En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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—Sí, querido Cristián, respondió Jacobo sonriendo. Eso te correspondeporque eres el iniciador, el primero que vió en la oscuridad y mostró áMarenval la pálida y lejana luz que te guiaba.

—Cuando pienso en lo que ha sucedido desde hace seis meses, dijoCipriano con sencilla expansión, me parece estar soñando. Me veo todavíaen el comedor del círculo, cuando después de marcharse Maugirón con lasmujeres, Tragomer empezó á contarme esta historia. Al principio surelato me pareció imposible, después empezó á interesarme la verdad quese vislumbrada y por fin me sentí como loco. Sentía un deseo terrible deentrar en el asunto y al mismo tiempo un miedo atroz de lascomplicaciones que iba á afrontar…

¡Ah! debo confesarlo; sin elascendiente que tomó sobre mí Tragomer desde aquella noche, hubieraabandonado la empresa. Pero me impulsó, fuerza es decirlo. Y una vez eldedo meñique en el engranaje, tuvo ya que pasar todo el cuerpo. Después,la visita á la señora de Freneuse, las confidencias de Giraud, laentrevista con Campistrón… ¡Ah! querido Jacobo; aquéllo eraextraordinario. Cada paso que dábamos en nuestro camino, veíamos másclaro. Jamás dos hombres han corrido aventura más interesante.

Ir enbusca de un Nansen ó de un Andrée no era nada en comparación con elinterés de nuestra empresa, pues no sólo íbamos á socorrer á un hombre,sino á descubrir la verdad. Vezín lo vió bien cuando nos dijo:

"No vanustedes á lograr nada, pero les envidio la tentativa que van á hacer ysi yo no tuviera una posición oficial, me iría con ustedes". Pues bien,después de haber ido contra viento y marea, henos aquí en el puerto, conJacobo delante de nosotros y la verdad en el bolsillo. Es un hermosoéxito del que espero ha de hablarse por mucho tiempo.

—La verdad no está todavía en nuestro bolsillo, dijo Jacobo, pero loestará esta noche.

Tragomer movió la cabeza con aire preocupado.

—Mientras no tenga en la mano las pruebas materiales, la confesión dela culpable, no estaré tranquilo.

—¡Bah! ¿Qué teme usted todavía? preguntó Marenval impaciente.

—Que Sorege haga desaparecer á Jenny Hawkins antes de que escriba sudeclaración. Conozco la autoridad despótica que ese bribón ejerce sobrela desgraciada mujer. La fascina, la aturde, la espanta. Me la escamoteóen mis barbas, en San Francisco, con una destreza prodigiosa. Es hombrepara encontrar un medio de alejarla y, después, ¡échala un galgo!

—¡Por vida de!… Prevengamos á la policía inglesa, exclamó Marenvalcon la violencia de un hombre á quien se discute una victoria queconsidera ya obtenida. No nos dejemos vencer á última hora por esemalvado. Se burlarían de nosotros.

—No tengáis miedo, dijo Jacobo; he tomado mis precauciones. Lea se hacomprometido á permanecer encerrada en su casa y á no recibir á nadiehasta esta noche. Mañana se marchará y Sorege no podrá contar más quecon nosotros. Hagamos, pues, lo convenido. Tú, Cristián, vete á llevarla buena noticia á mi madre.

Usted, Marenval, á casa de Vesín. Yo iré áver á miss Harvey y allí nos encontraremos todos después.

En cuanto Sorege despertó y tomó su desayuno, tomó un coche de alquilery se dirigió á Tavistock-Street

. Nunca el tal hacía las cosas á medias.Había dormido y comido bien y se sentía dueño de sí mismo. Lo importanteera hablar á Lea. Si lo conseguía, no desconfiaba de traerla á supartido. Ante todo era preciso saber qué se había tramado entre ella yJacobo. Al detenerse el coche ante la casa, salió Sorege de susmeditaciones. Saltó al portal y subió vivamente la escalera.

Un viejo

gentleman

, vestido con un pantalón roto, una levita adornadacon numerosas manchas y un sombrero de copa, estaba ocupado en lavarconcienzudamente el suelo del portal. Pero en la actitud, en lafisonomía y en el traje extremadamente miserable, Sorege observódetalles que le llamaron la atención y lo hicieron sospechar si aquelhombre sería un polizonte. Miró por el hueco de la escalera mientrassubía lentamente y el hombre había dejado de lavar el suelo y le seguíacon la vista. Llegado al segundo, Sorege llamó. Ningún ruido en elinterior, ningún golpe de puertas, ni el más ligero rumor de pasos.

Unsilencio de casa vacía. Llamó de nuevo y esperó con el corazón agitado.Nada se oyó. Sorege tenía la convicción de que Lea estaba en su casa yno quería abrir y veía claramente que entraba en lucha con él y estabaganada por sus adversarios. Palideció de cólera, pero resistió las ganasque tenía de echar la puerta abajo de un puntapié y entrar por fuerza.El

gentleman

de los guiñapos y del sombrero de copa, que había dejadode lavar, le hizo ser razonable. Si hago ruido, pensó y ésta idiota demujer llama, puedo ser conducido al puesto de policía. No arriesguemosel tener que entrar en explicaciones. Permaneció todavía un instanteescuchando á través de la puerta y le pareció oir como un vago rumor derespiración. Pensó que acaso Lea escuchaba también acechando con ansiasu partida, y como si hablase á una sombra dijo en voz muy baja:

—Jenny, sé que está usted ahí. ¡Loca! Ábrame usted. Va en ello susalvación… Los momentos son preciosos… La engañan á usted…Escúcheme…

La sombra no respondió y Sorege, con el corazón henchido de rabia, hizoun gesto de amenaza y se decidió á bajar lentamente la escalera. El

gentleman

de los harapos se había vuelto á poner á su limpieza, y alpasar Sorege se llevó la grasienta mano al sombrero y dijo con vozronca:

—¿Busca usted á la joven del departamento amueblado? Ha salido por todoel día…

Sorege no se dignó siquiera responder… Miró al hombre de alto á bajoy salió. Subió al coche que le esperaba y se hizo llevar á

Hyde-Parck

.Eran las diez. Bajó en la esquina de

Piccadilly

y se dirigió al jardíná pie. Su cara expresaba una gran contrariedad por aquel primer fracaso.Evidentemente Lea le hacía traición, pero ¿qué habría dicho? ¡Lasmujeres son tan hábiles para presentar las cosas bajo el aspecto que másles conviene! Sin confesar toda le verdad, ¿no había podido echar sobreél la responsabilidad? Á este pensamiento cerró los puños y su semblantese contrajo. Como él mismo decía anteriormente, no había testigos y estoque le favorecía podía también hacerle daño, pues si bien él podía negartoda participación en el crimen, Lea por su parte, podía afirmar que eraél quien le había cometido ó ayudado, al menos, á cometerle. Laseguridad de los dos había siempre dependido de su unión. De acuerdo,podían defenderse; separados, estaban perdidos.

Allá, en la orilla de aquel precioso río artificial rodeado de verdemusgo y sobre el cual inclinaban los árboles sus hojas nacientes, Soregetuvo conciencia de su pérdida inevitable y tembló de miedo y de cólera.Pero no pensó en capitular; antes al contrario, se afirmó en elpropósito de luchar hasta el último extremo, aunque hubiera de perecer.Una sonrisa crispó sus labios. ¡Perecer! sí, pero no solo.

¡Sucumbir!muy bien, pero no sin vengarse.

Los jinetes empezaban á aparecer por las anchas avenidas del bosque. Loscoches rodaban al trote de sus tiros, los más hermosos del mundo. Lavida elegante renacía en su diario y monótono esplendor.

Sorege no pudosoportar el espectáculo de la tranquilidad ajena y se metió un elinterior del parque, por el lado de

Kensington

, donde paseó como unasdos horas esperando el momento de ir á casa de Julio Harvey. Entró enuna fonda de

Regent-Street

, comió como de costumbre, y dando las dos,llegó al hotel de Grosvenor-Square

.

Subió la gran escalera y en el primer piso encontró al ayuda de cámaraque le esperaba con la misma respetuosa deferencia de siempre, y que leintrodujo como todos los días en el saloncillo donde miss Harvey teníacostumbre de estar. La joven americana estaba sentada al lado de lachimenea, donde ardía un claro fuego de leña. La ventana, en cambio,estaba abierta y dejaba entrar el sol á raudales. Maud se levantó al verentrar á su prometido y salió á su encuentro sin que nada indicase en suactitud un cambio de disposiciones respecto de él. Tenía la cara jovialy la mirada tranquila, pero, por azar sin duda, sus manos estabanocupadas en una labor bastante voluminosa en la que estaba trabajando, yno pudo dar la mano á Sorege. Le indicó un asiento enfrente de ella,dejó la labor sobre la mesa y cerró la ventana.

—El sol empieza á nublarse, dijo, y hace fresco. Esta primaverainglesa es glacial.

—¿Hace mejor tiempo en América?

—¡Oh! En América todo es mejor. Las estaciones no engañan, ni loshombres.

Sorege levantó la cabeza. La alusión era directa; el ataque comenzaba yhabía que responder inmediatamente.

—¿Ni las mujeres tampoco, sin duda?

Por los ojos de miss Maud pasó una llama.

—¡Las mujeres menos que nadie! dijo con orgullo.

Sorege la miró con aquellos ojos medio cerrados que no dejaban adivinarsu pensamiento pero que tan bien seguían el de los demás, y dijo en tonoseguro:

—Pues bien, miss Maud, hay que probarlo. ¿Qué significa la acogida queme hace usted?

La joven se levantó ligeramente de su sillón y replicó:

—Señor conde, se lo diré á usted cuando me haya explicado por qué dejócondenar, sin defenderle, á su amigo Jacobo de Freneuse…

Sorege hizo un gesto desdeñoso.

—¡Ah! ¿Volvemos á eso? Pues pregúnteselo usted á el mismo. Anoche le havisto usted en su casa bajo el nombre de Herbert Carlton, y es deesperar que sabrá explicar á usted, mejor que lo hizo á los jueces, lascircunstancias que le comprometieron. Una condena es siempre una malanota entre personas honradas…

No se condena á la gente con tantafacilidad… Y si América es el país de la sinceridad, Francia es el dela justicia.

—¡Bella frase! ¡Muy hermosa! Pero sé que habla usted con facilidad y nohabrá usted de satisfacerme con palabras.

—¿Hemos llegado al caso de tener que disculparme con usted?

—Estamos en el caso preciso de que cada cual sepa á qué atenerse. Haceun momento enumerábamos las cualidades de nuestros países. Américaposee, entre otras, una que domina en todos sus actos: el sentidopráctico. Yo soy enteramente americana en ese concepto y quiero, si mecaso con usted, señor de Sorege, no tenerme que arrepentir de llevar sunombre.

—Tiene usted muchísima razón, miss Maud, pues es lo único que aporto almatrimonio, ó poco menos. Pero

¿sospecha usted que mi nombre pueda estarcomprometido?

—Señor conde, hay muchas maneras de estarlo. Se puede estarcomprometido materialmente por malos negocios que conducen á la quiebra.Esto no tiene importancia para nosotros los americanos. El que cae,puede levantarse. Es el eterno movimiento de báscula del comercio y dela industria; la cuestión está en acabar en lo alto. Pero á lo queatribuímos una transcendencia enorme es á la integridad moral. Para unajoven que se respeta, es tan imposible casarse con un hombre que hacometido una acción deshonrosa, como con un criado negro ó un esclavochino.

Sorege sonrió. Entreabrió los párpados y dijo con tranquilidad perfecta:

—¿De qué se me acusa? Porque se me acusa de algo, no puedo dudarlo, ypara justificarme es preciso que conozca las calumnias que se haninventado contra mí.

—Deseo con toda mi alma que sean calumnias, porque me avergonzaría dehaber puesto mi mano en la de usted si hubiese hecho lo que se leatribuye…

—Pero, ante todo, ¿quiénes son los que declaran contra mí?

El señor de Tragomer, el señor de Marenval y por fin, el mismo señor de Freneuse…

—¡Freneuse! Era de esperar; necesita echar la culpa á alguien…¡Tragomer y Marenval! También se explica; el uno es amigo y el otropariente…

—¡Pero usted también era su amigo! Y eso es lo que hace incomprensiblesu conducta. ¿Por qué no tiene usted para Freneuse la adhesión absolutade Tragomer? ¿Por qué no tiene usted la ciega confianza de Marenval?¿Por qué, cuando en otra época hablaba á usted de este asunto, me dabarespuestas evasivas y ahora hostiles? ¿Hay un secreto entre los dos? Seausted franco y diga qué les ha separado y qué les separa todavía.

—Su crimen, dijo Sorege fríamente, y su condena. Es, por cierto,bastante. ¿Piensa usted que si yo hubiera perdido hasta ese punto lamemoria, el mundo no me hubiera recordado que Jacobo de Freneuse fuéarrancado por los gendarmes del banquillo de los acusados y conducidocon esposas primero á la cárcel y después á presidio? Mi alejamiento,que usted convierte en un crimen, es el mismo de todo el mundo. Uninfeliz que cae tan bajo, es un apestado del que todos se apartan conhorror. Esto no es, acaso, sublime, pero si muy humano. Nadie elige unpresidiario por compañero habitual. Cuando la sociedad ha arrojado lejosde ella por una severa condena á un hombre indigno, no es el momento deirle á buscar para hacerle caricias y glorificarle. Yo no soy más que unhombre y no un san Vicente de Paul. Y por otra parte, ¿obraron de otromodo Tragomer y Marenval? El desgraciado Jacobo fué un paria para elloscomo para todos los que le conocían. El abandono fué completo y la huídageneral. ¿Á

qué vienen hoy á acusarme? Tragomer ha necesitado dos añospara cambiar de opinión y eso, ¿sabe usted por qué? Porque ama á laseñorita de Freneuse y no ha podido olvidarla aunque lo ha procuradoviajando por el mundo. En cuanto á Marenval, es un snob

, á quien sehace ir á donde se quiere sin más que prometerle que hablarán de él losperiódicos. Esos señores han tenido el deseo de arrebatar á Freneuse desu prisión y traérsele á Europa y han ejecutado su plan con una suerterara. Ya está el condenado en libertad. Pero de eso á probar suinocencia hay la misma distancia que de la Nueva Caledonia á Inglaterra.Y no es acusando á diestro y siniestro á todo el mundo como lograránprobar que un juez de instrucción, doce jurados, tres magistrados y lajusticia en masa se han engañado groseramente y enviado un inocente ápresidio.

—Á no ser que se pruebe, dijo miss Harvey, que las apariencias fueronarregladas tan hábilmente que fué imposible no creer en la culpa de esedesgraciado.

—¡Oh! eso lo dicen todos los condenados… Es muy fácil… Pero encuanto á dar una prueba…

—¿Y si esa prueba existiera?

Sorege se puso lívido, sus ojos lanzaron un relámpago y exclamó:

—¿Qué prueba?

—La confesión del crimen por su autor.

—¿Y ese autor, ¿quién es?

—Una mujer. ¿Tendré que decir á usted su nombre? ¿Cuál, en este caso?Porque se le conocen tres: el que usted nos dijo al introducirla aquí,Jenny Hawkins, la cantante de Covent-Garden

; Juana Baud, la fugitivaque usted hizo venir á Inglaterra hace dos años; y Lea Peralli, lamiserable con la cual maquinó usted el complot contra Jacobo deFreneuse. Esto es muy claro, señor de Sorege; ahora se trata deresponder sin más ambigüedades.

—¿Y Jenny Hawkins me ha hecho esas acusaciones?

—Y las renovará por escrito. Se ha comprometido á ello formalmente.

De todo lo hablado, la despierta inteligencia de Sorege no retuvo másque ese futuro: las renovará. Luego Jenny no había escrito nada todavía.Entrevió la salvación y tuvo un acceso de hilaridad que sonó de un modoextraño en el silencio del salón.

—¡Ah! ¿Conque escribirá? ¡Y á mi, qué me importa! Por dinero se haráescribir á esa individua todo lo que se quiera. ¿ Qué le cuesta eso? Semarchará con la música á otra parte llevándose el bolsillo bien repleto,y todo se reduce á cambiar otra vez de nombre. El mundo es grande.Italia y España están á su disposición…

Las mujeres de teatro sabendisfrazarse y engañan al mundo fácilmente. ¿Qué importa un escritodestinado á satisfacer la envidia ó el rencor de ciertas personas? Estanoche, miss Maud, traeré á usted, si lo desea, un mentís formal de todolo que se afirma contra mi, firmado por esa muchacha. Y en cambioreclamaré que se me enseñe el escrito en que me acusa.

—Escuche usted. No quiero olvidar que he sido su amiga. Más le vale áusted confesar francamente lo que tiene que reprocharse, que insistir ennegar contra toda evidencia. Se pierde usted, se lo juro… Esa mujerno miente cuando se acusa… Ni Tragomer, ni Marenval, ni Freneusemienten…

Sorege se levantó bruscamente y dijo con acento furioso:

—¿Si no son ellos, soy yo?

En este instante se abrió la puerta y apareció Julio Harvey, rojo deindignación.

—¡Pardiez! sí, es usted, puesto que es preciso decírselo. ¿Hase vistoobstinación semejante? Mi hija le ha tratado con demasiadaconsideración… Yo no hubiera tomado tantas precauciones.

Sorege hizo un gesto terrible.

—¿Cómo llama usted al modo con que se conduce conmigo? dijo. Esto sellama en todos los países del mundo una emboscada. ¡Estaba ustedapostado para escuchar y sorprenderme!… ¡Vamos! Llame usted á susacólitos. Ya es tiempo de que nos veamos cara á cara.

El Sorege circunspecto y discreto que ordinariamente se veía habíadesaparecido. Sus duras facciones estaban impregnadas de una indomableenergía, sus ojos, entonces muy abiertos, echaban llamas, y se erguía,terrible, pronto á atacar y á defenderse. Detrás de Harvey, habíanaparecido Tragomer, Marenval y Jacobo. Sorege les englobó á todos en elmismo insulto:

—¡Estabais escuchando en las puertas! Aproximaos, señores, y veréis máscómodamente. Doy un mentís formal á los que me acusan. No he sabido másde lo que dije anoche al señor de Freneuse, y muy tarde ya parautilizarlo en su favor. En cuanto á su conducta personal con susantiguos amigos, más vale no hablar de ella, y si no se acuerda de losservicios que le prestó Lea Peralli, es un ingrato…

Tragomer hizo un movimiento tan violento hacia Sorege, que Jacobo lepuso la mano en el brazo para detenerle.

—Las cuentas que haya podido tener con Lea Peralli, dijo, seránsaldadas entre ella y yo. Las que tengo con el señor de Sorege son detal naturaleza, que, por su interés, le invito á no insistir enellas…

—¿Qué tengo que temer? preguntó audazmente el conde.

—¿Usted? ¡Nada! dijo Jacobo fríamente. Otro hombre temería la deshonra.

—¡Me insulta usted! exclamó Sorege lívido.

—Había dicho á usted que no insistiera, continuó Jacobo con calma. Nadatiene usted que ganar en ello y me asombra su tenacidad. Creí á ustedmás hábil. Pero en vista de que usted quiere que se digan las palabrasdecisivas, va á ser complacido. El que se ha portado con un amigo que leabría con toda su confianza su corazón, como usted se ha portadoconmigo, es el último de los miserables, señor de Sorege.

He visto en elpresidio de que vengo muchos malvados, pero ninguno tan perfecto comousted.

—¡Eso es lo que usted quiere, un duelo conmigo, que le levante y que lelave!

—Se engaña usted. No busco tal duelo. Le juzgo á usted pero no medignaré castigarlo.

—¿Se ha vuelto usted cobarde? dijo en tono burlón Sorege. ¡No lefaltaba á usted más que eso!

—Me he vuelto paciente, dijo dulcemente Jacobo, y lo pruebo.

—¡Pues bien, séalo usted por completo!

Dió tres pasos y levantando el brazo, trató de pegar á su antiguo amigoen la cara. En este instante la fisonomía de Jacobo se transfiguró y sepuso espantosa. Cogió el brazo á Sorege, rechazándole con fuerza, y dijoarticulando un grito de furor:

—¿Tendré que matar á este hombre?

Se calmó instantáneamente, soltó al conde y dijo dirigiéndose á miss Harvey:

—Perdone usted, señorita. No quería que fuese usted testigo de unaescena de violencia, pero me han obligado.

Sorege se volvió hacia miss Maud y dijo con imperturbable audacia:

—He prometido á usted pruebas, miss Harvey, y suceda lo que quiera, selas daré.

Saludó á Julio Harvey con un movimiento de cabeza y mirandodespreciativamente á Tragomer, á Marenval y á Jacobo, dijo en tonoaltanero:

—¡Nos veremos, señores!

—No se lo deseo á usted, dijo Marenval con desdén.

Sin responder, Sorege fué hacia la puerta y salió. Cuando hubodesaparecido todos los presentes se sintieron como libres de un enormepeso. Miss Maud se acercó á su padre y le dijo con sonrisa un tantoforzada:

—Perdóneme usted por haber resistido á sus consejos queriendo casarmecon ese personaje. No le había á usted engañado su golpe de vista yhabía juzgado con acierto.

—Querida mía, un hombre que no es aficionado á los caballos, ni á losperros, ni á los barcos, y que no mira jamás de frente, no puede serhonrado. Eras libre y te dejaba hacer. Pero creo que causarás un granplacer á tus hermanos cuando les digas que has puesto en la puerta á esecaballero.

—¡Un

snob

! murmuró Marenval. ¡Me ha llamado

snob

!… Por mi vida,que me las ha de pagar.

—¡Silencio! dijo Cristián en voz baja. No es hora de recriminar, sino detener actividad. Con un mozo como Sorege todo es de temer mientras no lehayamos puesto á buen recaudo. Ya habéis visto cómo se ha defendido.Dejemos á Jacobo y vamos á casa de Vesín.

Los hermanos de Maud acababan de entrar y estaban desarticulando loshombros de los visitantes de su padre á fuerza de hercúleos apretones demanos. Tragomer y Marenval aprovecharon la confusión para desaparecer.Al pasar oyeron á miss Maud que decía á Jacobo, sentado á su lado:

—Su madre de usted y su hermana no deben vivir esperando el resultadodefinitivo de esta empresa…

Quisiera conocerlas. Usted me presentaráá ellas, ¿verdad?

Jacobo respondió:

—Sí.

En la escalera se detuvo Marenval y dijo con aire malicioso:

—¿Sabe usted lo que pienso, Cristián? Que miss Maud está á punto deenamorarse de nuestro amigo. Esa americanita es novelesca como unaalemana…

—Y no le disgustaría hacerse francesa.

Sorege salió de casa de Harvey temblando de furor. Ya en la calle sedesahogó jurando terriblemente, hasta el punto de escandalizar á unguardia que hacía tranquilamente su servicio. Al principio anduvo sinobjeto ni saber á dónde iba. La sangre le hervía y su cabeza parecíaquerer estallar. Aquel hombre frío había perdido la calma y seencontraba en uno de esos momentos en que no se da importancia á lavida, ni propia ni ajena. Si con una palabra hubiera podido aniquilar elhotel Harvey y todos los que en él estaban, la afrenta que acababa desufrir hubiera sido terriblemente vengada. Sorege anduvo calles y callesrumiando sus reveses y su cólera. De pronto se detuvo; se encontrabadetrás de Withe-Hall

y se puso á pasear delante del palacio pensandoprofundamente.

Á pesar de sus precauciones y de sus estratagemas todo se venía abajopor culpa de aquel miserable Freneuse. Las mentiras y las perfidiasacumuladas para perderle no habían servido para nada. Arrojado al fondode un abismo tan profundo que parecía imposible salir de él, Jacobosubía hacia la luz, hacia la libertad, hacia la dicha, y él tenía queasistir impotente á aquel cambio de fortuna. Un deseo claro y terminantede venganza se impuso á su pensamiento; necesitó herir á su enemigoaunque él tuviese que sucumbir al mismo tiempo. En el trance en que seencontraba había que jugar el todo por el todo. Sorege no dudó é hizo deantemano el sacrificio de la vida, con tal de aniquilar á Jacobo.

Entonces decidió volver á casa de Lea. Ella debía decidir de su triunfoó de su pérdida; ella sola podía proporcionarle medios de defensa. SiLea quería, si él lograba una vez más dominarla, fuese por lapersuasión, fuese por la violencia, todo se podría arreglar. Tomó por el Strand

y se dirigió hacia

Tavistock-Street

. Eran las cuatro cuandopasó por

Charing-Cross

.

Sorege pensaba: Lea comerá en su casa antes de ir al teatro, según sucostumbre. Si esta mañana no estaba en casa cuando me presenté, laencontraré seguramente ahora. Cueste lo que cueste, por cualquier medio,es preciso que logre hacerme escuchar por ella aunque no sea más que uncuarto de hora. Que yo la vea, que mis ojos se fijen en los suyos y laobligaré á obedecerme. Su voluntad será paralizada por la mía.

Llegó á la casa, entró y observó con satisfacción que el polizonte depor la mañana no estaba en el portal.

Subió vivamente y llamó á lapuerta del departamento. Nadie respondió; el mismo silencio de abandono.Permaneció escuchando un largo rato y no percibió señal alguna de vidaen la casa. Sorege tembló al pensar que acaso Lea se había marchado parano encontrarse enfrente de él. Si Jacobo la había hecho mudarse, ¿cómoencontrarla en aquella inmensa población? Y la hora avanzaba, y elpeligro se hacía cada vez mayor. Era preciso impedir á toda costa que latraición se consumara. Si Lea había hablado había que impedir queescribiese, pero para esto había que verla, y la puerta seguía cerrada,y la casa parecía vacía.

Sorege dijo en voz alta:

—Aunque tenga que estar aquí hasta la noche, la he de ver.

Se sentó en un escalón y allí permaneció en la oscuridad, emboscado comoun cazador al acecho. Al cabo de un instante dijo otra vez:

—Esta loca tiene miedo de mí, que vengo á salvarla, mientras que losotros la engañan y la pierden.

Ni un aliento, ni un rumor que revelase la presencia de un ser viviente.La cólera se apoderó de Sorege. Se levantó y dijo estremeciéndose deimpaciencia:

—Aunque tenga que echar la puerta abajo, yo sabré si esta mujer seoculta de mí.

Retrocedió dos pasos y se arrojó con tal fuerza contra la puerta, queesta no quedó, evidentemente, en estado de recibir otro golpe. En elmismo instante se abrió la puerta y Lea, muy pálida, apareció en elumbral. Con un ademán indicó la casa á Sorege y dijo con voz cansada:

—Puesto que no puedo escapar á su persecución, entre usted.

Sorege entró sin replicar, dichoso por haberlo logrado á pesar de suresistencia, y augurando bien de aquella primera ventaja. Se sentó en elsaloncillo sin que nadie se lo indicara y Lea permaneció en pie, con losbrazos cruzados y mirándole con aire preocupado.

—¿De modo que te has pasado al enemigo? dijo Sorege en tono sardónico.

¿Qué te han prometido para que te vuelvas contra mí?

Lea no respondió.

—¡Sin duda te han asegurado la impunidad! ¿Pero cómo es eso posible?Lea Peralli viva supone Juana Baud enterrada. Y si es Lea quien la mató,no fué Jacobo de Freneuse. ¿De qué modo, por qué prodigio se establecerála inocencia del uno y se salvará al mismo tiempo á la otra?

Lea respondió con acento dolorido:

—¿Y quién permite á usted creer que yo quiero salvarme?

—¿Entonces buscas tú misma la expiación?

La cantante irguió su frente soberbia y dijo con gran tranquilidad:

—¿Por qué no?

—¿Has llegado á tal grado de debilidad que ya no quieres defenderte?

—Estoy cansada de astucias, de engaños, de fugas y de misterios. Todoantes que volver á empezar la vida que arrastro hace dos años.

—¡Sí! ¡Quéjate todavía! Nunca has estado tan favorecida. Has logrado lacelebridad y la riqueza. ¡No parece sino que la sangre es un abono parala dicha! ¿Y vas á despreciar todas estas hermosas condiciones de vida?¡Vamos! Reflexiona, porque la cosa vale la pena.

—¡Me canso de ser una mentira viviente!

—¡Sí! ¡Será mejor que seas la sinceridad muerta! Estás divagando,querida. ¿Sabes lo que te espera si desempeñas el papel que te haaconsejado la camarilla de Freneuse? El presidio, por lo menos, y acasoel patíbulo.

—¡Estoy pronta!

—¡Vamos á ver, Lea, no estamos representando el cuarto acto de la Hebrea

! No se trata ahora de hacer gorgoritos en la cavatina. Aquítodo es real

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