el monje, cerrando los puños fieramente. Unode ellos ha conseguido al fin robar esa bolsita que él guardó siemprecon tanto cuidado, y estoy convencido de que se ha cometido el asesinatopara ocultar el robo.

—¿Uno de cuáles?—pregunté ansiosamente.

—Uno de sus enemigos.

—¿Pero sabía usted lo que contenía esa bolsita?

—Jamás me lo quiso decir—fue la respuesta del capuchino, mirándome delleno a la cara.—Sólo me dijo que su secreto estaba encerrado dentro deella... y tengo motivos para creer que así era.

—¿Pero usted conocía su secreto?—le interrogué, con los ojos fijos enél.

Noté por el cambio que se produjo en su semblante, moreno, cuánto lohabía alarmado mi pregunta.

Ya no podía negar completamente su ignorancia, pero, no había duda,estaba buscando algún medio de engañarme.

—Sólo sé lo que me explicó de suyo—respondió.—Y no fue mucho, porque,como usted lo sabe, era un hombre muy reticente. Me refirió, hace muchotiempo, sin embargo, las circunstancias un tanto románticas en que loconoció a usted, qué buen amigo fue con él antes que la suerte lesonriera, y cómo usted y su amigo (he olvidado su nombre) pusieron aMabel en el colegio en Bournemouth, arrancándola de esa vida de fatiga ycaminatas errantes que Burton había emprendido.

—Pero ¿por qué andaba vagando de esa manera por los caminos?—lepregunté.—

Para mí ha sido siempre un enigma.

—Y para mí también. Creo que se ocupaba en buscar la clave del secretoque llevaba consigo, el secreto que le ha legado a usted, según me hadicho.

—¿No le recordó a usted nada más?—inquirí, recordando que este hombredebía haber sido amigo antiguo de Blair, por las observaciones que habíahecho sobre Mabel, cuando era niña.

—Nada más. Su secreto le perteneció siempre, y no lo reveló a nadie,pues temía ser traicionado.

—Pero ahora que está en otras manos, ¿qué es lo que ustedpresupone?—le dije, caminando siempre a su lado, porque ya habíamossalido de la ciudad e íbamos por ese ancho camino sucio que conduce alpuente Mariano y continúa ascendiendo hacia las montañas, en unaextensión de quince millas, hasta ese frondoso y bastante alegre puntode verano, bien conocido de todos los italianos y algunos ingleses, quese llama los Baños de Lucca.

—Por lo que supe en Londres cuando tuvimos ocasión deconocernos—contestó mi compañero, muy gravemente,—presupongo que elsecreto del pobre Blair ha sido robado de una manera muy ingeniosa, yque la persona en cuyo poder está ahora, sabrá sacar buen provecho deél.

—¿En perjuicio de su hija Mabel?

—Ciertamente. Ella deberá ser la principal víctima, la que tenga másque perder—

contestó, con una especie de suspiro.

—¡Ah, si él hubiera confiado a alguien sus asuntos, podría, conociendola verdad, combatir esa astuta conspiración! Pero parece que todos, comoen efecto sucede, estamos en la más completa obscuridad. ¡Aun susabogados nada saben!

—¡Y usted, a quién el secreto ha sido legado, lo haperdido!—añadió.—Sí, señor, la situación es, ciertamente, muy crítica.

—En este asunto señor Salvi—le dije,—como amigos del pobre Blair,debemos esforzarnos en hacer todo lo que podamos para descubrir ycastigar a sus enemigos.

Dígame, por lo tanto ¿conoce usted el origen dela vasta fortuna de nuestro desgraciado amigo?

—Aquí no soy el señor Salvi—fue la réplica tranquila del monje.—Meconocen como fray Antonio de Arezzó, o, más breve, fray Antonio. Elnombre de Salvi me lo dio el pobre Blair, que no quiso introducir entresus amigos mundanos a un monje capuchino. En cuanto al origen de sufortuna, creo que conozco la verdad.

—Entonces ¡dígamela, dígamela!—grité lleno de ansiedad.—Puede ser quenos dé el hilo para saber quiénes son esas personas que han conspiradocon tanto éxito contra él.

De nuevo el monje volvió hacia mí sus penetrantes ojos obscuros, esosojos que en las tenues tinieblas de San Frediano parecían tan llenos defuego y también de misterio.

—No—contestó, en un tono duro y decisivo.—No tengo permiso para decirnada. El ha muerto, dejemos descansar su memoria.

—¿Pero por qué?—inquirí.—En estas circunstancias de graves sospechas,y en que el secreto, que por derecho me pertenece, ha sido robado, esdeber de usted seguramente explicar lo que sabe, con el fin de quepodamos obtener un hilo que nos guíe. Recuerde también que el porvenirde su hija depende del descubrimiento de la verdad.

—No puedo decirle nada—repitió.—Mis labios están sellados por muchoque lo sienta.

—¿Por qué?

—Por un juramento que hice hace años, antes de entrar en la orden decapuchinos—

respondió. Luego, después de una pausa, añadió, con unsuspiro:—Todo es muy extraño... mucho más extraño de lo que ningúnhombre ha soñado, tal vez... pero no puedo decirle nada, señorGreenwood, absolutamente nada.

Me quedé silencioso. Sus palabras habían sido demasiado mortificantes yenigmáticas, como también decepcionantes. Todavía no había podido sabersi en realidad era mi enemigo o amigo.

En ciertos momentos parecía sencillo, franco y sincero, como lo sontodos los de su orden religiosa; pero en otros parecía haber dentro deél esa notable astucia, hábil diplomacia y penetrante doble vista deljesuita.

El hecho mismo de que Burton Blair, habiéndome ocultado su amistad—sies que existía amistad—con este vigoroso monje, de cara bronceada yarrugada, me hacía abrigar contra él una especie de vaga desconfianza.Y, sin embargo, cuando recordaba el tono de la carta que le habíaescrito a Blair, ¿cómo podía dudar de que su amistad, aun cuandosecreta, no fuese real y sincera? No obstante, volvían a mi memoriaaquellas palabras que le había alcanzado a oír en la plaza Leicester,las cuales renovaban en mí las dudas y cavilaciones.

Caminaba

al

lado

de

este

hombre, <