El placer de los viajes es un don divino: requiere en sus adeptos unconjunto de condiciones que no se encuentran en cada boca-calle, y deahí que el criterio común o la platitud burguesa no alcanzan acomprender que pueda haber en los viajes y en las emigraciones gocealguno; sólo ven en la traslación de un punto a otro la interrupción dela vida diaria y rutinera, las incomodidades materiales; tienen queencontrarse con cosas desconocidas y eso los irrita, los incomoda,porque tienen el intelecto perezoso y acostumbrado ya a su trabajomecánico y conocido.
Pero los pocos que saben apreciar y comprender lo que significan losviajes, viven de una doble vida, pues les basta cerrar un instante losojos, evocar un paisaje contemplado, y éste revive con una intensidad devida, con un vigor de colorido, con una precisión de los detalles queparece transportarnos al momento mismo en que lo contemplamos por vezprimera y borrar así la noción del tiempo transcurrido desde entonces.
La vida es tan fugaz, que no es posible repetir las impresiones; másbien dicho, que no conviene repetirlas. En la existencia del viajero, elrecuerdo de una localidad determinada, reviste el colorido que letrasmite la edad y el criterio del observador: si, con el correr deltiempo, regresa y quiere hacer revivir in natura la impresión deantaño, sólo cosechará desilusiones, porque pasan los años, se modificael criterio y las cosas cambian. Mejor es no volver a ver: conservar lailusión del recuerdo, que fue una realidad. Así se vive doblemente.
El señor Cané parece tener pocas simpatías por esa vida, quizá porque laencuentra contemplativa, y considera que restringe la acción y la lucha.¡Error! ¡El viajero, cuyo temperamento lo lleve a la lucha, se serviráde sus viajes para combatir en su puesto, y lo hará quizá con mejorcriterio, con armas de mejor precisión que el que jamás abandonó sutertulia sempiterna!
Es lástima que el autor de En Viaje no tenga el «fuego sagrado» delviajero, porque habría podido llegar al máximum de intensidad en laobservación y en la descripción de sus viajes.
No puedo resistir al placer de transcribir algunos párrafos, verdaderaexcepción en el tono general del libro, y en los que describe a Fort-de-France, en la Martinica:
«Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortunyo de Díaz, no podrían dar idea de aquel curiosísimo cuadro. El jovenpintor venezolano que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos yme sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción deirapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensiblesde la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en laplaza unas 500 negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percalde los colores más chillones, rojos, rosados, blancos.
Todas escotadas ycon los robustos brazos al aire; los talles fijados debajo del áxila yoprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo deseda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dospequeños cuernos.
Esos pañuelos eran precisamente los que herían losojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquelrojo lacre, ardiente, más intenso aún que ese llamado en Europa lavadel Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡quése yo! En las orejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubosde órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vestidos de largacola y cortos por delante, dejando ver los pies... siempre desnudos.Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo denuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos acontemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de lasnegras martiniqueñas.
»Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve,despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje deltrabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajoel peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza... Al piedel buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa ynegra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres quetraían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las quevenían cargadas, mientras las que habían depositado su carga descendíanpor otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filasde hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismocanto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentadosobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasiscaía un rayo de luz, movía la cabeza con un deleite indecible, mientrasbatía con ambas manos, y de una manera vertiginosa, el parche de untambor
que
oprimía
entre
las
piernas,
colocadas
horizontalmente. Era unredoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba.Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, mepareció loco»...
Y termina el señor Cané su descripción de Fort-de-France con estaslíneas en que trasmite la impresión que le causó un bamboula:
«...Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montóninforme de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailandocon un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica. El tamborha cambiado ligeramente el ritmo, y bajo él, los presentes que no bailanentonan una melopea lasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombresy cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientosondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil, mientras las caderas,casi dislocadas, culebrean sin cesar. La música y la propia imaginaciónlas embriaga; el negro del tambor se agita como bajo un paroxismo másintenso aún, y las mujeres, enloquecidas, pierden todo pudor. Cadaoscilación es una invitación a la sensualidad, que aparece allí bajo laforma más brutal que he visto en mi vida; se acercan al compañero, seestrechan, se refriegan contra él, y el negro, como los animalesenardecidos, levanta la cabeza al aire y echándola en la espalda,muestra su doble fila de dientes blancos y agudos. No hay cansancio;parece increíble que esas mujeres lleven diez horas de un rudo trabajo.La bamboula las ha transfigurado. Gritan, gruñen, se estremecen, y pormomentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos. Es labacanal más bestial que es posible idear, porque falta aquel elementoque purificaba hasta las más inmundas orgías de las fiestas griegas: labelleza...
*
* *
El libro del señor Cané, es, en apariencia, una sencilla relación deviaje. Dedica sucesivamente seis capítulos a la travesía de Buenos Airesa Burdeos, a su estadía en París y en Londres, y a la navegación desdeSaint-Nazaire a La Guayra. Entonces, en un capítulo—cuya demasiadabrevedad se deplora—habla de Venezuela, pero más de su pasado que de supresente.
En seguida, en seis nutridos y chispeantes capítulos, describe supintoresco viaje de Caracas a Bogotá; su paso por el mar Caribe; elviaje en el río Magdalena, y las últimas jornadas hasta llegar a lacapital de Colombia. A esta simpática república presta preferentísimaatención el autor: no sólo se ocupa de su historia, describe a sucapital, sino que pinta a la sociedad bogotana, sin olvidar—como lo hadicho M. Groussac—el obligado párrafo sobre el Tequendama. Detiénese elautor en estudiar la vida intelectual colombiana en el capítulo, en miconcepto, más interesante de su libro, y sobre el cual volveré másadelante. El regreso le da tema para varios capítulos en que se ocupa deColón, el canal de Panamá, y sobre todo de Nueva York. Y
aquí vuelve denuevo la clásica descripción del Niágara.
Tal es en esqueleto el libro de Cané. Prescindo de los primeroscapítulos, a pesar de que insistiré sobre el de París, porque si bien sulectura es fácil, las aventuras a bordo del Ville de Brest no ofrecenextraordinario interés. Poco tema da el autor sobre Venezuela: más biendicho, deja al lector con su curiosidad integra, sobreexcitada, pero nosatisfecha. Sus pinceladas son vagas; parece como si quisiera concluirpronto, como si tuviera entre manos brasas ardientes. ¿Por qué?
En cambio, sus pinturas de Bogotá, de la sociedad y de los literatoscolombianos, es realmente seductora: nos hace penetrar en un recintohasta ahora casi desconocido por la generalidad, especie de gyneceo original causado por el relativo aislamiento de la vida de Colombia. Nome cansaré de ponderar esta parte del libro de Cané. Pocas lecturas másfructíferas, pocas más agradables; ejerce sobre el lector algo como unafascinación.
Hay ahí una mezcla sapientísima del utile cum dulci.
Por lo demás, el libro entero está salpicado de juicios atrevidos, deobservaciones profundas. La superficialidad aparente es rebuscada: elautor, sin quererlo, se olvida con frecuencia de que se ha prometidoser tan sólo un jovial a la vez que quejumbroso compañero de viaje. Alcorrer de la pluma, ha emitido juicios de una precisión y exactitudadmirables. Otras veces ha lanzado ideas que van contra la corrientegeneral. El lector no se detiene mucho en los capítulos sobre París yLondres, cuando en la rápida lectura encuentra tal o cual opinión sobreFrancia o Inglaterra. Pero poco a poco comprende que hay allí intenciónpreconcebida, y cuando llega a los capítulos
sobre
Colombia,
seencuentra
insensiblemente
engolfado en un análisis sutil de aquellaconstitución, que, según el dicho de Castelar, «ha realizado todos losmilagros del individualismo moderno». Entonces se refriega los ojos,vuelve a leer, y con asombro halla que el autor critica—y critica confuerza—el régimen federal de gobierno. Y no es la única página en queel libro ejerce una influencia sugestiva, forzando a meditar. Haypárrafos, al tratar del canal de Panamá y de los Estados Unidos, quehacen abrir tamaños ojos de asombro.
Pero sobre algunas cuestiones tuvo ya el autor un cambio de cartas conel señor Pedro S. Lamas, como puede verse en la Revue Sud-Americaine.No volveré, pues, sobre ello, siquiera por el vulgarísimo precepto de non bis in ídem.
Imposible me sería analizar con detención todas y cada una de las partesde este libro. Y ya que he dicho con franqueza cuál es la opinión quesobre él he formado, séame permitido ocuparme de algunos de losvariadísimos tópicos que han merecido la atención del autor.
*
* *
Corto es el capítulo que dedica a su estadía en París el señor Cané. Yes lástima. En esas breves páginas, hay dos o tres cuadrosverdaderamente de mano maestra. Pero el autor ha sido demasiado parco:su pluma apenas se detiene: la Cámara, el Senado, la Academia: he ahí loúnico que ha merecido su particular atención.
Los párrafos dedicados a las Cámaras son bellísimos: los retratos deGambetta, de Julio Simon y de Pelletán, perfectamente hechos.
Es, en efecto, en sumo grado interesante, asistir a los debates de lasCámaras francesas. Cuando aún estudiaba el que esto escribe en París(1879-1880), acostumbraba asistir con la regularidad que le eraposible, a las discusiones parlamentarias.
Entonces era necesario ir expresamente por ferrocarril hasta Versailles,donde aún funcionaba el Poder Legislativo.
Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestrodigno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para latribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario—sonpalabras del doctor Cané—«llegar temprano para obtener un buen sitio».
La sala de sesiones de la Cámara de Diputados era realmente espléndida.Hace parte del gran palacio de Luis XIV y es cuadrilonga. El presidenteestaba enfrente de la tribuna diplomática, en un pupitre elevado,teniendo a la misma altura, pero a su espalda, de un lado a variosescribientes, de otro a varios ordenanzas. Una escalera conducía a suasiento. Más abajo, la celebrada tribuna parlamentaria, a la que se subepor dos escaleras laterales. Detrás de ésta, y a ambos lados, una seriede secretarios escribiendo o consultando libros o papeles, sea pararecordar al presidente qué es lo que se hizo en tal circunstancia, o losantecedentes del asunto, o cualquier dato necesario.
Al pie de la tribuna parlamentaria estaba el cuerpo de taquígrafos.Entre ellos y el resto de la sala existía un espacio por donde circulabaun mundo de diputados, ujieres, ordenanzas, etcétera.
En seguida, formando un anfiteatro en semicírculo, están los asientos delos diputados, con pequeñas calles de trecho en trecho. Cada diputadotiene un sillón rojo y en el respaldo del sillón que se encuentraadelante hay una mesita saliente para colocar la carpeta en la que llevasus papeles, apuntes, etcétera.
La derecha, entonces, como hoy, era minoría; el centro y la izquierda,la gran mayoría.
Frente al cuerpo de taquígrafos encontrábanse los asientos ministerialesy para los subsecretarios de Estado.
Las fracciones parlamentarias, perfectamente organizadas, tienen susespadas como sus soldados en lugares adecuados, los unos más cerca, losotros más alejados del medio. El primero con quien tropezaba al entrarpor la puerta de la derecha era... M.
Paul de Cassagnac. El primero conquien se encontraba uno al entrar por la puerta de la izquierda era elgran orador M.
Clemenceau. El duelista de la derecha: M. de Cassagnac;el de la izquierda: M. Perrin.
La tribuna de la prensa estaba debajo de la del cuerpo diplomático. Enla misma fila están las destinadas a la presidencia de la República, alos presidentes de la Cámara y Senado, a los miembros del Parlamento,etc: todos los dignatarios tienen su tribuna especial. Más arribaestaban las llamadas galerías, donde es admitido el público, siempre quepresente sus tarjetas especiales.
Las sesiones son tumultuosísimas. Se camina, se habla, se grita, segesticula, se ríe, se golpea, se vocifera, mientras habla el orador,
alunísono.
En
presencia
de
semejante
mar
desencadenado, se comprende queel orador no sólo debe tener talento sino sangre fría, golpe de vista yaudacia a toda prueba.
La mímica le es indispensable, y la voz tiene queser tonante y poderosa para dominar aquella vociferación infernal. Tieneque apostrofar con viveza, que conmover, que hacerse escuchar.
He
asistido
a
sesiones
agitadísimas,
a
la
del
incidenteCassagnac-Goblet, a la de la interpelación Brame, y a la de lainterpelación Lockroy, que tanto conmovió a París en mayo del 79. Tiempohace de esto, pero mis recuerdos son tan frescos que podrían describiraquellos debates como si recién los presenciara.
He oído, o más bien dicho: visto, oradores que no pudieron hacerseescuchar y que bajaron de la tribuna entre los silbidos de loscontrarios y las protestas de los amigos; otros, como el bonapartistaBrame, en su fogosa interpelación contra el Ministro del Interior, M.Lepère, dominaban el tumulto; M. Lepère en la tribuna, estuvo un cuartode hora sin poder imponer silencio, en medio de una desordenadavociferación de la derecha, y de los aplausos y aprobación de laizquierda, hasta que, haciendo un esfuerzo poderoso, gritando como unenergúmeno, acalló momentáneamente el tumulto, para apostrofar a laderecha, diciendo: «vociferad, gritad, puesto que las interpelaciones noson para vosotros sino pretexto de ruidos y exclamaciones.
No bajaré dela tribuna hasta la que os calléis!...»
¡Qué tumulto espantoso! Presidía M. Senard, el viejo atleta del foro ydel parlamento francés, pero tan viejo ya que su voz débil y
susmovimientos
penosos
eran
impotentes:
agitaba
continuamente una enormecampana (pues no es aquello una campanilla) de plata con una mano, y conla otra golpeaba la mesa con una regla. Los ujieres, con gritosestentóreos de «un poco de silencio, señores— s'il vous plait, dusilence», no lograban tampoco dominar la agitación. La derechavociferaba y hacía un ruido ensordecedor con los pies; la izquierdapedía a gritos:
«la
censura,
la
censura».
Fue
preciso
amonestarseriamente a un imperialista, el barón Dufour, para que se restablecieseel silencio...
Concluye el ministro su discurso, y salta (materialmente: salta) sobrela tribuna el interpelante; vuelve a contestar el ministro, y torna denuevo el interpelante... ¡qué vida la de un ministro con semejantesparlamentos! El día entero lo pasa en esas batallas parlamentarias...supongo que el verdadero ministro es el subsecretario.
Gambetta, el tan llorado y popular tribuno, presidía cuando M.
deCassagnac desafió en plena Cámara a M. Goblet, subsecretario de Estado.Estaba yo presente ese día. ¡Qué escándalo mayúsculo! Pero Gambettadominó el tumulto, hizo bajar de la tribuna a Cassagnac, lo censuró, ycalmó la agitación.
He oído varias veces a M. Clemenceau, el gran orador radical.
Le oídefendiendo a Blanqui, el condenado comunista, que había sido electodiputado por Burdeos. Es uno de los oradores que mejor habla y que poseedotes más notables. Como uno de los contrarios (hay que advertir que laizquierda estaba en ese caso en contra de la extrema izquierda) legritara: «¡Basta!», él contestó sin inmutarse: «Mi querido colega,cuando vos nos fastidiáis, os oímos con paciencia. Nadie es juez ensaber si he concluido,
salvo
yo
mismo»,
y
después
de
este
apóstrofetranquilo, continuó su discurso...! Esa interpelación dio origen a unarespuesta sumamente enérgica por parte de M. Le Royer, entonces Ministrode Justicia.
La organización administrativa es además admirable. Las Cámaras sereúnen diariamente de 2 a 6½, y el cuerpo de taquígrafos da losoriginales de la traducción estenográfica a las 8 p. m. A las 12 p. m.se reparten las pruebas de la impresión y a las 6 de la mañana siguiente«todo París» puede leer íntegra la sesión de la tarde anterior en el Journal Officiel. Y todo esto sin contratos especiales, sin que cuesteun solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especialesal cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículaspara aquellos que están habituados a la vida europea. Recuérdese lo quepasó en 1877 entre nosotros, cuando se debatió la «cuestión Corrientes»: La Tribuna publicó las sesiones al día siguiente, y todos creyeron queera un... milagro.
Con el régimen parlamentario francés, la tarea es pesadísima para losdiputados (no tanto para los senadores), pero insostenible para losoradores. Y los ministros, que tienen que despachar los asuntos deministerios centralizados, que atender a lo que pasa en la Franciaentera, que proyectar reformas, que estudiar leyes, que contestarinterpelaciones, que preparar y corregir discursos: ¿cómo pueden hacertodo esto? A un hombre sólo le es materialmente imposible, y añádase aeso que tiene la obligación de dar reuniones periódicas, bailesoficiales, etc. ¡Qué vida! Se comprende que sería ella imposible sin unanumerosa legión de consejeros de Estado, de subsecretarios, desecretarios, de directores, etc., que no cambian con los ministros, sinoque están adscriptos a los ministerios. ¡Qué diferencia con nuestro modode ser! Entre nosotros, por regla general, los ministros están solos,pues los empleados, en vez de ser cooperadores de confianza, son merosescribientes, salvo, bien entendido, honrosas excepciones. Cuando sereflexiona sobre la existencia que lleva un ministro en países deaquella vida parlamentaria, parece difícil explicarse cómo puedenatender, despachar, contestar todo; y al mismo tiempo pensar y realizargrandes cosas.
*
* *
En el libro que motiva estas páginas, el autor, según lo declara, haprocurado contar, y contar ligeramente, «sin bagajes pesados». Estepropósito, probablemente, ha hecho que no profundice nada de lo queobserva, sino que se contente con rozar la superficie.
Uno de los rasgos más característicos de Colombia, es su poderosaliteratura. La raza colombiana es raza de literatos, de sabios, deprofundos conocedores del idioma: allí la literatura es un cultoverdadero, y no se sacrifican en su altar sino producciones castizas,pulidas, perfectas casi. El señor Cané, a pesar de su malhadadopropósito de «marchar con paso igual y suelto», y de su afectado desdénpor los estudios serios y concienzudos, llegando hasta decir: «Que nada,resiste en el día a la perseverante consulta de las enciclopedias», noha podido resistir, sin embargo, al deseo o a la necesidad de ocuparsede la faz literaria de Colombia. Condensa en 24 páginas un capítulo quemodestamente Titula: «La Inteligencia», y en el cual, protestando que noes tal su intención, el autor trata de perfilar a los primerosliteratos colombianos contemporáneos, en párrafos de redacción suelta, a la diable, para usar su propia expresión.
Habla de la facilidad peligrosa del numen poético en los colombianos; seocupa de don Diego Pombo, de Gutiérrez, González, de Diego Fallon, deJosé M. Marroquín, de Ricardo Carrasquilla, de José M. Samper, de MiguelA. Caro, y por último, de Rufino Cuervo. Tal es el contenido de esecapítulo, interesantísimo, sin duda, pero incompleto y demasiado a vuelo de pájaro. Leí con avidez esa parte del libro: creí encontrarmucho nuevo: los recuerdos de un hombre que ha estado en contacto con laflor y nata de los literatos de aquella nación privilegiada; laspicantes observaciones que presagiaba el sostenido prurito deescepticismo y cierta sal andaluza que campea con galana finura enmuchos pasajes de este libro.
Mi curiosidad, sin embargo, no fue del todo satisfecha. La NuevaRevista había publicado ya (1881) un interesante artículo de D. JoséCaicedo Rojas, sobre la poesía épica americana y sobre todocolombiana[1]; un importante y cruditísimo (1882) estudio de D. SalvadorCamacho Roldán, sobre la poesía colombiana, a propósito de GregorioGutiérrez González[2]; y finalmente (1883) un notable juicio de D.Adriano Páez, sobre José David Guarin[3]. En esos artículos se entrevéla riquísima y fecunda vida intelectual de aquel pueblo; pasan ante losojos atónitos
del
lector
centenares
de
poetas,
literatos,
historiadores,críticos, etc.; se descubre una producción asombrosa, una plétoraverdadera de diarios, periódicos, folletos y libros.
Y el que está algo al cabo de las letras en Colombia, aunque resida enBuenos Aires, conoce su numerosísima prensa, sus periódicos, susrevistas, sus escuelas literarias; la lucha entre conservadores yliberales, entre los grupos respectivamente encabezados por el Repertorio Colombiano y La Patria. Y por poco numerosas que sean lasrelaciones que se cultiven con gente bogotana, a poco el bufete se llenacon El Pasatiempo, El Papel Periódico Ilustrado, etc.
Nada de eso se encuentra en el libro de Cané. Él, periodista, haolvidado a la prensa. Y eso que la prensa de Colombia es especial,distinta bajo todos conceptos de la nuestra.
Pero se busca en vano el rastro de Julio Arboleda, de José E.
Caro, deMadiedo, de Lázaro María Pérez, de... en una palabra, de todos los quesobreviven de la exuberante generación de 1844
y 1846: Restrepo, ytantos otros. Y si esa época parece ya muy echada en olvido, queda la de1855 a 1858, en que tanto florecieron las letras colombianas: de esaépoca datan José Joaquín Ortiz, Camacho Roldán, Ancizar, Ricardo Silva,Salgar, Vergara y tantos otros...! Verdad es que el señor Cané declaraque «no es su propósito hacer un resumen de la historia literaria deColombia». Bien está; pero cuando se dedica un capítulo a la inteligencia de un país, preciso es presentarla bajo todas sus faces,mostrar su filiación, recordar sus más ilustres representantes...
El autor de En viaje añade, sin embargo, a renglón seguido: «si heconsignado algunos nombres, si me he detenido en el de algunas de laspersonalidades más notables en la actualidad, es porque, habiendo tenidola suerte de tratarlas, entran en mi cuadro de recuerdos». Valga comoexcusa, pero es lástima, y grande, que no se haya decidido a examinarcon mayor detención tema tan rico como interesante.
En ese capítulo falta, pues, una exposición metódica, no digo de lahistoria literaria de Colombia, sino del estado actual de la literaturaen aquel país; ni se mencionan nombres como los de Borda, Arrieta,Isaacs, Obeso y tantos otros descollantes; nada sobre la Academia, sustrabajos, y, sobre todo, ese inexplicable silencio acerca del periodismobogotano!
Quizá haya tenido el Sr. Cané alguna razón para incurrir en esasomisiones: sea, pero confieso que no alcanzo cuál puede ser.
Lo deplorotanto más cuanto que por las páginas escritas, se deduce con qué humour—para emplear esa intraducible locución—se habría ocupado detoda aquella literatura. Hay, pues, que contentarse con los rápidosbocetos que nos traza.
Pero el Sr. Cané, con esa redacción a la diable—como él mismo lacalifica—se deja arrastrar de su predilección: acaba de decirnos quesólo se ocupa de las personalidades «que ha tenido la suerte de tratar»,y sin embargo, su entusiasmo lo lleva a dedicar gran parte del capítuloa Gutiérrez González, poeta notabilísimo, es cierto, pero que murió enMedellín, el 6 de julio de 1872...
Se ocupa largamente de Rafael Pombo, el famoso autor del canto de Edda, que dio la vuelta a América, y que mereció entre la avalancha decontestaciones, una hermosísima de Carlos Guido y Spano, «Pombo—segúnel Sr. Cané—es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña, boca gruesa,bigote y perilla rubia, ojos saltones y miopes, tras unas enormesgafas... Feo, muy feo.
Él lo sabe y le importa un pito». Refiere elautor una aventura de la Sra. Eduarda Mansilla de García con Pombo, y afe que lo hace con chiste y oportunidad.
Dice el Sr. Cané que Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instanciasde sus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nunca ha queridopublicar sus versos coleccionados. Y hace con este motivo unaobservación que, por cierto, ha de causar alguna extrañeza entrenosotros, porque la costumbre que se observa e