En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Miss Harvey reflexionó un instante y dijo después con gravedad:

—¡Y esa inocencia era conocida de Sorege, según ustedes!

—No cabe duda.

—¿Podrán ustedes probarlo?

—Resultará claramente de la prueba que vamos á intentar y para la cualnecesitamos el concurso de usted. Vea, pues, de lo que se trata. Pasadomañana comemos en casa de su padre de usted con algunos de sus amigos.Manifieste usted desde hoy el deseo de tener en su casa esa noche á lacantante Jenny Hawkins, de

Covent Garden

. Sorege la conoce y si ustedsabe pedirlo, servirá de intermediario para llevar á la artista.

—Así se hará. ¿Y después?

—Nada más. El resto queda de nuestra cuenta. Es indispensable que seausted prudente y no diga ni una palabra á Sorege. Tiene usted amigos ensu casa á quienes obsequiar, ha oído en el teatro á Jenny Hawkins ytiene el capricho de hacerla venir… Si él hace objeciones, insistausted, pero no nos descubra.

—Esté usted tranquilo.

—Yo pediré á usted solamente una invitación para un joven inglés amigomío, que irá por la noche á su casa de usted á tomar una taza de te.

—¿Cómo se llama?

—Para todo el mundo se llamará sir Herbert Carlton; para usted, Jacobode Freneuse.

—¡Dios mío! ¿Qué intentan ustedes? preguntó miss Maud con inquietud.

—Ya lo verá usted. Puesto que este asunto le apasiona, va usted áasistir á una de sus peripecias más importantes. Usted me incitó áarriesgarlo todo para salvar á mi amigo; ahora es preciso que me ayude állegar hasta el fin, suceda lo que quiera.

—Les ayudaré lealmente, señor de Tragomer, y si hay quien tiene algoque ocultar, peor para él. Lo primero es defender á las personashonradas.

—Cuando Jacobo de Freneuse se presente, dijo Cristián, mire usted biená Jenny Hawkins y á Sorege.

Por muy dueños que sean de sí mismos, nosentregarán su secreto por el extravío de sus ojos y la palidez de sussemblantes. Usted conoce

Macbeth

y sabe cuál es el espanto del asesinocoronado cuando ve levantarse en medio del festín la sombra de suvíctima. Examine usted á su prometido y á la cantante y veráreproducirse la tragedia. Pero tenemos que habérnoslas con personastemibles. En una situación parecida la Hawkins se dominó admirablementey acaso ahora intente burlarnos. Con ningún pretexto le permita ustedcomunicar con Sorege ni salir del salón. Desde el momento en que Jacobode Freneuse esté en presencia de sus adversarios, sólo él debecombatirlos, sin ayuda, á su placer. Usted no hará más que impedir quese le escapen…

—Doy á usted mi palabra de que así será.

—Ahora, separémonos y hasta mañana.

Miss Harvey subió en el coche y los dos franceses continuaron su paseocomo si no tuvieran motivo alguno de preocupación, admirando los lujosostrenes que empezaban ya á circular por las verdes praderas del parque.

El hotel Harvey es un hermoso edificio estilo Luis XVI, edificado por elduque de Sommerset y que el americano pagó á buen precio. El decoradointerior es lujoso y miss Maud ha tenido el buen gusto de conservar elaspecto antiguo de los salones, de entrepaños contorneados con bonitasaguadas á dos colores.

El admirable comedor, adornado con una granchimenea de piedra, en cuyo retablo se ostenta un fresco deGainsborough, puede contener cuarenta convidados. Aquella noche, lasseñoras acababan de levantarse y una quincena de caballeros, entre loscuales estaban Cristián y Marenval, estaban haciendo los honores, segúnla costumbre, á unas cuantas botellas de exquisitos licores.

Los hijos de la casa se indemnizaban del malestar que les producía elfrac absorbiendo algunos vasos wysky

. Nuestros dos franceses no habíanapenas probado los vinos desde el principio de la comida. Julio Harvey,que era muy sobrio á causa de la gota, resultaba un triste anfitrión.Sorege tenía entablada una conversación, que parecía interesarle mucho,con Geo Seligman, el gran introductor de acciones de minas de oro en elmercado europeo. Eran las diez y ya la atmósfera empezaba á ponersecargada cuando Harvey dijo á sus convidados:

—Si tienen ustedes gana de fumar, vámonos de aquí, porque de seguro mihija va á venir pronto á rogarnos que pasemos al salón.

—Tragomer y yo vamos á reunirnos con ella ahora mismo, si usted lopermite, dijo Marenval.

Sorege levantó la cabeza pero no siguió á sus compatriotas. Su plan deconducta debía estar bien adaptado y no era él hombre de variarlo. Hastaque llegase Jenny no había nada que temer y podía tomar respiro yreservar sus medios de acción para cuando le hiciera falta emplearlos.Marenval y Cristián atravesaron un invernadero lleno de las más hermosasplantas tropicales y refrescado por una fuente de mármol de la quecorría un agua cristalina, y entraron en el salón, donde la señoras entraje de baile, ofrecían un hermoso cuadro agrupadas en torno de missMaud.

Algunas jóvenes americanas de frescas carnes, barbilla un poco gruesa,cabello rubio, anchos hombros y largos talles, conversaban en un ingléssilbado y gutural. Su conversación se refería á la cantante cuyapresencia estaba anunciada y que ofrecía á los invitados de Harvey unatractivo poco ordinario.

Algunas la habían oído en América, otras lahabían aplaudido recientemente en Covent-Garden

, y todas la conocían,pero ninguna la había visto de cerca y su reputación de artista así comosu belleza de mujer hacían que su presentación fuese un verdaderoacontecimiento.

Marenval y Tragomer fueron acogidos favorablemente. Aquellos francesesviajeros, ricos y amables, eran simpáticos en la sociedad americana deJulio Harvey que hasta se sentía dispuesta á perdonarles la inferioridadde no ser de raza anglosajona, lo que no era floja prueba debenevolencia. Miss Gower estaba contando una visita que había hecho lasemana anterior á la Patti en su castillo de Craig-y-Nos, y teníasuspensa la atención del auditorio.

—Figúrense ustedes que hay allí un teatro en el que se puedenrepresentar óperas enteras. Hace poco tiempo se puso en escena un baileen que la gran cantante hizo en mímica el principal papel…

—Para eso es excusado tener la más hermosa voz del mundo.

—No se puede imaginar el lujo de aquella casa. Los invitados tienen ásu disposición caballos de montar y coches. Los que quieren pescar,tienen un río y un lago; los que prefieren la caza pueden cazar en losbosques ó en la llanura… ¡Aquel es un boato real!

—En nuestro siglo los artistas son los reyes del universo. Á esos no seles destrona, ni se les arroja á tiros, ni se les insulta en losperiódicos. En cambio no hay gracias que no se les prodiguen, nihomenajes que no se les rindan, ni elogios que no se les tributen. Suslistas civiles no son discutidas. Cuando envejecen, se les honra ycuando mueren se les hacen funerales solemnes. ¿Y qué dan ellos encambio de todo eso?

Una voz irónica respondió:

—¡Casi nada: su genio!

Todas las miradas se dirigieron al que acababa de hablar. Era Pedro deVesín, que entraba. El fiscal se aproximó sonriente á miss Maud y lebesó la mano. Saludó al gracioso grupo de mujeres y apoyándose en lachimenea, dijo:

—El cuadro que se acaba de trazar es halagüeño, pero tiene un reversoque es preciso mostrar. En la carrera artística, como en las demás,entra por mucho la suerte. Unos acaban en la opulencia y en la gloria yotros desaparecen oscuros y miserables como un astro que después dehaber brillado largo tiempo, se oscurece y se apaga. Vosotros habéistenido un Garrick que dejó millones y está enterrado en Westminster.Nosotros tuvimos un Federico Lemaitre que murió lleno de deudas y quereposa bajo una humilde piedra pagada por sus últimos admiradores. Noenvidiéis la suerte de los artistas; sufren hasta en sus triunfos. Elbrillo de algunos está sobradamente compensado con las tristezas deotros muchos. En resumen, dan más de lo que reciben y si ponéis en unabalanza de equidad de una parte el talento del artista y de otra losbravos y el dinero de los espectadores, pesará más, ciertamente, eltalento.

—Tiene usted mucha razón, dijo miss Harvey. En América desenganchan loscaballos de Sarah Bernardt para tirar de su coche…

La conversación fué interrumpida por la entrada de los fumadores, quevenían conducidos por el dueño de la casa. En la entrada del salónapareció un personaje que llevaba debajo del brazo unos cuadernos demúsica.

Harvey se inclinó al oído de su hija:

—Es el pianista que acompaña á la cantante. Nuestra estrella no tardaráen aparecer.

Misa Maud se aproximó al músico y le condujo al piano, que ocupaba todoun ángulo del salón. En estos momentos llegaron otros invitados y unascincuenta personas se agruparon según sus simpatías. Estaba allí lo másflorido de la colonia americana y, ciertamente, los millones de todoslos que aquella noche se reunieron en casa de Julio Harvey hubieranbastado para pagar la deuda de un estado europeo. Estaban allí los reyesde los ferrocarriles, los príncipes de las minas de plata y los altosseñores de la cría del carnero, del caballo y del cerdo, sin contar lossoberanos del petróleo y de la construcción de vagones. Todo un Gotha dela gran industria, del alto comercio y del agro en grande escala.

Marenval, Vesín y Tragomer se colocaron en un rincón, cerca del hueco deuna ventana, entre la puerta y el piano, donde no podía escapárselesnada de lo que iba á pasar en el salón. Sorege estaba al lado de labella duquesa de Blenheim y hablaba con imperturbable serenidad. En estemomento se abrió una puerta y un lacayo, dominando apenas el rumor delas conversaciones, pronunció estas tres palabras.

—Miss Jenny Hawkins.

En la puerta apareció la cantante, alta, esbelta, orgullosa, un pocopálida, pero con la sonrisa en los labios.

Estaba vestida con un trajede damasco blanco adornado de encajes de oro. Un solo collar de perlasrodeaba su cuello y una peineta de brillantes chispeaba en su cabelleracastaña. Con expresión imperiosa y casi amenazadora paseó una mirada porel auditorio como si buscase á los que debían atacarla y al que habíaprometido defenderla, y sus ojos pasaron sin detenerse por Marenval,Tragomer y Vesín, para detenerse interrogadores en Sorege. Este, siempresonriendo, se levantó, atravesó el salón con admirable aplomo y fué áofrecer el brazo á la cantante.

Los dos de pie, en medio de la concurrencia, parecían desafiar lasuerte. La altiva frente de Jenny no se bajó y la cantante entró conpaso firme en aquel salón, donde sabía que se iba á decidir su porvenir.Miss Maud y Harvey salieron á su encuentro y le dieron las gracias porsu amabilidad en haberse prestado á complacerles.

Y los tres franceses,desde el rincón en que estaban reunidos, no pudieron menos de admirar elvalor, la sangre fría y el orgullo con que aquella mujer desempeñaba supapel. Apenas un movimiento un poco rápido del pecho y un ligero temblorde sus hermosos ojos indicaban la angustia que la torturaba. Estaba enapariencia tan tranquila como la más indiferente de las invitadas deHarvey.

Tragomer eligió aquel momento para levantarse y saludar á la cantante.Jenny le vió aproximarse y un escalofrío recorrió sus carnes satinadas,pero no volvió siquiera la cabeza. Solamente al oirle dirigirle lapalabra en inglés, hizo un movimiento de sorpresa tan perfectamenteejecutado, que Cristián se quedó lleno de admiración.

—¡Ah! ¿El señor de Tragomer, creo? dijo.

Le ofreció la mano, que él estrechó, y con una soberbia tranquilidad yvoz tranquila y pura, prosiguió:

—Hemos corrido bien los dos desde la noche en que nos conocimos…

—Usted ha obtenido nuevos triunfos, dijo Tragomer.

—Y usted hecho nuevas exploraciones. ¿Ha sido usted dichoso en susdescubrimientos?

Aquella frase de doble sentido fué dicha con tan fina ironía, queCristián tembló. ¿Qué garantías de seguridad tendría aquella mujer paraburlarse así de él y en aquellas circunstancias? Pero pensó que acasointentaba intimidarle, y respondió:

—Pienso hacer á usted juez de esos descubrimientos, si es que leinteresan.

—Á no dudar.

Hizo un saludo con la cabeza al joven y se dirigió al piano, acompañadapor miss Harvey. Sorege fué á sentarse al lado de la chimenea y con losojos cerrados pareció absorberse en una atención religiosa, pero noperdía de vista á la cantante. Se produjo un profundo silencio, elpianista preludió y Jenny Hawkins, como para acentuar el desafío lanzadoá Tragomer, cantó el Ave María

de Otello, que el joven había oído enSan Francisco, en aquella velada memorable. La cantante detallódeliciosamente las angustias y las súplicas de Desdémona. Su pura yhermosa voz parecía haber ganado en flexibilidad y en extensión. Unmurmullo de placer partió de la concurrencia y los invitados de Harvey,sin miedo de cometer una falta de distinción, aplaudieron conentusiasmo. Hasta los mismos cow boys

, dominados por el encanto de lainspiración y estupefactos ante las sensaciones que experimentaban,desistieron de marcharse al salón de fumar, como habían proyectado.

El piano resonó de nuevo, y radiante con su traje blanco, de pie enmedio del auditorio, al que dominaba por su belleza tanto como por sutalento, Jenny Hawkins paseó una mirada de dominación por losconcurrentes. Ahora cantaba las dolorosas quejas de la Traviata

,cuando la pobre mujer siente que la muerte le roza con su ala. Losadioses á la vida, á la dicha y al amor se escapaban de sus labios enfrases desgarradoras y melodiosas. De pronto y en el momento en queJenny pronunciaba las últimas palabras y emitía con punzante sentimientolas notas de la cadencia final, sus ojos se quedaron fijos, su cara secubrió de mortal palidez, su brazo se levantó y trazó en el vacío unademán de terror, la voz expiró en sus labios, y apoyada en el pianopara no caer, la cantante permaneció inmóvil, aterradora en su actitudde trágico espanto.

Un hombre acababa de aparecer entre las cortinas de seda del salón. Ytriste, pálido, demacrado espectro formidable y doloroso, la cantantereconoció á Jacobo de Freneuse. Los concurrentes, penetrados por aquelespectáculo y por la actitud de la artista, que atribuían á lainspiración, cuando no era sino terror, prorrumpieron en un transportede admiración. Pero ya miss Harvey se había aproximado á Jenny Hawkins ycogiéndole la mano preguntaba:

—¿Qué tiene usted, señora, está usted enferma?

—¡Nada! balbuceó la cantante… ¡Nada!

Y con su mirada aterrada indicaba á la joven aquel personaje de pie,inmóvil y sombrío entre las cortinas de seda. El recién llegado sonreíaya, seguro de su poder, y no miraba á Jenny Hawkins. Sus ojos se habíanfijado en otra cara cuyas deformaciones seguía con gozo cruel. Sorege,también de pie, se preguntaba si había perdido la razón ó si un milagrohabía hecho salir de la tumba al que él había metido en ella vivo.

Éltambién había seguido la mirada de Jenny y visto al formidablevisitante.

Se pasó una mano por la frente y dió un paso hacia atrás, como parahuir, pero de repente vió á Tragomer y á Marenval que le observaban ytuvo la fuerza de pensar: "Me pierdo. Un poco de resolución y salgo deeste mal paso. ¿Qué pueden ellos contra mí? Yo, en cambio, lo puedo todocontra él"… Al mismo tiempo el recién venido saludó con la cabeza áTragomer, que salió á su encuentro, y los dos atravesaron el salón paradirigirse hacia el piano, donde estaban miss Maud y Jenny Hawkins.¿Hacia cuál de las dos se encaminaban con paso tranquilo? ¿Hacia ladueña de la casa para saludarla ó hacia la cantante para perderla?

Viendo aquellos dos hombres venir hacia ella, Jenny dejó escapar unsordo gemido. Le pareció que su corazón dejaba de latir y que suspupilas iban á apagarse. No veía y sus oídos no percibían más que ruidosvagos… Confusamente oyó la voz de Tragomer, que decía:

—Miss Maud, permítame usted que le presente á mi amigo sir Herbert Carlston…

Al oir estas palabras Jenny experimentó una sensación de aliviodelicioso y un rayo de esperanza devolvió la claridad á su cerebro. ¿Nohabría sido juguete de una ilusión? ¿Por qué aquel hombre, que sellamaba Herbert Carlston, había de ser Jacobo de Freneuse? ¿No podíaexistir una semejanza extraordinaria y terrible? No se atrevió, sinembargo, á mirar al recién llegado, al que adivinaba á dos pasos deella, y dirigió los ojos hacia Sorege al que vió con terror tan alteradoy tembloroso como ella.

En la angustia de su fisonomía vió que el desastre era inminente.¿También él creía que su víctima había podido escaparse, á pesar de lasprecauciones tomadas y de las infamias cometidas? ¿No admitía que elHerbert Carlton pudiese ser otro que Jacobo? Ante aquella ideaexperimentaba tal sufrimiento por no saber á qué atenerse, que quiso,aun á riesgo de perderse, ver á aquel hombre, verle de frente, mirarlehasta el fondo del corazón para descubrir su pensamiento verdadero…Levantó los ojos y miró.

Al alcance de la mano, más pálido aún por aquellas emociones contenidas,y al lado de Tragomer grave y atento, reconoció á Jacobo. ¡Era él! Eraaquella mirada, que conocía tan bien, aquel movimiento de los labios quetanto había amado, aquel perfume acostumbrado, que llegaba hasta ella.Se estremeció y, segura ya, esperó resignada su sentencia. No quiso yaresistir á la fatalidad. Una fuerza superior se imponía á ella y despuésde tanto luchar, de tanto huir, de tanto temer, se replegó sobre símisma y, pasiva, ofreció la garganta al cuchillo, como la fiera que seve cogida sin remedio.

Jacobo habló y ya la duda fué imposible.

—Doy doblemente las gracias al señor de Tragomer, puesto que me hahecho el honor de presentarme á usted, miss Harvey, y me ha procurado elplacer de oir á la gran artista miss Hawkins.

—¿Vive usted en Londres, sir Carlton? preguntó Maud.

—Hace una semana. Soy un pobre provinciano y llego de un país al que mehabían llevado reveses de fortuna. Me encontraba solo, abandonado éinfeliz, pero unos amigos se acordaron de mí y me han sacado de midesierto. Juzgue usted, pues, de la alegría que experimento esta noche yde mi agradecimiento.

Su voz era tan triste, tan dulce, tan tierna, que Jenny se sintiótransida de dolor. Pero su enternecimiento no pudo durar mucho tiempo.Sorege, con una audacia que no debía retroceder ante nada, iba á meterseen la pelea y tomaba la ofensiva.

—Ha cantado usted divinamente, miss Hawkins, dijo mirando á susadversarios con altivez, y comprendo el placer de este caballero…

Y al decir esto parecía interrogar á su prometida y solicitar unapresentación. Miss Maud accedió á su deseo.

—Sir Herbert Carlton, un amigo del señor de Tragomer.

—Lo suponía, dijo Sorege con una ironía soberbia. ¿Pero miss Hawkins nonos hará el obsequio de cantar la segunda estrofa de esa preciosamelodía?

—Yo se lo ruego á miss Hawkins, añadió Jacobo.

Temblorosa ante aquella rápida sucesión de episodios, la cantante pasabadel temor á la esperanza y de éste á la desesperación con una rapidezcapaz de agotar todas las energías. Sin embargo, luchaba todavía, yrígida, con su traje blanco, ninguno de los que la miraban hubierapodido sospechar la espantosa tempestad que se desencadenaba en elcorazón de aquella desgraciada.

Nuestros personajes formaban en medio del salón un grupo compuesto detres hombres y dos mujeres que hablaban con una calma y una correcciónperfectas. Y, sin embargo, todos eran presa del terror ó de la cólera,sus corazones destilaban cólera y sus bocas contenían difícilmente lasprovocaciones y los ultrajes.

—Voy á cantar puesto que lo desean ustedes, dijo Jenny Hawkins.

—Colocarse, señores.

Miss Maud, cumpliendo la promesa hecha á Tragomer, cogió una silla y lallevó al lado del piano, á dos pasos de la cantante. Tragomer, Sorege yJacobo, como si estuvieran de acuerdo, se dirigieron á la puerta de laestufa. Penetraron en ella y Sorege, sin vacilación, con una osadía queasombró á sus interlocutores, dijo:

—¿Pero qué significa esta comedia, Jacobo? ¿Cómo tú, aquí, con unnombre falso y aparentando no conocerme? ¿Qué quiere decir esadesconfianza? ¿Dudabas del placer que tendría en verte? ¿Por qué te hasconfiado á Tragomer y no á mi desde tu llegada?

En una frase la situación se planteaba claramente y sin ambages. Soregeera audaz, pero Jacobo no podía ya ser engañado, pues le conocía. Poreso contestó tan rotundamente como había sido interpelado:

—Estoy aquí con nombre falso, Sorege, porque soy un desgraciado que nopuede llevar el suyo verdadero.

Desconfío de tí porque sospecho quecontribuíste á perderme y que estás dispuesto á hacerme traición.

—¡Yo! exclamó Sorege. ¡Yo! tu amigo de la infancia, que ha llorado tudesgracia como si fuera suya…

—Y que continúa no haciendo nada para repararla, interrumpióbruscamente Jacobo. ¿Desde cuándo sabes que Jenny Hawkins es la mismamujer que Lea Peralli?

Jacobo le miraba de frente, pero Sorege no pestañeó.

—¿Estás loco? ¿Quién? ¿Esa americana? ¡Lea Peralli! Bien sabes que estámuerta. Te engaña una semejanza que á mi también me sorprendió. ¡Oh! Séque existe un parecido increíble!…

Tragomer le interrumpió poniéndole la mano en el brazo, y le dijo contristeza viéndole perdido:

—No mienta usted, Sorege. Bien sabe usted que me ha dicho que JennyHawkins era Juana Baud… No puede usted salir de este paso sino por lafranqueza. Si ha cometido una falta, explíquela sin reticencias, pero notrate de negar, porque es inútil. Cada paso que dé ya en esa vía, leperderá más seguramente…

—¡Me perderá! interrumpió Sorege con violencia. ¡Pero que extrañocambio de papeles! ¿Perderme yo, que no tengo nada de qué arrepentirme?

—Mientras que yo, añadió Jacobo riendo con amargura, he sido condenadocomo criminal, ¿verdad? Sí, Sorege, tienes razón. Si yo soy culpable, túeres inocente.

—Pero, Jacobo ¿es posible? ¡Sospechas de mí! ¡Me acusas! ¿De qué?

—Voy á decírtelo puesto que tienes la audacia de preguntármelo, puestoque no has desaparecido al verme para esquivar tus responsabilidades,puesto que, contra toda verosimilitud, luchas todavía. Te acuso de habersabido desde el primer momento la existencia de Lea, cuando me juzgabanpor haberla matado. Te acuso de haber ido á declarar bajo la fe deljuramento lo que sabías que era falso, acto que constituye un crimenpara todo hombre honrado, pero que en ti, Sorege, mi amigo, mi hermano,como decías hace un momento, es la acción más baja y más cobarde que sepuede cometer. Aquí tienes de lo que te acuso, puesto que deseabassaberlo.

Sorege soportó aquel terrible apóstrofe con absoluta firmeza. Enrealidad no le oía ni tenía necesidad de oirle. Sabía de antemano lo quele diría Jacobo y sólo pensaba en ganar tiempo para reflexionar.

Sabe,pensaba, que Lea vive y que ha sustituído á Juana Baud. ¿Pero sabe quela muerta fué Juana? He aquí lo esencial. Si ese punto es todavía oscuropara él, nada hay perdido todavía. Lea está viva pero el vivir no es uncrimen. Yo puedo haber sabido su existencia hace poco tiempo. Este es elplan. Y con rapidez maravillosa pasó á ejecutarle.

—¡Locura! ¡Locura! Estás engañado por falaces apariencias. Si no dijenada en el momento del proceso, es porque no sabía nada. Tú hasreconocido á Lea en Jenny Hawkins; también Tragomer la reconoció; peroyo estuve engañado más tiempo que vosotros y solamente al fin de miviaje, cuando Tragomer me encontró en San Francisco, logré descubrir laidentidad de la cantante. Pero he sido engañado como vosotros…

Mientras hablaba, Sorege seguía reflexionando y con la destreza de unhábil tejedor entrecruzaba los hilos de su intriga. Es preciso, pensaba,que yo salga salvo de aquí y que hable con Lea antes que ellos. Si loconsigo, le haré comprender que debe marcharse. Si ella desaparece,estoy salvado.

—¡Tú! repuso Jacobo, ¿Tú engañado? No, Sorege. Por una razón queignoro, tenías interés en no decir nada. Porque no voy tan lejos comopudiera ir, ¿comprendes? y no veo en tí todavía más que un amigo infielque me ha abandonado en vez de defenderme. Pero si por tu desgraciahubieras sido cómplice…

La fisonomía de Jacobo tomó una expresión terrible, se levantó yresuelto, amenazador, dominando con toda la altura de su cabeza á Soregeencorvado y vacilante, añadió.

—Si has sido cómplice, será preciso que me pagues todas las torturasque he sufrido por tu causa, las oraciones de mi hermana desesperada,las lágrimas de mi madre, cuya vida has truncado…

La cara de Sorege, se contrajo, una arruga de amargura apareció en suslabios y con una rabia que ya no podía contener, dijo:

—¡Basta ya de amenazas! ¡Demasiada paciencia he tenido ya! Si tu madrey tu hermana han llorado, ha sido por tus locuras y nadie es responsablemás que tú. Si has sufrido, es porque habías cometido faltasimperdonables. Cesa ya de eludir las responsabilidades. ¿Acaso elpresidio ha convertido milagrosamente en un santo á un desgraciadoperdido por los vicios? ¿Porque fuiste condenado has adquirido elderecho de acusar á los demás? No prescindamos por más tiempo delsentido común. Hay aquí un hombre honrado tratado indignamente, pero eseno eres tú, ¡Ya estoy cansado de soportar tus ultrajes!

Créeme, séprudente y no abuses de la suerte que has tenido al poder escaparte. Elruido no conviene á todo el mundo. Más te vale vivir pacíficamente bajoel nombre inglés de que te sirves, que llamar la atención de un modopeligroso. Me has rechazado, Jacobo, cuando estaba dispuesto á servirte.Estoy libre de todo deber respecto á ti. Adiós.

Dió tres pasos hacia el salón y ya tocaba con la mano á la puerta cuandoesta se abrió por sí sola y aparecieron Marenval y Vesín. Al mismotiempo que ellos entró en la estufa un soplo de calor perfumado y unrumor de aplausos. Era que Jenny Hawkins acababa de cantar.

—Cierre usted la puerta, Marenval, dijo fríamente Tragomer. El señor deSorege querría despedirse de nosotros demasiado audazmente, pero noscree más necios de lo que somos.

—¿Pretenderéis obligarme? exclamó Sorege.

—¡Obligar á usted! ¡Qué violento término! No, queremos continuar laconversación con usted delante del señor de Vesín, fiscal de laAudiencia de París—¡tranquilícese usted!—en vacaciones, y nuestroamigo Marenval, á quien usted conoce bien. Cuantos más testigos haya delo que hemos dicho y de lo que vamos á decir, mejor. Al contrario de loque usted decía antes, estamos decididos á hacer todo el ruido posible.Jacobo no se convertirá para siempre en Herbert Carlton á fin de imitará Jenny Hawkins por medio de esta ingeniosa sustitución. No, Sorege; nocaeremos más en sus artimañas. Está usted descubierto y en cuanto Jacobohable una hora con Lea Peralli, estará en situación de confundirle áusted y de rehabilitarse, puede usted estar seguro.

Sorege hizo un ademán tan amenazador, que Tragomer se puso delante deJacobo. Estaban cuatro al rededor de él y toda esperanza de escapar erailusoria.

—¡Miserables! exclamó, abusáis de la fuerza y del número parasecuestrarme…

—¡Vamos allá! amigo, dijo Marenval; usted se burla. Llama ustedsecuestro á estar en una estufa deliciosa con personas bien educadas…Además, si usted quiere, vamos á llamar á miss Maud Harvey y á rogarlaque le guarde á su lado hasta que miss Hawkins salga de esta casa yJacobo con ella. En cuanto los dos se hayan marchado, tendrá usted todalibertad para entrar en los salones y cenar con los invitados de susuegro. No ponga usted, pues, mala cara y todo se hará correctamente.

Sorege pensó: "Si puedo estar libre dentro de media hora, aún podráacaso arreglarse todo".

—No tengo nada que temer, dijo. Hagan ustedes lo que les plazca. Notenía intención de alejarme de aquí, pero me han insultado ustedes, mehan violentado, y cuento con que me concederán una reparación si los queson honrados conservan un poco de valor…

Al hablar así miraba desdeñosamente á Freneuse y parecía provocar á Tragomer:

—¡Cuidado, Sorege! exclamó Jacobo. No seas muy exigente esta noche,porque acaso mañana te quede tan poco honor que sea hacerte una limosnael responder á tu provocación.

Freneuse cambió una mirada con su enemigo, saludó á Vesín y salió de laestufa. Jenny Hawkins, rodeada de admiradores y con la sonrisa en loslabios estaba en medio del salón. Vió de lejos á Jacobo que venía haciaella y se estremeció, pero no hizo un movimiento. Sus brazos cayeron álo largo del cuerpo como muertos, y su abanico palpitó entre sus dedoscomo una mariposa herida. Jacobo se aproximaba con la mirada dura éimperiosa.

Atravesó los grupos y aproximándose á ella logró aislarla entre misHarvey y él. Empezó por pro