Y acudía a la memoria de la gente sencilla el recuerdo de los prodigios,aprendidos en la niñez sobre las faldas de la madre; las veces que enotros siglos había bastado asomar a San Bernardo a un callejón de laorilla, para que inmediatamente el río se fuera hacia abajo,desapareciendo como el agua de un cántaro que se rompe.
El alcalde, fiel a la dinastía de los Brull, estaba perplejo. Leatemorizaba el populacho y quería acceder, como de costumbre, pero eragrave falta no consultar al quefe. Por fortuna, cuando la gran masanegra comenzaba a revolverse indignada por su silencio y salían de ellasilbidos y gritos hostiles, llegó Rafael.
Doña Bernarda le había hecho salir al primer asomo de la popularmanifestación. En aquellas circunstancias era cuando se lucía su marido,dando disposiciones que de nada servían. Pero al volver el río a sunormalidad y desaparecer el peligro, el popular rebaño admiraba sussacrificios, llamándole el padre de los pobres. Si el milagroso santohabía de salir, que fuese Rafael quien concediera el permiso. Laselecciones de diputados estaban próximas; la inundación no podía llegarcon más oportunidad. Nada de imprudencias, ni de darla un susto; perodebía hacer algo, para que la gente hablase de él como hablaba de supadre en tales casos.
Por esto Rafael, después de hacerse explicar por los más exaltados eldeseo de la manifestación ordenó con majestuoso ademán:
—Concedido: que saquen a San Bernat.
Entre un estrépito de aplausos y vivas a Brull, la negra avalancha sedirigió a la iglesia.
Había que hablar con el cura para sacar el santo, y el buen párroco,bondadoso, obeso y un tanto socarrón, se resistía siempre a acceder a loque él llamaba una tradicional mojiganga. Le complacía poco salir enprocesión, bajo un paraguas, con la sotana remangada, perdiendo a cadapaso los zapatos en el barro. Además, cualquier día, después de sacar enrogativa a San Bernardo, el río se llevaba media ciudad, ¿y en quépostura,—como decía él—quedaba la religión por culpa de aquella turbade vociferadores?
Rafael y sus acólitos del ayuntamiento se esforzaban por convencer alcura, pero éste sólo contestaba a su petición preguntando si venía aguade Cuenca.
—Creo que sí—dijo el alcalde.—Ya ve usted que con esto aumenta elpeligro y se hace más precisa la salida del santo.
—Pues si viene agua de allá—contestó el párroco,—lo mejor es dejarlapasar, y que San Bernardo se quede en su casa. Estas cosas de santos sehan de tocar con mucha discreción, créanme ustedes... Y si no acuérdensede aquella riada en la que el agua iba por encima de los puentes.Sacamos el santo, y poco faltó para que el río se lo llevara agua abajo.
La muchedumbre inquieta por la tardanza, gritaba contra el cura. Era unaescena extraña ver al hombre de iglesia protestando en nombre del buensentido; pretendiendo luchar contra las preocupaciones amontonadas porvarios siglos de fanatismo.
—Puesto que ustedes lo quieren, sea—dijo por fin.—Saquen el santo yque Dios se apiade de nosotros.
Una aclamación inmensa de la muchedumbre, que llenaba la plaza de laiglesia, saludó la noticia. Seguía cayendo la lluvia y sobre lasapretadas filas de cabezas cubiertas con faldas, mantas y alguno queotro paraguas, pasaban las rojizas llamas de los hachones tiñendo deescarlata las mojadas caras.
Sonreía la gente bajo aquel temporal con la confianza del éxito;gozándose por adelantado con el terror del río apenas entrase en él labendita imagen. ¿Qué no podría San Bernardo? Su historia portentosa,como un romance de moros y cristianos, inflamaba todas lasimaginaciones. Era un santo de la tierra: el hijo segundo del rey morode Carlet. Por su talento, su cortesía y su hermosura, obtuvo tantoéxito en la corte del rey de Valencia, que llegó a ser su primerministro, y cuando su señor tuvo que andar en tratos con el rey deAragón, envió a Barcelona a San Bernardo, que entonces se llamaba elpríncipe Hamete.
En su viaje, llega una noche a las puertas del monasterio de Poblet.Los cánticos de los cistercienses, difundiéndose místicos y vagorosos enla calma de la noche al través de las ojivas, conmueven el alma deljoven sarraceno, que se siente atraído a la religión de los enemigos porel encanto de la poesía. Se bautiza, toma el blanco hábito de SanBernardo de Clairveux y vuelve algún tiempo después al reino de Valenciapara predicar el cristianismo. Le respeta la tolerancia con que losmonarcas sarracenos acogían todas las doctrinas religiosas, y conviertea sus dos hermanas, dos hermosas moras que toman los nombres de Gracia yMaría, e inflamadas de santo entusiasmo quieren acompañar al hermano ensus predicaciones.
Pero el viejo rey de Carlet había muerto. En el mando del pequeño estadofeudatario, especie de jefatura de kabila militar, le había sucedido suprimogénito, el arrogante Almanzor, un moro brutal y orgulloso, que seafrenta de que individuos de su familia vayan por los caminos rotos ymiserables, predicando una religión de mendigos, y con unos cuantosjinetes sale en persecución de sus hermanos.
Los encuentra junto aAlcira ocultos en la orilla del río; con un revés de su espada, corta elcuello a las dos hermanas y San Bernardo es crucificado y le taladran lafrente con un clavo enorme. Así pereció el santo patrón, adorado confervor por los pequeños; el príncipe hermoso, convertido en vagabundo ypordiosero, sacrificio que halagaba a los más pobres de sus devotos.
La muchedumbre recordaba esta historia, repetida de generación engeneración, sin más crédito que las tradiciones ni otros documentosjustificantes que la fe popular, y daba vivas al padre San Bernardo,convencida de que era el primer ministro de Dios como lo había sido delrey moro de Valencia.
Se organizaba rápidamente la procesión. Por las estrechas calles de laisla corría la lluvia formando arroyos, y descalzos o hundiendo suszapatos en el agua, llegaban hombres con hachones y trabucos; mujeresguardando sus pequeñuelos bajo la hinchada tienda que formaban las sayassubidas a la cabeza. Presentábanse los músicos con las piernas desnudas,levita de uniforme y emplumado chacó, semejantes a esos jefes indígenasque adornan su desnudez con casacas y tricornios de deshecho.
Frente a la iglesia brillaban como un incendio los grupos de hachones, yal través del gran hueco de la puerta veíanse, cual lejanasconstelaciones, los cirios de los altares.
Casi todo el vecindario estaba en la plaza, a pesar de la lluvia cadavez más fuerte.
Muchos miraban al negro espacio con expresión burlona.¡Qué chasco iba a llevarse!
Hacía bien en aprovechar la ocasión soltandotanto agua; ya cesaría de chorrear tan pronto como saliese San Bernardo.
La procesión comenzaba a extender su doble cadena de llamas entre elapretado gentío.
— ¡Vítol el pare San Bernat! —gritaban a la vez un sinnúmero de vocesroncas.
— ¡Vítol les chermanetes! —añadían otros corrigiendo la falta degalantería de los más entusiastas.
Porque las hermanitas, las santas mártires Gracia y María, tambiénfiguraban en la procesión. San Bernardo no iba solo a ninguna parte. Eracosa sabida hasta por los niños, que no había fuerza en el mundo capazde arrancar al santo de su altar si antes no salían las hermanas. Juntastodas las caballerías de los huertos, y tirando un año, no conseguiríanmoverle de su pedestal. Era éste uno de sus milagros acreditados por latradición. Le inspiraban las mujeres poca confianza—según decían loscomentadores alegres—y no queriendo perder de vista a sus hermanas,para salir él de su altar, habían de ir éstas por delante.
Asomaron a la puerta de la iglesia las santas hermanas, balanceándose ensu peana sobre las cabezas de los devotos.
— ¡Vítol les chermanetes!
Y las pobres chermanetes, goteando por todos los pliegues de susvestiduras, avanzaban en aquella atmósfera casi líquida, obscura,tempestuosa, cortada a trechos por el crudo resplandor de los hachones.
Los músicos probaban los instrumentos preparándose a soplar la MarchaReal. En el hueco iluminado de la puerta se marcó algo que brillabasobre las cabezas como un ídolo de oro. Avanzaba pesadamente, confatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado.
La multitud lanzó un rugido. La música rompió a tocar.
— ¡Vítol el pare San Bernat!
Pero la música y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estrépitohorripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando laciudad al centro de la tierra. La plaza se llenó de relámpagos. Era unaverdadera batalla, descargas cerradas, arcabuzazos sueltos, tiros queparecían cañonazos. Todas las armas del vecindario saludaban la salidadel santo. Los viejos trabucos cargados hasta la boca, tronaban confogonazos que quitaban la vista, chamuscando a los más cercanos;disparábanse los pistolones de arzón entre las piernas de los fieles;repetían sus secas detonaciones las escopetas de fabricación moderna, yla muchedumbre aficionada a correr la pólvora, arremolinábasegesticulante y ronca, enardecida por el excitante humo mezclado con lahumedad de la lluvia y por la presencia de aquella imagen de bronce,cuya cara redonda y bondadosa de frailecillo sano, parecía adquirirpalpitaciones de vida a la luz de las antorchas.
Ocho hombres forzudos y casi en cueros encorvábanse bajo el peso delsanto. Las oleadas de gente estrellábanse contra ellos, haciendo vacilarlas andas. Dos atletas despechugados, admiradores del santo, marchaban aambos lados, conteniendo el gentío.
Las mujeres, sofocadas por la aglomeración, empujadas y golpeadas por elvaivén, rompían a llorar con la vista fija en el santo, agitadas por unsollozo histérico.
— ¡Ay, pare San Bernat! ¡Pare San Bernat, salveumos!
Otras sacaban chiquillos de entre los pliegues de sus faldas, ylevantándoles sobre sus cabezas, buscaban los brazos de los dospoderosos atletas.
— ¡Agárralo! ¡Qu' el bese!
Y el atleta, por encima de la gente, agarraba al chiquillo con una manoque parecía una garra. Le asía del primer sitio que encontraba;elevábale hasta el nivel del santo para que besase el bronce y lodevolvía como una pelota a los brazos de su madre.
Todo con rapidez,automáticamente, dejando un chiquillo para coger otro, con laregularidad de una máquina en función. Muchas veces el impulso erademasiado rudo; chocaban las cabezas de los niños con sordo ruido,aplastábanse las tiernas narices contra los pliegues del metálicohábito, pero el fervor de la muchedumbre parecía contagiar a lospequeños; eran los futuros adoradores del fraile moro, y rascándose loschichones con las tiernas manecitas, se tragaban las lágrimas y volvíana adherirse a las faldas de sus madres.
Detrás del glorioso santo marchaban Rafael y los señores delayuntamiento con gruesos blandones; el cura, bufando al sentir lasprimeras caricias de la lluvia, bajo el gran paraguas de seda roja conque le cubría el sacristán; y la muchedumbre de hortelanos confundidoscon los músicos, que más atentos a mirar donde ponían los pies que a losinstrumentos, entonaban una marcha desacorde y rara. Seguían los tiros,las aclamaciones delirantes a San Bernardo y sus hermanas, y rodeado deun nimbo rojo por el resplandor de las antorchas, saludada en cadaesquina por una descarga cerrada, iba navegando la imagen sobre aqueloleaje de cabezas azotado por la lluvia que, a la luz de los cirios,tomaba la transparencia de hilos de cristal. Y en torno del santo, losbrazos de los atletas siempre en movimiento, subiendo y bajandochiquillos que babeaban el mojado bronce del padre San Bernardo.
Enbalcones y ventanas aglomerábanse las mujeres con la cabeza resguardadapor las faldas. El paso del santo provocaba profundos suspiros,dolorosas exclamaciones de súplica. Era un coro de desesperación y deesperanza.
— ¡Salveumos, pare San Bernat! ... ¡Salveumos! ...
La procesión llegó al río, pasando y repasando el puente del arrabal.Reflejáronse las inquietas llamas en las olas lóbregas del río, cada vezmás mugientes y aterradoras. El agua todavía no llegaba al pretil comootras veces. ¡Milagro! Allí estaba San Bernardo que la pondría freno.Después la procesión se metió en las lenguas del río que inundaban loscallejones.
Era un espectáculo extraño ver toda aquella gente empujada por la fe,descendiendo por las callejuelas convertidas en barrancos. Los devotos,levantando el hachón sobre sus cabezas, entraban sin vacilar aguaadelante hasta que el espeso líquido les llegaba cerca de los hombros.Había que acompañar al santo.
Un viejo temblaba de fiebre. Había cogido unas tercianas en losarrozales, y sosteniendo el hachón con sus manos trémulas, vacilabaantes de meterse en el río.
— Entre, agüelo—gritaban con fe las mujeres.— El pare San Bernat elcurará.
Había que aprovechar las ocasiones. Puesto el santo a hacer milagros seacordaría también de él.
Y el viejo, temblando bajo sus ropas mojadas, se metió resueltamente enel agua dando diente con diente.
La imagen iba entrando con lentitud en los callejones inundados. Losrobustos gañanes, encorvados bajo el peso de las andas, se hundían en elagua; sólo podían avanzar ayudados por un grupo de fieles que se cogíana la peana por todos lados. Era una confusa maraña de brazos nervudos ydesnudos saliendo del agua para sostener al santo; un pólipo humano queparecía flotar en la roja corriente sosteniendo la imagen sobre suslomos.
Detrás iban el cura y los mandones a horcajadas sobre algunosentusiastas que para mayor lustre de la fiesta, se prestaban a hacer decaballerías, llevando ante las narices el cirio, de los jinetes.
El cura, asustado al sentir el frío del agua cerca de la espalda dabaórdenes para que el santo volviera atrás. Ya estaba al final de lacallejuela, en el mismo río; se notaban los esfuerzos desesperados, elrecular forzado de aquellos entusiastas que comenzaban a sufrir elimpulso de la corriente. Creían que cuando más entrase el santo en elrío más pronto bajarían las aguas. Por fin el instinto de conservaciónles hizo retroceder y salieron de una callejuela para entrar en otra,repitiendo la misma ceremonia. De pronto cesó de llover.
Una aclamación inmensa, un grito de alegría y triunfo sacudió a lamuchedumbre.
— ¡Vítol el pare San Bernat! ... ¿Y aún dudaban de su inmenso poder losvecinos de los pueblos inmediatos?... Allí estaba la prueba. Dos días delluvia incesante, y de repente, no más agua; había bastado que el santosaliera a la calle.
E inflamadas por el agradecimiento las mujeres lloraban, abalanzándose alas andas del santo, besando en ellas lo primero que encontraban, losbarrotes de los portadores o los adornos de la peana; y toda la fábricade madera y bronce sacudíase como una barquilla entre el oleaje decabezas vociferantes, de brazos extendidos y trémulos por el entusiasmo.
Aún anduvo la procesión más de una hora por las inmediaciones del río,hasta que el cura que chorreaba por todas las puntas de su sotana yllevaba cansados más de doce feligreses convertidos voluntariamente encabalgaduras, se negó a pasar adelante. Por voluntad de aquella gente,el paseo de San Bernardo hubiese durado hasta el amanecer. Pero lo querespondía el cura:—«¡Lo que al santo le tocaba hacer ya lo ha hecho! ¡Acasa!»
Rafael, dejando el cirial a uno de los suyos, se quedó en el puenteentre un grupo de conocedores del país, que lamentaba los daños de lainundación. Llegaban a cada instante, no se sabía cómo noticiasalarmantes de los daños causados por el río. Tal molino estaba aisladopor las aguas, y sus habitantes refugiados en el tejado, disparaban lasescopetas pidiendo auxilio. Muchos huertos habían desaparecido bajo lasaguas. Las pocas barcas que había en la ciudad iban como podían poraquel inmenso lago salvando familias, expuestas a estrellarse contra losobstáculos sumergidos, teniendo que librarse con desesperados golpes deremo de la veloz corriente.
Y a pesar del peligro, la gente hablaba con una relativa tranquilidad.Estaban habituados a aquella catástrofe casi anual, la inundación era unmal inevitable de su vida y lo acogían con resignación. Además, hablabande los telegramas recibidos por el alcalde con expresión de esperanza.Al amanecer tendrían auxilio. Llegaría el gobernador de Valencia con losmarineros de guerra y se llenaría de barcas la laguna.
No quedaban másque unas cuantas horas de espera. Lo importante era que no subiese elnivel del agua.
Y se consultaban las señales puestas en el río, promoviéndose terriblesdiscusiones.
Rafael vio que aún seguía subiendo, aunque con lentitud.
Los hortelanos no querían convencerse. ¿Cómo había de crecer el ríodespués de entrar en él el pare San Bernat? No, señor; no subía: eranmentiras para desacreditar al santo. Y un mocetón de ojos feroceshablaba de vaciarle el vientre de una cuchillada a cierto burlón queaseguraba que el río subiría sólo por el gusto de dejar mal parado almilagroso fraile.
Rafael se acercó al grupo, y a la luz de una linterna reconoció albarbero Cupido, un maldito guasón de rizadas patillas y nariz aguileña,que tenía gusto en burlarse de la dura y salvaje fe de la gentesencilla.
Brull conocía mucho al barbero. Era una de sus admiraciones deadolescente. El miedo a su madre fue lo único que le impidió de muchachoel frecuentar aquella barbería, refugio de la gente más alegre de laciudad, nido de murmuraciones y francachelas, escuela de guitarreos yromanzas amorosas que ponían en conmoción a toda la calle. Además, aquel Cupido era el excéntrico de la ciudad, el bohemio despreocupado ymordaz a quien todo se toleraba; el hombre que se permitía tener cosas y hablar mal de todo el mundo sin que la gente se indignase. Era elúnico que podía burlarse de la tiranía de los Brull, sin que esto leimpidiese la entrada en el Casino del partido, donde los jóvenesadmiraban sus chistes y sus trajes estrambóticos.
Rafael le quería, aunque su trato con él no fuese muy íntimo. Entre lagente solemne y conservadora que le rodeaba, aparecíasele el barberocomo el único hombre con quien podía hablar. Casi era un artista. Iba aValencia en invierno para oír las óperas que elogiaban los diarios, y enun rincón de su tienda tenía montones de novelas y periódicosilustrados, reblandecidos por la humedad y con las hojas gastadas por elcontinuo roce de los parroquianos.
Trataba poco a Rafael, adivinando que su madre no había de ver conbuenos ojos esta amistad, pero mostraba cierto aprecio por el joven; letuteaba por haberle conocido niño, y decía de él en todas partes.
—Es el mejor de la familia; el único Brull que tiene más talento quemalicia.
No ocurría suceso en Alcira que él ignorase; todas las debilidades yridiculeces de los personajes de la ciudad, las hacía públicas en subarbería para regocijo de los de la cáscara amarga que se reunían allí aleer los órganos del partido. Los señores del ayuntamiento temían albarbero más que a diez periódicos, y cuando en alguno de los discursosque los grandes hombres del partido conservador pronunciaban en Madridleían algo sobre la «hidra revolucionaria», o «el foco de la anarquía»,se imaginaban una barbería como la de Cupido, pero mucho más grande,esparciendo por toda la nación una atmósfera venenosa de burlas cruelesy perversas insolencias.
No ocurría en la ciudad suceso que no tuviese por indispensable testigoal barbero.
Bien podía desarrollarse en lo último del arrabal o en algúnhuerto; era indispensable que a los pocos minutos apareciese allí Cupidopara enterarse de todo, prestar socorro al que lo necesitara, intervenirentre los contendientes y relatar después con mil detalles todo loocurrido.
Gozaba de libertad para seguir llevando esta vida. A los parroquianosles servían dos mancebos, tan locos como su maestro: dos chicuelos a losque Cupido pagaba con lecciones de guitarra y una comida mejor o peor,según los ingresos repartidos entre los tres fraternalmente. Y si elmaestro asombraba a la ciudad saliendo a paseo en pleno invierno contraje de hilo blanco, ellos, por no quedar a la zaga, afeitábanse lacabeza y las cejas y asomaban tras la vidriera sus testas como bolas debillar, con gran alborozo de la ciudad, que acudía a ver los «chinos deCupido».
Una inundación era para el barbero un gran día. Cerraba la tienda y seestablecía en el puente, sin cuidarse del mal tiempo, perorando ante ungran grupo, asustando a los pobres hortelanos con sus exageraciones ymentiras, dando noticias que, según él, acababa de remitirle elgobernador por telégrafo y con arreglo a las cuales, antes de dos horasno quedaría en la ciudad piedra sobre piedra y hasta el milagroso SanBernardo iría a parar al mar.
Cuando Rafael le encontró en el puente después de la procesión, estabapróximo a venir a las manos con unos cuantos rústicos, indignados porsus impiedades.
Separándose de los grupos hablaron los dos de los peligros de lainundación. Cupido se mostraba, como siempre, bien enterado. Le habíandicho que el río se llevaba agua abajo a un pobre viejo sorprendido enun huerto. No sería esta la única desgracia.
Caballos y cerdos habíanpasado muchos bajo el puente en plena tarde, flotando entre los rojosremolinos con el vientre hinchado como un odre y las patas tiesas.
EL barbero hablaba con gravedad, con cierto aire de tristeza. Rafael leoía, mirándole ansiosamente, como si deseara que hablase de algo que nose atrevía a indicar. Por fin se decidió:
—Y en la casa azul, en ese huerto de doña Pepita, donde tú vas algunasveces, ¿no ocurrirá algo?
—La casa es fuerte—contestó el barbero—y no es esta la primerainundación que aguanta... Pero está cerca del río y el huerto será unlago a estas horas; de seguro que el agua llega al primer piso. La pobresobrina de doña Pepa tendrá un buen susto...
¡Mira que venir de tanlejos, de sitios tan hermosos, para ver estas cosas!...
Rafael pareció reflexionar un rato, como si acabara de ocurrírsele laproposición que danzaba en su cabeza desde mucho antes.
—Si fuéramos allá... ¿Qué te parece Cupido?
—¡Ir allá!... ¿Y cómo?
Pero la proposición, por su audacia, forzosamente había de agradar a unhombre como el barbero, el cual acabó riendo, como si la aventura fuesegraciosísima.
—Es verdad; podríamos ir. Tendrá chiste que la célebre diva nos veallegar como unos venecianos para darla una serenata en medio de sususto... Casi estoy por ir a casa y traerme la guitarra.
—No, Cupido del demonio: fuera guitarras. ¡Qué cosas se te ocurren! Loque importa es prestar auxilio a esas señoras. Ya ves, ¡si ocurriera unadesgracia!...
El barbero, atajado en su proyecto novelesco fijó sus ojos en Rafael.
—Tú te interesas también por la ilustre artista... ¡Ah pillo! Tambiénte ha dado golpe por guapa... Pero ya recuerdo; tú la has visto: me lodijo ella.
—¡Ella!... ¿ella te ha hablado de mí?
—Algo sin importancia. Me dijo que te había visto en la ermita unatarde.
Y Cupido se calló lo demás. No dijo que Leonora, al nombrarle, habíaañadido que le parecía «un muchacho tonto».
Rafael mostrábase entusiasmado por la noticia. ¡Había hablado de él! ¡Noolvidaba aquel encuentro de penoso recuerdo!... ¿Qué hacía aún allí,inmóvil, en el puente, cuando allá abajo estarían necesitando lapresencia de un hombre?
—Oye, Cupido; ahí tengo mi barca; ya sabes; la que mi padre encargó aValencia para regalármela. Costillaje de acero; madera magnífica; mássegura que un navío. Tú entiendes el río... más de una vez te he vistoremar; yo no soy manco... ¿Vamos?
—Andando—dijo el barbero con resolución.
Buscaron una antorcha, y ayudados por varios mocetones, trajeron labarca de Rafael hasta una escalerilla de la ribera.
El río mugía con sordo hervor en torno del bote, pugnando porarrebatarlo. Los robustos brazos tiraban con fuerza de la cuerda,manteniéndolo junto a la orilla.
Arriba en el puente, entre los grupos corría la noticia de laexpedición, pero agrandada y desfigurada por los curiosos. Se trataba desalvar a una pobre familia refugiada en la techumbre de su casa, míseragente que iba a perecer de un momento a otro. Lo había sabido Rafael yallá iba a salvarles exponiendo su vida; él tan rico, tan poderoso. ¡Quéhombres todos los de la familia de Brull!... ¿Y aún había quien hablabacontra ellos? ¡Qué corazón! Y los pobres huertanos seguían el movimientode la antorcha encendida en la proa del bote, que arrojaba sobre lasaguas una gran mancha sangrienta; contemplaban con adoración a Rafael,encorvado en la popa para sujetar bien el timón. De la obscuridadpartían ruegos y proposiciones en voz suplicante. Eran fielesentusiastas que querían acompañar al quefe; ahogarse con él si erapreciso.
Cupido protestaba. No; para aquella empresa cuanto menos gente mejor; labarca había de estar ligera: él se bastaba para los remos y don Rafaelpara el timón.
—¡ Solteu! ¡ solteu!—ordenó el hijo de doña Bernarda.
Y soltando la cuerda los mocetones, la barca, después de algunoscabeceos, partió como una flecha, arrastrada por la corriente.
Encajonado el brazo del río entre la ciudad vieja y la nueva, las aguasaltas y veloces arrastraban el bote como una rama. El barbero sólo habíade mover los remos para desviar la barca de la orilla. Los obstáculossumergidos producían grandes remolinos que sacudían la embarcación, y ala luz de la antorcha que ensangrentaba las ondas gelatinosas, veíansepasar troncos de árboles, cadáveres de animales, objetos informes queapenas si asomaban una punta negra en la superficie, y hacían pensar enahogados, cubiertos de barro, flotando entre dos aguas. Arrastrados porla vertiginosa corriente, respirando el vaho fangoso del río como simascasen tierra, sacudidos a cada momento por los remolinos, Rafael secreía en plena pesadilla; comenzaba a sentirse arrepentido de suaudacia. De las casas inmediatas al río partían gritos. Se iluminabanlas ventanas.
En sus huecos algunas sombras saludaban con brazos queparecían aspas, aquella llama roja que resbalaba sobre el río, marcandola línea negra de la barca y las siluetas de los dos hombres encogidosen sus asientos. Había corrido la noticia de la expedición por toda laciudad y la gente gritaba saludando el rápido paso de la barca:
¡Vivadon Rafael! ¡viva Brull!
Y el héroe que causaba admiración exponiendo su vida por salvar unafamilia pobre, hundido en la obscuridad, en aquella atmósfera pegajosa ypesada de tumba, pensaba únicamente en la casa azul, donde iba apenetrar por fin, pero de un modo extraño y novelesco.
De vez en cuando un crujido, un salto de la barca, le volvían a larealidad.
—¡Ese timón!—gritaba Cupido, que no separaba sus ojos de lasaguas.—¡Atención Rafaelito! Evita los choques.
Y en verdad que el bote era bueno, pues otro, sin sus sólidas maderas ysu costillaje de acero, se hubiera abierto en uno de los encontronazoscon los sumergidos obstáculos.
Daban rápidamente la vuelta a la ciudad. Ya no se veían casas conventanas iluminadas. Altos ribazos coronados por tapias; inabordablesriberas de barro y cañaverales sumergidos; un poco más allá el ríolibre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudady unían sus corrientes extendiéndose como inmenso lago.
Los dos hombres iban a la ventura. Carecían, para guiarse, de lasseñales normales.