En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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—¡Qué suplicio! He pagado bien cara mi salvación al precio de estaesclavitud…

Apoyó la cara en la mano y se puso á reflexionar dolorosamente. Cuandola doncella fué á anunciar que el almuerzo estaba dispuesto, la encontróen el mismo sitio, con la mirada fija y la boca contraída, repasando enla memoria sus tristes recuerdos.

Á la misma hora dos señoras enlutadas y envueltas en largos velosbajaron de un coche y, no sin inquietud, echaron en derredor una mirada.Una actividad ruidosa reinaba en el muelle del Támesis, lleno detrabajadores ocupados en descargar los

steamers

alineados á lo largodel puerto. El río arrastraba sus olas amarillentas entre las carenasnegras de los navíos y por el puente de Londres rodaban en incesantedesfile los coches y los ómnibus. En lo alto de la ribera se levantabala Torre alta y misteriosa y la entrada de los docks

De Santa Catalinamostraba su amontonamiento de mercancías.

Amarrado cerca del muelle un yate, enano rodeado de gigantes, elevaba supabellón tricolor entre las banderas azules de Inglaterra. La de másedad de las dos damas mostró á la otra el yate:

—Ahí está

Magic

, dijo; descendamos al muelle.

Por una escalera de piedra bajaron hasta la orilla y pasando entre losobreros, los corredores, los marineros y los mendigos, se dirigieronhacia el tablón que unía el yate con el muelle. Al aproximarse, un jovenalto y moreno apareció en la borda y salió á su encuentro.

—Aquí está el señor de Tragomer dijo la más joven levantándose el velocomo con prisa de ver mejor.

María de Freneuse apareció entonces y sosteniendo á su madre, quetemblaba de emoción, le ayudó á subir los escalones que conducían alpuente.

—Bien venidas, señoras, dijo Cristián descubriéndose. Se espera aquícon febril impaciencia su llegada…

María levantó los ojos hacia Cristián, como para asegurarse de que esaspalabras no significaban más de lo que decían, y vió la hermosa cara deljoven ennegrecida por el viento del mar y por el sol de los trópicos ycon una expresión radiante de triunfo.

—¿Está ahí? preguntó la joven.

—En el salón.

María le ofreció la mano al llegar á la escalera, no se sabe si para quese la besara ó para apoyarse al bajar, pero ello fué que Cristián sintiópor primera vez la alegría de que se le entregase aquella mano quedurante dos años le había rechazado tan duramente.

—Venga usted, madre mía, dijo la joven precediendo á la anciana.

Entraron en la semioscuridad del puente. Se abrió una puerta, se oyó ungrito ahogado y enfrente de ellas, tal como lo conocían cuando eradichoso, bello, joven y sonriente, apareció Jacobo tendiéndolas losbrazos.

La señora de Freneuse, pálida como una muerta, permaneció uninstante inmóvil, devorando con los ojos á aquel hijo á quien creyó novolver á ver; estalló después en sollozos y ocultó el rostro con lasmanos como si temiera que se disipase aquella visión deliciosa. Sesintió transportada más bien que conducida á un sillón y cuando abriólos ojos encontró á su hijo de rodillas que la miraba llorando.

—¡Oh! querido hijo ¿eres tú? balbució la pobre mujer. ¿Es posible queseas tú? Dios ha hecho por nosotros un milagro.

—Sí, querida madre, dijo gravemente Jacobo, pero nuestros fieles amigoslo han ejecutado. Les debemos mucho, porque no sólo han salvado mi vida,sino el honor de nuestro nombre.

—¿Cómo pagarles jamás?

—¡Oh! no hablemos de eso. El agradecimiento es dulce cuando se dirige ácorazones nobles y querer pagar es privarse de un goce muy grande. Perotranquilícese usted. Nuestra deuda es de las que se pagan cómodamente,al menos en lo que se refiere á uno de mis salvadores…

María se ruborizó á estas palabras de su hermano, pero no apartó losojos de Tragomer y dibujó en sus labios una sonrisa. Volvió en seguida áJacobo á quién no se cansaba de ver, de tocar y de besar.

Marenval,apoyado en la pared de la cámara presenciaba esta escena conmovedora sintratar de contener su enternecimiento. Estaba esperando hacía dos mesesel momento de poner á Jacobo en los brazos de su madre y se prometíagoces deliciosos. Con frecuencia decía á Tragomer: "¡Será una escenaextraordinaria!"

Después tuvo que confesar que él, Marenval, un perroviejo de la vida parisiense, gastado y escéptico, se había emocionadomás de lo que esperaba y había llorado como un majadero. Se inclinó aloído de Marenval y le dijo:

—Dejémoslos juntos. Volveremos dentro de un instante. Me escuecen losojos y necesito tomar el aire.

Salieron sin que las dos mujeres, en su egoísta alegría, advirtiesensiquiera su ausencia. Estaban ocupadas en indemnizarse de toda laternura de que habían estado privadas dos años.

—¿Estás seguro, querido hijo, de que no corres aquí ningún peligro?

—No, á condición de no dejarme ver. Si mis enemigos sospechasen mipresencia podrían denunciarme.

Pero esta situación no se prolongará.Dentro de unos días no tendremos que tomar precauciones para vernos.

—¡Qué delgado estás y qué pálido!

Pues he mejorado mucho desde hace dos meses… Ahora tengo pelo ybigote al menos… Si me hubierais visto cuando me escapé, os hubieradado lástima…

—¡Tanto habrás sufrido!

—Sí, madre mía, pero he sufrido útilmente. Encerrado en aquella tumbacon la certidumbre de no salir jamás de ella, he reflexionado, heexaminado mi vida pasada y la he juzgada con severidad. Así he llegado ápensar que estaba pagando, con dureza, acaso, pero muy justamente, lasfaltas que había cometido. Un último favor del destino colocó á mi ladoun sacerdote excelente, el capellán del presidio, que se interesó por midesgracia al verme tan diferente de mis compañeros de expiación. Sededicó á conducirme al bien y de sublevado y furioso, me convirtió endulce y resignado. Despertó en mi alma las creencias de la infancia y memostró el cielo como supremo recurso y la oración como único consuelo.Si durante aquellos largos días, dedicados á un trabajo grosero yrepugnante, y aquellas interminables noches ardientes y febriles, nohubiera tenido la idea de Dios para calmar mi espíritu, me hubieravuelto loco ó me hubiera matado.

Había tomado esa resolución al llegar,después de pasar sesenta y cinco días encerrado en una jaula con laescoria del género humano, sin oir más que palabras infames, cantosobscenos y proyectos de venganza y viviendo ante la boca de un cañóncargado de metralla. La existencia me pareció imposible de soportar yme propuse escapar de ella dándome muerte.

—¡Desgraciado niño! gimió la señora de Freneuse poniendo sustemblorosas manos sobre la cabeza de su hijo… ¡Un suicidio!…

—¡Oh! no, madre mía; hubiera sido inútil. Desde el primer día miscompañeros me tomaron odio. Me llamaban aristócrata y niño mimado. Hayuna jerarquía hasta entre esa gente abyecta, y los más infames son losmás respetados. Al verme tan diferente de ellos, me tomaron por un espíay un día en que el vigilante se ausentó por unos instantes del campo enque trabajábamos penosamente al sol, se arrojaron en grupo sobre mí. Suplan era muy sencillo. Estábamos arrastrando por el camino un enormerodillo para aplastar la piedra y decidieron echarme delante de aquellapesada masa y pasarla por encima de mí. De este modo se trataba de unsimple accidente; me había faltado el pie y el rodillo, no pudiendo serdetenido repentinamente, me había aplastado…

—¡Qué monstruos!

—Sí, madre mía. Así lo pensaba yo al verme cogido y sujeto en tierra yal oírles animarse con risas espantosas á tirar del rodillo paratriturarme… No tenía más que dejarlos hacer y, según mis deseos,estaba libre de la vida… Pero no sé qué instinto de conservación mesublevó contra el acto feroz de aquellos hombres y en un instante, enlugar de sufrir mi último suplicio, me defendí energéticamente. Estabayo todavía vigoroso, á pesar de las privaciones sufridas, y de unempujón derribé por tierra á dos de mis verdugos. Los demás, asombradospor mi resistencia, se echaron de nuevo sobre mí, pero de un golpe conmi cadena eché al suelo otro… Á sus gritos y al ruido de la luchaacudió el vigilante, que se dió cuenta de una ojeada de lo que habíasucedido y empuñó el revólver… Todo entró en orden, pero al díasiguiente el director me sacó del medio espantoso en que vivía y mecolocó en las oficinas del presidio… Allí tuve, si no más libertad,el derecho al menos de sufrir solo, de llorar sin excitar la risa y derezar sin ser insultado.

Entonces fué cuando mis ideas cambiaron poco ápoco y en el silencio de mi vida claustral me convertí en otro hombre.Todo lo que más había amado en el mundo, el placer, el lujo, lasvanidades humanas, me parecieron miserias y vi claramente la perniciosainutilidad de la existencia que había realizado. Pensé que en la vidahabía algo más que hacer que buscar el goce y que había otros hombresque en los talleres, en las canteras, en las minas, pasaban sus días enun trabajo penoso para ganar lo necesario y, sin embargo, no habíanmerecido ser tan desgraciados. Con un poco de aquel dinero que yoderrochaba en otro tiempo hubiera sido fácil aligerar un tanto el pesode su miseria y hacerlos felices. Resolví entonces, si alguna vez salíade mi prisión, consagrarme á los desgraciados en recuerdo de lo que yohabía sufrido. Confié mis pensamientos á un sacerdote admirable, que sehabía encerrado voluntariamente entre criminales para moralizarlos ysalvarlos, y aquel hombre me animó, me tomó afición y se convenció de miinocencia. Aquel fué, querida madre, un gran alivio para mí. Cuando oípor primera vez de una boca humana estas palabras:

"Creo que no es ustedculpable," me pareció que Dios me perdonaba por medio de surepresentante en la tierra y quedé penetrado de reconocimiento. Entonceshice á ese Dios de dulzura y de confianza el voto de darme á él.

—¡Qué! Jacobo, ¿quieres?…

—Hacerme sacerdote, sí, madre mía. Al mismo tiempo que un acto dearrepentimiento lo será de cordura.

No nos engañemos; aun cuando hagatriunfar la verdad y pruebe mi inocencia, siempre estaré marcado por unanota infamante. Una mancha como la que yo he recibido no se lava jamáspor completo. Las caras de mis amigos permanecerán frías y las manos seme tenderán con vacilación. Á cada momento tendré que observar que si seme acoge es por tolerancia y que las simpatías que se me demuestren sonforzadas. Será, pues, más digno retirarme de una sociedad que no estaríaabierta para mí más que por caridad. Si mis convicciones no meimpusieran el retirarme del mundo, me lo aconsejaría mi orgullo.Permaneceré cerca de vosotras para haceros olvidar la penas que os hecausado y emplearé mi vida entera en pagaros mi deuda de ternura. Yquién sabe si comparando lo que seré con lo que he sido, llegaréis ápensar que la providencia aparentó perderme para salvarme mejor.

—¡Oh! no, hijo mío; por muy dulces que sean para mí tus promesas, jamásrecordaré sin estremecerme la horrible pesadilla de estos últimos años.Mira mi semblante ajado, mi pelo blanco y mis manos temblorosas.

Heenvejecido veinte años en veinticuatro meses hasta parecer unaseptuagenaria. ¿Había yo, acaso, cometido grandes pecados para recibirtan duro castigo? Porque la expiación que tú aceptas se ha hechoextensiva á tu madre y á tu hermana, y esto no es justo.

La cara de Jacobo se contrajo y su mirada se puso triste.

—Sí; por eso he de ser severo para los que me han perseguido con suodio. Me extraviaba, madre mía, cuando hablé de misericordia, de dulzuray de caridad. Todavía no ha llegado para mí la hora de la indulgencia;tengo antes que condenar y que castigar…

—¿Estás seguro de lograrlo?

—Los culpables no pueden escapar; los tengo en mis manos. Me bastapresentarme para confundirlos. Su única seguridad consiste en elconvencimiento de que no volveré más. Pero si conozco sus crímenes, nosé las razones que tuvieron para cometerlos. Mi justificación está sobretodo en eso. Necesito probar, no sólo que he sido condenadoinjustamente, sino quién fué el culpable y por qué lo fué. Á ese finconsagraré mis últimas energías de hombre; después no quiero ser sinoindulgencia y mansedumbre.

—De modo, dijo la señora de Freneuse, que esa desgraciada mujer porquien hiciste tantas locuras y á la que pretendían que habías matado,está viva…

—Vive y está en Londres. Anoche cantó en

Covent-Garden

y asistí á larepresentación con mis amigos. En un palco oscuro y con la cara pintadacomo un actor para que nadie me reconociese, pasé la velada en presenciade Lea Peralli. Tragomer no se había equivocado; es ella… Pero seconoce en su cara la huella de los remordimientos. Á despecho de subelleza, siempre brillante, esa mujer sufre, estoy seguro. No sé quévértigo la arrebató en el momento de cometer la acción atroz de que yohe sido responsable, pero estoy cierto de que la deplora y acaso estédispuesta á repararla. Dentro de poco sabré á qué atenerme, pues espreciso que intente cerca de ella un paso decisivo, del que dependerá eléxito de nuestra empresa.

—¿No podría haber otra influencia que la tuya para convencer á esamujer? dijo María. ¿No será accesible á la piedad? Si yo fuese á verlapara suplicarla…

—No; es imposible. Sería ponerles en guardia sin obtener ningúnresultado. Comprendo, querida María, que tienes miedo por mí y quequieres impedirme que me exponga. Temes que enloquecida al verme, Leaserá capaz de armar escándalo, de llamar y de hacerme prender… Notemas nada. Es una mujer demasiado inteligente para recurrir á mediostan vulgares. La discusión entre los dos tendrá un carácter muydistinto. No temo ninguna traición ni ningún golpe de fuerza. Menosseguro estaría si tuviera que habérmelas con mi excelente amigoSorege…

—¡Ah! miserable…

—Sí, muy miserable… Ese merece todo nuestro odio y todo nuestrodesprecio. ¡Pero paciencia! Esperemos á saber exactamente qué papel hadesempeñado en el drama y yo respondo de que será castigado por todo loque nos ha hecho sufrir.

La fisonomía de Jacobo se puso sonriente y el joven se sentó entre sumadre y su hermana.

—Pero bastante hemos hablado de esas atrocidades y de sus autores.Purifiquemos nuestro pensamiento y dulcifiquemos nuestro corazón.Decidme lo que hacéis y cómo estáis instaladas en Londres. No quiero queviváis ya tristes y encerradas; se acabaron los trajes negros y losvelos sombríos. María es una muchacha y parece una abuela. ¿Acaso sucorazón permanecerá siempre sumido en la tristeza y no se abrirá á másdulces sensibilidades?

María se ruborizó y volvió los ojos.

—Tragomer me ha confiado sus intenciones. Sé cuál fué su proceder, perotambién conozco cuánta fué tu severidad. Cristián ha reparado un momentode abandono con muchos meses de perseverancia y si estoy ahora entrevosotras, á el se lo debemos, no hay que olvidarlo. Nunca sabréis, puesyo mismo lo ignoro, los prodigios de inteligencia y de valor que hatenido que hacer para llegar á libertarme. Os diré lo poco que sé y estobastará para llenaros de admiración y de reconocimiento hacia mis dossalvadores: Marenval y Cristián. Marenval creo que encontrará larecompensa en su misma satisfacción. Se ha conducido como un héroe yeste convencimiento basta para hacerle feliz. Pero ¿y Cristián? ¿Cómopagarle si María no se encarga de esta deuda?

La señorita de Freneuse miró á su hermano y dijo con admirable sonrisa:

—Yo sabía que podría recompensarle de todo lo que iba á arriesgar pornosotros y él también estaba seguro de que tendría en cuenta sufidelidad. No le hago, sin embargo, la injuria de pensar que lo ha hechosolamente para satisfacerme; creo que en su sacrificio ha entrado laamistad en igual proporción que el amor… Pero podéis estartranquilos; yo me encargo de ese vencimiento…

—¿Puedo llamarle? Sería justo decirle algunas palabras de esperanza…

María asintió con un movimiento de cabeza, Jacobo tocó un timbreeléctrico, al que no acudió el camarero, sino los patrones del yate,Marenval y Tragomer. María, de pie en el salón, un poco pálida bajo lacruda claridad de los tragaluces orlados de cobre, veía llegar áCristián. ¿Le había amado antes de rechazarlo tan duramente? Aquellaaltiva y grave joven no era de las que dicen ligeramente los secretos desu corazón. En aquel momento miraba fijamente á Tragomer, que con subusto de gigante y sus brazos de Hércules, temblaba de emoción.

—Quería, precisamente, hablar con usted, señor de Tragomer, dijo Maríacon acento firme. Hace seis meses, cuando usted partió, me tendió lamano y yo le di la mía. Por parte de usted, aquello fué pedirme queolvidase sus agravios, y por la mía consentir. Acaso no era eso todo loque usted deseaba, pero yo no podía conceder más. Después ha adquiridousted grandes derechos á nuestra gratitud y mi hermano asegura que yosola puedo recompensar como conviene la afectuosa adhesión que usted leha demostrado. Yo no soy de las que se muestran ingratas y penetrada deagradecimiento hacia usted, estoy dispuesta á darle la prueba que mepida.

Los ojos de Tragomer se turbaron, temblaron sus labios, quiso hablar yno pudo. Alargó tímidamente la mano y permananeció inmóvil y mudo, conel pecho agitado por una emoción indescriptible. María le ofreció sumano delicada y dijo dulcemente:

—¿Quiere usted que le dé ahora la mano que usted me pedía antes de suviaje?

Tragomer la cogió, la estrechó con efusión y llevándosela á los labios,se inclinó como delante de un ídolo y contestó:

—¡Sí, para siempre!

—Es de usted. Pero recuerde que no se unirá á la suya sino cuando elnombre de la que se la concede esté lavado de toda mancha. Seré sumujer, Cristián, cuando pueda usted casarse conmigo con la aprobación detodo el mundo.

—Esté usted tranquila, María, y usted también, señora; ese momento nose hará esperar.

Todos eran felices y Marenval saltaba de gozo, atribuyéndose todaaquella alegría. El tiempo pasaba rápido y ya declinaba la tarde cuandola madre y la hija se decidieron á dejar á Jacobo. Al bajar del yate secruzaron con un hombre de cara distinguida y que por su aspecto parecíafrancés. El desconocido se detuvo para dejarlas pasar, saludó y se entrópor el tablón al navío. Sin duda lo esperaban allí, porque Marenval, quese estaba paseando por el puente, le salió al encuentro y dándole unvigoroso apretón de manos, le dijo:

—Por aquí, mi querido magistrado.

—¡Silencio! dijo el visitante sonriendo; nada de nombres ni de cargos,amigo, si á usted le parece.

Y siguiendo á su guía, bajó á la cámara. Era Pedro de Vesín, que sinduda no iba por primera vez al Magic

, pues conocía perfectamente elcamino. En un saloncillo de fumar situado en la popa, cerca del comedor,encontró á Tragomer y á Jacobo, les estrechó la mano y dijo sentándose:

—Acabo de encontrar á su madre de usted y á su hermana. ¡Parecíanencantadas, las pobres señoras! Ya era tiempo de que se aclarase suhorizonte… Pero los negocios están en buen camino y traigo á ustedesnoticias que les satisfarán. El comisario especial encargado de vigilará Jenny Hawkins ha llegado y se ha puesto en relación con M. Melville,el jefe de la policía inglesa, un hombre de primer orden que va á tomarpor su cuenta la dirección de las operaciones. La demanda de procesocontra Jenny no está muy adelantada… Si consideramos á la cantantecomo americana es sumamente difícil detenerla en Inglaterra por uncrimen cometido en Francia y por el cual se ha dado ya sentencia. Si ledevolvemos su verdadero nombre de Lea Peralli, se convierte en italianay esto es otra complicación. Si estuviera en Francia todo sería fácil;un mandamiento de arresto y asunto terminado. Pero en este diablo deInglaterra estas cosas son mas incómodas… No hay país donde lalibertad tenga más garantías… La cosa llega hasta la licencia…Esta es la tierra de promisión para los malvados.

—¿Qué va entonces á hacer ese comisario? preguntó Tragomer.

—Vigilar estrechamente á la cantante y á Sorege y estar pronto áintervenir, si llega el caso. De todos modos nos informaráminuciosamente de lo que hagan vuestros adversarios. Yo estoy envacaciones y no intervengo en este asunto más que como particular; unamigo vuestro y nada más. He dejado en París mi título y mis funciones.El ministro de la Justicia, á quien fui á visitar con el fiscal delTribunal supremo, se interesa prodigiosamente en este asunto. Es unardiente liberal á quien gustaría que en su tiempo ocurriese lareparación de una gran injusticia. Nos han fastidiado mucho, desde hacealgún tiempo, con las revisiones aventuradas y estamos encantados deintentar una ventajosa. Así verá el mundo entero que nos anima el puroamor de la verdad y de la justicia. Esto es lo que ha dicho el jefe, éinmediatamente se ha puesto de acuerdo con la policía para que todo sehaga rápida y silenciosamente.

—¿Y qué ha dicho el ministro de nuestra expedición á Numea? preguntó Marenval frotándose las manos.

—Eso, querido amigo, es lo que se llama un caso reservado y no se hahablado de él. El informe sobre la evasión ha llegado á París, pero esimposible deducir cargo alguno contra ustedes. Las precauciones tomadaspor Tragomer para disfrazar su identidad han engañado á laadministración. Según el gobernador fué un barco inglés el que dió elgolpe y se fué después á la Australia á todo vapor. Si ustedes no sejactan de su hazaña, están á cubierto de toda responsabilidad. Una vezque tengamos en nuestras manos las pruebas de la inocencia del señor deFreneuse, bastará que se constituya preso para que las cosas sigan sucurso regular. Pero ahí está el punto capital; esas pruebas es precisoque sean materiales y todo depende de que podamos producirlas. Si nopueden ustedes obtener la confesión del verdadero culpable, la situacióndel señor Freneuse será muy grave y tendrá que tomar el camino de laAmérica del Sur para vivir libre de persecuciones. La verdad es quenunca he visto asunto tan difícil ni tan peligroso. Todo es en élirregular y las leyes resultan lamentablemente pisoteadas. Confieso, sinembargo, que era imposible salir de otro modo.

—¿Desde que está usted en Londres, ha visto á Sorege? preguntó Tragomer.

—Comí ayer con él en casa de Harvey. Se habló de usted y con magníficaimpudencia, le estuvo elogiando.

—Paciencia; no me elogiará siempre. Esta es una cuenta pendiente entrelos dos, que yo me reservo. Quiero decirle de una vez para siempre loque pienso de su carácter y de sus perfidias. Si no resulta tancomprometido en compañía de Jenny Hawkins, que tengamos que dejarlearreglárselas con el comisario.

Pedro de Vesín movió la cabeza.

—¡Ah! el mozo es muy fuerte para que pueda usted reducirle tanfácilmente. Está metido en una partida de tal índole, que se defenderácon furor. Piense usted que se trata para él de ser ó de no ser, comodice muy bien sir Enrique Irving. Si triunfa, tiene los millones deJulio Harvey, sin contar el gusto de haberse burlado de nosotros. Sifracasa… ¡Ah! amigos míos, entonces será peligroso. El tigreacorralado, seguro de su pérdida, querrá hacer algunas víctimas…¡Cuidado con él en ese momento!

—Yo he matado tigres, dijo tranquilamente Tragomer, y la cosa no es tanterrible… Usted no hace justicia á Sorege; es infinitamente másterrible.

Jacobo había asistido á todo este diálogo sin pronunciar ni una palabray como absorto en sus reflexiones.

Se hubiera podido creer que no oía.Pareció, sin embargo, escuchar con interés las últimas palabras deCristián, pues dijo, poniendo suavemente la mano en el brazo de suamigo:

—Nadie tiene derecho de disponer de Sorege sin mi consentimiento. Nopertenece á nadie más que á mi y no pienso abandonarlo ni aun á lajusticia. Tendré la piedad suprema, que él no tuvo conmigo, desustraerlo á la vergüenza. Si su infamia ha sido tal como la sospechaTragomer, me reservo el derecho de juzgarle y de castigarle.

Tragomer bajó la cabeza.

—Es justo, dijo, y nada tengo que contestar.

—En cuanto á Lea Peralli, continuó Jacobo, no esperaréis mucho tiemposin saber á qué ateneros. Mañana mismo tendremos una solución.

Vesín y Marenval se levantaron.

—¿Viene usted á comer conmigo? dijo el magistrado á su pariente.

—Sí, voy á vestirme y me voy con usted. Dejaremos á estos jóveneshacerse sus confidencias.

—¿Á dónde van ustedes? preguntó Tragomer.

—Al

Savoy

. Es donde se come mejor.

—Y más caro.

—No comerán ustedes mejor que á bordo.

—Es posible, dijo el fiscal riendo; pero no olvide usted que,moralmente, los jueces no deben comer en la misma mesa que losprocesados.

—Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana en casa de Julio Harvey.

X

Julio Harvey habitaba un hermoso hotel en

Grosvenor-Square

. Tenía casapuesta en Londres como en París y todos los años su hija le llevaba dosmeses á Inglaterra.

Uno ó dos de los hijos de Harvey se decidían confrecuencia á ir á ver á su padre á Londres, pues en Inglaterra seencontraban más en su centro que en Francia, cuyas costumbres, ideas ygustos les resultaban insufribles. Aquellos robustos jóvenes se ahogabanen los estrechos límites de las conveniencias sociales y muy á menudosentían deseos de quitarse el frac en plena reunión y de meterse lacorbata blanca en el bolsillo. La vida al aire libre de los ingleses lesofrecía un atractivo que compensaba las tristezas de los salones.

Al salir de una comida ó de una representación se embarcaban en elTámesis ó recorrían cincuenta leguas en ferrocarril para ir á cazarzorros y volvían frescos y contentos cuando habían roto algunos remos óreventado algún caballo. Su padre les envidiaba, pero él estabaseveramente sujeto por miss Harvey, que no lo dejaba hacer todo lo quequería.

La sociedad americana de Londres, tan favorablemente acogida por la gentry

como la de París por el gran mundo, rivaliza en lujo con lasfamilias más aristocráticas de Inglaterra y tira el dinero por laventana con más fastuoso abandono todavía que en París. No parece sinoque esos advenedizos de la fortuna, que apenas cuentan un siglo de vidanacional, quieren asombrar al viejo mundo con la exhibición de suextraordinaria vitalidad. Los ingleses, aun envidiando esa expansión defuerzas y esa potencia un poco insolente, no pueden evitar ciertapredilección hacia aquellos hijos ingratos que se emanciparon de sumadre. No olvidan que corre por sus venas la misma sangre y como abuelosindulgentes se sonríen ante las travesuras americanas, hasta el día enque comprendan, con su sentido práctico, que tienen interés enfomentarlas. Entonces la alianza anglo-sajona será un hecho en ambosmundos, y el águila norte americana y el león inglés harán sus rapiñasde concierto.

Por el momento sus relaciones se limitan á veladas y comidas entremillonarios, preludios de bodas que cruzan la sangre de los nobles de laconquista con la de los ganaderos de puercos y explotadores de minas. Laestadística de los matrimonios por los cuales las misses

de Chicago,de Nueva-York ó de Filadelfia han entrado en las más ilustres casasinglesas, es muy curiosa. Se ve en ella que la Inglaterra ha recogidomás de cien millones de dollars en forma de dotes.

Y los periódicos delnuevo mundo, en competencia con las agencias matrimoniales, facilitanlas transacciones publicando la lista de las jóvenes disponibles en losEstados Unidos, con la cifra de sus capitales.

Cuando la industria conyugal se exhibe de ese modo, se facilitasingularmente el cambio de buenas relaciones entre los paísesproductores de maridos y las regiones cultivadoras de mujeres.

La familia Harvey tenía, pues, un pie en Francia y el otro enInglaterra, pero Francia triunfaba, puesto que el conde de Sorege habíasido admitido como futuro esposo. Sin embargo, desde que Tragomer llegóá bordo del

Magic

y se presentó en casa del ganadero, parecía que elprestigio de Sorege había disminuído. Los dos hermanos más jóvenes,Felipe y Edward, estaban en aquel momento en Londres, y su entusiasmopor la fuerte complexión de Cristián fué muy significativa. El

cow-boy

Felipe declaró sin ambages á su hermana que hubiera debido escoger alnoble bretón.

—Ese, decía, es de los nuestros. Monta á caballo como el viejo Pew, quenos ha educado; es incansable andando; maneja la carabina y el cuchillo;ha pescado en los grandes lagos… ¿Por qué, con tu dinero, no hasencontrado un muchacho vigoroso como el conde Cristián, en lugar debuscarte ese bicho de Sorege?

Puesto que J