Entre Naranjos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Rafael estrechó con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en susdedos como cariñosa mordedura, el contacto de las sortijas.

—¡Amigo!... me resignaré ya que no hay otro remedio.

—Se resignará usted y encontrará dulce y tolerable eso que cree unsacrificio; usted no me conoce, pero créame a mí que me conozco bien.Aunque llegase a amarle (y esto no será nunca), saldría usted perdiendo.Yo valgo más como amiga que como amante. Hay en el mundo más de uno yde dos que lo saben bien.

—Seré un amigo dispuesto a hacer por usted mucho más que esta noche.También espero yo que usted llegará a conocerme.

—Déjese usted de promesas. ¿Qué más ha de hacer usted por mí? El río nose desborda todos los días, ni son posibles a cada momento estas hazañasnovelescas. Me basta con lo de esta noche. No sabe usted cuánto se loagradezco. Ha sido un paso decisivo en mi corazón de amiga... ¿Quiereusted que siga siendo franca? Pues cuando le encontré allá en la ermita,me pareció usted uno de esos señoritos lugareños que, acostumbrados atriunfar en el pueblo, miran como de su dominio cuantas mujeresencuentran. Después, al verle rondando esta casa, se aumentó midesprecio y mi rabia. «¿Pero ese señoritín qué se habrá figurado?» ¡Loque hemos reído a costa de usted Beppa y yo! Ni siquiera me había fijadoen su cara y su figura: no me había dado cuenta de que es usted guapo...

Leonora reía recordando sus cóleras contra Rafael, y éste, anonadado porsu franqueza, sonreía también para ocultar su turbación.

—Pero después de lo de esta noche, le quiero a usted... como un buenamigo. Estoy sola: la amistad de un muchacho bueno y noble como usted,capaz del sacrificio por una mujer a la que apenas conoce, resultagrata. Además, esto no compromete. Yo soy ave de paso: he venido porqueestoy cansada, enferma no sé de qué, pero profundamente quebrantada enmi espíritu. Necesito reposo, vida animal, sumirme en una dulceimbecilidad, olvidarlo todo, y acepto con reconocimiento su mano amiga.Después, el día que menos lo piense usted, levantaré el vuelo; laprimera mañana que despierte alegre y me cante dentro de la cabeza elpájaro travieso que tantas locuras me ha aconsejado, hago las maletas y¡a mover las alas! Le escribiré; le enviaré periódicos que hablen de míy usted verá como tiene una amiga que no le olvida y le saluda desdeLondres, San Petersburgo, o Nueva York, cualquiera de los rincones deeste mundo que muchos creen grande y en el cual no puedo revolverme sintropezar con el fastidio.

—¡Que tarde ese momento!—dijo Rafael.—¡Que no llegue nunca!

—¡Loco!—exclamó Leonora.—Usted no sabe cómo soy. Si estuviera aquímucho tiempo, acabaríamos por reñir y pegarnos. En el fondo odio a loshombres; he sido siempre su más terrible enemiga.

Oyeron a sus espaldas el roce de la bata que arrastraba Cupido congrotescos contoneos: se aproximaba al balcón con doña Pepita paracontemplar el amanecer.

Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el densocelaje: la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo.Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de lainundación; árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres depaja de las chozas; todo sucio, pringoso, nauseabundo. Estas almadíasdel desastre, se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que,poco a poco iban engrosándose con nuevos despojos de la corriente.

Allá lejos, en el límite de la laguna, movíanse con regularidad algunospuntos negros, agitando sus patas como moscas acuáticas, en torno de lascasas, que apenas asomaban sus techumbres sobre la inmensa lámina deagua. Eran los socorros que llegaban de Valencia; los botes de laArmada, traídos en ferrocarril hasta el límite de la inundación.

Iban a llegar a Alcira las autoridades; la presencia de Rafael eraindispensable. El mismo Cupido, con repentina gravedad, le aconsejabasalir al encuentro de aquellas barcas.

Mientras el barbero recobraba su traje, Rafael se despojó con grandisgusto de su capa de pieles.

Le parecía que abandonándola, iba a perder el calor de aquella noche dedulce intimidad, el contacto del hombro suave y carnoso que había estadohoras enteras apoyado en él.

Mientras se ajustaba al cuerpo las prendas de su traje ya secas, Leonorale miraba fijamente.

—Quedamos entendidos, ¿eh?—preguntó con lentitud.—Amigos, sinesperanza de más. Si rompe usted el pacto, no entrará aquí, ni aun porel balcón como esta noche.

—Sí; amigos y nada más—murmuró Rafael con sincero acento de tristezaque pareció conmover a Leonora.

Sus ojos verdes se iluminaron; brilló el polvo de oro que moteaba suspupilas y avanzó hacia Rafael, tendiéndole la mano.

—Buen muchacho; así me gusta: resignado y obediente. Por esta vez y enpremio a su cordura, habrá extraordinario. No nos despidamos así... Comoen la escena. Bese usted.

Y puso su mano al nivel de la boca del joven. Rafael la agarróávidamente y besó, besó, hasta que Leonora, desasiéndose con un bruscomovimiento que demostraba su extraordinario vigor, le amenazó con sumano.

—¡Ah, tunante!... ¡Bebé travieso! ¡Qué manera de abusar! ¡Adiós!¡adiós! Cupido llama... Hasta la vista.

—Y le empujó al balcón, a cuyos hierros estaba agarrado el barberososteniendo la barca.

—Salta, Rafael—dijo Cupido.—Apóyate en mí; el agua desciende y labarca está muy baja.

Rafael se deslizó en su bote blanco, manchado por el agua rojiza. Elbarbero movió los remos; comenzaron a alejarse.

—¡Adiós! ¡adiós! ¡muchas gracias!—gritaban desde el balcón la tía, ladoncella y toda la familia del hortelano.

Rafael, abandonando el timón, con el rostro vuelto a la casa, sólo veíaaquella arrogante figura, que agitaba un pañuelo saludándoles. La viomucho tiempo, y cuando las copas de los árboles sumergidos le ocultaronel balcón, inclinó la cabeza, entregándose al silencioso placer desaborear la dulzura que aún sentía en sus labios.

VI

Las elecciones pusieron en movimiento a todo el distrito. Había llegadoel momento solemne para la casa de Brull y todos sus fieles, no segurosaún de la omnipotencia del partido, como si temieran a ocultos enemigosque podían presentarse inesperadamente, se agitaban en la ciudad y lospueblos lanzando cual grito de victoria el nombre de Rafael.

Pocos se acordaban de la inundación. El sol bienhechor había secado loscampos; los huertos se mostraban más hermosos que nunca, como si el río,al invadirlos, les hubiese fecundado con nueva vida; se anunciaba unacosecha magnífica, y sólo como recuerdo de la catástrofe quedaba algúnseto aplastado, alguna cerca desmoronada, algún camino hondo con losribazos destruidos.

Todo se reparaba con relativa rapidez y la gente mostrábase contentahablando del pasado peligro con desprecio. ¡Hasta la otra!

Además, se había repartido mucho dinero. Llegaron socorros de la capitalde la provincia, de Madrid, de toda España, gracias al trompeteolastimoso de la prensa, y los hortelanos, con la credulidad del devotoque atribuye todos sus bienes a la protección del santo patrono,agradecían la limosna a Rafael y su madre, proponiéndose ser cada vezmás fieles a la poderosa familia. ¡Viva el padre de los pobres!

Doña Bernarda, viendo próximos a realizarse sus ensueños de ambición, nose daba un momento de reposo. Indignábase ante la indiferencia yfrialdad de su hijo. El distrito era suyo, pero no había que dormirse.¿Quién sabe lo que a última hora podían hacer los enemigos del orden,que eran bastantes en la ciudad? Había que ir a tal pueblo para decircuatro palabras a los electores ricos; visitar al alcalde del otro paraque viera que se le hacía caso; moverse mucho, que toda la gente sepreocupara de su persona.

Y Rafael obedecía, pero evitando que le acompañase don Andrés, pues a laida o a la vuelta pasaba unas cuantas horas en la casa azul o suprimíapor completo el viaje para quedarse allí temblando al volver a casa porsi su madre se enteraba de tales distracciones.

Doña Bernarda conocía aquella nueva amistad. Sin otra preocupación quela salud y los actos de Rafael, y ayudada por el chismorreo de unaciudad curiosa, nada hacía su hijo que no lo supiera a las pocas horas.Hasta tenía noticias, por una indiscreción de Cupido, de aquelarriesgado viaje de noche y a través de los peligros de la inundación,para ir a presentarse a la cómica, como ella decía con rabioso acentode desprecio.

Entonces ocurrieron las tormentosas escenas que habían de dejar enRafael una profunda impresión de amargura y miedo.

La dureza del carácter de doña Bernarda quebrantó al joven, haciéndolecomprender con cuánta razón había temido siempre a su madre. La ásperadevota, con su coraza de virtud y sanos principios, le aplastó desde lasprimeras palabras. ¿Se había propuesto deshonrar la casa? Ahora que trasmuchos años de trabajos iba a alcanzar el fruto de tantos sacrificios¿quería, por su afición a una cómica, ponerse en ridículo dando motivosde burla a los enemigos? E indignada, no vaciló en rasgar brutalmente elvelo de prudencia tras el cual se habían desarrollado misteriosamentesus desventuras y sus rabias conyugales; no dudó en volcar sobre lacabeza del hijo todas las miserias ocultas de su matrimonio.

—Lo mismo que tu padre—exclamó iracunda doña Bernarda.—No puedesnegar su sangre: mujeriego, amigo de las perdidas, capaz por unacualquiera de comprometer la suerte de la casa... ¡Y yo, grandísimatonta, trabajando por ellos! ¡olvidando la salvación de mi alma, paralograr que llegues donde no llegó tu padre!... ¡Y cómo me loagradeces!... ¡Lo mismo que aquél! con un disgusto a cada momento.

Humanizándose después, sintiendo la necesidad de comunicar sus proyectospara lo porvenir, pasó de la ira a la amistosa confidencia, y comenzó arevelar a Rafael el estado de la casa. Ocupado él en hojear librotes yen las cosas del partido, no sabía cómo marchaban los asuntos. Ninecesitaba saberlo: para eso estaba ella. Pero quería que conociera lasbrechas que en su fortuna habían abierto a última hora las locuras de supadre.

Ella hacía milagros de economía. Muchas deudas estaban pagadas ya;llevaba levantadas algunas hipotecas; gracias a su buena administración,ayudada por el fiel don Andrés; pero la carga era grande y en muchosaños no conseguiría librarse de ella.

Además (y al llegar aquí doña Bernarda se mostraba más tierna y con vozinsinuante), ya que era el primer hombre del distrito, debía ser el másacaudalado; lograrlo no resultaba difícil. Todo consistía en ser buenhijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo...Ahora diputado y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. Nofaltarían buenas muchachas, educadas con el temor de Dios, y ademásmillonarias que se darían por contentas siendo su mujer.

Rafael la atajó con una débil sonrisa. Ya sabía de quién hablaba sumadre; de Remedios, la hija del más rico de la ciudad, un rústico desuerte loca que inundaba de naranja los mercados de Inglaterra, ganandopor instinto, a despecho de todas las combinaciones comerciales.

Por esto le recomendaba su madre con tanto interés que visitase aquellacasa, enviándole a ella con cualquier pretexto. Además, doña Bernardallevaba a Remedios a la suya con frecuencia, y rara era la tarde que alentrar en su casa Rafael no encontraba a aquella muchacha tímida, torpey de una belleza insignificante, vestida con trajes que aprisionabancruelmente su soltura de chicuela criada en los huertos, transformadarápidamente en señorita por la buena suerte del padre.

—Pero mamá—dijo Rafael sonriendo—¡Si yo no pienso casarme!... ¡Sieso, cuando llegue, ha de ser a gusto mío!

La madre y el hijo quedaron moralmente separados después de laborrascosa entrevista. Era una situación que recordaba a Rafael suinfancia, cuando después de una travesura encontraba la miraba fiera yel rostro ceñudo de su madre. Pero ahora, esta seriedad agresiva seprolongaba días y días.

Al entrar en casa por las noches se veía interrogado durante la cena enpresencia de don Andrés, que no osaba levantar la cabeza ante lapoderosa señora. ¿Dónde había estado? ¿A quién había visto?... Rafaelsentía el espionaje, siguiéndole en sus paseos por la ciudad y el campo.

—Hoy has estado en casa de la cómica... ¡Cuidado, Rafael! ¡me vas amatar!

Y Rafael, para ir a casa de la cómica, se ocultaba como en su época deniño, cuando robaba fruta en los huertos; marchaba por sendas y ribazosal abrigo de los setos, y la vista de una hortelana o de un muchacho leobligaba a pesados rodeos. Y el hombre que hacía esto era el mismo queen aquel instante llenaba con su nombre todo el distrito; aquel de quienlos alcaldes y prohombres decían con plena convicción.—

«Aquí no hay másdiputado que don Rafael. Ese procurará por nosotros».

Don Andrés se esforzaba por consolar a su ama. Todo aquello era uncapricho de muchacho. Había que dejarle que se divirtiera. Al fin era unjoven guapo y de buena casa. En su cinismo de viejo acostumbrado a lasfáciles conquistas del arrabal, guiñaba sus ojos maliciosamente,creyendo que Rafael había conseguido un triunfo completo en la casaazul. Sólo así podía explicarse su asiduidad en las visitas, la mansarebeldía a la autoridad maternal.

—Esas cosas, por dulces que sean, acaban por cansar, doñaBernarda—decía el viejo sentenciosamente.—La cómica levantará el vuelocualquier día; además, deje usted que Rafael vaya como diputado a Madridy vea aquel mundo; a la vuelta no se acordará de esa mujer.

El fiel lugarteniente de los Brull se hubiera asombrado al ver lo pocoque conseguía Rafael.

Leonora no era la misma de la noche de la inundación. Pasado el encantodel peligro, la novedad de la aventura, lo extraordinario de aquellaentrevista, trataba a Rafael con amistosa calma, como a uno de losmuchos que en la vida habían girado en torno de ella. Le miraba como unmueble más de su casa que todas las tardes venía a colocarse ante supaso; un autómata que se presentaba para pasar horas y horascontemplándola, pálido y emocionado, con el encogimiento de lainferioridad, contestando sus palabras muchas veces con simplezas que lahacían reír. Su ironía y aquella franqueza de que hacía gala, le heríancruelmente.

—Hola, Rafaelillo—le decía muchas tardes al verle llegar.—¿Pero porqué viene usted con tanta frecuencia? Nos van a tomar por novios. ¿Quédirá su mamá?

Y Rafael sufría cruelmente; se avergonzaba de sí mismo, pensando en loque ocurría en su casa; en las iras que arrastraba para llegar allí.Pero le era imposible librarse de la atracción que sobre él ejercíaLeonora.

Además, ¡qué tardes aquellas en que quería ser buena; cuando cansada depasear por el huerto, fastidiada en su carácter ligero y voluble por lamonotonía de los naranjos y las palmeras, se refugiaba en el salónponiendo sus manos en el piano! Rafael, con el recogimiento de undevoto, se sentaba en un rincón, y contemplando los soberbios hombrossobre los cuales ondeaban como plumas de oro los rizados bucles de lanuca, oía aquella voz hermosa que sonaba dulce y velada, mezclándose alos desmayados acordes del piano, mientras que por las abiertas ventanasentraba la respiración del huerto rumoroso bajo la dorada luz del otoño,el perfume sazonado de las naranjas maduras que asomaban sus caras defuego entre los festones de hojas.

Era Schubert, con sus melancólicas romanzas, el músico preferido; ladominaba en aquella soledad el encanto de la música triste. Su almapasional y tumultuosa parecía desmayarse, enervada por el perfume de losnaranjos. Algunas veces, de repente, venía a morderle el recuerdo de sustriunfos escénicos, la gloria artística conquistada sobre las tablas, ygolpeando el piano con la sublime furia de la cabalgada de laswalkirias, lanzaba el ¡ hojotoho! de Brunilda, el grito de guerraimpetuoso y salvaje de la hija de Wotan; relincho armónico con el cualhabía puesto en pie a muchos públicos y que en aquella soledadestremecía a Rafael, haciéndole admirar a su amiga como una divinidadextraña; cual una diosa rubia de ojos verdes, acostumbrada a cabalgarsobre los hielos, entre los torbellinos del huracán, y que en el paísdel sol se resignaba a ser mujer.

Otras veces, echando atrás su hermoso busto, como si contemplara con laimaginación salones festoneados de rosas, en los que danzasen huecasfaldas, pelucas empolvadas y tacones rojos, rozaba las teclas, haciendosonar un minuetto de Mozart, vagoroso como un perfume elegante, cual lasonrisa de una boca de princesa, pintada y con lunares postizos.

Rafael no olvidaba la noche de amistad; la mano entregada a sus labiosen aquel mismo salón. Una vez intentó repetir la escena, e inclinándosesobre las teclas, quiso besar la diestra de Leonora.

La artista se estremeció, como si despertase. Relampaguearon sus ojoscon ira, y sin dejar por esto de sonreír, levantó amenazante la mano,con todo su fantástico brillo de pedrería, como si fuese a abofetearle:

—Cuidado, Rafael: es usted un chiquillo y le trataré como a tal. Yasabe que no gusto de que me molesten. No le despediré; pero si sigue así¡va usted a llevarse cada bofetada!... ¡Qué pegajoso! Eso sólo sepermite una vez, y no olvide usted que cuando yo quiero que me besen lamano, comienzo por darla voluntariamente... Ya no hay más música; seacabó. Vamos a entretener al niño para que esté quietecito.

Y comenzó una de aquellas revistas de equipaje que entusiasmaba aRafael; una exhibición de recuerdos de su vida artística que al joven leparecían nuevos avances en su intimidad con Leonora.

Contemplaba sus retratos en las diversas óperas por ella cantadas; unanumerosa colección de hermosas fotografías, llevando al pie el nombredel gabinete en casi todos los idiomas de Europa; en alfabetos raros quehacían parpadear a Rafael. La Elisabeta, pálida y mística, del Tanhäuser, había sido retratada en Milán; la Elsa, ideal y románticade Lohengrín, era de Munich; había una Eva, cándida y burguesa de Losmaestros cantores, fotografiada en Viena, y una Brunilda soberbia,arrogante, de mirada hostil y centelleadora, que llevaba al pie el sellode San Petersburgo. Esto sin contar un sinnúmero de otras fotografías,recuerdo de temporadas en el Convent-Garden de Londres, el San Carlos deLisboa, los grandes coliseos de toda Italia, y los teatros de América,desde el de Nueva York al de Río Janiero.

Rafael, manejando aquellas cartulinas enormes sentía la impresión delque pasea por un puerto y percibe el perfume de países lejanos ymisteriosos, contemplando los barcos que llegan. Cada retrato parecíaenvolverle en el ambiente de su país, y desde el tranquilo salón,impregnado de la respiración del silencioso huerto, creía pasear portoda la tierra.

Las fotografías representaban siempre los mismos personajes: lasheroínas de Wagner. Leonora, adoradora rabiosa del genio alemán,hablando de él con intima confianza, como si le hubiera conocido, noquería cantar otras óperas que las suyas, y con el afán de abarcar laobra del maestro, no vacilaba en comprometer su prestigio de artistafuerte y vigorosa, interpretando los personajes delicados.

Rafael se fijaba en los retratos uno por uno: aquí parecía más esbelta ytriste, como si acabara de salir de una enfermedad; allí fuerte yarrogante, como si desafiara la vida con su hermosura.

—¡Ay, Rafael!—murmuraba ella pensativa.—No todo son alegrías. Yo hepasado mis tempestades como todos. He vivido mucho, y estos pedazos decartón son capítulos de mí existencia.

Y mientras ella soñaba saboreando el pasado, entusiasmábase Rafaelcontemplando el retrato de Brunilda, una hermosa fotografía en cuyo robohabía pensado más de una vez.

Aquella era Leonora; la walkiria arrogante, la hembra fuerte y valerosa,capaz de darle de bofetadas al más leve atrevimiento y de manejarle comoun niño. Bajo el casco de acero brillante como un espejo, con sus dosalas de blancas plumas, caían los rubios bucles, brillaban con salvajefuror los ojos verdes y parecían palpitar las aletas de la nariz conindomable fiereza. El manto colgaba del cuello, redondo, carnoso yfuerte; la coraza de escamas de acero hinchábase con la presión delpecho mórbido de arrogante dureza, y los brazos desnudos, revelando elvigor del músculo bajo la suave curva de la grasa femenil, se apoyaban,uno en la lanza y otro en el escudo brillante y luminoso, como unalámina de cristal. Estaba allí con la majestad de la diosa; era unaPalas de la mitología septentrional, hermosa como el heroísmo, terriblecomo la guerra. Rafael comprendía el enardecimiento loco, la conmocióneléctrica de los públicos al verla aparecer entre las rocas de lienzopintado, haciendo temblar las tablas con su paso vigoroso, elevando conrudeza sobre las blancas alas del casco la lanza y el escudo y lanzandoel grito de la walkiria, el ¡hojotoho! que, repetido en el tranquilohuerto, parecía estremecer las calles de follaje con una corriente deentusiasmo.

Aquella mujer caprichosa, aventurera y alocada, de cuya vida de artistatantas cosas se contaban, había paseado por el mundo la arrogancia de lavirgen guerrera soñada por Wagner consiguiendo inmensos triunfos. En unlibro abultado, de desiguales hojas, donde guardaba con minuciosapuerilidad de cantante todo lo que habían dicho de ella los periódicosdel mundo, encontraba Rafael un eco de las estruendosas ovaciones.Miraba los recortes de papel impreso, muchos de ellos amarillos ya porel tiempo, y pasaba ante sus ojos la visión de teatros llenos deelegantes descotes y pecheras rígidas y brillantes como corazas;ambientes caldeados por la luz y el entusiasmo, donde centelleaban ojosy joyas, y en el fondo, con su casco y su lanza, ella, la walkiriadominadora, saludada con aplausos y gritos de admiración.

En aquellas hojas encontraba grabados de ilustraciones reproduciendo losretratos de la artista, biografías y artículos de crítica relatando lostriunfos de la célebre diva Leonora Brunna—que éste era el nombre deguerra de la hija del doctor Moreno,—

retazos y más retazos de papelimpreso en castellano puro y americanizado; columnas de letra apretada yclara de los periódicos ingleses, párrafos sobre el papel basto y sutilde la prensa francesa e italiana; compactas masas de caracteres góticosque turbaban los ojos de Rafael, e ininteligibles garabatos rusos queparecían caprichos de una mano infantil. Y todos alabando a Leonora,rindiendo un tributo universal al talento de aquella mujer, mirada condesprecio por los burgueses de Alcira. Rafael admiraba a su amiga con lamisma emoción que si se hallase en presencia de una divinidad y sentíaodio y desprecio ante la grosera y áspera virtud de los que hacían elvacío en torno de ella. ¿Por qué había venido allí? ¿qué motivo la habíaimpulsado a abandonar un mundo de triunfos donde todos la admiraban,para meterse en una vida estrecha para un corral?

Después venía la exhibición de recuerdos más íntimos; joyashermosísimas, costosos juguetes, relatos de las seratas d'onore presentados en el camerino, mientras el público aplaudía delirante, yella, bajando su lanza, saludaba en las candilejas, bajo una lluvia detalco y flores, rodeada de lacayos que sostenían grandes ramos.

Rafaelcontemplaba un medallón con el retrato venerable de don Pedro delBrasil; el emperador artista que saludaba a la cantante en unadedicatoria trazada con brillantes; planchas de oro y pedrería, recuerdode entusiastas que tal vez comenzaron por desear la mujer y seresignaron admirando la artista; pintarrajeados diplomas de sociedadesdándola las gracias por su concurso de funciones benéficas; un abanicode la reina Victoria con la fecha de un concierto en el palacio Windsor;una pulsera regia de Isabel II, como recuerdo de varias veladas en Parísen el palacio Castilla, y un sinnúmero de costosas chucherías, decaprichos riquísimos, presentes de príncipes, grandes duques ypresidentes de repúblicas americanas. Hasta había carteras con áureasdedicatorias, y la piel gastada por el roce y el tiempo, conteniendoenormes papelotes, acciones de ferrocarriles a través de paísessalvajes, títulos de propiedad de territorios sobre los cuales habían delevantarse ciudades; valores de empresas locas que se desarrollaban enlas praderas yankees o las pampas argentinas regalados en noche debeneficio, como testimonio del afecto práctico de los americanos que alentusiasmo unen siempre la utilidad.

La arrogante walkiria, al pasear por el mundo su guerrero manto, habíabarrido entre aplausos y vítores aquellos ricos testimonios deadoración. Rafael sentía orgullo por ser su amigo; y al mismo tiemporeconocía su pequeñez; se asustaba de su atrevimiento amoroso,exagerando en su imaginación la diferencia que les separaba.

Al final de estas deliciosas rebuscas en el pasado, venía lo másinteresante, lo más íntimo, el álbum de ella sólo le permitía hojear deprisa, obligándole a no mirar ciertas páginas. Era un volumenmodestamente encuadernado en cuero negro con broches de plata, peroRafael lo contemplaba como un prodigioso fetiche, con la adoración queinspiran los grandes hombres.

Veía el mundo entero inclinándose ante aquella diosa. No sólo lasaludaban los potentados; los poderosos del arte estaban allí, pasabande hoja en hoja, dedicando una palabra de afecto, un verso, una frasemusical a la hermosa cantante. Rafael contemplaba como un bobo la firmadel viejo Verdi y la de Boito; venían después los jóvenes maestros de lanueva escuela italiana, ruidosa y triunfante, con el estrépito de labelleza puesta al alcance del vulgo; los franceses Massenet y SaintSaëns saludaban a la feliz intérprete del primero de los músicos; losgrandes libretistas italianos dedicaban a la artista versos quedeletreaba Rafael, percibiendo su suave perfume, a pesar de que apenasconocía el idioma; había un soneto de Illica que le hacía llorar; yluego venían los ininteligibles para él, unos cuantos renglones de HansKeller, el gran director de orquesta, el discípulo y confidente deWagner, su testamentario artístico, encargado de velar por la gloria delmaestro, aquel Hans Keller de que hablaba Leonora a cada instante, concariño de mujer y admiración de artista, sin perjuicio de añadir acontinuación que era un bárbaro. Estrofas en alemán, en ruso y eninglés, que al ser releídas por la cantante la hacían sonreírsatisfecha, como si aspirase un perfume favorito, con grandesesperación de Rafael, que no podía conseguir que las tradujese.

—Son cosas que no entiende usted. Adelante, adelante. No quiero que seruborice.

Y tratándole como a un niño, le hacía volver las hojas sin darexplicación.

Unos versos italianos, escritos con mano trémula y en torcidas líneas,llamaban la atención de Rafael. Los entendía a medias, pero Leonoranunca le permitía acabar la lectura. Era un lamento amoroso,desesperado; un grito de pasión rabiosa, condenada a la soledad,revolviéndose en el aislamiento como una fiera en su jaula. LuigiMaquia.

—¿Pero éste quién es?—preguntaba Rafael.—¿Por qué estaba tandesesperado?

—Un muchacho de Nápoles—contestó por fin una tarde Leonora con voztriste, parpadeando, como si quisiera ocultar sus pupilas, en las queasomaban lágrimas.—Un día le encontraron bajo los pinos de Posilippocon la cabeza atravesada de un balazo.

Quería morir y se mató... Perorecoja usted todo eso y bajemos al jardín. Necesito aire.

Pasearon por la avenida orlada de rosales y transcurrieron algunosminutos, sin que se cruzara entre los dos una palabra. Leonora semostraba pensativa, con las cejas contraídas y los labios apretados,como si sufriera la mordedura de penosos recuerdos.

—¡Matarse!—dijo por fin.—¿No le parece, Rafael, que es una tontería?¡Y matarse por una mujer! ¡Como si las mujeres tuvieran la obligaciónde amar a todos los que creen amarlas!... ¡Qué imbécil es el hombre!Hemos de ser sus siervas; hemos de quererle forzosamente, y si no, semata por fatuidad.

Calló unos instantes.

—¡Pobre Maquia! Era un muchacho bueno, digno de ser feliz, ¡pero sifuera una a creer en todos los juramentos de desesp