El Tesoro Misterioso by William Le Queux - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

señor

Greenwood—

respondiótranquilamente.—Esa bolsita, cuyo contenido jamás vi, ni supe lo queera, la llevó siempre consigo, ya en su bolsillo, ya pendiente delcuello, desde que vino a su poder, muchos años ha. En todos sus trajestenía un bolsillo especial para guardarla, y de noche la colocaba en uncinturón, hecho también especialmente para el objeto, que usaba bienajustado a la cintura. Creo que la consideraba como una especie dehechizo, o talismán, que, además de ser la fuente de su gran fortuna, lopreservaba de todas las desgracias y males. La razón de esto no puedodecirla, porque no la conozco.

—¿Nunca se cercioró usted de qué índole era el objeto que élconsideraba tan precioso?

—Traté muchas veces de hacerlo, pero nunca quiso revelármelo. «Era susecreto»

me decía, y no añadía una palabra más.

Reginaldo y yo habíamos tratado innumerables veces de saber lo queencerraba esa misteriosa bolsita, pero no habíamos tenido mejor éxitoque la encantadora joven que estaba de pie delante de mí. Burton Blairera un hombre raro, tanto en actos como en palabras, muy reservado ensus asuntos particulares, y, sin embargo, aunque parezca bastanteextraño, cuando la prosperidad le sonrió, convirtiose en un príncipe debondad y de nobleza.

—¿Pero quiénes eran sus enemigos?—le inquirí.

—¡Ah! eso también lo ignoro completamente—respondió.—Como usted losabe, durante los dos últimos años se ha visto rodeado por aventureros yparásitos de todas clases, como les sucede siempre a los hombres ricos,a los cuales, Ford, su secretario, ha conseguido mantener a buenadistancia. Puede ser que les fuera conocida la existencia de eseprecioso objeto, y que mi pobre padre haya sido víctima de alguna tramainfame. A lo menos esa es mi firme idea.

—Entonces, si es así, hay que informar a la policía—exclamé.—Labolsita de gamuza que él me mostró la noche de nuestro primer encuentro,se ha perdido, y aun cuando todos la hemos buscado con el mayor empeñoy cuidado, ha sido inútil. Sin embargo, ¿qué beneficio podrá reportar ala persona que la posea, si le falta la clave de lo que en ella seencierra?

—¿Pero no estaba también esa clave, sea lo que fuere, en manos de mipadre?—

preguntó Mabel Blair.—¿No fue el descubrimiento de esa mismaclave lo que nos dio todo esto que poseemos?—repitió, con esaencantadora dulzura femenina que era su más atrayente característica.

—Exactamente. ¡Pero su papá, que era tan prudente y sagaz, no debíallevar consigo ambas cosas: el problema y la clave! No puedo creer quecometiese semejante necedad.

—Ni yo tampoco. Aun cuando era su única hija, y la depositaria de todala historia de su vida, había una cosa que me ocultaba persistentemente,y era la índole de su secreto. Algunas veces he abrigado la sospecha deque tal vez no era muy honorable; que probablemente sería uno de esosque un padre no se atreve a revelar a su hija. Y, sin embargo, nadie loha acusado jamás ni le ha echado en cara un acto doloso o deshonesto.Otras veces me parecía notar en su fisonomía y maneras un sello deverdadero misterio, que me hacía pensar que el origen de nuestra fortunailimitada era extraño y romántico, y que si el mundo tenía conocimientode él, lo consideraría como una cosa increíble. Una noche que estábamossentados aquí después de la comida, y mientras fumaba, se entretuvo enhablarme de mi pobre madre, que murió en unas habitaciones de unaobscura calle de Manchester, cuando él estaba ausente en un viaje por lacosta occidental de Africa; pero en el correr de la conversación declaróque, si Londres llegaba a conocer alguna vez el origen de sus riquezas,se quedaría asombrado. «Pero—añadió—es un secreto que tengo la firmeintención de llevármelo a la tumba.»

Muy extraño era, pero estas mismas palabras me las había dicho dos añosantes, estando sentado delante del fuego en nuestras habitaciones de lacalle Great Russell, al hacerle yo alusión a su maravillosa suerte.Estaba muerto, y una de dos, o había cumplido su amenaza de destruirtoda prueba de su secreto, encerrado en la usada bolsilla de gamuza, ole había sido hábilmente robado.

La curiosa y mal escrita carta que había encontrado en el equipaje de miamigo, a la vez que me había llenado de confusión, había hecho nacer enmí ciertas sospechas que hasta ese momento no había abrigado. No le dijenada de esto a Mabel, porque no deseaba causarle mayores penas niansiedades. Desde que nos habíamos conocido la primera vez, y durantetodos los años transcurridos, siempre habíamos sido buenos amigos. Auncuando Reginaldo era quince años mayor que ella, y yo trece, creo que alos dos nos consideraba como si hubiéramos sido sus hermanos mayores.

Nuestra amistad había principiado desde el día que encontramos a BurtonBlair muriéndose de hambre y vagando por los caminos, y nos unimos paracostear, con nuestros modestos recursos, su educación y la pusimos enuna escuela de Bournemouth para que se acabara de perfeccionar.

Resolvimos que era completamente imposible permitir que una niña tanjoven y delicada anduviera vagando por toda Inglaterra sin objetodeterminado, en busca de algún vago informe secreto que parecía ser elfin de su errante padre; por lo tanto, después de aquella noche en quenos conocimos por vez primera en Helpstone, Burton Blair y su hijapermanecieron una semana como nuestros huéspedes, y al cabo de muchasconsultas y pequeñas economías, conseguimos poner a Mabel en la escuela,servicio que después ella nos agradeció con la más noble sinceridad.

Pobre criatura, cuando el destino nos hizo encontrarla, estabacompletamente debilitada y exhausta. La pobreza ya había impreso sumarca indeleble en su dulce rostro, y su belleza empezaba a marchitarsebajo el peso de los sufrimientos, decepciones y viajes errantes, cuandotan felizmente la descubrimos y nos fue posible arrancarla de esa vidade privaciones, dolorosas caminatas y fatigas, a través de interminablescaminos.

Contra lo que nosotros esperábamos, transcurrió bastante tiempo antesque pudiéramos conseguir que Blair consintiese en que su hija volvieraal colegio, porque, en verdad, tanto el padre como la hija se amabanentrañablemente y estaban muy apegados. Sin embargo, al fin triunfamos,y cuando el tosco y barbudo caminante llegó a ver realizados sus deseos,no se olvidó de agradecernos de una manera muy positiva lo que por elloshabíamos hecho. Realmente, nuestra desahogada posición actual se ladebíamos a él, porque no sólo le había regalado a Reginaldo un generosocheque que lo puso en condiciones de pagar todas las deudas que pesabansobre su negocio de encajes de la calle Cannon, sino que a mí me habíaenviado, hacía tres años, con motivo de ser el día de mi cumpleaños,dentro de una modesta caja de plata, una letra contra sus banqueros, poruna buena cantidad, lo cual me proporcionó, desde entonces, una pequeñarenta anual muy confortable.

Burton Blair nunca olvidó a sus amigos... ni tampoco perdonó una malaacción que se cometiera con él. Mabel era su ídolo, la única y verdaderadepositaria de sus secretos, y parecía todavía más extraño que ella nosupiera absolutamente nada sobre la misteriosa fuente de donde surgíansus colosales entradas.

Permanecimos sentados más de una hora en ese gran salón, cuyo mismoesplendor respiraba misterio. La señora Percival, la agradable damapatrocinadora y compañera de Mabel, viuda de cierta edad de un cirujanonaval, entró donde estábamos nosotros, pero pronto se retiró,completamente trastornada, al tener conocimiento del trágico suceso.

Cuando le comuniqué a Mabel la promesa que le había hecho a su padre,sus pálidas mejillas se cubrieron de un leve carmín.

—Ciertamente, es mucha bondad la suya, señor Greenwood, molestarse pormis asuntos—me dijo, mirándome y bajando luego sus ojosmodestamente.—Supongo que en adelante tendré que considerarlo como mitutor—y riose ligeramente, dando vuelta a su anillo en derredor de sudedo.

—No como a su tutor legal—contesté.—Los abogados de su papá serán, nohay duda, quienes ocuparán ese puesto, pero sí, más bien, como suprotector y amigo.

—¡Ah!—respondió tristemente,—creo que necesitaré ambas cosas, ahoraque ya no existe mi pobre padre.

—Hace ya más de cinco años que soy su amigo, Mabel, y, por lo tanto,confío en que me permitirá cumplir la promesa que hice a supapá—exclamé, poniéndome de pie delante de ella y hablándole conprofunda solemnidad.—Sin embargo, desde el principio debemosentendernos de una manera clara y formal. Por consiguiente, permítame,Mabel, que le hable en este momento con toda la mayor ingenuidadposible, como un hombre lo debe hacer con una mujer que es su verdaderaamiga. Es usted joven, Mabel, y... vamos, usted lo sabe, muy... muybella...

—No, señor Greenwood, le aseguro que hace usted muy mal en decireso—me interrumpió, sonrojándose al escuchar mi cumplimiento.—Estoyconvencida de que...

—Escúcheme, le ruego—continué con fingida severidad.—Es usted joven,muy bella y rica; posee, por lo tanto, los tres atributos necesarios quehacen que una mujer sea preferida en nuestra actual época moderna, yaque ahora se estiman en tan poca cosa el amor y los sentimientos. Bienentonces; las personas que observen nuestra íntima amistad declararán,no hay duda, con mala intención, que estoy tratando de casarme con ustedpor su dinero. Estoy seguro de que el mundo dirá esto, pero yo quieroque usted me prometa refutar en el acto semejante afirmación. Deseo queusted y yo seamos amigos firmes y sinceros, como lo hemos sido siempre,sin el más ligero pensamiento de afecto recíproco. Puedo admirarla, comosiempre la he admirado, lo declaro ahora, pero todo amor de mi partehacia usted está completamente descartado, teniendo presente que soy unhombre de recursos limitados. Comprenda bien, Mabel, que no deseo hacerméritos por lo pasado, ahora que su padre no existe y se encuentra ustedsola. Comprenda también, desde el principio, que al tenderle mi mano lohago como amigo sincero, lo mismo que lo haría con Reginaldo, mi antiguocondiscípulo y mejor amigo, y que, en adelante, defenderé sus interesescomo si fuesen los míos propios.—Y, entonces, le tendí mi mano.

Durante un momento vaciló, porque mis palabras, al parecer, le habíanproducido la más profunda impresión.

—Muy bien—dijo tartamudeando, y me miró a la cara un segundo.—Es unconvenio, si así lo quiere usted.

—Deseo, Mabel, cumplir la promesa que le hice a su padre. Como ustedsabe, tengo para con él una gran deuda de gratitud por su generosidad, yanhelo, por consiguiente, como prueba de mi agradecimiento, ocupar sulugar y proteger a su hija, proteger a usted, Mabel.

—¿Pero no somos, acaso, nosotros dos, mi padre y yo, los que estamos,en primer término, endeudados con usted?—exclamó.—Si no hubiera sidopor la benevolencia del señor Seton y de usted, yo habría seguidovagando, tal vez, hasta morir en algún camino.

—¿Y qué es lo que su papá buscaba?—le pregunté.—Seguramente, él se lodebió decir.

—No, nunca me lo dijo. Ignoro la razón que tuvo para andar tres añosrecorriendo toda Inglaterra. Tenía un fin expreso, no hay duda, que alcabo realizó, pero jamás me reveló lo que era.

—Supongo que debía ser algo que se relacionara con el objeto quellevaba siempre consigo, ¿no es verdad?

—Creo que sí—fue su contestación. Luego añadió, volviendo a susobservaciones anteriores.—¿Por qué habla usted de su deuda para con él,señor Seton, cuando yo bien sé que usted, con el fin de poder pagar lapensión de mi colegio en Bournemouth, vendió su mejor caballo, y nopudo, por consiguiente, gozar de sus cacerías esa temporada? Se privóusted del único placer que tenía, para que yo pudiera estar en lasmejores condiciones posibles.

—Le prohíbo que vuelva a mencionar eso—le dije rápidamente.—Recuerdeahora que somos amigos, y que entre amigos no puede haber cuestiones dedeudas.

—Entonces no debe usted hacer alusión a los pequeños servicios que mipadre le hizo—respondió riendo.—¡Vamos, voy a ser ingobernable, siusted no sabe cumplir la parte que le toca en el convenio!

Y así fue cómo nos vimos obligados, desde ese momento, a renunciar atodo, y volver a reanudar nuestra amistad sobre una base firme yperfectamente bien definida.

Sin embargo, ¡qué extraño era! La belleza de Mabel Blair, alcontemplarla de pie, delante de mí, en aquella magnífica mansión, queahora le pertenecía exclusivamente, era, no hay duda, capaz detrastornar la cabeza de cualquier hombre que no fuese un juez severo oun cardenal católico; muy diferente, por cierto, de la pobre niña,desmayada y sin fuerzas, que por primera vez vi caída, junto al camino,en medio del triste crepúsculo invernal.

V

EN EL CUAL EL MISTERIO AUMENTA CONSIDERABLEMENTE

La desaparición o pérdida del precioso objeto, documento o lo que fuese,encerrado dentro de la bolsita de gamuza, que el muerto había conservadotan cuidadosamente durante tantos años, era ahora, por sí sola, unacircunstancia muy sospechosa, mientras las vagas pero firmes aprensionesde Mabel, que no quería o no podía definir, habían despertado en mínuevos recelos sobre la muerte de Burton Blair, recelos que me hacíanpensar que había sido víctima de una infamia.

En el acto que me despedí de ella, me encaminé a Bedford Row, donde tuveotra consulta con Leighton, al cual le expliqué mis serios temores.

—Como ya le dije, señor Greenwood—exclamó el abogado cuando hubeterminado, recostándose en su silla y mirándome gravemente a través desus anteojos,—creo que mi cliente no ha fallecido de muerte natural. Ensu vida ha habido algún misterio, alguna extraña circunstancia románticaque, desgraciadamente, nunca creyó conveniente confiármela. Poseía unsecreto, según me dijo, y, debido al conocimiento de ese secreto,obtuvo su gran fortuna. Hace media hora que he hecho un cálculoaproximado del valor actual de sus bienes, y, por lo bajo, creo que lasuma pasará de dos y medio millones de esterlinas. Pero decirle, enconfianza, que el total de esta fortuna pasa derecho a su hija,exceptuando varios legados, entre los cuales están incluidas diez millibras para el señor Seton y otras diez mil para usted; dos mil para laseñora Percival, y algunas pequeñas sumas para los sirvientes.Pero—añadió,—hay una cláusula en el testamento muy enigmática, y quele afecta a usted íntimamente.

Como ambos tenemos sospechas de que se hacometido un acto infame, pienso que puedo mostrársela ahora mismo, sinaguardar el entierro de mi infortunado cliente, y la lectura formal desu testamento.

Se levantó, y de una gran caja negra de papeles, con la siguienteinscripción:

«Burton Blair, Esquire», sacó el testamento del muerto, y,abriéndolo, me mostró la siguiente cláusula:

«(10) Dono y lego a Gilberto Greenwood, de Los Cedros, Helpstone, labolsita de gamuza que se encontrará en mi persona en el momento de mimuerte, con el objeto de que pueda sacar provecho de lo que hay dentrode ella, y como compensación de ciertos servicios valiosos que me hizo.Pero es preciso que recuerde siempre esta rima: Henry the Eighth was a knave to his queens, He'd one short of seven—and nine or ten scenes!

y que sepa ocultar muy bien el secreto a todos los hombres, exactamentecomo yo lo he hecho.»

Era todo. ¡Una cláusula extraña, ciertamente! ¡Burton Blair, después detodo, me había legado su secreto; el secreto que le había dado sucolosal fortuna! Sin embargo, había desaparecido... robado,probablemente, por sus enemigos.

—Es una copla curiosa—sonrió el abogado.—Pero el pobre Blair tenía,según creo, poca cultura literaria. Poseía mayores conocimientos marinosque poéticos. Empero, después de todo, la situación es bien molesta eintrigada para usted, el secreto del origen de la enorme fortuna de micliente le ha sido legado, y, ahora, se encuentra con que le ha sidorobado de esta extraña manera.

—Pienso que sería mejor consultar a la policía, y explicar nuestrassospechas—dije con amarga pena al ver que la bolsita de gamuza habíacaído en otras manos.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor Greenwood. Iremosjuntos a la Scotland Yard y solicitaremos que inicien las pesquisasnecesarias. Si, en efecto, el señor Blair ha sido asesinado, entonces elcrimen se ha cometido de la manera más secreta y notable, para decir lomenos posible. Pero hay otra cláusula en el testamento, que es algoinquietante, y que se relaciona con su hija Mabel.

El testador ha designado como su secretario y administrador de susbienes, a una persona desconocida para mí, de quien nunca he oídohablar: a un tal Paolo Melandrini, italiano, que, según parece, vive enFlorencia.

—¡Qué!—grité, atónito.—¡A un italiano para secretario de Mabel!¿Quién es ese hombre?

—Una persona que no conozco, como ya he dicho, cuyo nombre, en verdad,nunca se lo oí mencionar a mi cliente. Cuando hice el testamento, nohizo más que dictármelo para que yo lo escribiese.

—¡Pero eso es absurdo!—exclamé.—Ciertamente que no es posible permitausted que un extranjero desconocido, que bien puede ser un aventureropor todo lo que sabemos, tenga completo contralor sobre sus bienes.

—Temo que no se pueda evitar—replicó Leighton, gravemente.—Aquí estáescrito, y nos veremos obligados a comunicarle a este hombre, sea quiensea, su nombramiento, con un sueldo de cinco mil libras anuales.

—¿Y tendrá, en efecto, completo poder sobre sus asuntos?

—Absolutamente. Para decir verdad, ella hereda toda la fortuna con lacondición de que acepte a este individuo como su secretario y consejeroconfidencial.

—¡Blair debía estar loco!—exclamé.—¿Conoce Mabel a este misteriosoitaliano?

—No ha oído nunca nada sobre él.

—En ese caso, pienso que antes de informarlo de la muerte del pobreBlair y de la buena fortuna que le aguarda, debemos, por lo menos,descubrir quién es él. De cualquier modo, podemos vigilarlocuidadosamente, una vez que esté en su puesto, y ver que no malgaste eldinero de Mabel.

El abogado suspiró, limpió lentamente sus anteojos, y observó:

—Tendrá en sus manos la administración de todo, y, por lo tanto, serádifícil saber lo que desaparece, o cuánto guarda en su bolsillo.

—Pero, ¿qué motivo pudo tener Blair, o qué se posesionó de él, parahaber dictado semejante cláusula? ¿Usted no le hizo notar la locura quecometía?

—Sí, se lo hice notar.

—¿Y qué le dijo?

—Reflexionó un momento, pensó mis palabras, suspiró, y luego mecontestó: «Es imperativo, Leighton. No tengo otra alternativa.» Por esohe sospechado que procedió así bajo presión.

—¿Cree usted que este extranjero estaba en condiciones de exigírselo?

El abogado sacudió afirmativamente la cabeza. Era evidente que élopinaba que existía una razón secreta para introducir en la casa deMabel a este desconocido, razón sólo conocida por Burton Blair y esteindividuo. Me pareció extraño que Mabel no me lo hubiera dicho, peroquizá habría vacilado al manifestarle yo la promesa que le habría hechoa su padre, y en vista de eso, no se habría animado a herir missentimientos. La situación se hacía, cada hora que pasaba, másmisteriosa y complicada.

Yo estaba, sin embargo, decidido a efectuar dos cosas: primero,recuperar el objeto más precioso del millonario, el cual me lo habíalegado junto con la orden expresa de recordar esa copla extraordinaria,que se había impreso en mi mente; y segundo, hacer averiguacionessecretas

sobre

este

extranjero

desconocido,

que

tan

repentinamentehabía aparecido tomando parte en el asunto.

Aquella misma tarde, a eso de las seis, habiéndome reunido conReginaldo, pues así lo habíamos convenido, en el estudio del señorLeighton, los tres subimos a un coche y nos dirigimos a la ScotlandYard, donde tuvimos una larga conferencia con uno de los oficialessuperiores de la policía, a quien explicamos las circunstancias ynuestras sospechas de que se hubiera cometido un crimen.

—Voy a ordenar, por cierto, que se hagan averiguaciones en Manchester yen otras partes—contestó al fin,—pero como el testimonio médico hademostrado tan concluyentemente que ese caballero ha muerto por causasnaturales, no me es posible abrigar muchas esperanzas de que nuestrodepartamento policial de detectives o el de Manchester pueda ayudarles.Los motivos que alegan ustedes para suponer que ha sido víctima de unacto infame, son muy vagos, como deben ustedes mismos reconocerlo, y,según mi entender, la única base verdadera que tienen para estassospechas es el robo de ese documento, objeto o lo que sea, que llevabaconsigo. Sin embargo, no se mata a un hombre, por lo general, a la plenaluz del día, con el fin de cometer un robo, que cualquier ratero hábillo puede hacer sin recurrir a ese medio. Además, si sus enemigos orivales sabían lo que era o conocían la costumbre que tenía de llevarlosiempre consigo, habrían podido apoderarse de él fácilmente sinasesinarlo.

—Pero él estaba en posesión de cierto secreto—observó el abogado.

—¿De qué índole era el secreto?

—Desgraciadamente, no tengo la menor idea sobre ello. Nadie lo conoce.Todo lo que sabemos es que su posesión lo sacó de la pobreza y loenriqueció, y que había una persona, por lo menos, que estaba ansiosapor conseguir poseerlo.

—Naturalmente—observó el anciano director auxiliar de la oficina deinvestigaciones criminales.—Pero ¿quién es esa persona?

—Tengo la desgracia de no saberlo. Mi cliente me lo manifestó hará unaño, pero no me indicó ningún nombre.

—¿Entonces, no abriga usted sospechas sobre alguien, sea quien sea?

—A nadie puedo señalar. La bolsita de gamuza, dentro de la cual estabael documento u objeto, ha sido robada, y este hecho ha despertadonuestros recelos.

El enjuto y grave empleado movió la cabeza muy dudosamente.

—Esa no es bastante base para fundar una sospecha de asesinato,especialmente cuando hay que tener en cuenta que poseemos todos lostestimonios de la pesquisa que se ha efectuado, de la autopsia y delveredicto unánime del jurado de los coroner. No, caballeros—añadió,—noencuentro un fundamento serio para abrigar sospechas verdaderas. Despuésde todo, puede ser que el documento no haya sido robado. Parece que elseñor Blair era de un carácter algo excéntrico, como muchos hombres querepentinamente surgen y se elevan en el mundo, y es posible lo hayaocultado en algún punto seguro. Para mí, esto me parece que es lo másprobable, especialmente cuando él había expresado el temor de que susenemigos trataran de apoderarse de él.

—¡Pero, si hay sospecha de crimen, es deber de la policía investigarlo,ciertamente!—exclamé yo, con algún resentimiento.

—Convencido. Pero ¿dónde está la sospecha? Ni los médicos, ni elcoroner, ni la policía local, ni el jurado, abrigan la menor duda de queno ha muerto por causas naturales—arguyó.—En este caso, la policía deManchester no tenía derecho ni necesidad de intervenir en el asunto.

—Pero ha habido un robo.

—¿Qué prueba tienen ustedes de eso?—preguntó, levantando sus cejasencanecidas y golpeando la mesa con su pluma.—Si pueden ustedesdemostrarme que se ha cometido un robo, entonces pondré en movimientolas varias influencias bajo mi mando. Por el contrario, ustedes sólosospechan que esa bolsita, cuyo contenido se ignora, ha sido robada. Sinembargo, puede ser que esté oculta en algún punto difícil de descubrir,pero, no obstante, bien segura. Como ustedes tres, empero, sostienen queel desgraciado caballero ha sido asesinado con el fin de apoderarse deeste misterioso y pequeño objeto, que él guardaba con tanto cuidado, mecomunicaré con la policía de la ciudad de Manchester y le pediré quehagan todas las averiguaciones que le sea posible. Más que eso,caballeros—añadió suavemente,—temo que mi departamento no puedaayudarles.

—Entonces, todo lo que me queda que responder—observó el señorLeighton, duramente,—es que está completamente justificada la opiniónpública sobre la futilidad de esta rama de la policía, para eldescubrimiento de los crímenes, y no dejaré de llamar la atención delpúblico en este asunto por medio de la prensa. Es, sencillamente, unavergüenza.

—Yo, señor, procedo según mis instrucciones, como también enconformidad con lo que usted mismo me ha manifestado—respondió.—Leaseguro a usted que, si yo ordenase que se hiciesen investigaciones entodos los casos en que se sospecha o se afirma que se han cometidohomicidios, necesitaría una fuerza de detectives tan grande como la delejército inglés. No pasa un día sin que reciba docenas de visitantessecretos y de cartas anónimas, todas ellas comunicando supuestosasesinatos, en que, generalmente, se mencionan personas por quienestienen algún motivo de antipatía. Dieciocho años al frente de estedepartamento pienso que me han enseñado a saber distinguir los casos quemerecen ser investigados, y el de ustedes no lo es.

Todo argumento probó ser inútil. El funcionario policial tenía laconvicción de que Burton Blair no había sido víctima de un crimen, y,por lo tanto, no podíamos esperar ninguna ayuda de él. Con marcadodisgusto nos levantamos y salimos de la Scotland Yard, volviendo aWhitehall.

—¡Es un escándalo!—declaró enojado Reginaldo.—El pobre Blair ha sidoasesinado, todo parece indicarlo, y la policía, sin embargo, no quierelevantar ni un dedo para ayudarnos a conocer la verdad, porque un médicoha descubierto que el corazón era su punto débil. Es fijar un premio alcrimen—añadió, cerrando los puños ferozmente.—Voy a referirle todo elasunto a mi amigo Mill, el miembro del Parlamento por Derbyshire delOeste, y pedirle que haga una interpelación en la Cámara de los Comunes.¡Veremos qué dice a esto el nuevo secretario del interior!

Será unapíldora bien desagradable para él, no lo dudo.

—¡Oh! ya tendrá preparada alguna disculpa oficial escrita a máquina, notema usted—rió Leighton.—Si ellos no quieren ayudarnos, nosotrosdebemos hacer las investigaciones por nuestra cuenta.

El abogado se despidió de nosotros en la plaza Trafalgar, conviniendo enreunirse con nosotros en la de Grosvenor, después del funeral, para leerformalmente el testamento delante de la hija del muerto y de sucompañera, la señora Percival.

—Y, después—añadió,—tendremos que dar pasos activos para descubrir aeste misterioso individuo que en lo porvenir deberá manejar su fortuna.

—Yo seré quien me encargue de las averiguaciones—dije.—Felizmente,hablo el italiano, y, por consiguiente, antes de comunicarle la muertede Blair, iré a Florencia y me cercioraré de quién es este hombre.

En verdad, abrigaba la sospecha de que la carta que había tomado deentre los papeles del muerto, la cual la había guardado secretamentepara mí, había sido escrita por este individuo, Paolo Melandrini. Auncuando no tenía dirección ni firma, y estaba escrita con un carácter deletra pesado y falto de educación, era, evidentemente, la carta de untoscano, pues descubrí en ella cierta ortografía fonética, que espuramente florentina. La extraña comunicación decía lo siguiente:

«Su carta me llegó esta mañana. El ceco (ciego) está en París, de pasopara Londres.

Lo acompaña la niña, y es evidente que algo saben. Por lotanto, tenga mucho cuidado.

El y sus ingeniosos amigos tratarán,probablemente, de jugarle una mala partida.

»Yo estoy todavía en mi puesto, pero el agua ha subido tres metros,debido a las grandes lluvias que se han producido. Sin embargo, laexplotación ha sido buena, así es que espero verme con usted, a la horade las vísperas, en San Frediano, en la tarde del día 6 del próximo.Tengo algo muy importante que decirle. Recuerde que «el ceco» tienemalas intenciones, y proceda en conformidad a ellas. Addio.»

Innumerables veces traduje, palabra por palabra,